La Matriz del Infierno (20 page)

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Authors: Marcos Aguinis

BOOK: La Matriz del Infierno
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Cuando vino a buscarme lo detuve con ambas manos.

—Un momento, tío, por favor.

—Qué te pasa.

—Le agradezco su interés y su afecto; pero le debo una aclaración.

—Me la darás mientras marchamos.

—Tal vez ni deberíamos salir.

—¿Por qué?¿Temés que tu padre se enoje? ¿Necesitás su permiso? Ya sos un hombre. No te llevo a ningún antro de perdición.

—No pienso como usted supone. No estoy de acuerdo con el corporativismo, ni con los grupos paramilitares.

—No vine para discutir ideologías.

—Pero viene por una ideología. Debe saber que prefiero la democracia, con todos sus defectos.

—¿A papá mono lo querés despabilar? ¿A tu tío Ricardo? Te falta tomar mucha sopa, querido —guiñó—. Preparé otra ruta que ni te imaginás. Siempre al servicio de la patria, por supuesto.

—¿No vamos a la Legión Cívica?

—Acabás de confirmarme que no te gusta. Sé que no sos como Enrique y Jacinto, que tienen sangre de cruzados.

—Lo único que tienen cruzados son los cables de la cabeza. No son mi modelo.

—Ya lo sé. Pero los acompañaste durante la revolución —le dio un suave tirón a mi oreja—. ¡Pillín! Bien que te gustaron los mauser.

—No me siento orgulloso por ese desempeño.

—¿No? ¿Y qué pretendías? ¿Estar a la cabeza de los cadetes, hombro a hombro con el general Uriburu?

—Al contrario: ni haber salido de casa.

—Bah, bah. Pero, ¿sabés? No me sorprende lo que decís. Podrían ser palabras de Emilio. Qué lástima —me miró en forma tierna—. Debés advertir que tu padre, lamentablemente, ha quedado atrás, en el siglo XIX. Y te tiene convencido sobre la vigencia de anacronismos.

—El otro día usted dijo que yo no coincidía con papá, sino con usted...

—Lo dije, pero en otro sentido. Tu padre no quiere actuar, ni siquiera para defender su pensamiento, parece un inválido. En cambio vos tenés juventud. Capacidad de lucha, como yo. Y podés y debés servir a la patria. Para eso vengo a buscarte. Tu puesto no es incompatible con tus ideas agónicas.

—No lo entiendo.

—Ya lo entenderás. Ahora vamos, por favor, que se nos hace tarde —extrajo su reloj del chaleco, le levantó la tapa de oro y remató—: nos quedan veinte minutos.

—Veinte minutos para qué —dije mientras recogía mi saco.

—Tomaremos un coche.

En el trayecto, sentados hombro a hombro, percibí su aroma a colonia. Resplandecía su cuello de nácar y su alfiler de oro fijaba una ancha corbata azul con pintas rojas. Lamentó que aún no entendieran su ideología de “lucha y futuro”.

—Te llevo hacia la confluencia de tres factores: el Ejército cristianizado, la Iglesia militarizada y un Estado que los abraza. ¿No es maravilloso? Marchamos hacia el primer peldaño de Utopía. Esto no gusta a los liberales como Emilio, ni a los masones, los ateos, los comunistas o los imbéciles.

—¿Así que pertenezco al sector de los imbéciles?

—No estaría mal. Por lo menos no sos comunista, ni ateo, ni masón. Hasta ahora. Parece que tampoco liberal. ¡Excelente!

—¿Liberal? Bueno, creo que todavía me gustan los liberales.

—La verdad, en este momento no me aflige demasiado.

—Y me gusta que funcione el Congreso.

—Lo dejaremos funcionar por un tiempo.

—Y que la prensa hable sin mordazas.

—¡Qué idealista! En fin, tampoco me aflige. Pero servirás igual a la patria porque sos inteligente y, sobre todo, porque sos mi sobrino.

—¿Pero cómo serviré a sus ideas, entonces?

