—Disculpa, Marie, bromeaba.
—Pues no me gusta ese tipo de bromas.
—Claro, comprendo. ¿Tienes whisky?
—Escocés.
—Vale el escocés.
Trajo una botella casi llena y dos vasos. Nos servimos whisky y agua. Aquella mujer la había corrido. Eso era evidente. Probablemente tuviese diez años más que yo. En fin, la edad no era ningún crimen. Pero la mayoría de la gente envejece mal.
—Eres exactamente igual que Marty —repitió.
—Pues tú no te pareces a nadie que yo conozca —dije.
—¿Te gusto? —preguntó.
—Estás empezando a gustarme —dije, y a esto no me contestó con ningún exabrupto.
Bebimos otra hora o dos, básicamente cerveza, pero con un poco de whisky de vez en cuando y luego me acompañó hasta abajo a enseñarme mi cama. Y de camino pasamos un cuarto y ella me dijo:
—Esa es mi cama. —Era muy ancha. Mi cama estaba junto a otra. Muy extraño. Pero no significaba nada.
—Puedes dormir en cualquiera de las dos —dijo Marie— O en las dos.
Había algo en todo aquello que parecía como un rechazo...
Bueno, en fin, por la mañana desperté y la oí a ella revolver en la cocina, pero lo ignoré como haría cualquier hombre prudente, y la oí poner la televisión para escuchar las noticias de la mañana (tenía la televisión en la mesa del desayuno), y oí el ruido de la cafetera, olía magníficamente pero el aroma del tocino y los huevos y las patatas no me agradó, y el rumor de las noticias de la mañana no me agradó, y tenía ganas de mear y mucha sed, pero no quería que Marie supiese que estaba despierto, así que esperé, meándome casi (jajá, sí), pero quería estar solo, quería ser dueño absoluto del lugar y ella seguía hurgando y hurgando por allí, hasta que al fin la oí pasar corriendo ante mi cama...
—Tengo que irme —dijo—, voy con retraso.
—Adiós, Marie —dije.
Cuando se cerró la puerta, me levanté y fui al cagadero y me senté allí y meé y cagué, allí sentado, en Nueva Orleans, lejos de casa, de donde estuviese mi casa, y luego vi una araña sentada en una tela en el rincón, mirándome. Aquella araña llevaba allí mucho tiempo, me di cuenta, mucho más que yo. Primero pensé en matarla. Pero era tan gorda y tan fea y parecía tan feliz, parecía la propietaria del local. Tendría que esperar un tiempo, hasta que fuese oportuno. Me levanté, me limpié el culo y tiré de la cadena. Cuando salía del cagadero, la araña me guiñó un ojo.
No quise jugar con lo que quedaba del whisky, así que me senté en la cocina, desnudo, preguntándome por qué la gente confiaría así en mí. ¿Quién era yo? La gente estaba loca, la gente era tonta. Esto me dio un estímulo. Demonios, sí, me lo dio. Había vivido diez años sin hacer nada. La gente me daba dinero, comida, alojamiento. Qué importancia tenía el que me considerasen un idiota o un genio. Yo sabía lo que era. No era ni una cosa ni otra. No me preocupaba qué fuese lo que impulsaba a la gente a hacerme regalos. Cogía los regalos sin sensación de victoria o/y coerción. Mi única premisa era que yo no podía
pedir
nada. Y como remate, disponía encima de aquel pequeño disco de fonógrafo que giraba en mi cabeza tocando siempre la misma música: no lo intentes, no lo intentes. Parecía una idea excelente.
En fin, después de que se marchase Marie, me senté en la cocina y bebí tres latas de cerveza que encontré en la nevera. Nunca me preocupaba mucho por la comida. Sabía del amor a la comida que tiene la gente. Pero a mí la comida me aburría. Lo liquido me parecía muy bien, pero la masa era una lata. Me gustaba la mierda, me gustaba cagar, me gustaban los cerotes, pero era un trabajo tan terrible el crearlos.
