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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

La Mano Del Caos (72 page)

BOOK: La Mano Del Caos
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Los enanos detuvieron su retirada, volvieron a tomar las armas y se volvieron para hacer frente a las odiosas criaturas. Los elfos empezaron a arrojar flechas mágicas a sus rojos ojos y, dentro y fuera de la Factría, unidos por la terrible visión de las serpientes atacando la máquina, enanos y elfos combatieron juntos para proteger la Tumpa-chumpa.

Los ayudó en la lucha la oportuna llegada de una nave dragón desarbolada que, merced al esfuerzo conjunto de sus ocupantes elfos y humanos, había conseguido escapar a duras penas del Torbellino. Un grupo de robustos humanos, bajo el mando de un capitán elfo y empuñando armas encantadas con los hechizos de un mago elfo, se unió a los enanos. Los mensch atacaron a las serpientes con tal ferocidad que éstas dieron media vuelta y huyeron.

Era la primera vez en toda la historia de Ariano que humanos, elfos y enanos combatían juntos, y no unos contra otros.

La escena habría enorgullecido al líder de la UAPP, pero, por desgracia, Limbeck no podía verla. El enano había desaparecido, enterrado bajo la estatua rota del dictor.

Jarre, casi sin ver entre las lágrimas, levantó el hacha y se dispuso a combatir a la serpiente cuya ensangrentada cabeza se cernía sobre la estatua, quizá buscando a Haplo, quizás a Limbeck. Jarre se lanzó adelante entre gritos de desafío, blandiendo el hacha... y no encontró a su enemigo.

La serpiente había desaparecido.

La enana trastabilló y no pudo detener el impulso de su violento ataque. El hacha voló de sus manos pringosas de sangre, y Jarre cayó de cuatro manos.

—¿Limbeck? —gritó desesperada, febril, y gateó hacia la estatua rota. Entre los fragmentos apareció una mano que se agitó débilmente.

—Estoy aquí. Yo..., me parece...

—¡Limbeck! —Jarre se arrojó sobre la mano, la tomó entre las suyas, la besó y empezó a tirar de ella.

—¡Ay! ¡Espera! ¡Estoy atrapado! ¡Oh, el brazo...! ¡No...!

Jarre no hizo caso de las protestas. No tenía tiempo para mimos. Agarró firmemente su regordeta mano, apoyó los pies en la estatua y tiró con fuerza. Tras un breve y enérgico esfuerzo, consiguió liberar al enano.

El augusto líder de la UAPP emergió de los pedazos de la estatua despeinado y desaliñado, apurado y confundido, sin un solo botón en sus ropas y con todo el aspecto de haber sido aplastado y estrujado pero, por lo demás, estaba ileso.

—¿Qué..., qué ha sucedido? —preguntó, entrecerrando los ojos para intentar distinguir algo.

—Estamos luchando para salvar la Tumpa-chumpa —explicó Jarre mientras le daba un rápido abrazo. Después, empuñó de nuevo el hacha ensangrentada y se dispuso a sumarse a la refriega.

—¡Espera! ¡Voy contigo! —gritó Limbeck, cerrando los puños y con una mueca de ferocidad.

—No seas memo —replicó Jarre cariñosamente, y acompañó sus palabras de un tirón de barba—. No ves nada. Sólo conseguirás nacerte daño. Tú quédate aquí.

—Pero... ¿qué puedo hacer? —protestó él, disgustado—. Debe haber algo...

Jarre podría haberle dicho (y lo haría más tarde, cuando estuvieran los dos a solas) que todo había sido obra suya. Que él era el héroe de aquella guerra, el responsable de la salvación de la Tumpa-chumpa y de las vidas no sólo de su propio pueblo, sino de todos los habitantes de Ariano.

Pero, en aquel momento, no tenía tiempo para todo aquello.

—¿Por qué no haces un discurso? —se apresuró a sugerir—. Sí, creo que uno de tus discursos sería lo más oportuno.

Limbeck reflexionó en ello. Hacía mucho tiempo que no pronunciaba un discurso; descontado el parlamento de rendición, que había sido interrumpido de una manera bastante brusca. De todos modos, no recordaba muy bien adonde quería llegar con aquella alocución.

—Pero..., es que no tengo ninguno preparado...

—Sí, claro que sí, querido. Aquí.

Jarre buscó en uno de los amplios bolsillos de Limbeck, extrajo una hoja de papel con manchones de tinta y, sacando el bocadillo de su interior, la entregó a Limbeck.

