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Authors: Mary Stewart

Tags: #Fantástico

La mansión embrujada (8 page)

BOOK: La mansión embrujada
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En la cocina no había teléfono. Me di por vencida y subí para acabar la exploración de la casa.

Primero me dirigí a la zona situada frente a mi dormitorio. La antecámara, con sus ventanas en los extremos y sus puertas, era un reflejo de la mía. Y el dormitorio que miraba al sur también estaba hecho a imagen y semejanza del mío. Evidentemente, se trataba del cuarto de huéspedes principal. Olía a cerrado, como si hiciera mucho que no se usaba, y en todas las superficies pulidas había polvo. Contenía camas separadas y las colchas blancas estaban arrugadas y algo sucias.

Enfrente y encima del cuchitril había otro dormitorio, más pequeño, con una cama individual, una cómoda y un pequeño ropero. ¿Un cuarto de huéspedes secundario o el dormitorio de la «asistenta» en la época en que había asistenta? Era una habitación sencilla y bonita, con muebles pintados de blanco, un par de sillas de madera torneada, cortinas adornadas con ramitos y un asiento de ventana con volantes. Me acerqué a la ventana con la intención de asomarme.

Mi pie chocó con un objeto blando que estaba casi escondido bajo el asiento de la ventana. Era una zapatilla. La cogí. Tenía el tacón aplastado y el sucio acolchado naranja roto a la altura de los dedos y en los laterales. Supe a quién pertenecía como si estuviese escrito con tinta indeleble: a Agnes Trapp.

Quité la colcha de la cama. Aunque no había sábanas, las mantas estaban arrugadas como si alguien hubiese hecho la cama deprisa y corriendo. Abrí un par de cajones de la cómoda. Los papeles estaban arrugados y sobre la mesa de la cómoda se veían unos pocos pelos de un cepillo o de un peine y una espolvoreada de talco.

La situación se aclaró y me sentí aliviada. Ahora sabía por qué la noche anterior la señora Trapp se había ido tan deprisa y sin protestar y qué llevaba en sus bolsas repletas. No se había largado con cosas de la prima Geillis —mejor dicho, mías—, sino que había ocultado a toda marcha las pruebas que demostraban que había pernoctado en Thornyhold.

¿Cuánto tiempo? Sabía que los abogados habrían enviado a alguien después de la muerte de la prima Geillis para hacer el inventario o comprobar que no faltaba nada, y para ocuparse de asuntos como los contadores de agua, electricidad y esas cosas antes de pedirle a alguien que fuese a limpiar.

Si los abogados habían pedido a la señora Trapp —tal como ella misma había dado a entender— que fuese a limpiar, ciertamente no le sugirieron que se quedase. Si lo hubiesen hecho, me lo habrían dicho. Si se lo hubiesen pedido, la señora Trapp, que se había mostrado tan deseosa de «estar interna» y que había reaccionado tan bruscamente cuando rechacé sus servicios regulares, me habría mencionado a los señores Martin & Martin.

¿Por qué quería quedarse? Si había pasado más de un día, dos como máximo, en la casa, era muy poco lo que había limpiado. El dormitorio y el baño que la prima Geillis había utilizado, eso era todo. Estaba enterada de mi llegada. Incluso lo había admitido, así que se había preparado para recibirme, pero incluso mi presencia la había cogido por sorpresa. Su estancia en la casa explicaba el aspecto habitado de la cocina y el calor que la Aga había dispersado por todas partes, ya que debía llevar varios días encendida.

Bueno, se había ido. Decidí dejarla en paz porque seguramente en el futuro necesitaría contar con su ayuda y su buena disposición. Tiré la zapatilla al suelo, la pateé para meterla bajo el asiento de la ventana —así parecería que no la había visto— y proseguí la exploración.

Armario de las escobas, otro cuarto de baño, armario de la ropa blanca. Desde la ventana divisé el techo bajo de la antigua cocina, el portillo lateral y el atajo del bosque. El sol estaba alto y la suave brisa había puesto a bailar las ramas de los árboles. Haría deprisa el resto del recorrido y luego saldría.

