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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

La mejor venganza (104 page)

BOOK: La mejor venganza
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—¡El mundo cambia, se altera, renace nuevamente cada día con una cara diferente! ¡Y nadie sabe lo que puede depararle en cualquier momento!

A Amistoso no le gustaban los cambios. Y lo que menos le gustaba del mundo era lo que pudiese depararle en cualquier momento.

—Ahí fuera hay mil placeres diferentes que podrás degustar.

La gente que no era como él se complacía en degustar mil placeres diferentes.

—¡Cerrarte a la vida es… admitir la derrota!

Amistoso se encogió de hombros. La derrota jamás le había asustado. Carecía de orgullo.

—Te necesito. Desesperadamente. Un buen sargento vale más que tres generales.

Se hizo un largo silencio mientras los cascos de sus caballos pisoteaban la costra de aquel camino tan reseco.

—¡Bueno! ¡Maldición! —Cosca se echó un trago de la petaca—. Lo he intentado todo.

—Y yo te lo agradezco.

—¿Estás seguro?

—Lo estoy.

Lo que más miedo le daba a Amistoso era que no quisieran dejarle volver. Incluso Murcatto le había dado un documento con un sello muy grande que debía entregar a las autoridades de Musselia. En él se detallaba su participación en los asesinatos de Gobba, Mauthis, el príncipe Ario, el general Ganmark, Fiel Carpi, el príncipe Foscar y el gran duque Orso de Talins, la cual merecía una sentencia a cadena perpetua que él mismo podría revocar cuando desease la libertad. Amistoso esperaba que aquello nunca sucediese. Aquel documento era el único pago que había pedido por sus servicios, el mejor regalo que jamás hubiese recibido, el cual mantenía doblado dentro del bolsillo interior de la casaca, justo al lado de sus dados.

—Te echaré de menos, amigo mío, te echaré de menos.

—Y yo a ti.

—¿Tanto que podría convencerte para que te quedases conmigo?

—No.

Para Amistoso, todo aquello era la vuelta al hogar que había deseado desde hacía tanto tiempo. Sabía cuántos árboles había hasta la puerta, que volvía a contar, sintiendo un calorcillo en el pecho. Se irguió en los estribos y echó un rápido vistazo a la puerta de la entrada, un rincón de ladrillos oscuros que quedaba encima de la vegetación. Aunque su arquitectura no hubiera sido diseñada para henchir de alegría el pecho de los presidiarios, el corazón de Amistoso brincó en el suyo nada más verla. Sabía cuántos ladrillos tenía la arquivolta, porque había estado pensando en ellos, echándolos de menos, soñando con ellos todo el tiempo. Sabía cuántos barrotes de hierro tenían las grandes puertas, sabía…

Amistoso frunció el ceño cuando el camino llegó a la última curva que había antes del edificio. Las puertas estaban abiertas. Un presagio terrible borró la alegría que sentía. Que una cárcel tuviese las puertas abiertas significaba lo peor. Eso no formaba parte de la rutina cotidiana.

Bajó de su caballo haciendo una mueca de dolor al sentir que su brazo derecho se había quedado rígido, porque, aunque le hubieran quitados todas las astillas que tenía dentro, aún se le estaba curando. Caminó despacio hacia la puerta, casi con miedo de mirar por su interior. Un hombre de aspecto andrajoso se sentaba en los escalones de la caseta donde los guardias solían montar guardia.

—¡No he hecho nada! —exclamó mientras levantaba las manos—. ¡Lo juro!

—Ésta es una carta firmada por la gran duquesa de Talins —Amistoso desplegó el documento que atesoraba y se lo enseñó, aún sin perder del todo la fe—. Deben ponerme en custodia ahora mismo.

Aquel hombre se le quedó mirando un momento y dijo:

—Amigo, no soy un guardia. Sólo uso la caseta para dormir en ella.

—¿Y dónde están los guardias?