Después de las tres latas de cerveza, vi aquel bolso en la silla de al lado. Por supuesto, Marie se había llevado otro bolso al trabajo. ¿Sería lo bastante tonta o amable para dejar dinero? Abrí el bolso. Al fondo había un billete de diez dolares.
Bueno, Marie estaba probándome y me mostraría digno de su prueba.
Cogí los diez, volví a mi dormitorio y me vestí. Me sentía bien. Después de todo, ¿qué necesitaba un hombre para sobrevivir? Nada, de eso no había duda. Hasta tenía la llave de la casa.
Así que salí y cerré la puerta para impedir la entrada a los ladrones. Jajajá, y allí me vi otra vez en las calles, en el Barrio Francés, que era un lugar bastante soso, pero de todos modos tenía que utilizarlo. Todo tenía que servirme, eso era lo previsto. Así que... oh, sí, bajaba por la calle y el problema del Barrio Francés era que en él simplemente no había tiendas de licores como en otras partes decentes del mundo. Quizás fuese algo deliberado. Es de suponer que esto ayudase a aquellos horribles agujeros de mierda que había en todas las esquinas, a los que llamaban bares. Lo primero que pensaba cuando entraba en uno de aquellos bares del Barrio Francés era en vomitar. Y solía hacerlo, corría a uno de aquellos meaderos que apestan a orín y soltaba toneladas y toneladas de huevos fritos y grasientas patatas medio crudas. Luego volvía, después de desocupar, y les miraba: sólo el encargado parecía más solitario e insustancial que los clientes, sobre todo si era también propietario del local. En fin, di un rodeo sabiendo que los bares eran la mentira y ¿sabéis dónde encontré mi material? En una pequeña tienda de ultramarinos con pan rancio y todo lo demás, incluso con la pintura desconchada, con su semisexual sonrisa de soledad... Dios me perdone, Dios, Dios... Terrible, sí, ni siquiera pueden iluminar el local, la electricidad cuesta dinero; y allí estaba yo, el primer cliente en diecisiete días y el primero que compraba tres paquetes de seis cervezas en dieciocho años, y, Dios mío, la mujer casi salta por encima de la caja registradora... era demasiado. Cogí el cambio y dieciocho grandes latas de cerveza y salí corriendo a la estúpida claridad del Barrio Francés...
Coloqué la vuelta en el bolso de la silla de la cocina y lo dejé abierto para que Marie pudiese verlo. Luego me senté y abrí una cerveza.
Era agradable estar solo. Sin embargo, no estaba solo. Cada vez que tenía que mear veía a aquella araña y pensaba, bueno, araña, tienes que irte, en seguida. No me gusta verte ahí en ese rincón oscuro, cazando pulgas y moscas y chupándoles la sangre. Eres mala, sabes, señora araña. Y yo soy bueno. Al menos, me gusta pensar que es así. No eres más que una verruga negra y sin cerebro, una verruga mortífera, eso eres. Chupa mierda. Es lo que te mereces.
Encontré una escoba en el porche trasero y volví allí y destrocé la tela y la maté. Muy bien, aquello estuvo muy bien, la araña murió allí delante de mí, no pude evitarlo. Pero, ¿cómo podía Marie posar su gran culo en los bordes de aquella tapa y cagar y mirar aquella cosa? ¿La vería en realidad? Quizás no.
Volví a la cocina y bebí un poco más de cerveza. Luego encendí la tele. Gente de papel. Gente de cristal. Pensé que iba a volverme loco y la apagué. Bebí más cerveza. Luego herví dos huevos y freí dos lonchas de tocino. Conseguí comer. A veces, uno se olvida de la comida. Entraba el sol por las cortinas. Estuve bebiendo todo el día. Tiré los envases vacíos a la basura. Pasó el tiempo. Por fin se abrió la puerta. Era Marie.
—¡Dios mío! —gritó—. ¿Sabes lo que pasó?
—No, no, no lo sé.
—¡Ay, maldita sea!
—¿Pero qué pasa, querida?
—¡Se me quemaron las fresas!
—¿De veras?
