La marcha zombie (6 page)

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Authors: Max Brooks

Tags: #Ciencia-ficción, terror

BOOK: La marcha zombie
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LA GRAN MURALLA:

SECCIÓN 3947-B, SHAANXI, CHINA

[Liu Huafeng comenzó su carrera profesional como dependienta en los grandes almacenes de Takashimaya en Taiyun y ahora es dueña de una pequeña tienda desde la que se puede ver aún su antiguo lugar de trabajo. Este fin de semana, tal y como sucede todos los primeros fines de semana de cada mes, tiene que cumplir con sus obligaciones como miembro de la reserva. Armada con una radio, una pistola lanzabengalas, unos prismáticos y un «dadao», una versión moderna del tradicional sable chino, patrulla los cinco kilómetros que le han asignado de La Gran Muralla con solo «el viento y los recuerdos» como compañía.]

Esta sección de la Muralla, esta sección en la que yo trabajé, se extiende desde Yulin a Shemnu. Fue erigida por la dinastía Xia y se construyó con arena compacta y tierra mezclada con juncos, y se cubrió por ambos lados con una gruesa capa exterior de ladrillo de adobe cocido. Esta parte de la Muralla nunca aparecía en las postales de los turistas. Nunca pudo rivalizar con las secciones hechas en la era Ming y sus icónicas piedras que recuerdan a la «columna de un dragón». Esta parte era muy poco llamativa y meramente funcional; además, para cuando iniciamos la reconstrucción, prácticamente había desaparecido por entero.

Miles de años de erosión, tormentas y desertificación le habían pasado factura de manera drástica. Asimismo, había sufrido las consecuencias del «progreso» humano de un modo igualmente destructivo. A lo largo de los siglos, la gente de los alrededores se había llevado (o más bien robado) sus ladrillos para usarlos como material de construcción. Además, habían construido una carretera moderna que también había hecho mella en ella, ya que habían derribado secciones enteras que interferían de manera «vital» con el tráfico. Y, por supuesto, ese proceso de desgaste que la naturaleza y el progreso en tiempos de paz habían iniciado fue completado en el transcurso de varios meses por la crisis, la plaga y la subsiguiente guerra civil. En algunos sitios, lo único que quedaban eran pequeñas colinas de relleno compactado derruidas. En muchos lugares, no quedaba nada de nada.

Ignoraba que el gobierno había diseñado un nuevo plan para restaurar la Gran Muralla con el fin de poder defender la nación. Al principio, ni siquiera sabía que yo iba a formar parte de ese proyecto. Aquellos primeros días, había tanta gente diferente por aquí, gente que hablaba idiomas o dialectos locales que para mí tenían tanto sentido como el canto de los pájaros pues no entendía nada. La noche que llegué, lo único que se podía ver eran las antorchas y los faros encendidos de algunos coches estropeados. A esas alturas, llevaba ya nueve días caminando. Estaba cansada, asustada. Al principio, no sabía con qué me había topado, solo sabía que esas siluetas que correteaban de aquí para allá por delante de mí eran humanas. No sé cuánto tiempo permanecí ahí sin hacer nada, pero, entonces, alguien que pertenecía a una cuadrilla de trabajo me vio. Se me acercó a todo correr y se puso a hablar animadamente conmigo. Intenté hacerle entender que no comprendía lo que decía. Se sintió muy frustrado y, al final, señaló hacia algo que se encontraba a sus espaldas y se extendía de izquierda a derecha en la oscuridad, que parecía ser una obra donde reinaba un intenso ajetreo. Una vez más, negué con la cabeza y me señalé las orejas mientras me encogía de hombros como una tonta. Aquel hombre suspiró furioso y, a continuación, alzó una mano en dirección hacia mí. Entonces, me di cuenta de que sostenía un ladrillo. Como pensé que me iba a golpear con él, retrocedí. Acto seguido, me lanzó el ladrillo a las manos, señaló a la obra y me empujó en esa dirección.

En cuanto me hallé tan cerca del obrero más próximo que con solo estirar el brazo habría podido tocarlo, este me quitó el ladrillo de las manos. Como aquel obrero era de Taiyuan, pude entenderlo con claridad.

—Bueno, ¿a qué cojones estás esperando? —me espetó—. ¡Necesitamos más! ¡Vamos! ¡Vamos!

Y así fui «reclutada» para trabajar en la nueva Gran Muralla China.

[En este instante, Liu hace un gesto para señalar una edificación uniforme de hormigón.]

Aunque a lo largo de esa primera primavera en que reinó la desesperación, nunca tuvo para nada este aspecto. Lo que ves ahora aquí es el resultado de las posteriores renovaciones y obras de refuerzo que se han hecho siguiendo los últimos estándares de construcción de posguerra. Por aquel entonces, no contábamos con este tipo de materiales. La mayoría de las infraestructuras que podían garantizar nuestra supervivencia se encontraban al otro lado del muro, en el lado equivocado.

¿
En la parte sur
?

