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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

La mejor venganza (96 page)

BOOK: La mejor venganza
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—Adelante —dijo Monza.

—Detrás de ti, jefa —replicó Escalofríos con su consabida mueca.

Las trincheras que surcaban las polvorientas laderas de la montaña ya estaban vacías. Los soldados que las habían ocupado acababan de regresar a sus casas, siempre que no hubiesen decidido intervenir en las variadas luchas por el poder que acababan de desatarse tras las recientes muertes del rey Rogont y de sus aliados. Sólo quedaban los que pertenecían a las Mil Espadas, dando hambrientas vueltas alrededor del palacio del duque Orso como gusanos alrededor de un cadáver. Shenkt ya lo había visto antes. Cuando las cosas van bien, la lealtad, el deber y el orgullo suelen proporcionar una coartada de felicidad a la gente, pero, cuando van mal, no tardan en desaparecer. ¿Quizá la avaricia? Con la avaricia siempre se puede contar.

Subió por el serpenteante camino, cruzó el terreno situado delante de las murallas, cubierto por las cicatrices de la batalla, franqueó el puente y, entonces, la alta barbacana de la fortaleza de Fontezarmo apareció muy cerca de él. Un único mercenario se sentaba de manera desgarbada en una silla de tijera dispuesta al lado de la abierta puerta, con la lanza apoyada en la pared situada a su espalda.

—¿Qué asuntos te traen aquí? —preguntó, casi con desgana.

—El duque Orso me encargó matar a Monzcarro Murcatto, ahora gran duquesa de Talins.

—¡Qué chistoso! —el guardia se subió hasta las orejas los collares que llevaba al cuello y apoyó la espalda en la pared.

Suele ser muy frecuente que la gente no reconozca la verdad cuando la tiene delante. Eso fue lo que Shenkt pensó mientras atravesaba el largo túnel para salir al recinto exterior de la fortaleza. La encorsetada belleza de los jardines del duque Orso había desaparecido por completo, junto con la mitad de la muralla norte. Los mercenarios acababan de convertir aquel lugar en una enorme confusión. Pero así es la guerra. La guerra y la confusión siempre van juntas.

El asalto final había sido muy bien dirigido. Las escalas se apoyaban en la muralla interior, los cadáveres se apilaban bajo ellas. Los sanitarios iban y venían entre ellos, ofreciendo agua, rebuscando entre maderas de entablillar y vendas, subiéndolos en camillas. Los que no pudieran valerse por sí mismos, apenas sobrevivirían, y Shenkt lo sabía. Aún así, los hombres siempre se aferran a la menor esperanza de seguir con vida. Era una de las pocas cosas que suscitaban su admiración.

Se detuvo en silencio junto a una fuente en ruinas y observó los esfuerzos de los heridos por evitar lo inevitable. Entonces, un individuo apareció de entre los restos de la muralla y casi se dirigió corriendo hacia él. Un hombre calvo de lo más corriente, que llevaba un justillo muy desgastado de cuero guateado.

—¡Ah! ¡Mis disculpas más profundas!

Shenkt no hizo comentario alguno.

—¿Usted… es decir…, está aquí para participar en el asalto?

—En cierta manera.

—Yo también. Yo también. En cierta manera —aunque nada hubiese sido más natural que un mercenario escaqueándose del combate, algo no cuadraba. Porque, aunque aquel hombre vistiese como un asesino, hablaba como un mal escritor. Movió una mano para llamar la atención, mientras llevaba claramente la otra hacia alguna arma oculta. Shenkt frunció el ceño. No quería llamar la atención. Por eso, como siempre y dentro de la medida de lo posible, dio una oportunidad a aquel hombre.

—Creo que ambos tenemos un trabajo que cumplir. No nos entretengamos el uno al otro.

—Muy cierto —al desconocido se le iluminó el rostro—. A trabajar.

Morveer sonrió como el falso que era y entonces fue consciente de que acababa de hablar sin fingir la voz; por eso repitió:

—A trabajar —pero hablando como un aldeano al que, de repente, se le hubiese puesto voz de barítono.

—A trabajar —repitió el otro hombre sin apartar los ojos de su cara.

—De acuerdo. Bien —Morveer se alejó un paso del desconocido y echó a andar, soltando la aguja envenenada que escondía en una mano, que cayó al suelo sin que nadie lo notara. Aún siendo evidente que aquel hombre se comportaba de manera inusual, Morveer no habría podido terminar su misión si ésta hubiese consistido en envenenar a todas las personas que se comportaban como él. Afortunadamente, su misión de envenenar a siete de las personas más relevantes de la nación, la había cumplido con un éxito más que espectacular.

