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Authors: Mary Stewart

Tags: #Fantástico

La mansión embrujada (24 page)

BOOK: La mansión embrujada
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—Claro que no… ¿por qué iba a molestarme? Gracias por el cumplido.

Cruzó las manos sobre el delantal y se recostó en el mostrador, obviamente dispuesta para una larga charla, pero me apresuré a darle las gracias, me disculpé porque tenía prisa y eché a andar hacia la puerta. Cuando la abrí noté que la mujer me pisaba los talones. Una mano pasó por encima de mi hombro y señaló:

—Aquélla es la casa de Eddy Masson, la que está junto a los almiares. Las guarda allí.

—¿Qué guarda allí?

—Aquello.

El dedo señaló el punto en el que, por encima de los grandes olmos, una bandada de palomas trazó un círculo, bajó en picado y se desvió en dirección a Boscobel.

Capítulo 23

La casa del señor Masson estaba algo apartada de la carretera y, si no me hubiesen dicho que aún era soltero, lo habría deducido de la apariencia general de descuido de la casa y del jardín. El portillo estaba podrido y colgaba de una bisagra. Lo abrí y caminé hasta la puerta sobre el empedrado cubierto de hierbajos. La puerta estaba abierta y comunicaba directamente con la sala, en cuya mesa cubierta de periódicos aún estaban los restos del desayuno. Las zapatillas se encontraban delante de la chimenea apagada, en el mismo sitio en el que se las había quitado de un puntapié.

Otra visión de la vida de un hombre solo, visión que no tenía nada que ver con el sentido práctico de Christopher John. Lo único que tenían en común me observaba desde la cocina: una fuente para pasteles blanca y azul, que contenía la mitad de un pastel. Reconocí el pastel. Al parecer, Agnes repartía ampliamente sus limosnas.

Por pura formalidad llamé a la puerta, aguardé el medio minuto que mandan las convenciones y luego, como si buscase la puerta trasera, avancé entre los hierbajos hasta el fondo de la casa. Encontré el palomar al pie de lo que antaño había sido el jardín. Al acercarme oí un sonido sobre mi cabeza, alcé la vista y vi la bandada de palomas que regresaban a casa. A ojo de buen cubero, eran unos veinte ejemplares grises, blancos y negros que revoloteaban sobre el fondo del cielo azul. Me quedé quieta. Las palomas trazaron tres círculos cada uno más bajo y más cerrado que el precedente, finalmente se posaron una tras otra en el rellano de su casa y entraron.

Evidentemente el señor Masson consagraba todo su tiempo libre y sus atenciones al palomar. Aunque la pintura exterior estaba desteñida y desconchada, el enmaderado era firme y el cristal y la tela metálica de las ventanas parecían nuevos. Al intentar abrir la puerta, vi que estaba cerrada a cal y canto. Me puse de puntillas y miré a través del cristal y la red de la fachada.

La mayoría de las aves estaba comiendo. Cuando me vieron, algunas emprendieron el vuelo momentáneamente alarmadas, pero como estaban acostumbradas a que las observaran enseguida reanudaron sus pavoneos y picoteos. La mayoría era de color gris, como la primera mensajera que llegó a Thornyhold, aunque también había varias oscuras, unas pocas de color rojo suave y un ejemplar de un blanco puro y niveo. Por lo que vi, todas estaban anilladas, si bien ninguna llevaba la anilla metálica característica de las mensajeras.

No es que eso tuviera el menor significado, pensé, mientras a trancas y barrancas regresaba a la verja. Por lo que sabía, quizá llevaban otro tipo de anillas cuando trasladaban minúsculos rollos de papel. Por eso tenía una justificación para ir a Black Cocks a ver el señor Masson y también para pasar por delante de la verja de Boscobel… ¿y por qué no para asomarme a preguntar cómo estaba Rags?