—Mis ideas sólo apuntan a un objetivo superior: el bien de la patria. Sos joven y fuerte, sos el hijo que no tengo, y me encanta hacerte subir.

—¿Subir adónde?

—¡Llegamos! Dejame pagar y caminemos a buen paso.

Descendimos frente al palacio de Relaciones Exteriores.

—Entremos —apuró—. ¿Qué esperás?

—¿Aquí?

—Por supuesto. Tengo arreglada una entrevista con el ministro, “nuestro querido Carlos”, como dice tu padre. Vas a ingresar en la diplomacia por la puerta ancha, Alberto. Ya fuiste aceptado.

—Usted...

—Soy un hombre de acción. Lo estás comprobando.

—Pero ni siquiera me... me preguntó —sorpresa y alegría enredaban mi lengua.

—Vamos, vamos, que si para algo están de más los rodeos, es para las cosas buenas. ¿Ves?, ya nos estaban aguardando. Y con alfombra roja.

-1933-

EDITH

Edith disfrutaba las ironías del
Argentinisches Tageblatt.
Decía que Goebbels era “el mentiroso del Reich”, Streicher “el pornógrafo del Reich”, Goering “el drogadicto del Reich” y Adolf Hitler “el divino pintor de brocha gorda”. Por esa razón dirigentes locales pensaron seriamente en destruir el
Tageblatt
y algunos periodistas sufrieron agresiones callejeras.

Durante el almuerzo Edith mostró a su padre una crónica que sintetizaba los primeros dos meses de gobierno nazi.

—Tenés que leerla. Me parece increíble.

—Esta noche, precisamente, tendremos una reunión en casa.

—¿Qué reunión? —preguntó Cósima.

—Iba a contarles. Sugerí a Bruno Weil que vinieran porque nunca los invité y yo estuve muchas veces en lo de ellos.

—¿Los judíos alemanes? —Cósima se sentó a la mesa.

—Sí.

—¿Ya han constituido la Hilfsverein?

—En eso estamos. Tal vez la fundemos esta noche, aquí.

Cósima comprimió los labios.

—Los nazis no se han civilizado un ápice con la toma del poder —prosiguió Alexander—. Las esperanzas ingenuas de tanta gente, incluso las mías, han acabado en el ridículo. ¿No ves? —señaló la crónica marcada por Edith—. Aumentan la grosería segundo a segundo. Nadie los puede frenar, ya. El presidente Hindenburg paga caro haberlo designado canciller —extendió la servilleta sobre las rodillas—. Más que presidente es su prisionero. Lo peor es que ahora no caben dudas de que ese histérico criminal llevará a la práctica cada uno de sus delirios. Cada uno, Cósima.

—No pensabas así. No eras tan... tan categórico.

—Es cierto. Estoy muy preocupado. Muy indignado. Las locas propuestas de
Mein Kampf
transformarán a Alemania en un infierno, y tal vez sus llamas no se limiten a Alemania. ¿Qué pasa cuando se une gente del manicomio con gente de la cárcel y toman por asalto una ciudad?

—El panorama es confuso —opinó Edith.

—El incendio del
Reichstag,
por ejemplo. Era confuso para los que no queríamos ver; durante días preferí tragarme la versión oficial. Pero ahora resulta clarísimo: Hitler aprovechó el incendio para echarle la culpa a la oposición y hacer una redada masiva de políticos y de judíos. En el futuro ni buscará excusas: perseguirá y confiscará sin límites.

Cósima se mantuvo callada. Pero no era un silencio complaciente.

—Su odio es insaciable, y exige alguna respuesta —continuó Alexander—. Habrá una creciente presión sobre los judíos de Alemania. Y extenderá la presión a otros países.

—Alex —dijo por fin Cósima tocándose los labios con la servilleta—: entiendo tu malestar. Pero voy a sorprenderte con un consejo: no te metas. Ni te reúnas seguido con ese Weil y su grupo.

Alexander abrió los ojos.

