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Authors: Mary Stewart

Tags: #Fantástico

La mansión embrujada (23 page)

BOOK: La mansión embrujada
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El libro no incluía la receta de la jalea de moras. Agnes había utilizado esa excusa para que yo se lo dejara ver. Si hubiese querido alguna receta de hierbas, seguramente lo habría expresado. Pero me había contado complicadas mentiras como «la jalea de la señorita Saxon siempre fue la mejor» y también había dicho que la receta especial tenía que estar en ese libro. Y sin duda éste era el libro cuya difícil escritura no había tenido tiempo ni ocasión de desentrañar.

¿A qué conclusión podía llegar? El libro contenía otra receta que le interesaba y que no había querido mencionar.

Al arribar a esta conclusión, extraje otra. Fuera cual fuese la receta, prima Geillis no había querido dársela. Tal vez la había pescado consultando el libro y por eso tomó la precaución de dejarlo en manos de Christopher John hasta mi llegada.

Volví a encender la luz. La mariposa nocturna ya no estaba. Hodge entreabrió un ojo a modo de reproche, volvió a cerrarlo, se estiró voluptuosamente y siguió durmiendo.

Me estiré para coger el libro. La tapa, que siempre había sido frágil, estaba rota por el uso y el lomo se había despegado, por lo que los cuadernillos estaban descosidos. Al estirarme para encender la lámpara moví el libro, que se deslizó y cayó abierto sobre mis rodillas. Una página suelta se separó de sus compañeras.

La recogí, abrí el libro para ponerla en su sitio y la miré sin demasiado interés. Tenía un aspecto y un tacto distinto a las demás: el papel era más grueso y amarillento, estaba escrito con tinta marrón, tenía manchas y puntos tal vez debidos a la escritura con pluma y la letra era diferente y más antigua. Una receta proporcionada por una persona que no tenía nada que ver con las virtuosas Sibyl Gostelow y Geillis Saxon. Una receta que pertenecía al libro que yo esperaba encontrar, la única que podía considerarse de magia «auténtica» y sin duda la que nuestra bruja local había anhelado tan ansiosamente.

Se titulaba, simplemente: Filtro de amor.

Creo que mi primera reacción fue de rechazo y luego, como era un asunto de mujer a mujer, experimenté compasión. Después, agudamente y todavía de mujer a mujer, un ramalazo de incertidumbre: ¿me equivoco acerca de lo que él siente por mí? Y por último, con cierta incredulidad: ¿y si este endiablado brebaje da resultado?

Alcé el grueso papel pergamino con los bordes ajados y lo leí de cabo a rabo…

Filtro de amor. Coger las alas de cuatro murciélagos, nueve pelos de la cola de un perro agonizante o que acaba de morir, la sangre de una paloma negra y hervir con…Omito el resto de la receta. Allí tenía, sin necesidad ni posibilidad de hacer preguntas, la respuesta a otra de mis conjeturas.

Estuve largo rato sentada en la penumbra y me esforcé por no culpar a Agnes de lo que era (me dije a mí misma) la actitud de una campesina ignorante hacia los animales. Lo mismo que para tantas personas de su especie que en los años cuarenta se criaron en las zonas rurales más apartadas, para Agnes todos los animales salvajes eran bichos. El gato sólo se toleraba porque mataba ratones o pájaros, incluso algún que otro petirrojo; el perro sólo porque trabajaba o servía de guardián. No se le movería un pelo al retorcer el cogote de mis palomas dispersas, ahogar a Hodge porque se había quedado sin ama o mantener al pobrecillo Rags para su caldero de bruja. Podía disculpar la herida de Rags, provocada por Jessamy con su irreflexiva simplonería, pero ciertamente era imposible —y sin duda erróneo— perdonar la crueldad que la llevó a atarlo y darle de comer apenas lo necesario con tal de cumplir ese asqueroso hechizo…

Hacía tantos esfuerzos por no culpar a Agnes que temblaba. Me dije que mi afecto profundo e incluso obsesivo por los animales era una cuestión personal, producto de mis desdichas y de la falta de confianza en mí misma. Los animales eran mucho más seguros y amables que las personas. Dadas mis limitaciones, la anormal era yo, no las personas más simples y extrovertidas que mostraban una firme actitud ante el mundo natural.