Y se puso a corretear por la cocina y a dar vueltitas, bamboleando aquel gran culo. Estaba chiflada. Estaba fuera de sí. Pobre chochito gordo y viejo.
—Pues tenía la cacerola de las fresas haciéndose en la cocina y entró una de esas turistas, una zorra rica, la primera cliente del día, le gustan los sombreritos que hago, sabes... En fin, no es fea y todos los sombreros le sientan bien y por eso mismo se ha convertido en un problema; el caso es que nos pusimos a hablar de Detroit, ella conocía en Detroit a una persona a la que yo también conozco y estábamos hablando y de pronto ¡¡¡LO OLI!!! ¡SE ME QUEMAN LAS FRESAS! Corrí a la cocina pero demasiado tarde... ¡Qué desastre! Las fresas se habían pasado y se habían deshecho y apestaban, se me había quemado todo, es triste, y no pude salvar nada, nada, ¡qué desastre!
—Lo siento. Pero, ¿le vendiste un sombrero?
—Le vendí dos. No fue capaz de decidirse.
—Siento lo de las fresas. Maté la araña.
—¿Qué araña?
—Creí que lo sabías.
—¿Si sabía qué? ¿Qué dices de arañas? Son sólo insectos.
—A mí me enseñaron que una araña no es un insecto. Es algo que se relaciona con el número de patas... Bueno, en realidad ni lo sé ni me preocupa.
—¿Una araña no es un insecto? ¿Entonces qué mierda es?
—No un insecto. Al menos eso dicen. En fin, maté al maldito bicho.
—¿Has andado en mi bolso?
—Sí, claro. Lo dejaste ahí. Tenía ganas de tomar una cerveza.
—¿Tienes que tomar cerveza continuamente?
—Sí.
—Pues vas a ser un problema. ¿Comiste algo?
—Dos huevos y dos lonchas de tocino.
—¿Tienes hambre?
—Sí. Pero estás cansada. Descansa. Toma un trago.
—El cocinar me relaja. Pero primero voy a darme un baño caliente.
—Adelante.
—Vale —se inclinó, puso la tele y luego se fue al baño. Tuve que escuchar la tele. Programa de noticias. Un cabrón perfectamente horrible con tres ventanillas en las narices. Un cabrón perfectamente odioso vestido como una sosa muñequita, sudaba, y me miraba, diciendo cosas que yo apenas entendía y que no me interesaban. Me di cuenta de que Marie se dedicaba a mirar la tele horas y horas, así que tenía que adaptarme a ello. Cuando Marie volvió yo miraba fijamente el cristal, lo cual le hizo sentirse mejor. Yo parecía tan inofensivo como un hombre con un tablero de ajedrez y la página de deportes.
Marie había aparecido ataviada con otro atuendo. Si no fuese lo jodidamente gorda que era podría incluso haber parecido elegante. En fin, de todos modos no estaba durmiendo en un banco del parque.
—¿Quieres que cocine yo, Marie?
—No, no te preocupes. Ya no estoy tan cansada.
Empezó a preparar la cena. Cuando me levanté a por la siguiente cerveza, la besé detrás de la oreja.
—Eres muy simpática, Marie.
—¿Tienes bebida suficiente para el resto de la noche? —preguntó.
—Sí, querida. Y aún queda esa botella de whisky. No hay problema. Yo sólo quiero sentarme aquí y mirar la tele y oírte hablar. ¿De acuerdo?
—Claro, Charley.
Me senté. Se puso a preparar algo. Olía bien. Evidentemente era una buena cocinera. Aquel cálido aroma del guiso impregnaba las paredes. Era lógico que estuviese tan gorda: buena cocinera, buena comedora. Marie estaba haciendo una cacerola de guisantes. De vez en cuando se levantaba y añadía algo a la cacerola. Una cebolla, un trozo de col. Unas cuantas zanahorias. Sabía. Y yo bebía y contemplaba a aquella mujer vieja, grande y gorda y ella se sentaba a hacer aquellos sombreros que parecían mágicos, trenzaba un cesto, cogía un color, luego otro, esta anchura de cinta, aquélla. Y luego trenzaba así y lo cosía asá, y lo ponía en el sombrero. Marie creaba obras maestras que jamás se reconocerían... bajando una calle en la cabeza de una zorra.
