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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

La mejor venganza (95 page)

BOOK: La mejor venganza
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—A las escalas —Amistoso había estado viendo cómo las construían durante los últimos días. Veintiuna en total. Dos y uno. Cada una de ellas tenía treinta y un peldaños, excepto una que tenía treinta y dos. Uno, dos, tres—. Monza irá con ellos. Quiere ser la primera en llegar al lado de Orso. Está completamente decidida. Nada le impedirá vengarse.

Amistoso se encogió de hombros. Ella lo había deseado siempre.

—Para ser sincero, me preocupa.

Amistoso se encogió de hombros. A él no le preocupaba.

—La batalla es un sitio peligroso.

Amistoso se encogió de hombros. Eso resultaba una obviedad.

—Amigo mío, quiero que no te separes de ella durante la lucha. Asegúrate de que no reciba ningún daño.

—¿Y tú?

—¿Yo? —Cosca le dio una palmadita en el hombro—. El único escudo que necesito es la alta estima, universalmente reconocida, que me tienen nuestros hombres.

—¿Estás seguro?

—No, pero estaré donde siempre. Bastante detrás de donde se combate, acompañado por mi petaca. Algo me dice que ella te necesitará más que nunca. Ahí fuera aún quedan enemigos. Y, Amistoso…

—¿Sí?

—Vigila bien y pon mucho cuidado. El zorro es muy peligroso cuando está atrapado… Ese Orso seguro que aún guarda algunos trucos mortales, bueno… —vació el aire de sus mejillas— es inevitable. Sobre todo, vigila por si aparece… Morveer.

—De acuerdo —Murcatto contaría con su ayuda mientras Escalofríos vigilaba. Un grupo de tres, como cuando habían matado a Gobba. Dos para vigilar a otro. Envolvió los dados en su gamuza y se los guardó en un bolsillo. Vio cómo salía el vapor mientras repartían la comida. Escuchó cómo rezongaban los hombres. Y contó las quejas.

Cuando el gris deslavado de la aurora dio paso a la dorada luz de la mañana, el sol reptó por encima de las almenas de la muralla que debían escalar, arrojando una inquieta sombra con forma de dentadura mellada sobre los jardines en ruinas.

Estaban a punto de ponerse en marcha. Escalofríos cerró el ojo e hizo una mueca de dolor al sol. Agachó la cabeza y sacó la lengua. Hacía más frío a medida que el año finalizaba. Le pareció una de aquellas mañanas tan buenas del Norte. De aquellas mañanas en las que había participado en grandes batallas. De aquellas mañanas en las que había cumplido grandes proezas, y también otras que no lo eran tanto.

—Pareces demasiado feliz —decía Monza— para alguien que va a arriesgar la vida.

—Me he puesto en paz conmigo mismo —replicó Escalofríos después de abrir el ojo y de mirarla con la mueca que aún enarbolaba.

—Pues me alegro por ti. Esta batalla será la más dura de todas las que hayas ganado.

—No dije que ganara ninguna. Sólo que dejé de combatir.

—Creo que será la única victoria que valga la pena —dijo ella en voz baja, casi hablando consigo misma.

Delante de ellos, la primera oleada de mercenarios se preparaba para avanzar, inmóviles delante de las escalas, el gran escudo colgado al brazo, nerviosos e inquietos, lo que no era para sorprenderse. Escalofríos sabía que no se hacían muchas ilusiones respecto al desenlace. No se habían preocupado gran cosa de ocultar los preparativos de lo que iban a acometer. A ambos lados de la muralla, todo el mundo sabía lo que querían hacer.

Muy cerca de Escalofríos ya se estaba preparando la segunda oleada. Dando a sus espadas el último toque con la piedra de afilar, apretando las tiras de la armadura, diciendo el último par de chistes y esperando que no fueran los últimos que contasen en su vida. Escalofríos hizo una mueca lupina mientras los miraba. El ritual que antes ya había visto más de una docena de veces. Le hacía sentirse como en casa.