Sí, en la parte que solía ser la más segura, porque la Muralla... en realidad, todas las secciones de la Muralla, las construidas desde la dinastía Xia a la Ming, siempre había tenido como misión proteger ese lado. Esta Muralla solía ser una frontera que separaba a los que tenían algo de los que no tenían nada, a la prosperidad del sur de la barbarie del norte. Incluso en tiempos modernos, sobre todo en esta parte del país, casi toda nuestra tierra cultivable, así como nuestras fábricas, carreteras, líneas de ferrocarril y pistas de aterrizaje, es decir, casi todo lo que necesitábamos para poder llevar a cabo una tarea tan descomunal se encontraba en el lado equivocado.

Tengo entendido que, durante la evacuación, cierta maquinaria industrial se trasladó al norte
.

Solo lo que se pudo transportar a pie y únicamente lo que se encontraba en las inmediaciones de la obra. No se pudo traer nada que estuviera a más de, pongamos, veinte kilómetros, nada que estuviera situado más allá de las líneas de batalla cercanas o de las zonas aisladas en lo más profundo del territorio infestado.

Lo más provechoso que pudimos obtener de las ciudades cercanas fueron los materiales que se usaban para construir las propias ciudades: madera, metal, bloques de hormigón y ladrillos; algunos de esos ladrillos eran los mismos que se habían robado de la Muralla en su día. Todo eso se utilizó en ese demencial amasijo y se mezcló con todo lo que pudimos improvisar rápidamente en la obra. También aprovechamos la madera del proyecto de reforestación de la Gran Muralla Verde
[2]
, así como trozos de muebles y de vehículos abandonados. Incluso la arena del desierto que pisábamos la mezclamos con escombros para que formara parte del material central de la Muralla, o si no, la refinábamos y calentábamos para fabricar bloques de cristal.

¿
Cristal
?

Sí, muy grandes, como... [Liu dibuja una forma imaginaria en el aire, de apenas veinte centímetros de largura, anchura y profundidad]. La idea se le ocurrió a un ingeniero de Shijiazhuang. Antes de la guerra, había sido el dueño de una fábrica de vidrio. Se dio cuenta de que los recursos más abundantes en esta provincia eran el carbón y la arena, así que ¿por qué no aprovecharlos? De un día para otro, se levantó una colosal industria, con el fin de fabricar miles de esos ladrillos enormes que no eran transparentes precisamente. Como eran gruesos y pesados, un zombi no podía atravesarlos con sus blandos puños. Solíamos decir que eran «más fuertes que la carne», aunque, para nuestra desgracia, también eran mucho más afilados... a veces, los ayudantes del vidriero se olvidaban de limar los bordes antes de entregárnoslos para que nos los lleváramos.

[En ese instante, posa su mirada sobre la mano con la que agarra la empuñadura de la espada, cuyos dedos permanecen curvados a modo de garra. Una cicatriz blanca y profunda recorre toda la palma de esa mano.]

No sabía que debía protegerme las manos. Me hice un tajo que me llegó hasta el hueso, me corté los nervios. No sé cómo no morí de una infección; aunque muchos otros sí lo hicieron.

La desesperación dominaba nuestras crueles existencias. Sabíamos que, día tras día, las hordas del sur se iban acercando más y más, y que con cada segundo que nos retrasáramos, estábamos poniendo en peligro todo aquel tremendo esfuerzo. Dormíamos, si es que lográbamos dormir, en el mismo lugar donde trabajábamos. Comíamos donde trabajábamos, meábamos y cagábamos allá donde trabajábamos. Los niños... los «Recogedores de Excrementos» se acercaban a todo correr con un cubo y esperaban a que acabáramos de hacer nuestras necesidades, o si no, recogían los excrementos que ahí habían quedado. Trabajábamos como animales, vivíamos como animales. Cuando duermo, sueño con ese millar de rostros que pertenecían a la gente con la que trabajaba pero que nunca llegué a conocer a fondo. No era un buen momento para las relaciones sociales. Nos comunicábamos, principalmente, gesticulando con las manos y a través de gruñidos. Cuando sueño, intento sacar tiempo para hablar con aquellos que trabajaban junto a mí, les pregunto su nombre y les pido que me cuenten su vida. Se suele decir que los sueños son en blanco y negro. Quizá eso sea cierto, quizá solo recuerde los colores a posteriori, como el color claro del flequillo de una chica cuyo pelo había estado teñido alguna vez de verde, o el color rosa del albornoz sucio de mujer con el que un frágil anciano, vestido con un andrajoso pijama de seda, se protegía del frío. Veo sus rostros casi todas las noches, veo únicamente los rostros de los caídos.

Muchos murieron. A veces, alguien que estaba trabajando a mi lado se sentaba, solo por un momento para recuperar el aliento, y nunca volvía a levantarse. Se puede decir que contábamos con lo que se podría describir como un destacamento médico, aunque en realidad solo eran unos camilleros. A la hora de la verdad no podían hacer nada salvo intentar llevar a los moribundos al puesto de socorro. No obstante, la mayoría de las veces llegaban tarde. Su sufrimiento era una losa sobre mi conciencia, y una inmensa sensación de vergüenza me embargaba todos los días.

¿
De vergüenza
?