—Se han ido.

—¿Ido?

—Supongo que se largaron cuando… no pudieron cobrar el sueldo a fin de mes por los motines de Musselia.

—¿Y los prisioneros? —Amistoso sentía un escalofrío detrás del cuello.

—Los soltaron. La mayoría de ellos salieron corriendo. Algunos se quedaron. ¡Imagínate que por la noche se encerraban en sus celdas!

—Sí, me lo imagino —dijo Amistoso, que sentía una gran nostalgia.

—Supongo que no sabrían adónde ir. Pero al final estaban hambrientos y acabaron yéndose. Ya no queda nadie.

—¿Nadie?

—Sólo yo.

Amistoso levantó la mirada hacia el estrecho sendero que llevaba desde la rocosa falda de la colina hasta la entrada de la cárcel. Estaba vacío. Las celdas se encontraban en silencio. Quizá aún se pudiera ver el trozo circular de cielo desde el fondo de la vieja cantera, pero ya no sonaba el ruido de los pasadores de hierro que, noche tras noche, mantenían sanos y salvos a los prisioneros. Nada quedaba de aquella rutina tan reconfortante que arropaba sus vidas con el mismo cariño que la madre al arrebujar a su hijo. Ya era imposible partir limpiamente en pequeños segmentos los días, los meses, los años. El gran reloj se había parado.

—Todo cambia —dijo Amistoso en voz baja.

—El mundo es puro cambio, amigo mío —Cosca acababa de darle una palmada en el hombro—. Aunque a todos nos gustaría volver atrás, el pasado ya ha dejado de ser. Debemos mirar hacia delante. Debemos cambiarnos a nosotros mismos, por doloroso que resulte, o quedarnos atrás.

Eso parecía. Amistoso le dio la espalda a Seguridad y, con cierto pesar, montó en su caballo.

—Mirar hacia delante —dijo—. ¿Para qué? ¿Infinitas posibilidades? —sintió que el pánico se apoderaba de él—. Mirar hacia delante depende de donde pongas la cara. ¿Dónde tendré que ponerla ahora?

—La vida consiste en hacerse siempre esa pregunta —Cosca hizo una mueca mientras obligaba a su caballo a volver la grupa—. ¿Puedo hacerte una sugerencia?

—Por favor.

—Voy a intentar reorganizar las Mil Espadas… o, al menos, a los que aún no se hayan marchado para disfrutar del botín obtenido en Fontezarmo. Si no lo consigo, buscaré un trabajo estable con la duquesa Monzcarro… y luego bajaré a Visserine para insistir en mis pretensiones al viejo trono de Salier —desenroscó el tapón de su petaca—. Mis pretensiones según derecho —se echó un trago y eructó, dejando medio mareado a Amistoso por el fuerte relente de licores espirituosos—. A fin de cuentas, ese título me lo prometió el rey de Styria. La ciudad es un caos, y esos bastardos necesitan a alguien que los guíe por el buen camino.

—¿Tú?

—¡Y tú, amigo mío, y tú? Nada es más valioso para el gobernante de una gran ciudad que contar con un hombre honrado.

Amistoso se tomó su tiempo para echar una última mirada a la puerta que comenzaba a desaparecer entre los árboles y dijo:

—Quizá vuelva a estar en servicio algún día.

—Quizá. Pero, mientras tanto, en Visserine podremos hacer un noble uso de nuestras capacidades. Mis pretensiones se ajustan a derecho. Como sabes, nací en esa ciudad. Allí hay trabajo por hacer. Mucho… trabajo.

—¿Estás borracho? —Amistoso le miró de lado.

—De la manera más ridícula, amigo mío, y tonta. Esta porquería es muy buena. El viejo licor de uva —Cosca echó otro trago y se relamió—. El cambio, Amistoso…, el cambio es algo divertido. En ocasiones, la gente cambia para mejor. Y en otras para peor. Y con frecuencia, con mucha frecuencia, si el tiempo y la oportunidad lo permiten… —agitó la petaca durante un instante y se encogió de hombros—, se vuelve a ser como se era antes.

