La mandrágora (13 page)

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Authors: Hanns Heinz Ewers

BOOK: La mandrágora
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Y volviéndose a su asistente:

—De manera que usted asistirá a la ejecución. No olvide prevenirse de una solución de sal fisiológica Koch. Y dese prisa. Cada minuto es precioso. No es preciso adoptar medidas especiales: le espero mañana por la mañana en la clínica. No es necesario molestar a las enfermeras. La princesa nos asistirá.

—¿La princesa Wolkonski, Excelencia? —dijo el ayudante.

—La misma —dijo el profesor—. Tengo motivos para invitarla a ver nuestra pequeña operación, por la que ha mostrado mucho interés. Y a propósito: ¿cómo se porta hoy nuestra paciente?

Y el asistente:

—¡Ah, Excelencia! Siempre la misma canción. Siempre lo mismo, desde hace dos semanas, desde que está aquí. Llora, grita, patalea... En fin, que quiere marcharse. Hoy ha vuelto a romper dos palanganas.

—¿Ha vuelto usted a hablarle a la conciencia?

—Lo he intentado; pero apenas me deja tomar la palabra. Es una fortuna que mañana nos veamos ya tan adelantados. Para mí es un problema pensar cómo nos arreglaremos para retenerla hasta que el niño nazca.

—Un problema que usted no necesita resolver, Petersen.

Y el consejero le golpeó benévolamente en la espalda.

—Ya encontraremos los medios. Usted no tiene más que cumplir con su deber.

El ayudante dijo:

—En eso puede confiar Vuestra Excelencia.

* * *

El sol matutino besaba las enredaderas del pulcro jardín en que se levantaba la blanca «Clínica de mujeres» del profesor y acariciaba ligeramente los multicolores macizos de dalias, frescas de rocío, y las clemátides de azul intenso adheridas a los muros. Pintados pinzones y grandes zorzales que corrían por los lisos senderos o saltaban sobre el recortado césped, emprendieron el vuelo cuando ocho férreas herraduras golpearon el adoquinado de la calle arrancándole brillantes chispas.

La princesa bajó del coche y atravesó el jardín con rápidos pasos. Sus mejillas estaban encendidas, su opulento seno se agitaba violentamente al subir la escalinata de la casa.

El profesor le salió al encuentro, abriéndole él mismo la puerta.

—¡Esto se llama puntualidad, Alteza! Pase usted. He mandado prepararle té.

Ella dijo, y sus palabras se atropellaban presurosas:

—Vengo de... allí. Lo he visto. Era atrozmente emocionante.

Él le hizo pasar a la sala.

—¿De dónde viene, Alteza? ¿De la ejecución?

—Sí. El doctor Petersen vendrá en seguida. Anoche, a última hora, pude conseguir una entrada. Ha sido formidable, verdaderamente formidable.

El consejero le ofreció una silla.

—¿Puedo servirla a usted?

—¡Muy amable, Excelencia! —asintió la princesa—. Es una lástima que se lo haya usted perdido. Era un tipo magnífico.

—¿Quién? ¿El delincuente?

Ella sorbía su té.

—Claro. El asesino. Membrudo y recio, con un magnífico pecho de luchador. Llevaba una especie de chaqueta azul; le habían dejado la nuca libre. Nada de grasa. Sólo músculos y tendones.

—¿Y ha podido Su Alteza ver bien toda la ejecución? —preguntó el consejero.

—Maravillosamente —exclamó la princesa—. Estaba en una ventana del corredor, frente por frente del tablado. Al subir vaciló un poco y tuvieron que sostenerlo... Haga el favor, otro terrón de azúcar, Excelencia.

Él la sirvió.

—¿Habló algo?

—Sí. Dos veces. Pero cada vez una palabra tan sólo. La primera mientras el fiscal leía la sentencia. Entonces dijo a media voz... Pero no me es posible repetirlo.

—¡Pero Alteza!

El consejero sonrió, rozándole ligeramente la mano.

—Delante de mí —prosiguió— no necesita usted violentarse.