El enano apoyó una mano en la estatua caída del dictor, acercó el papel a la nariz y empezó a declamar:

—¡Operarios de Drevlin! ¡Hundios y liberaos de las cadenas...! No, eso no puede ser. ¡Aja!: ¡Operarios de Drevlin! ¡Unios y liberaos de las cadenas...!

Y así marcharon los enanos a la que más tarde pasaría a la historia como la batalla de la Tumpa-chumpa, con las palabras a veces confusas —pero siempre inspiradoras— del líder de la UAPP y héroe mundial en ciernes, Limbeck Aprietatuercas, resonando en sus oídos.

CAPÍTULO 45

WOMBE, DREVLIN

REINO INFERIOR

Haplo se sentó en los peldaños de la escalera que conducía desde la abertura en la base de la estatua hacia los túneles secretos de los sartán. Encima de él, Limbeck proseguía su arenga, los mensch combatían contra las serpientes por salvar su mundo y la Tumpa-chumpa permanecía callada y paralizada. Haplo se apoyó en la pared, débil y mareado por la conmoción y la pérdida de sangre.

El perro estaba a su lado, mirándolo con inquietud. Haplo no sabía cuándo había vuelto y se sentía demasiado fatigado para pensar en ello o para preguntarse qué significaba su regreso. Y no podía hacer nada por ayudar a los mensch; a duras penas podía hacer nada por sí mismo.

—De todos modos, parece que no necesitan mucha ayuda, a juzgar por los gritos —dijo al perro.

Había cerrado la terrible herida del pecho, pero necesitaría tiempo, mucho tiempo, para curarse por completo. La runa del corazón, el centro mismo de su ser, estaba rota, desorganizada.

Apoyado en la pared, cerró los ojos y agradeció la penumbra. Su mente divagó. Tenía en las manos el librito que le habían dado los kenkari. Tendría que acordarse de entregar el libro a Limbeck. Le echó una nueva ojeada. Tenía que ir con cuidado, para no manchar de sangre las páginas..., los dibujos..., diagramas..., instrucciones...

—Los sartán no abandonaron los mundos —le explicó a

Limbeck... o al perro... que todo el rato tomaba la forma de Limbeck—. Los de este mundo, la gente de Alfred, previeron su propio fracaso. Descubrieron que no podrían completar su magno plan para unir los mundos, para proporcionar aire al mundo de la piedra, agua al mundo del aire y fuego al mundo del agua. Lo expusieron todo por escrito, como legado para quienes, estaban seguros, habían de quedar después de ellos.

»Está todo aquí, en este librito. Las palabras que pondrán al autómata a cumplir sus tareas, que harán volver a funcionar la Tumpa-chumpa, que alinearán los continentes y llevarán a todos ellos el agua imprescindible. Las palabras que enviarán una señal a todos los demás mundos a través de la Puerta de la Muerte.

»Está todo aquí, en este libro, repetido en cuatro idiomas: sartán, elfo, humano y enano.

»Alfred estaría muy complacido de ver esto —añadió finalmente Haplo, dirigiéndose a un Limbeck que seguía transformándose en el perro—. Ese torpe podría dejar de pedir disculpas.

Pero el plan no había dado resultado.

Aquellos antiguos sartán habían previsto que sus congéneres despertarían y utilizarían el libro, pero no había sucedido así. Alfred, el único de los sartán en animación suspendida que había despertado finalmente, o bien desconocía la existencia del libro o bien lo había buscado sin poder encontrarlo. Eran los elfos kenkari quienes lo habían descubierto. Lo habían descubierto... y habían ocultado su existencia con un absoluto hermetismo.

—Y si no hubieran sido los elfos —añadió Haplo—, seguro que los humanos o los enanos habrían actuado igual. Todos ellos estaban demasiado llenos de odio y desconfianza como para colaborar juntos...

—¡Trabajadores del mundo! —concluyó su alegato Limbeck—. ¡Unios!

Y esta vez no se equivocó.

—Ojalá esta vez lo hayan comprendido por fin —murmuró Haplo con una sonrisa cansada. Exhaló un suspiro. El perro emitió un gañido, se apretó contra su amo y olisqueó preocupado, con los músculos tensos, la sangre que le embadurnaba manos y brazos.

De pronto, se escuchó otra voz:

—Podría arrebatarte ese libro. Podría cogerlo de tu cadáver, patryn.

El perro emitió un gemido y apretó el hocico contra su mano.

Haplo abrió los ojos como una centella. El miedo lo dejó completamente despejado y alerta.