Furiosa, me dije que no necesitaba la menor justificación. Christopher John lo había dejado claro. ¿Acaso nada, ni siquiera la simpatía y la admiración explícitas —está bien, la atracción— que había mostrado por mí, me curaría de la actitud de humildad inculcada por una niñez reprimida, de la timidez que desaparecía por completo en cuanto estaba con él, pero que me impedía acercarme?

A la hora de la verdad, no tuvo la menor importancia. No vi indicios de Christopher John en Boscobel ni su coche en el patio. Tampoco divisé la bicicleta de William y, menos aún, al perro.

Seguí pedaleando rumbo a Black Cocks.

Lo primero que vi fue el coche de Christopher John aparcado junto a la verja de la granja y la bicicleta de William apoyada en el muro. Al fin y al cabo, no hizo falta que me armase de valor. Al parecer, sólo necesitaba su proximidad. El canturreo del aire, el brillo, la elevación espiritual que transmitían deleite. Dejé mi bici junto a la de William y franqueé la verja.

A primera vista el patio parecía desierto, salvo por las gallinas que escarbaban y cacareaban entre el heno caído de los almiares. También distinguí algunas palomas que emprendieron el vuelo aleteando y vi que se trataba de animales silvestres, de palomas anilladas que subieron y subieron antes de trazar un círculo y dirigirse a los altos olmos situados más allá de la finca.

—Hola. ¿Hay alguien en casa?

Mi voz sonó débil y hueca en medio del vacío del patio. El sol caía de lleno sobre los tejados de los edificios y se reflejaba en el parabrisas del coche. Las vacas mugieron a cierta distancia y oí el repiqueteo de una cadena. No hubo más respuesta.

—¿Christopher John? ¿William? —Recordé dónde estaba y añadí—: ¿Señor Yelland? ¿Señor Masson? ¿Hay alguien aquí?

El silencio más absoluto, ni siquiera el ladrido de un perro.

Pero él estaba aquí y yo lo sabía. Lo supe incluso antes de que mis ojos captaran una bandada de palomas que revoloteó, cayó en picado, rodeó los olmos donde se ocultaban sus primas silvestres y huyó. Gris, rojo rosácea y blanca, la bandada de Tidworth volvía a salir. El sol relumbró en sus alas escoradas y las convirtió en los copos de nieve de la bola de cristal. Él estaba aquí. Tenía que estar. Si la prima Geillis había acertado con respecto a mí, yo sabía que él estaba aquí…

Geillis, insensata con mal de amores, serénate. ¡No hace falta ser bruja para saberlo! Su coche está aquí, ¿no? Calma, él, Rags, William y probablemente Masson han acompañado al granjero a algún sitio. En ese instante, a modo de respuesta, escuché un ladrido lejano, el balido de las ovejas, un pitido prolongado y dulce y un sonido semejante a un grito. El sonido procedía de más allá de los edificios que bordeaban los almiares.

Me di por vencida e hice lo que debí hacer desde el principio: me acerqué a la puerta de la finca y llamé.

Al principio pensé que había vuelto a fracasar y cuando alcé la mano para volver a llamar, vi que una muchacha se acercaba corriendo desde el fondo al tiempo que se secaba las manos en el delantal.

—¡Ya me parecía que había oído gritar a alguien! Estaba en la vaquería fregando trastos. ¿Lleva mucho tiempo esperando?

—No, sólo llamé una vez. ¿Es usted la señora Yelland?

—Nanai. —Agitó sus rizos negros y dejó ver un hoyuelo—. Si quiere verla, ha ido a la Granja Taggs a echar una mano. Va dos veces por semana y no estará de vuelta hasta la hora del té, pero como es probable que regrese por ese camino…

—De hecho, quería hablar con el señor Masson. Tengo entendido qué trabaja aquí.

—Y así es. Desde el desayuno no les he vuelto a ver el pelo ni a él ni al señor Yelland. Están amontonando en el campo de las doce hectáreas.

—¿Cómo?