Aún se sentía sonrojado por la consumada magnitud de su trabajo, por la consumada audacia mostrada en su ejecución, por el éxito sin parangón de su plan. Había sobrepasado a los mayores envenenadores, convirtiéndose de manera indiscutible en uno de los grandes hombres de la Historia. Cuánto le mortificaba no poder compartir jamás aquel gran logro suyo con el mundo, no poder disfrutar jamás de la adulación que, sin duda, se merecía su triunfo. ¡Oh!, si el escéptico director del orfanato hubiera podido ser testigo de aquel día tan feliz, ¡habría tenido que aceptar que Castor Morveer se merecía un premio! Si su mujer hubiera podido verlo, ¡habría terminado finalmente por comprenderle, y ya no se habría quejado de sus costumbres tan inusuales! Si su infame maestro de antaño, Moumah-yin-Bek, hubiera podido estar presente, ¡habría terminado por reconocer de una vez y para siempre que su pupilo le había eclipsado! Si Day hubiese estado viva, sin duda le habría obsequiado con aquella risita ahogada suya, plateada, en reconocimiento de su genio; luego habría esbozado su sonrisa inocente y quizás le hubiese rozado, e incluso… Pero no era el momento de perderse en ensoñaciones. Como la necesidad le había obligado a envenenarles a los cuatro, Morveer tendría que felicitarse en solitario.

Le pareció que el asesinato de Rogont y de sus aliados había eliminado la presión que sufría Fontezarmo. No era exagerado decir que el recinto exterior de la fortaleza apenas estaba defendido. Aunque Nicomo Cosca fuese un globo hinchado de fanfarronería, un borracho confeso y también un militar incompetente, seguro que había preparado algún plan de contingencia. Pero no le serviría de nada.

Y aunque el combate en lo alto de la muralla pareciese haber terminado desde hacía un buen rato (la puerta que conducía al recinto interior se encontraba en poder de los mercenarios, que la habían abierto), el sonido de las armas aún salía de los jardines situados al otro lado. Una circunstancia que le desagradaba sobremanera, porque no le apetecía tener que ver con ella. Aunque, finalmente, acabase de darse cuenta de que las Mil Espadas terminaban de capturar la ciudadela y que la caída del duque Orso era inminente, ni le importó. Porque, a fin de cuentas, los grandes hombres van y vienen. La Banca de Valint y Balk le había hecho una oferta verbal de pago, y eso prevalecía sobre cualquier hombre y nación. Incluso sobre la muerte.

Habían acomodado a varios heridos bajo la sombra de un árbol, encima de una pequeña extensión de césped que ya estaba medio pelado, porque la cabra acababa de comérselo. Morveer hizo una mueca y pasó entre ellos casi de puntillas, apretando los labios al ver las vendas ensangrentadas, las ropas arrancadas y hechas jirones, la carne desgarrada…

—Agua… —dijo uno de ellos, agarrándole por un tobillo.

—¡Siempre es lo mismo, agua! —exclamó, para, luego de soltarse, añadir—: ¡Anda y vete a buscarla! —Echó a correr y entró por una puerta que estaba abierta, con intención de llegar a la torre más grande del recinto exterior, donde, según sus informaciones, el condestable de la fortaleza había tenido sus aposentos antes de que Nicomo Cosca se los apropiase.

Se deslizó por el estrecho pasadizo, apenas iluminado por la luz que entraba por unas saeteras. Subió por una escalera de caracol, rozando con la espalda el áspero muro de piedra y apretando la lengua contra el paladar. Aunque los soldados de las Mil Espadas fueran tan despreocupados y fáciles de engañar como su comandante, la fortuna podía cambiar en cualquier momento. La precaución primero, y siempre.

La primera planta se había convertido en un almacén, lleno de cajas en la penumbra. Morveer siguió subiendo. La segunda planta estaba llena de camastros, sin duda antes utilizados por los defensores de la fortaleza. Al llegar dos plantas más arriba, siempre subiendo por la escalera de caracol, tocó cuidadosamente una puerta con un dedo y la abrió ligerísimamente, aplicando luego un ojo a la rendija que acababa de crear.

Vio una habitación redonda que contenía un lecho bastante grande y cubierto con un baldaquín, unas estanterías llenas de libros que le parecieron impresionantes, un escritorio y varias cómodas para la ropa, un armario de madera contrachapada, un armero con varias espadas, una mesa con cuatro sillas y un mazo de cartas, así como un aparador bastante grande con copas en la parte superior. De la percha que estaba al lado de la cama colgaban varios sombreros, esperpénticos por los alfileres de reluciente vidrio, los galones dorados y las plumas que los adornaban, las cuales creaban un arco iris al recibir la brisa que entraba por una ventana abierta. Era evidente que acababa de descubrir la habitación de Cosca, porque nadie más se hubiera atrevido a disfrutar de tan absurdos tocados. Aunque, por el momento, no viese signo alguno de la presencia del gran borracho, Morveer se deslizó en la habitación y cerró despacio la puerta tras de sí. La cruzó de puntillas hasta llegar al aparador de las copas, evitando con gran agilidad tropezar con el cubo de ordeñar situado junto a él. Entonces, sirviéndose de sus ágiles dedos, lo abrió.