Repentinamente me acordé del coadjutor de mi padre, muerto hacía tantos años, y de lo que le había hecho a mi conejo. Probablemente criaba conejos para comérselos y si una niña se había quedado uno para intercambiar afecto y luego lo había devuelto, el animal había retornado a la categoría de carne. Me parecía justo. Yo también era carnívora. El daño no se le hizo al conejo, sino a la niña.

¿Y mi madre y el perro? Mi madre había sido producto de una dura sociedad de pioneros que se ganó la vida en pleno monte de Nueva Zelanda, donde los animales eran ganado o caza y, en medio de la pobreza de una vida ardua, no había lugar para los sentimientos. Hasta los niños se consideraban herramientas de trabajo y, por consiguiente, las hijas eran menos deseables que los hijos. Las injusticias de mi infancia —si es que lo eran— podían comprenderse y olvidarse mediante este profundo esfuerzo del pensamiento…

A lo largo de aquella noche infinita, el indecente filtro de amor me permitió exorcizar mis tristes fantasmas y alcanzar, finalmente, una merecida paz.

Cuando por fin concilié el sueño no soñé con círculos de piedra ni con perros agonizantes, sino con palomas que volaban en un límpido cielo y con Christopher John que sonreía y decía: «Al final recobramos la felicidad».

Capítulo 22

Puesto que éste no es un relato de brujería a medianoche, sino una simple —relativamente simple— historia de amor, es aconsejable que los últimos capítulos se desplieguen a partir de la mañana de un día glorioso.

Ni siquiera el sol temprano que entibió el aire vivificante, el rocío que cubrió la hierba o la delgada bruma que empañó el fulgor del río dispersaron la desazón que me dominó al despertar. Cuando recordé lo que me esperaba, tuve que aferrarme con todas mis fuerzas a mi valor. Sólo me sustentaba pensar en Rags, el «perro agonizante o que acaba de morir». Hice deprisa las tareas matinales y subí corriendo a buscar el libro.

No tenía la menor intención de prestárselo a Agnes antes de hablar con ella y arrancarle la verdad. Aun así, tampoco pensaba dejárselo con la horrorosa receta. Saqué la página de papel pergamino y, sin el menor remordimiento, le prendí fuego con un fósforo e hice correr los restos carbonizados por el lavabo del cuarto del sosiego. Guardé el libro en un estante, junto a los demás, cerré la puerta con llave y bajé para disponerme a visitar a Agnes en la casa del guarda mientras persistiese mi resolución.

Siempre es mejor afrontar al enemigo en tu propio terreno, elegir la posición en la que combatirás. Nunca había estado en la casa del guarda ni me habían invitado a entrar en las contadas ocasiones en que pasé por delante. No quería que el encuentro se produjera delante de Jessamy ni tenía la menor intención de hablar en el umbral de la casa de Agnes. Simplemente le diría que había encontrado el codiciado libro y que, como era frágil y probablemente valioso, si quería consultarlo tenía que venir a Thornyhold, donde tendría la libertad de copiar todas las recetas que quisiese.

Para no desperdiciar ese día maravilloso, luego iría a Tidworth a ver al señor Masson, que se había llevado las palomas de la prima Geillis, y le preguntaría por las palomas que me habían traído los mensajes. Averiguaría si la idea disparatada que había tenido sobre el segundo mensaje no era tan desatinada. Y al pasar por el camino que llevaba a Boscobel, intentaría ver a Christopher John, aunque se trataba de una perspectiva que casi ni reconocí para mis adentros.

Preparé varios bocadillos, puse uno de los frascos de jalea en la cesta de la bici y pedaleé calzada abajo.