—Reúnen las ovejas para cambiarlas de sitio. Desde aquí se las oye. Si espera un rato, más o menos media hora, vendrán a comer. También tienen que reparar las cercas. ¿Quiere pasar?

—No, no, muchas gracias. Prefiero esperar afuera porque hace un día excepcional.

—Por mí encantada. Será mejor que vuelva a mis peroles. Adiós.

Entró en la casa.

Caminé lentamente alrededor de los almiares. En mi ausencia habían regresado las palomas anilladas, que se mezclaron nuevamente con las gallinas. Cuando emprendieron el vuelo, sólo se elevaron hasta la puerta abierta en la pared del granero, a unos seis metros de altura, en cuyo escalón se sentaron para observarme cautelosamente.

Era el tipo de portezuela o ventana sin cristal que se abría a la altura del suelo del pajar para introducir la carga. Y si había un pajar, también tenía que existir un modo de subir. Cambié el sol abrasador del patio por la penumbra del enorme pajar y miré a mi alrededor. El heno se apilaba en un extremo del granero casi hasta las vigas tranversales y del otro lado hasta el suelo de un pequeño pajar. Una sólida escalera de madera conducía hasta el pajar. Ascendí y llegué al pulido suelo de tablas, iluminado por la brillante pendiente de luz que se colaba desde la puerta. Las palomas se habían esfumado. Caminé hasta el umbral y me arrodillé para mirar en dirección a los pastos por encima de los tejados de las dependencias.

Allí estaban los hombres. A lo lejos divisé una figura menuda que probablemente era William, un par de hombres, tres perros y un rebaño de ovejas. Pero no a Christopher John. Incluso a esa distancia habría sabido que Christopher John no estaba a esa distancia ni a ninguna otra. Arrodillada, me tapé los ojos para protegerlos del sol y lo vi a mis pies, a menos de cincuenta metros, al otro lado de la verja del patio, con la mano en la portezuela del coche. En ese momento vi que descubría mi bicicleta. Se detuvo, dio media vuelta y echó un vistazo a su alrededor.

Aspiré para gritar y no emití sonido alguno, como si la suave caricia del aire hubiera sellado mi boca. Luego de una apresurada mirada, Christopher John abrió la portezuela del coche, se sentó al volante y, casi antes de que yo soltara el aire, arrancó y desapareció por el camino de Boscobel.

Capítulo 24

Dada la situación, me era imposible hacer un alto en Boscobel. Al pasar delante de la verja dirigí una rápida mirada de soslayo y no vi el coche. Entreví a una mujer —supuse que se trataba de la señora Yelland— que entraba una caja en la casa. En el umbral vi un saco, quizá de grano, en el mismo sitio donde alguien lo había arrojado. Christopher John debió de llevar provisiones de la granja y seguir viaje. Si hubiese aparcado el coche en el fondo de la casa, habría dejado las provisiones en la puerta trasera o las habría entrado. No, todo indicaba que se había quitado la carga de encima y que había escapado por si a mí se me ocurría visitarlo al volver de la granja.

No tenía por qué tomarse tantas molestias, pensé atribulada mientras mi bicicleta traqueteaba por el sendero y se internaba en el camino lateral. Como había puesto de manifiesto que deseaba evitarme, lo último que se me ocurriría sería acercarme, ni siquiera para pedirle explicaciones. Además, la presencia de la señora Yelland me impedía detenerme y preguntar a Christopher John qué ocurría. Cuando casi un kilómetro más adelante me di cuenta de que él no sabía que lo había visto adoptar esa actitud elusiva en la verja de la granja, llegué a la conclusión de que había hecho lo mismo en Boscobel por si se me ocurría pasar durante el regreso. Los antiguos temores e incertidumbres se posaron, oscuros e informes, cual una nube de llanto. ¿Cómo se me había ocurrido soñar que mi amor sería correspondido? ¿Por qué había imaginado que alguien como él se dignaría mirarme? ¿Qué había dicho o hecho que tanto lo molestó… no, que tanto lo asqueó como para no correr el riesgo de encontrarse conmigo?