—¿Cómo? No entiendo. Siempre respetaste mi condición judía. Y hasta me aconsejaste que fuera a instituciones judías. Era yo el remiso.

—No he cambiado. Sólo que ahora soy más prudente. Después de lo que hicieron en la óptica, debemos ser más cuidadosos.

—¿Qué es ser más cuidadosos?

—Cómo explicarte —bebió un sorbo de agua—... Me duelen las injusticias que otra vez sufren los judíos. No sólo porque eres judío.

—¿Entonces?

—Entonces... Ya te agredieron los nazis. Fue muy duro para todos. Te han incluido en sus listas. No debes ofrecerles en bandeja la excusa de otro ataque.

—Inventan las excusas. Son delincuentes.

—Por eso mismo es mejor que se olviden de nosotros. No debes levantar tu perfil. No te compares con Bruno Weil, que fue y es un judío pleno. Tu caso es distinto. Hasta hace poco mantuviste una sabia equidistancia; ¿por qué cambiar?, ¿por qué ir más lejos de lo prudente? Tu judaísmo es apenas una noticia del pasado. Nunca te sentiste judío.

—Ahora lo estoy empezando a sentir.

—Es el efecto de la tormenta, Alex. Has recibido feos golpes y tienes una reacción lógica, pero no adecuada. ¿Acaso porque te dijeron judío debes aceptar que lo eres realmente? ¿Y si te hubieran dicho negro?

—Pero, Cósima...

—Quiero que los nazis te olviden. Y reunir dirigentes judíos en casa equivale a mojarles la oreja.

—¡Si fuera tan simple! ¿Piensas en serio que me respetarán por el hecho de mantenerme apartado?

—No somos una familia judía; no tienen por qué asociarnos con los judíos. Tu hija y yo somos católicas practicantes. Alexander —adelantó su cabeza—, ¿recuerdas cuántas veces te has mofado de los
Ostjuden
? Has dicho que son atrasados y fanáticos. También has dicho que los judíos, en su conjunto, no son tan meritorios, ni tan santos. ¿Entonces, querido? Yo he debido frenar tu desprecio hacia los
Ostjuden
y también hacia los judíos occidentales, porque no me gusta que maltrates tu propio origen. Pero esto es diferente.

—Te contradices.

—No, porque tu repentino judaísmo es artificial. Es producto de lo que te han hecho, no de convicciones profundas. Jamás pisaste una sinagoga.

—Los nazis no diferencian entre los
Ostjuden
atrasados y los judíos alemanes brillantes, entre quienes van o dejan de ir a la sinagoga. La agresión que me regalaron es apenas el comienzo, Cósima. ¿Debo aceptar que hagan lo que quieran o debo unirme a quienes opondrán resistencia? Los judíos somos un sector del género humano y, en calidad de humanos, tenemos los mismos derechos que los demás. Mi obligación es luchar por esos derechos.

—¿Con qué armas? ¡Es una declamación infantil! ¿Dónde está tu lógica? Querido mío: cuando menos conviene ser judío es cuando decides transformarte en uno de ellos. Adhieres a la causa perdida —cruzó los cubiertos e intentó cubrir con las manos sus primeras lágrimas—. No me interpretes mal, por favor. Acepto que brindes apoyo a Weil mediante contribuciones, que pongas obstáculos al avance nazi en la Argentina, que trates de obtener visas para los refugiados. Pero lo que no debes hacer, Alexander, es convertirte en un activista judío. Porque no eres tan judío.

—Nunca supe qué era, Cósima. La brutalidad nazi, paradójicamente, ha iluminado mi alma y ahora siento un inexplicable orgullo por mi origen, del que me burlé siempre. Veo el sufrimiento de tantas generaciones y lo tomo como una herencia formidable, una dignidad sin paralelo. Dignidad que los nazis y los demás antisemitas, canallas y mediocres, envidian.