Se puso los guantes y, con mucho cuidado, sacó la disolución de semillas verdes de un bolsillo interior. Sólo era letal al ser ingerida, y la duración de su efecto dependía muchísimo de la víctima. Por otra parte, desprendía un ligerísimo olor afrutado imposible de detectar al mezclarse con el vino o los licores. Anotó mentalmente la posición de cada botella y de la profundidad de los correspondientes corchos, y luego las descorchó todas, echando por el gollete de cada una de ellas una gota de la pipeta que empuñaba, para luego dejar corchos y botellas igual que antes. Sonrió mientras envenenaba botellas de diferentes tamaños, formas y colores. Aunque aquel trabajo fuese tan poco sofisticado como el realizado al envenenar la corona, no por ello era menos noble. Sus consecuencias caerían sobre aquella habitación como un céfiro de muerte, imposible de descubrir, y le daría al repulsivo borracho el fin que se merecía. Un nuevo informe sobre la muerte de Nicomo Cosca que sería definitivo. Muy poca gente se cuestionaría que no había tenido que ver con la lógica ingestión, por todos conocida, de bebidas…

Se quedó helado. Escuchó unos pasos por la escalera. Insertó rápidamente el corcho en la última botella que quedaba, la dejó cuidadosamente en la posición que antes tenía y atravesó como una flecha la estrecha puerta que acababa de divisar, yendo a parar a una pequeña habitación a oscuras que debía de ser algún tipo de…

Frunció la nariz al verse asaltado por un fuerte pestazo a orines. Fortuna, que era una amante cruel, jamás desaprovechaba la oportunidad de vejarle. Hubiera debido caer en la cuenta de que aquel sitio sólo podía ser una letrina. Sólo le quedaba la esperanza de que a Cosca no le entrase un apretón y tuviera que aliviarse las entrañas…

El combate que tenía lugar en las murallas parecía haberse terminado sin grandes contratiempos. Era evidente que la lucha se proseguía en el recinto interior, entre los suntuosos aposentos privados y las marmóreas salas del palacio del duque Orso. Aunque Cosca, desde la ventajosa situación que le daba el encontrarse en la torre del condestable, no pudiese verla, ¿qué importaba? Cuando ya has visto una fortaleza tomada al asalto…

—¡Victus, amigo mío!

—¿Uh? —el capitán más antiguo de las Mil Espadas, él único que quedaba, bajó el catalejo y bizqueó un tanto mosqueado.

—Estoy por asegurar que hemos ganado.

—Estoy por asegurar que tienes razón.

—Creo que no pintamos nada aquí arriba. Ni aunque viéramos lo que pasa, lo que no es el caso.

—Tienes razón, como siempre —a Cosca le sonó a chiste—. Ha sido inevitable. Así que repartámonos las ganancias —Victus se pasó una mano ausente por todas las cadenas que llevaba en el cuello—. Es mi parte favorita de los asedios.

—¿Qué tal si nos las jugamos a las cartas?

—¿Por qué no?

Cosca cerró su catalejo de golpe y abrió la marcha por la titubeante escalera para llegar a su habitación. Entró en ella y abrió las puertas del aparador de par en par. Las multicolores botellas le dieron la bienvenida como una muchedumbre de viejos amigos. Ah, un trago, un trago, un trago. Cogió un vaso y quitó el corcho de la botella que tenía más cerca con un leve chasquido.

—¿Qué tal si bebemos? —preguntó, volviendo la cabeza por encima del hombro.

—¿Por qué no?

La lucha seguía, pero sin nada que se pareciese a una defensa organizada. Los mercenarios habían ocupado las murallas y expulsado a los defensores de los jardines. En aquellos momentos seguían abriéndose paso por torres, edificios y palacio. Seguían llegando a cada momento por las escalas, desesperando de que ya no quedase nada para saquear. Nadie luchaba más duro y avanzaba más deprisa que los hombres de las Mil Espadas tras olfatear el botín.

—Por aquí —Monza echó a correr hacia la puerta principal del palacio, repitiendo los pasos que había seguido el día en que ellos mataron a su hermano, dejando atrás la piscina circular, donde dos cadáveres flotaban boca abajo bajo la sombra de la columna de Scarpius. Escalofríos la seguía, siempre con aquella extraña sonrisa en su rostro lleno de cicatrices que no le había abandonado en el transcurso del día. Dejaron atrás el corro de mercenarios ansiosos que se agolpaban junto a una puerta con ojos relampagueantes por la codicia, dos de los cuales golpeaban la cerradura con sus hachas, haciendo estremecerse la puerta a cada impacto. Cuando, finalmente, quedó abierta, se subieron unos encima de otros, gritando, chillando y dándose codazos para ver quién entraba el primero. Dos de ellos peleaban entre sí, tirados en el suelo, disputándose lo que aún no habían robado.

No muy lejos de una pareja de mercenarios, un criado que vestía una librea orlada de oro, y cuyo asustado rostro estaba manchado de sangre, se sentaba junto a una fuente. Uno de ellos le dio una palmada y le preguntó a gritos:

—¿Dónde está el puto oro?

Mientras el criado negaba con la cabeza, el otro mercenario volvió a preguntárselo:

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