Final feliz

Pocos días después de que le hubiesen metido en aquel sitio, levantaron una horca justo enfrente. Si se subía encima del jergón y apoyaba la cabeza en los barrotes, podía verla desde la pequeña ventana de su celda. Aunque a cualquiera le habría extrañado la molestia que se tomaba para ver cómo la construían, él quería verla. Quizá por eso era tan diferente de los demás. Era una enorme plataforma de madera con una viga transversal y cuatro lazos corredizos. Con unas trampillas en el suelo para que, sólo con mover una palanca, cuatro cuellos se rompieran como si fuesen unas simples ramitas. Menudo trasto. Tenían máquinas para todo, para plantar la cosecha, para imprimir y, por lo que podía ver, también para matar a la gente. Quizá eso fuera a lo que Morveer se había referido hacía tantos meses, cuando le había largado aquel discurso sobre la ciencia.

Después de que cayera la fortaleza, habían ahorcado a muy poca gente: a algunos de los antiguos empleados de Orso, de los que alguien quería vengarse por alguna ofensa anterior; a un par de soldados de las Mil Espadas que debían de haber dado algún paso en falso, puesto que las normas que impedían ciertos tipos de saqueo escaseaban. Pero llevaban bastante tiempo sin ahorcar a nadie. Quizá siete u ocho semanas. Aunque hubiera debido contar los días, ¿acaso eso le habría sacado de allí? Su hora se acercaba, de eso estaba seguro.

Todas las mañanas, cuando las primeras luces reptaban por el interior de la celda y le despertaban, su primera pregunta era si irían a ahorcarle aquel mismo día.

En ocasiones deseaba no haber traicionado a Monza. Pero sólo para librarse del destino que le aguardaba. No porque se arrepintiese de nada de lo que había hecho. Probablemente, su padre no lo habría aprobado. Probablemente, su hermano se habría reído, diciendo que no le extrañaba. Sin duda alguna, Rudd Tresárboles habría movido la cabeza y comentado que la justicia acudiría en su ayuda. Pero Tresárboles había muerto, y la justicia con él. El hermano de Escalofríos era un bastardo con cara de héroe cuyas burlas ya no significaban nada para él. Y su padre había vuelto al barro, dejándole solo para que descubriese por su cuenta cómo hay que hacer las cosas. Demasiado para llegar a ser buena persona, y también demasiado para hacer las cosas bien.

De vez en cuando se preguntaba si Carlot dan Eider habría conseguido escapar del lío en que su fracaso debía de haberla metido, y si el Lisiado habría acabado por atraparla. Se preguntaba si Monza habría podido matar personalmente a Orso y si todo habría terminado. Se preguntó quién era el bastardo que había salido de la nada y le había hecho recorrer de un puñetazo toda la sala. No creía poder encontrar las respuestas. Pero así es la vida. Uno no siempre tiene todas las respuestas.

Seguía subido a la ventana cuando escuchó un ruido de llaves en el pasillo y casi sonrió aliviado al saber que ya era la hora. Saltó del jergón con un brinco, la pierna derecha aún insensible en el sitio en que Amistoso le había clavado el cuchillo; se irguió todo lo alto que era y se situó frente a la puerta de metal.

Aunque no se le había pasado por la imaginación que pudiera ir a verle en persona, se alegró de comprobar lo contrario. Se alegró por tener la oportunidad de mirarla a los ojos una vez más, aun siendo ella su carcelera y estando acompañada por media docena de guardias. Parecía estar bastante bien, eso era indudable, menos delgada de lo usual y no tan seria. Limpia, tersa, pulida y rica. Como la realeza. Resultaba difícil creer que hubiera tenido que ver algo con él.