Me escocieron los ojos y bajé la cabeza y le di a los pedales mientras mentalmente recordaba el día de ayer, ese día pacífico y bello en que pensé… en que estuve segura de que me amaba. ¿Acaso la fuerza de mis sentimientos me engañó… y lo asustó? Pero si Christopher John había dicho… había expresado… No, Geillis, olvídalo. Se mostró encantador, amistoso y amable y yo olvidé mi timidez. Como habló largo y tendido sobre William y sobre su difunta esposa, yo atribuí a su amabilidad mucho más de lo que contenía. Olvídalo. Simplemente fue amable con la amiga y solitaria vecina de William. Como última y vergonzosa cuchillada de traición a mí misma, llegué a la conclusión de que estaba habituado al influjo que ejercía sobre las mujeres. Como lo había visto funcionar en mí, se había replegado.

Y yo debía hacer lo mismo. La próxima jugada le correspondía a él. Y si no la hacía, mala suerte.

La ineludible decisión llegó con un ramalazo de orgullo que estabilizó mis pensamientos tristemente agitados y que me devolvió algo de sensatez. En el mismo instante reparé, por primera vez desde que había dejado el camino de Boscobel, en dónde estaba. Había pedaleado más allá de la verja de Thornyhold sin siquiera verla y al pie de la colina se encontraba el río Arn y el puente donde ayer habíamos estado Christopher John y yo, mientras brillaban el sol y la dicha.

Pues hoy el sol también brillaba. Bajé de la bici al llegar al puente, cogí los bocadillos y la fruta de la cesta y, amparada en ese orgullo almidonado, me senté a almorzar en el mismo lugar del pretil donde habíamos estado el día anterior.

Supongo que, enferma de amor, debí de dejar intacta casi toda la comida, pero lo cierto es que tenía apetito y que disfruté de los alimentos, de la tibieza del sol, de la belleza de los árboles en otoño y de las flores del seto vivo, semejantes a las que había cortado el día anterior. En medio de la hierba, junto a los pilares desmoronados de la verja de la vieja abadía, crecían más aros silvestres. Las espigas que el día anterior había recogido se arruinaron cuando las flores cayeron al suelo del coche, de modo que cuando terminé de comer llevé la bicicleta hasta la verja, recogí aros salvajes, los puse en la cesta junto a la bolsa vacía del almuerzo y emprendí el regreso a casa. Había llegado el momento de poner manos a la obra en el nuevo comienzo que me había prometido: sacaría los trastos de pintura y empezaría esa misma tarde.

Tuve un arranque de vacilación. Después de las aflicciones de la mañana, tenía menos ganas que nunca de abordar a Agnes. Era muy capaz de presentarse en Thornyhold en cuanto me viera pasar por la casa del guarda. Me mantendría a distancia hasta que me sintiese en mejores condiciones de plantarle cara.

Apoyé la bicicleta en la verja y crucé los altos setos hasta el campo donde se alzaban las ruinas.

Como había dicho el señor Hannaker, no había mucho que ver. No se trataba de un monumento nacional con el cuidado césped alfombrando una nave noble y columnas aguzadas bordeando naves laterales a cielo abierto. Aunque St. Thorn había sido una pequeña fundación, las ruinas de la iglesia denotaban líneas espaciosas y un arco ojival aún intacto enmarcaba el cielo. De los edificios de la abadía no quedaba nada, salvo, perfiladas acá y acullá en medio de la hierba, las bases de los antiguos muros, saqueados desde mucho tiempo atrás por constructores y granjeros locales que se hicieron con las piedras. Las piedras más grandes de portales y columnas —y también las de las tumbas, a juzgar por su aspecto— habían sido limpiadas hacía poco y acomodadas junto a los setos, probablemente para convertir el emplazamiento en tierra de pastoreo. Era evidente que las vacas pastaban por allí.

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