Cuando se quedaban sentados, o yacían a tus pies... sabías que no podías dejar de hacer lo que estabas haciendo, ni siquiera para mostrarles un poco de compasión, ni para decirles unas breves palabras de consuelo, ni siquiera para hacerles al menos más llevadera la espera hasta que llegaran los médicos. Además, todos sabíamos que lo único que querían era lo único que todos queríamos: agua. El agua era un bien muy valioso en esta parte de la provincia, pues casi toda la que teníamos se utilizaba para mezclar los ingredientes necesarios para hacer mortero. Nos daban menos de medio vaso al día. Yo llevaba mi agua en un botellín de soda de plástico reciclado que llevaba atado al cuello. Teníamos órdenes estrictas de no compartir nuestra ración con los enfermos y heridos, ya que la necesitábamos para poder seguir trabajando. Entendía la lógica de esa orden, pero era muy duro ver a alguien destrozado y hecho un ovillo entre las herramientas y los escombros cuando uno sabía que lo único piadoso que se podía hacer ya por él era darle un sorbito de agua...

Me sentía culpable cada vez que pensaba en ello, cada vez que saciaba mi sed, sobre todo, porque cuando me tocó a mí morir, resultó que, por pura casualidad, me encontraba cerca del puesto de socorro. Me habían asignado a la zona donde trabajábamos con el cristal, formaba parte de la larga cinta transportadora humana que salía de los hornos para luego volver a terminar en ellos. Llevaba en el proyecto de reconstrucción poco menos de dos meses; estaba hambrienta, tenía fiebre y pesaba menos que los ladrillos que colgaban a cada extremo de la barra que sostenía. Mientras me giraba para pasar los ladrillos, tropecé y me caí de cara al suelo; pude sentir cómo se me rompían ambas paletas frontales y noté un regusto a sangre en la boca. Cerré los ojos y pensé: «Ha llegado mi hora». Estaba lista. Quería que aquello acabase. Si los camilleros no hubieran pasado justo en ese momento junto a mí, se habría cumplido mi deseo.

Durante tres días, viví avergonzada; descansé, me lavé y bebí toda el agua que quise mientras otros seguían sufriendo en la Muralla a cada segundo que pasaba. Los médicos me dijeron que debía quedarme unos cuantos días más, los mínimos necesarios para que mi organismo pudiera recuperarse. Les habría hecho caso si entonces no hubiera escuchado los gritos de un camillero que se hallaba en la entrada de la cueva.

—¡Bengala roja! —chillaba—. ¡Bengala roja!

La bengalas verdes indicaban que se estaba produciendo un asalto; la roja, que el enemigo estaba atacando en tropel. Las rojas no habían sido muy habituales hasta entonces. Solo había visto una y había sido a lo lejos, cerca de la frontera norte de Shemnu. Por entonces, sin embargo, venían en masa una vez a la semana cuando menos. Salí a toda velocidad de la cueva y seguí corriendo hasta llegar a mi sección, justo a tiempo de ver cómo esas putrefactas cabezas y manos se asomaban por las murallas sin acabar.

[Nos detenemos. Liu contempla las piedras del suelo.]

Fue aquí, aquí mismo. Pisotearon a sus camaradas caídos y los utilizaron a modo de rampa para poder sortear la murallas. Los obreros intentaban impedir su avance con todo lo que tenían a mano; con herramientas y ladrillos, incluso con sus propios pies y puños. Entonces, cogí un pisón, un utensilio que se usa para compactar la tierra. El pisón es un artilugio bastante grande que es muy difícil de manejar, consiste en una vara metálica de un metro con un manubrio en un extremo y una piedra muy pesada, enorme y cilíndrica en el otro. Solo los hombres más corpulentos y robustos de nuestra cuadrilla utilizaban el pisón. No sé cómo logré alzarlo, ni apuntar y golpear con fuerza con él, una y otra vez, las cabezas y caras de los zombis que tenía debajo...

Se suponía que los militares tenían que protegernos de los ataques en masa como ese, pero, por aquel entonces, no contaban con soldados suficientes.

[Me acerca hasta las almenas y señala hacia algo situado apenas a un kilómetro al sur de donde estamos.]

Ahí.

[En la lejanía, solo puedo distinguir un obelisco de piedra que se alza sobre un montículo de tierra.]

Bajo ese montículo se encuentra uno de los últimos tanques de combate de nuestra guarnición. Como se había quedado sin combustible, la gente que lo manejaba decidió utilizarlo como fortín. Cuando se quedaron sin municiones, cerraron las compuertas y se prepararon para ser utilizados como cebo. A pesar de que se les agotó la comida y se quedaron sin agua en las cantimploras, siguieron resistiendo durante mucho tiempo. «¡Seguid luchando!», gritaban por una radio que funcionaba a mano, girando una manivela. «¡Acabad la Muralla! ¡Proteged a nuestra gente! ¡Acabad el muro!» El último en caer fue el conductor de diecisiete años, resistió un total de treinta y un días. En esos momentos, casi no se podía ver el tanque, ya que se hallaba enterrado bajo una pequeña montaña de zombis, los cuales se apartaron de repente, en cuanto intuyeron que el muchacho había expirado su último aliento.

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