Ella se echó a reír.

—Claro que no. Bueno, pues... Pero deme usted una rodaja de limón. Gracias. Échela usted en la taza. Pues dijo... Pero no puedo repetirlo.

—¡Alteza! —dijo el profesor con ligero tono de reproche.

Y ella:

—Tiene usted que cerrar los ojos.

El profesor pensaba: «¡Vieja imbécil!», pero cerró los ojos y preguntó:

—¿Y bien?

Ella seguía haciendo melindres.

—Pues... pues lo diré en francés.

—Bien. Sea en francés —dijo el doctor ya impaciente.

Ella apretó los labios, se inclinó un poco y le murmuró al oído:
«Merde».

El profesor se echó hacia atrás. Le irritaba el fuerte perfume de la princesa.

—¿De manera que dijo eso?

—Sí; lo dijo como si quisiera dar a entender que todo le daba igual. Aquello me gustó. Casi lo encontré caballeresco.

—Cierto —confirmó el consejero—. Lástima que no lo dijera él también en francés. ¿Y cuál fue la otra palabra?

—¡Ah! Aquello estuvo mal.

Y la princesa sorbía el té y mordisqueaba un pastel.

—Con ella —prosiguió— echó a perder la buena impresión que me había causado. Imagínese usted que al cogerle el ayudante del verdugo, comienza de pronto a gritar y a lloriquear como un chiquillo.

—¡Ah...! —dijo el profesor—. ¿Otra taza, Alteza? ¿Y qué gritaba?

—Primero se defendió, como pudo, mudo y fuerte, a pesar de tener las manos atadas a la espalda. Tres ayudantes se arrojaron sobre él, mientras el verdugo, de frac y guante blanco, contemplaba tranquilamente la escena. Al principio me gustó cómo el asesino se sacudía de los tres carniceros que le empujaban y que tiraban de él sin conseguir moverle un paso. ¡Oh, era atrozmente emocionante!

—Me lo imagino, Alteza.

—Pero luego cambió. Uno le asió de una pierna alzándole los brazos atados, de modo que le hizo vacilar. En aquel momento comprendió la inutilidad de su resistencia y que estaba perdido. Quizá había estado antes borracho y se serenó súbitamente. ¡Uf! Y entonces gritó...

El consejero sonreía:

—¿Qué gritó? ¿Tengo que volver a cerrar los ojos?

—No, no. Puede usted dejarlos abiertos. Se acobardó; una lamentable cobardía. Lleno de angustia gritó: «¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mamá!» Oh, docenas de veces. Hasta que le arrodillaron estirado bajo la cuchilla y le obligaron a meter la cabeza por el redondel de la tabla.

—¿Entonces llamó a su madre hasta el último momento?

—No. Hasta el último momento, no. Cuando la tabla se cerró aprisionándole el cuello y su cabeza sobresalió por la otra parte, calló. Parecía que por él pasaba algo.

El profesor escuchaba con más atención.

—¿Podía usted ver bien su rostro, Alteza? ¿Podía usted comprender lo que por él pasaba?

—Con tanta precisión como le veo a usted ahora. Lo que pasaba por él, no lo sé. Duró sólo un momento, mientras el verdugo se cercioraba de que todo estaba listo y su mano buscaba el botón para hacer caer la cuchilla. Yo vi los ojos del asesino dilatados, como en loca voluptuosidad; vi la boca muy abierta, como buscando una presa, y sus rasgos desfigurados, deseosos...

Se detuvo.

—¿Eso fue todo? —inquirió el profesor.

—Sí. Cayó la cuchilla y saltó la cabeza dentro del saco que un ayudante sostenía abierto. Hágame el favor de pasarme la mermelada, Excelencia.

Llamaron. El doctor Petersen abrió la puerta y entró. Agitaba en la mano un largo tubo, bien escorchado y envuelto en algodón.

—¡Buenos días, Alteza! ¡Buenos días, Excelencia! ¡Aquí! ¡Aquí está!

La princesa se levantó de un salto.

—Déjeme usted ver —dijo.