Me faltaba investigar una última cosa, tal vez la más intrigante. El tercer cuarto de huéspedes, situado frente a mi dormitorio, estaba cerrado con llave. Esa mañana había intentado abrir la puerta. Encima del viejo ojo de la cerradura había una nueva cerradura de bronce ensamblada a espiga y la llave no aparecía en ningún sitio. En el dormitorio estaba mi bolso, donde guardaba el llavero de la prima Geillis. Al ir a buscarlo al asiento de la ventana, oí el chirrido del portillo lateral y, pocos segundos después, la puerta trasera que se abría y se cerraba.

Bajé velozmente y encontré a la señora Trapp en la cocina.

—Aquí tiene la leche. El hombre ha dejado de venir por aquí, pero le he dicho que usted querrá leche y se la traerá hasta que consiga los cupones. Si alguna vez quiere una cantidad mayor, bastará con que la pida.

—¿De veras? Es demasiado bueno para ser cierto. De hecho, normalmente me alcanza con un cuarto de litro, pero… —Vacilé—. Señora Trapp, ¿hay ratones o algo parecido bajo el tejado? ¿Tal vez murciélagos? Anoche oí ruidos.

—Que yo sepa, no. Nunca… —Calló. Pensé que iba a decir: «Mientras dormí aquí, nunca oí nada» y que, comprensiblemente, se lo pensó mejor. Añadió—: Ella solía poner comida… siempre había pájaros… y cualquier bicho pudo colarse. Solía decirle…

—¿No tenía un gato?

—¿Un gato? —La señora Trapp puso cara de póquer.

—¿Hodge no es un gato? Cuando en medio de la noche oí ruidos, pensé que eran ratones, incluso ratas, y esta mañana me acordé de Hodge. Es un nombre de gato y la prima Geillis me pidió especialmente que lo cuidara. Da la sensación de que un gato ha dormido en las camas del cuarto de huéspedes principal. ¿Sabe dónde está Hodge?

—No tengo la más remota idea. Me figuro que anda por ahí. ¿Le gustó la cena?

—Mucho. Estaba deliciosa. Muchas gracias.

—No se merecen. Bueno, me voy. ¿Está de acuerdo con que hable con el lechero?

—Sí, por favor. En el caso de que Hodge vuelva, me gustaría contar con un poco más de leche si es que el lechero puede permitírselo. Creo que traeré un cachorro de gato si Hodge no vuelve. Señora Trapp, ¿conoce a alguien que tenga gatitos?

—No, creo que no. Llámeme Agnes.

—De acuerdo, gracias. Escuche, Agnes, me preguntaba… quiero saber cuánto le debo por el trabajo que ha hecho en casa, limpiar mi dormitorio, cocinar y lo demás.

—No me debe nada. Digamos que es un acto de buena vecindad. Ya le cobraré la próxima vez.

—Se lo agradezco. Se lo agradezco sinceramente. Pero ha dejado provisiones en casa y se ha ocupado de la leche…

—El lechero le presentará la factura el fin de semana. —Con un ademán descartó todo lo demás—. Le traeré las sábanas en cuanto las haya lavado. Verá, pasé la noche en el dormitorio pequeño. Pensaba quedarme hasta dejar limpia toda la casa, pero apareció usted. —Esbozó una alegre sonrisa y mostró una mancha de carmín en los dientes delanteros—. Si quiere que le diga la verdad, la cena era para mí. ¿No lo adivinó?

—¿Sabe que ni se me cruzó por la cabeza? Supongo que estaba muy cansada y contenta de encontrar la casa caldeada y acogedora. No puedo decir que me arrepiento de haber comido su cena porque estaba exquisita. ¿Y usted qué comió?

—Bueno, nunca faltan alimentos y me alegro de que le haya gustado. ¿Se lo comió todo? En ese caso, me llevaré la cazuela, ¿le parece bien?

—Sí, claro. No sabía que era suya. La guardé en el aparador. Tenga.