Al llegar a la casa del guarda mis planes valientes y astutos sufrieron el primer contratiempo: Agnes no estaba y, evidentemente, Jessamy tampoco. Nadie respondió a mí llamada.

Cuando me agaché para dejar el frasco de jalea en el umbral oí la voz de Jessamy a mis espaldas:

—¡Buenos días, señorita!

El muchacho no estaba en su casa, sino en la gemela, situada al otro lado de la calzada de acceso. Había dejado la puerta abierta. Entrevi una habitación minúscula, impecablemente limpia, con un mantel de cuadros rojos sobre la pequeña mesa, brillante el bronce de la chimenea y una mecedora antigua donde se sentaba la anciana, que aparentaba el doble de edad, como un retrato Victoriano, con el delantal sobre el regazo y un chal blanco que le cubría los hombros. La anciana inclinó la cabeza, me sonrió y saludó con la mano. Le devolví la sonrisa y el saludo.

—Señorita, mamá no está —añadió Jessamy—. Ha salido.

—¿Sabes a dónde ha ido?

—No me lo dijo.

—¿Y no te fijaste? ¿Cogió el atajo del bosque?

—No, echó a andar hacia el pueblo. —Señaló en dirección a St. Thorn.

—¿No dijo a qué hora volvería? —Negó con la cabeza.

—Salió después de desayunar y no dijo nada. Señorita, ¿ha preparado jalea?

—Sí, y salió de rechupete. Jessamy, te repito mi agradecimiento. He traído un frasco para tu madre y para ti. ¿Qué tal el brazo?

—Mejor. Está curando muy bien.

—Cuánto me alegro. Dile a tu madre, cuando vuelva, que he encontrado el libro. Dile que si quiere verlo la espero en casa.

—¿Un libro? —Me dirigió una mirada indecisa y de desconcierto—. ¿Desde cuándo mamá mira libros?

—No te preocupes, seguro que sabe a qué me refiero. Dile, simplemente, que he encontrado el libro. —Recogí la bicicleta. La abuela volvió a saludar con la mano y respondí a su saludo—. Dile que estaré fuera hasta la hora del té y que si quiere verlo venga más tarde. Gracias, Jessamy. ¿Está todo claro?

—Sí. —Bajó la voz—: No tiene sentido que la invite a pasar para que hable con la abuela. Se alegrará de verla y nada más.

—Tranquilo, me hago cargo. Me alegro de haberla visto. Tiene muy buen aspecto.

Otro saludo con la mano y cuando pedaleé hacia la carretera soleada vi que la mecedora reanudaba su incesante balanceo.

Al pasar delante del desvío a Boscobel, no vi señales de Christopher John. Más allá la carretera se ponía cada vez peor hasta convertirse en un camino lleno de baches, evidentemente utilizado por el ganado. Este camino serpenteaba entre setos unos dos kilómetros más antes de llegar a Tidworth. Y allí terminaba. Tidworth era un caserío aislado y minúsculo, con media docena de casas apiñadas en torno al terreno comunal en el que los patos blancos disfrutaban del estanque lleno de barro. El buzón instalado en la puerta de una de las casas y las mercancías exhibidas en la ventana para su venta me indicaron que era la oficina de Correos. Dejé la bici en la puerta y entré. Aunque en la tienda no había nadie, de la trastienda llegaba el olor del pan que se cocía en el horno y al tintineo de la campanilla respondió una mujer que apareció deprisa y corriendo mientras se limpiaba la harina de las manos en un gran delantal a cuadros.

—Lamento molestarla si esta ocupada… —me disculpé.

—No se preocupe, señorita. ¿En qué puedo servirla?

Dudé y miré a mi alrededor mientras me preguntaba qué podía comprar. Las estanterías estaban casi vacías; el racionamiento había sido muy duro para este tipo de pequeñas tiendas de ultramarinos, ya que la gente solía llevar los cupones a la ciudad porque en ocasiones el hecho de ser clientes suponía la gratificación de algún producto extra. En un caserío como Tidworth, la gente disponía de huevos, cultivaba sus verduras, se cocía el pan… Clavé la mirada en una pila de cacao sin racionar.