Pero el profesor la contuvo.

—Despacio, Alteza. Tiempo tendrá usted de verlo. Si a usted le parece, vamos a poner inmediatamente manos a la obra.

Y volviéndose al ayudante:

—No sé si será necesario, pero de todos modos haría usted bien...

Bajó la voz y acercó los labios al oído del ayudante, quien asintió:

—Bien, Excelencia. Daré las órdenes en seguida.

Atravesaron el blanco corredor y se detuvieron en el número 17.

—Aquí está ella —dijo el profesor, abriendo con cuidado la puerta.

El cuarto, todo blanco, resplandecía de luz y sol. La muchacha yacía en la cama, profundamente dormida. Un rayo de sol penetraba por la ventana, espesamente enrejada, temblaba en el suelo, trepaba por una escala de oro, y, deslizándose entre las ropas, se posaba tiernamente sobre sus dulces mejillas y bañaba de ardientes llamas sus rojos cabellos. Los labios entreabiertos de Alma se movían como si murmuraran palabras de amor.

—Está soñando —dijo el profesor—. Quizá con su príncipe.

Y poniéndole en el hombro su fría y húmeda mano, la sacudió.

—Despierte usted, Alma.

Un ligero temor corrió por sus miembros y se incorporó medio dormida.

—¿Qué? ¿Qué pasa? —tartamudeó.

Pero reconociendo al profesor, se volvió a tender sobre los almohadones.

—¡Déjeme usted en paz!

—Vamos, Alma. No nos haga usted escenas —la amonestó el profesor—. Ya estamos dispuestos. Sea usted razonable y no nos cree usted dificultades.

Y con un rápido tirón le arrancó las sábanas, que arrojó al suelo.

Pero la muchacha se bajó la camisa y se cubrió como pudo con las almohadas.

—¡Fuera! ¡Fuera! —gritó—. ¡No quiero!

El consejero hizo una seña a su ayudante.

—Vaya usted —ordenó—. Pero de prisa. No podemos perder tiempo.

Y el doctor Petersen abandonó rápidamente el cuarto.

La princesa se acercó al lecho y se dirigió a la muchacha.

—No sea usted loca, chiquilla. No hace daño en absoluto.

Y trató de acariciarla, pasándole sus gruesas y ensortijadas manos por la nuca y el cuello, hasta los senos.

Alma la rechazó.

—¿Qué quiere usted? ¿Quién es usted? ¡Fuera! ¡Fuera! ¡No quiero!

Pero la princesa insistía.

—Yo no quiero más que tu bien, hijita; y te regalare una sortija muy bonita y un vestido nuevo.

—¡No quiero ninguna sortija! —gritó la ramera—. ¡No necesito ningún vestido! ¡Quiero irme de aquí y que me dejen en paz!

Con sonriente tranquilidad abrió el tubo el consejero.

—Ya la vamos a dejar a usted en paz. Y más tarde podrá usted también marcharse. Mientras tanto, tiene usted que cumplir la pequeña obligación a que se ha comprometido con nosotros. ¡Ah! ¿Está usted ahí, doctor?

Y volviéndose a su ayudante, que acababa de entrar con la mascarilla de cloroformo en la mano, dijo:

—Venga usted en seguida.

La muchacha se le quedó mirando con los ojos dilatados por el terror.

—No —gemía—. No, no.

Hizo gestos de querer saltar de la cama y empujó al ayudante con ambas manos en mitad del pecho, haciéndole retroceder tambaleándose.

Entonces, con los brazos abiertos, la princesa se arrojó sobre la muchacha, oprimiéndola con la masa de su cuerpo hasta volverla a la cama y la abrazó clavando sus dedos en la brillante carne, apretando entre sus dientes un largo mechón de cabello rojos.

La prostituta, imposibilitada de agitar los brazos ni de mover el cuerpo bajo aquella mole, agitaba las piernas en el aire. Vio cómo el médico le aplicaba la mascarilla al rostro y le oyó contar en voz baja: «uno, dos, tres», y gritó, haciendo retemblar las paredes:

—No, no quiero. No quiero. ¡Ay, me ahogo!