—Vaya, dichosos los ojos —dijo—. La gran duquesa Monzcarro. ¿Cómo te las arreglaste para salir tan bien del atolladero?

—La suerte.

—Tú sí que la tienes. Yo nunca tuve mucha —el carcelero metió la llave en la cerradura y la puerta se abrió con un chirrido. Dos de los guardias se acercaron a Escalofríos y le pusieron unas esposas en las muñecas. Le pareció que comenzar una pelea no conduciría a nada, y que sólo serviría para complicar aún más las cosas. Le hicieron caminar por el pasillo hasta llegar frente a ella.

—Menudo viaje el que hicimos tú y yo, ¿verdad, Monza?

—Fue muy bueno —contestó ella—. Escalofríos, tú mismo te perdiste.

—No. Me encontré a mí mismo. ¿Vas a ahorcarme? —aunque la idea no le entusiasmase mucho, tampoco le preocupaba demasiado. Peor le parecía pudrirse en aquella celda.

Ella le miró durante un buen rato. Sus ojos azules seguían siendo fríos. Le miró como la primera vez que se conocieron. Como si no fuera a sorprenderse por nada de lo que él pudiese hacer.

—No.

—¿Eh? —no se lo esperaba. Casi le resultaba decepcionante—. ¿Y entonces?

—Puedes irte.

—¿Que puedo hacer qué? —parpadeó.

—Irte. Eres libre.

—No suponía que aún te importase algo.

—¿Quién dice que me importases algo alguna vez? Lo hago por mí, no por ti. Ya me he vengado de todo lo que quería.

—Vaya, ¿quién lo hubiera pensado? —Escalofríos se burlaba de ella—. La Carnicera de Caprile. La Serpiente de Talins. La buena persona. Todo en uno. Suponía que no te importaba hacer lo correcto, que la piedad y la cobardía eran lo mismo para ti.

—Pues, entonces, llámame cobarde. Podré vivir con eso. Pero no vuelvas nunca. Mi cobardía tiene límites —y se sacó la sortija del dedo, la que tenía aquel enorme rubí tan rojo como la sangre, y la tiró encima de la paja llena de porquería que estaba a sus pies—. Cógela.

—De acuerdo —se agachó, escarbó entre la suciedad y la cogió, para luego limpiarla con su camisa—. No me siento orgulloso —Monza se volvió y echó a andar hacia la escalera, hacia la luz de las antorchas que salía de ella—. ¿Y así termina todo? —preguntó, mientras la seguía—. ¿Es el final?

—¿Crees que te merecías algo mejor? —y desapareció.

—No, algo mucho peor —dijo, mientras se ponía la sortija en el dedo meñique y veía cómo relucía.

—Vamos, muévete, bastardo —dijo uno de los guardias con muy malos modos mientras meneaba una espada desenvainada.

—Oh, ya me voy, no te preocupes. Estoy más que harto de Styria.

Sonrió mientras abandonaba la negrura del túnel y entraba en el puente por el que se salía de Fontezarmo. Se rascó en la cara, porque le picaba, y aspiró una bocanada de aire, frío, libre. Considerando todo lo sucedido, además de su mala fortuna, le pareció que las cosas no le habían ido tan mal. Aunque hubiese dejado un ojo en Styria, aunque estuviese saliendo de ella sin ser más rico que cuando había bajado del barco. Pero se había convertido en mejor persona, de eso no había duda. En un hombre más sabio. Harto de haber sido siempre su peor enemigo. Ya era otra persona.

Pensó en la manera de regresar al Norte para encontrar algún trabajo que se amoldase a su modo de ser. Quizá se acercaría a Uffrith para hacerle una corta visita a su viejo amigo Vossula. Echó a andar montaña abajo, lejos de la fortaleza, pisando con sus botas la corteza reseca del polvoriento camino.

A su espalda, el amanecer tenía el color de la sangre enferma.

Agradecimientos

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