—Gracias. —Guardó la cazuela en su bolsa—. Bueno, tengo que irme. Dejaré que siga reconociendo el terreno. Supongo que se muere de ganas de hacerlo. No permita que el polvo la deprima. Todo se soluciona con un poco de energía. Si me avisa cuándo quiere que venga a ayudarla…

Así de simple. Había logrado que me sintiera profundamente avergonzada de mis sospechas y recelos. Dije sincera y cálidamente:

—Es usted muy buena. Por supuesto que la avisaré. Ah, antes de que se me olvide… ¿adónde conduce la puerta del rellano del primer piso, la que está cerrada con llave?

—Ah, esa puerta. Es lo que ella llamaba su cuarto del sosiego. Por lo que tengo entendido, es una especie de despensa. Allí secaba hierbas, preparaba aguardientes, medicinas y otras cosas. Me dijo que algunas podían ser venenosas y por eso cerraba la puerta con llave. Nunca estuve en ese cuarto. Busqué la llave para limpiarlo con el resto del rellano, pero no la encontré. Tal vez está en el llavero que usted tenía en la mano cuando llegó.

—Pues es posible. Ya le echaré un vistazo más tarde. Y algo más: no encuentro el teléfono. ¿Está en un armario y no lo he visto?

—No hay teléfono. La señorita Saxon nunca quiso ponerlo. En algunos aspectos estaba muy chapada a la antigua. Nunca tuvo coche. Andaba en bici, como yo. Bueno, la dejo. Avíseme si necesita algo más.

—¿Tiene mucha prisa? ¿No le apetece una taza de café?

Rechazó mi ofrecimiento y partió. Preparé café para mí y, al ver el desorden de la cocina, decidí que lo primero era lo primero. Averiguaría exactamente qué había heredado antes de decidir qué hacer con ello. El jardín me llamaba y hacía un día maravilloso. En el porche trasero había visto unas botas de agua que parecían de mi número. Me las probé y me iban bien. Encima de las botas colgaba un chaleco acolchado de color verde bosque, como el que suelen llevar todas las campesinas desde el cabo Wrath hacia el sur. Me iba bien. Subí la cremallera y salí a ver lo que había que ver.

Capítulo 9

Ya he dicho que la casa se alzaba al final de una ramificación de la calzada de acceso. La arboleda circundante fue cortada muchos años atrás para crear un claro en el que se colara el sol y creciera la hierba. Ese enclave soleado tenía forma de cuña roma o, mejor aún, de abanico entreabierto, con la casa en el extremo y el jardín abriéndose hasta la orilla de un río que, en este punto, serpenteaba por el bosque y configuraba el límite sur de Thornyhold. La propiedad, abierta al río, por los otros lados estaba totalmente rodeada de altos setos de espino, respaldados por los árboles que pugnaban por avanzar. En la zona más ancha del jardín se divisaba la curva de un muro que protegía el huerto y enfrente, plantados como queriendo preservar la simetría, se alzaban los frutales, un soto bastante pequeño. Aunque no había frutos visibles, las hojas de los cerezos y los manzanos lucían los rojos y los dorados del otoño.

Aunque antaño el jardín debió de estar primorosamente atendido, era evidente que, con el paso del tiempo, la prima Geillis lo había adaptado al tipo de cuidados que podía prodigarle. Ahora se componía principalmente de hierba —nada de césped, sino hierba musgosa que se mantenía corta y sobre la que era agradable caminar—, unos pocos árboles y arbustos aislados aquí y acullá y, a ambos lados, un amplio arriate de flores, rematado por rosales que trepaban por los setos y manaban como fuentes. Lo único que quedaba del trazado original era el ancho sendero de losas que partía de la casa y, dividiendo en dos el jardín, llegaba hasta el mirador situado en la orilla del río. Este tenía forma de media luna empedrada, estaba rodeado por una balaustrada baja y contenía dos bancos curvos de piedra. Entre éstos aparecía una pequeña escalera que bajaba hasta el agua y justo por debajo de la superficie se divisaba una hilera de pasaderas que quedaban al descubierto en verano o cuando el caudal descendía. En la otra orilla, los sauces mecían sus cabelleras en los bajíos y los copos dorados de las hojas caídas se agitaban ociosamente en la corriente antes de flotar río abajo. Los grupos de avellanos rodeaban la entrada de un camino forestal cubierto de hierba que se perdía en la arboleda.