Su grito murió, cediendo a un miserable gimoteo:

—¡Madre! ¡Ay!... ¡Ma...dre!

* * *

Doce días más tarde, la prostituta Alma Raune ingresó en la cárcel y fue procesada. La orden de prisión fue dictada por carecer la muchacha, acusada de robo, de domicilio fijo y ofrecer con ello posibilidades de fuga. La denuncia había partido de Su Excelencia el consejero secretario efectivo ten Brinken.

Desde los primeros días había preguntado el profesor repetidamente a su ayudante por diferentes objetos que echaba en falta. Le faltaba una antigua sortija de sello que se había quitado al lavarse; un pequeño monedero que recordaba haber dejado en su abrigo. Rogó al doctor Petersen que vigilara con la mayor atención a los empleados.

Más tarde, un reloj de oro del ayudante desapareció de su cuarto de la Clínica, donde estaba encerrado en un cajón de su escritorio. El cajón había sido forzado. Un prolijo registro de la Clínica, al que se declararon dispuestos todos los empleados, dio un resultado completamente negativo.

—Debe haber sido una paciente —concluyó el consejero, y dispuso que se registraran las habitaciones de las enfermas.

El doctor Petersen dirigió también esta pesquisa, con el mismo éxito.

—¿Ha olvidado usted alguna dependencia? —inquirió su jefe.

—Ninguna. Excelencia, exceptuado el cuarto de Alma.

—¿Y por qué no ha hecho investigaciones en él?

—¡Pero Excelencia!... —opuso el doctor Petersen—. Eso es completamente imposible. La muchacha está vigilada día y noche y no ha salido una sola vez de su cuarto, y desde que ha sabido del éxito de nuestro intento está completamente fuera de sí. Se pasa llorando y gritando todo el santo día, nos amenaza con volverse loca y sólo piensa en salir de aquí o en cómo podría frustrar a la postre nuestros esfuerzos. Dicho claramente, Excelencia, me parece del todo imposible retener aquí a la muchacha todo ese tiempo.

—¿Sí? —el profesor reía—. Bueno, Petersen. Busque usted primero en el cuarto 17. No me parece tan imposible que la muchacha sea la autora.

Al cabo de un cuarto de hora volvió el ayudante, trayendo algo envuelto en un pañuelo.

—Aquí están las cosas. Las encontré ocultas entre la ropa sucia de la joven.

—¿De modo que ha sido ella? —dijo el profesor—. Telefonee usted inmediatamente a la policía.

El ayudante vacilaba.

—Perdone Vuestra Excelencia si me permito una objeción: la muchacha es de seguro inocente, aún cuando las apariencias hablen contra ella. Vuestra Excelencia hubiera debido verla cuando la vieja enfermera y yo registramos el cuarto y dimos por fin con los objetos. La muchacha estaba en la mayor apatía y nada le impresionaba. Es seguro que nada tiene que ver con el robo. Alguien del personal ha debido tomar los objetos y esconderlos en su cuarto por temor a ser descubierto.

El profesor sonrió:

—Es usted muy caballeresco, Petersen. Pero no importa: telefonee usted.

—¡Excelencia! —rogó el médico—, quizá debiéramos esperar un poco. Quizá, interrogando detenidamente al personal...

—¡Oiga usted, Petersen! —dijo el consejero. Debía usted meditar un poco más. En el fondo, es indiferente que la muchacha haya o no robado esas cosas. Lo importante es que nos libremos de ella, que se la lleven a otra parte hasta que llegue la hora, ¿no es eso? En la cárcel la tenemos segura, mucho más segura que aquí. Ya sabe usted lo decentemente que le pagamos y hasta estoy dispuesto yo a gratificarla por esta pequeña molestia... cuando todo haya pasado. En la cárcel no está peor que aquí: su celda será más estrecha, la cama algo más dura, la comida no tan buena. En cambio tendrá allí con quién hablar, lo que en su estado tiene mucho valor.

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