Mientras trabajaba y atendía el guisado, hablaba.
—Ay, ya no es como antes. La gente no tiene dinero. Todo son cheques de viaje y talones y tarjetas de crédito. Y es que la gente no tiene dinero. No lo llevan. Crédito por todas partes. Un tipo acepta un talonario de cheques y ya está atrapado. Hipotecan sus vidas por comprar una casa. Y tienen que llenar de mierda esa casa y disponer de un coche. Quedan enganchados con la casa y los políticos lo saben y los fríen a impuestos. Nadie tiene dinero. Los pequeños negocios no pueden mantenerse.
Nos sentamos ante el guisado y era perfecto. Después de cenar, sacamos el whisky y ella trajo dos puros y vimos la tele y no hablamos mucho. Tenía la sensación de llevar allí años. Ella seguía trabajando con los sombreros, hablaba de vez en cuando, y yo decía, sí, tienes razón, ¿de veras? Y los sombreros seguían saliendo de sus manos, obras maestras.
—Marie —le dije—. Estoy cansado, me voy a la cama.
Ella dijo que me llevase el whisky y lo hice. Pero en vez de acostarme en mi cama, levanté la ropa de la suya y me metí dentro. Después de desvestirme, por supuesto. Era un colchón magnífico, una cama magnífica, uno de esos viejos muebles con techo de madera, o como lo llamen. Supongo que el asunto es joder hasta tirar el techo. Jamás tiré ese techo sin que me ayudaran los dioses.
Marie siguió viendo la tele y haciendo sombreros. Luego sentí que apagaba el aparato y encendía la luz de la cocina y se acercaba al dormitorio, pasaba ante él sin verme y seguía derecha hasta el cagadero. Estuvo allí un rato y luego vi cómo se quitaba la ropa y se ponía el gran camisón rosa. Se hurgó un rato en la cara, luego lo dejó, se puso un par de rulos, se volvió, caminó hacia la cama y me vio.
—Dios mío, Charley, te has equivocado de cama.
—Jijí.
—Escucha, querido, no soy esa clase de mujer.
—¡Vamos, déjate de cuentos y ven!
Lo hizo. Dios mío, todo era carne. En realidad, estaba algo asustado. ¿Qué hacer con todo aquel material? Pero no había salida. El lado de la cama de Marie se hundía.
—Escucha, Charley...
Le cogí la cabeza, le volví la cara, parecía estar llorando. Posé mis labios en los suyos. Nos besamos. Coño, empezó a ponérseme dura. Dios mío. ¿Qué pasaba?
—Charley —dijo ella—. No tienes porqué hacerlo.
Le cogí una mano y la puse en el pijo.
—Oh, demonios —dijo ella—, demonios...
Luego, me besó
ella,
dándome lengua. Tenía una lengua pequeña (por lo menos
eso
era pequeño) y metió y sacó, apasionada y salivosa. Me aparté.
—¿Qué pasa?
Espera un momento.
Estiré la mano y cogí la botella y bebí un buen trago, luego la dejé otra vez y hurgué bajo las sábanas y alcé aquel inmenso camisón rosa. Empecé a palpar, aunque no sabía seguro si podía ser aquello, con lo pequeño que era, aunque estuviese en el lugar correspondiente. Sí, era su coño. Empecé a hurgar con mi aparato. Entonces ella bajó una mano y me guió. Otro milagro. La cosa estaba prieta. Casi me raspaba la piel. Empezamos a darle. Yo quería prolongarlo pero en realidad no me preocupaba demasiado. Ella
me
tenía. Fue uno de los mejores polvos de mi vida. Gemí, bramé, terminé y caí a un lado, vencido. Increíble. Cuando volvió del baño hablamos un rato. Y luego se durmió. Pero roncaba. Así que tuve que irme a mi cama. Desperté a la mañana siguiente cuando ella se iba a trabajar.