En el muro del huerto se alzaba una puerta de hierro forjado. La abrí, la franqueé y me encontré en un pequeño recinto rodeado de un muro alto y antiguo, densamente cubierto de hiedra y lleno de ejemplares jóvenes y espontáneos de fresno y serbal. Los surcos de verduras rodeaban el perímetro del muro y empezaban a ser víctimas de la miseria otoñal de los hierbajos y los tallos podridos de las coles y las patatas, pero el centro del huerto seguía limpio y debo reconocer que superó con creces mis expectativas.

Presentaba un aspecto medieval, semejante a las iluminaciones enjoyadas y fuera de perspectivas de un relato como El romance de la rosa. Mucho tiempo atrás alguien había creado un jardín dentro de un jardín en el seno del círculo irregular de muros y huerto. En el centro se alzaba un pozo antiguo con un tejadillo, tapado por medio metro de matas de espliego, salvia y romero. El empedrado roto que formaba un anillo de treinta centímetros alrededor del pozo estaba casi oculto por trepadoras, algunas de las cuales seguían en flor en ese sitio protegido: campánulas, serpol, tomillo salvaje y el color rosa púrpura de las crasuláceas, mezcladas con saxífragas, fresas silvestres y gencianas tardías, era el encuentro de las plantas de jardín con las del bosque. Los arriates salían como rayos de esa vereda alfombrada, separados en sectores regulares por tiestos recortados de casi veinticinco centímetros. Aunque había pocas flores, el sol otoñal que después de la lluvia del día anterior entibiaba las hojas verdes, grises, plateadas y dorado rojizas desató una bocanada de aromas que me permitió saber en el acto en qué lugar me encontraba. Se trataba de un jardín de hierbas, trazado y cultivado como lo habría hecho un jardinero isabelino en la época en que en la cocina las hierbas y las especies eran tan imprescindibles como la harina y la sal.

Entre un sector y otro discurrían estrechos senderos. Me acerqué al pozo. Pese al tapiz de verdor daba la impresión de que el remate había sido reparado recientemente y resultaba seguro. Me aproximé y miré hacia el interior. No era muy profundo, pues, a unos dos metros, divisé el plano destello del agua. Y sin duda no había ningún peligro: a unos treinta centímetros del remate una rejilla tapaba el brocal. Sobre la rejilla habían puesto tela metálica muy espesa. La colocaron después de que un osado mirlo, engañado por el resplandor del agua, se posó en la rejilla e intentó beber, pero cayó y se ahogó.

Fue como una foto tomada con flash un día gris. Durante una fracción de segundo todo quedó bordeado de luz y luego, desvanecido el fogonazo, los árboles, el cielo, los arbustos y las matas recobraron la normalidad. Como un sueño que se recuerda, todavía vivido y en movimiento al despertar, pero que desaparece cuando procuras evocarlo y se aleja cada vez más con cada esfuerzo que haces.

Ni siquiera era un sueño, menos aún un recuerdo. Ciertamente era algo insignificante que no merecía la pena recordar.

Entonces supe que era cierto. Mi serena aceptación de los hechos fue aún más extraña que el fogonazo de conocimiento que me llegó de la nada. Porque con él surgió un recuerdo que me pertenecía por completo: el instante, junto al estanque del prado de la casa del párroco, en que vi por primera vez a la prima Geillis. Y también otro instante junto al río Edén y la prima que me hacía una promesa que, en su momento, no entendí. «Tú, yo… viviremos allí algún día… allí estaré mientras me necesites, lo que no significa para siempre…» Paseé la mirada por el muro cubierto de hiedra hasta las chimeneas de su casa, de mi casa, y pensé que ahora comprendía.

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