Sang-Drax estaba al pie de la escalera. La serpiente había adoptado de nuevo su forma elfa y volvía a ser el de antes, salvo en la palidez de sus facciones, en su aspecto macilento y en el hecho de que sólo brillaba uno de sus rojos ojos. La otra órbita era un hueco oscuro, como si la serpiente se hubiera arrancado el globo ocular herido y se hubiera desembarazado de él.

Haplo escuchó los gritos de triunfo de los enanos sobre su cabeza y comprendió qué estaba sucediendo.

—¡Están ganando! El valor, la unión de los mensch... Esto te produce un dolor más profundo que la estocada de una espada, ¿verdad, Sang-Drax? Vamos, bestia inmunda, lárgate. Estás tan débil como yo. Ahora no puedes hacerme daño.

—Sí, claro que podría. Pero no voy a hacerlo. Tenemos nuevas «órdenes». —Sang-Drax sonrió y puso el énfasis en esta última palabra, como si la encontrara divertida—. Parece que, finalmente, vas a seguir vivo. O tal vez debería ser más preciso: parece que no voy a ser yo el destinado a matarte.

Haplo hundió la cabeza, cerró los ojos y se apoyó de nuevo en la pared. Estaba cansado, tan cansado...

—En cuanto a tus amigos mensch —prosiguió Sang-Drax—, todavía no han conseguido poner en funcionamiento la máquina. Puede resultarles una experiencia «estremecedora». Para ellos... y para todos los demás mundos. Lee el libro, patryn. Léelo detenidamente.

La forma elfa de la serpiente empezó a fluctuar y a perder consistencia. Por unos instantes, fue visible en su repulsiva forma de reptil, pero también le resultó difícil mantener aquella apariencia. Como acababa de decir Haplo, la espantosa criatura estaba cada vez más débil. Muy pronto, sólo quedaron de él su voz y el resplandor mortecino de un único ojo rojo en la penumbra de los túneles sartán.

—Estás condenado, patryn. La tuya es una batalla que nunca podrás ganar... a menos que te derrotes a ti mismo.

CAPÍTULO 46

LA CATEDRAL DEL ALBEDO

REINO MEDIO

Las puertas de la Catedral del Albedo permanecieron cerradas. Los kenkari siguieron rechazando a los weesham que, de vez en cuando, acudían ante ellas con aire desvalido y se quedaban allí, contemplando la ornada verja de oro, hasta que salía el Guardián de la Puerta.

—Debéis iros —les decía éste—. No ha llegado el momento.

—Pero, ¿qué hacemos? —se lamentaban los weesham, asiendo con fuerza sus cajitas de lapislázuli—. ¿Cuándo volvemos?

—Esperad —se limitaba a responder el Guardián.

Los weesham no encontraban ningún consuelo en esto, pero no podían hacer nada salvo regresar al Imperanon o a sus ducados y principados y seguir esperando. Todo el mundo, en Paxaria, estaba esperando.

Aguardando su destino.

La noticia de la alianza establecida entre los elfos rebeldes y los humanos se había difundido rápidamente. La Invisible había presentado informes según los cuales las fuerzas elfas y humanas estaban agrupándose para el asalto final. Las tropas imperiales elfas empezaron a retirarse de las poblaciones periféricas de Volkaran para montar un sólido cinturón defensivo en torno a Aristagón. Pueblos y ciudades de la periferia trazaron de inmediato planes para rendirse al príncipe Reesh'ahn, a condición de que no se permitiera ocuparlos a los ejércitos humanos. (Los elfos recordaban la ocupación tiránica de las tierras humanas que ellos habían realizado y temían ser objeto del mismo trato. Sus temores estaban justificados, desde luego. Algunos dudaban que las heridas, abiertas y supurantes durante siglos, pudieran cerrarse algún día.)

En cierto momento, circuló por el Imperanon un extraño informe cuya fuente, según se descubrió más tarde, resultó ser el conde Tretar. Agah'ran había anunciado públicamente, durante el almuerzo, que el rey Stephen había sido asesinado. Según el mismo informe, los barones humanos se habían levantado contra la reina Ana. El príncipe Reesh'ahn había huido para salvar la vida y la alianza estaba a punto de desmoronarse.

De inmediato, se organizaron fiestas para celebrarlo. Sin embargo, cuando se le pasó la embriaguez, el emperador pudo comprobar que el informe no era cierto. La Invisible le aseguró que el rey Stephen estaba sano y salvo, aunque se había apreciado que el rey caminaba con cierta rigidez y paso algo vacilante como resultado de una caída causada por un exceso de bebida.

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