—¿Puede venderme un bote de cacao?

La mujer se estiró para coger el bote sin quitarme ojo de encima. Era alta y huesuda, estaba vestida de negro y llevaba una rebeca de color pardo. Había recogido en un moño su pelo canoso y tenía el mentón firme y unos ojos negros que me observaron con interés, más aún, con una profunda curiosidad que me sorprendió hasta que comprendí que sólo en contadas ocasiones los desconocidos tomaban esa carretera perdida.

—¿Quiere algo más? Son cuatro peniques y medio, por favor… Muchas gracias.

—Ay… eh… en realidad, estoy interesada en algo más… Me han dicho que en Tidworth vive el señor Masson. ¿Tendría la amabilidad de decirme cuál es su casa?

—¿Eddy Masson? Sí, vive en la última casa. Ha pasado por delante, es la primera al llegar a la carretera. Pero me parece que no lo encontrará. Casi nunca está, salvo los domingos o por la noche. Trabaja con el granjero Yelland de Black Cocks.

¿Cómo no se me había ocurrido? Para ir a Black Cocks había que pasar por Boscobel. Sonreí a la mujer.

—Muchísimas gracias. Podría pasar por allí durante el regreso. ¿Es posible… que la señora Masson esté en casa?

—No está casado, todavía no —respondió la mujer con desconcertante regodeo.

—De acuerdo, muchísimas gracias —añadí y me dirigí a la puerta con una extraña sensación de alivio.

La voz de la mujer me frenó.

—¿Está por aquí?

—Sí. Pero no he venido de vacaciones. Ahora vivo aquí, en Thornyhold. ¿Conoce mi casa? Me mudé en septiembre y estoy reconociendo el terreno. Es la primera vez que visito Tidworth. Es un pueblo muy bonito pero algo apartado, ¿no es así?

—Dicen que hasta los cuervos tienen que retroceder. —Asintió y puso cara de satisfacción—. ¡Ya está bien! ¡Como si no me hubiera dado cuenta de quién era en cuanto entró en la tienda! ¡Usted es la señorita Ramsey, para quien trabaja la viuda Trapp! Señorita, reconozco que estoy encantada de conocerla.

Levantó la tapa del mostrador, avanzó y me ofreció la mano.

La posta de palomas, pensé. La posta de palomas no era nada comparada con los tambores del bosque de Westermain. Era lógico que, a esas alturas, todo el mundo me conocería en varios kilómetros a la redonda. Probablemente también me conocían de vista. Sin duda sabían todo lo que había hecho en la casa; la «viuda Trapp» se había ocupado de que la voz corriera como reguero de pólvora.

La viuda Trapp. La bruja rival vivía en Tidworth. Esa expresión chapada a la antigua provocó una resonancia que convirtió la conjetura en certeza. Estreché la mano de la mujer. Era seca, huesuda y sorprendentemente fuerte.

—¿Cómo está usted, señora Marget?

Su reacción de deleite también provocó resonancias.

—¡Como si no me hubiera dado cuenta! ¿Acaso no la reconocí en cuanto la vi?

—¿De qué no se dio cuenta? ¿Qué es lo que reconoció?

En lugar de responder, meneó la cabeza y agitó sus ojos negros. Cogió el bote de cacao y me lo puso en la mano.

—No se lo olvide. Sí, soy Madge Marget y estoy segura de que conoce a mi George… a mi hijo. Es el cartero y el otro día me dijo que la vieja casa de la señorita Saxon está hecha una maravilla y que la joven que la habita es la mujer más bonita que ha visto entre Tidworth y Salisbury. Por eso en cuanto entró en la tienda me dije: es ella, tiene un aire inconfundible a la señorita Saxon y además es una belleza. Espero que no se moleste.

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