—¿Envidian? —Cósima extrajo el pañuelito de su manga—. Decir que me dejas atónita es poco. Nunca imaginé que con los años pasaría esto —se le quebró la voz—. En Colonia aceptaste convertirte.

—Ya no interesa la conversión, Cósima. Para los nazis, aunque abrazara la cruz, seguiré siendo judío. Cerraron toda escapatoria y expresan en forma directa lo que quieren: nuestra desaparición total. Y si los dejamos hacer, lo conseguirán pronto. Para ellos nuestra hija, aunque sincera católica —miró a Edith—, también es judía. ¿No te das cuenta? Han inventado el argumento de la raza. Son expertos en la confección de excusas grandes, chicas o idiotas. Da lo mismo. Con ellas hacen su propaganda, enardecen multitudes, encarcelan y torturan a los políticos, discriminan y matan judíos. Me atacaron y volverán a atacarme, me muestre o no como judío.

Cósima se tapó el rostro y desenfrenó su llanto.

—Querida mía —se levantó y fue a abrazarla—: nos acechan monstruos, monstruos de verdad. Pero no son invencibles. Debemos unirnos para hacerles frente.

—¡No me has dicho con qué armas, por Dios!

—Con nuestros cuerpos, aunque sea para disminuir nuestra angustia. Pero debemos unirnos. El aislamiento favorece al mal.

Cósima no se consolaba.

—¿Con nuestros cuerpos? ¿Qué pretendes: transformarte en mártir? Dios mío. Esta ideología es como la peste, enloquece a todos.

—Sí, como la peste —apoyó Alexander—, como las que asolaron la Edad Media. Y debemos combatirla. Cada uno desde donde pueda. Yo lo haré desde las organizaciones judías.

Cósima levantó sus ojos congestionados.

—Te desconozco. Hablas como otra persona. Yo sólo te digo esto: no me afecta que te sientas judío y quieras ayudar a las víctimas del nazismo; pero no te involucres. Edith y yo somos católicas, la Iglesia nos protegerá.

—Lamento hacerte sufrir, Cósima. Lo lamento de veras, pero no estoy de acuerdo. Me parece magnífico que la Iglesia haga su parte, aunque hasta ahora no parece demasiado escandalizada con Hitler. Yo haré lo que manda mi conciencia.

—Y mi conciencia manda no apoyarte en semejante desvío —replicó brusca—. Sin rodeos, Alex: no quiero que en nuestra casa sesionen organizaciones judías.

—Cósima, ¡qué organizaciones! ¿Qué estás diciendo?

—Acepté casarme con alguien que no es católico —estalló en sollozos—, y ahora recibo el castigo que merecía.

—Por favor.

Alexander, con los ojos húmedos también, intentó abrazarla de nuevo, pero esta vez ella lo rechazó. Entonces Edith corrió hacia su padre.

—Hija, hija... —suspiró.

—Ambos tienen su parte de razón —dijo Edith—. Yo también estoy muy preocupada —rodeó los hombros de Cósima y Alexander. Los besó en las mejillas y luego levantó el periódico—. ¿No deberíamos tener el ánimo del
Argentinisches Tageblatt?
Fíjense, es como nosotros: argentino y alemán, democrático, honesto y hasta con sentido del humor. Ahora papá se siente judío. Y bien, yo lo entiendo: es algo profundo, algo que permanecía aletargado. ¿Qué tiene de reprochable? Por otro lado, también es comprensible que mamá sienta un terremoto: ¿qué diablos hace una organización judía en su casa católica?

—No es tan simple, hija —hipaba Cósima—. Creo, además, que algo así no debe ser ocultado a mi confesor.

—¿Ocultado a tu confesor? Esto es política, autodefensa. No hay pecados —protestó Alexander.

—Le contaré que en mi casa, en mi propia casa, se reúnen líderes de organizaciones judías.

—Absurdo. No cabe hablar de líderes ni de organizaciones. Cualquiera pensaría que se reúne el Estado Mayor de un ejército. Sólo queremos fundar una organización de ayuda. ¿Dónde está el pecado?

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