—¿Has tenido la sensación de estar en el lugar equivocado? —preguntó a Monza—. ¿De que si, simplemente, subías la siguiente colina, cruzabas el siguiente río, mirabas desde arriba el siguiente valle… todo se arreglaría? ¿Que todo ya estaría en su sitio?

—Casi la he tenido durante toda mi vida —entornó la mirada para observar las murallas interiores.

—Hemos malgastado la vida esperando a que todo se arreglara la próxima vez. He subido un montón de colinas. He cruzado un montón de ríos. Incluso el mar, dejando todo lo que tenía para llegar a Styria. Y ahí estaba yo, esperando encontrarme cuando salí del barco, el mismo hombre, la misma vida. El siguiente valle no será diferente de éste. No será mejor. Por eso he aprendido… a quedarme en el sitio donde me encuentro. A no dejar de ser como soy.

—¿Y qué eres?

Bajó la mirada al hacha que le cruzaba las rodillas y dijo:

—Supongo que un asesino.

—¿Y ya está?

—¿La verdad? Creo que soy mucho más que eso —se encogió de hombros—. Pero por eso fue por lo que me contrataste, ¿o no?

—¿Cómo has aprendido a ser tan optimista? —Monza miraba el suelo.

—¿Es que uno no puede ser un asesino optimista? En cierta ocasión, un hombre (da la casualidad que fue el que mató a mi hermano) me dijo que el bien y el mal sólo dependen de donde te encuentres. Todos tenemos nuestros motivos. Serán honrados o no según lo que les exijas, ¿qué te parece?

—¿Tú lo crees?

—Creía que era lo que pensabas de la gente.

—Quizá eso fuera antes. Ahora ya no estoy tan segura. Quizá todo eso sólo sean las mentiras que nos contamos a nosotros mismos para poder seguir viviendo con lo que hemos hecho.

Escalofríos no pudo aguantarse y lanzó una risotada.

—¿Te parece divertido?

—Lo único que intento decirte, jefa, es que yo no necesito excusas. ¿Cómo se llama esa cosa que tiene que suceder? Seguro que hay una palabra para algo que no se puede impedir, que no puedes detener por más que lo intentes.

—Inevitable.

—Eso es. Lo inevitable —Escalofríos rumió la palabra con la misma fruición que si estuviese probando una comida excelente—. Yo me siento a gusto con lo que he hecho. Y también con lo que va a suceder.

El agudo sonido de un silbato cortó el aire. Entre el estruendo de sus armaduras, los mercenarios de la primera oleada, que se habían agrupado por docenas, agarraron al unísono sus respectivas escalas y las levantaron. Luego comenzaron a correr a paso ligero, un tanto desmañados según el parecer de Escalofríos, resbalándose al pisar en los jardines llenos de barro. Siguieron avanzando, aunque con poco entusiasmo, mientras los tiradores selectos intentaban mantener entretenidos a los arqueros de las almenas con los dardos que disparaban sus ballestas. Aunque se escucharan unos cuantos gruñidos, algunas órdenes de «preparados» y todo lo que es usual, el avance fue relativamente silencioso. Realmente, no conviene lanzar el grito de guerra cuando uno se acerca corriendo a la muralla, porque, al llegar a ella, uno ya no tiene nada que decir. Además, no se va a estar gritando todo el tiempo mientras se sube por una escala.

—Ya llegan —Escalofríos se irguió, levantó el hacha y la agitó por encima de su cabeza—. ¡Adelante! ¡Adelante, bastardos!

Cuando habían recorrido medio camino a través de los jardines, Escalofríos escuchó el penetrante alarido de «¡fuego!» por encima de sus cabezas. E, instantes después, los tañidos de muchos resortes de acero que sonaban en las almenas. Los dardos llovieron sobre los mercenarios que iban a la carga. Un par de gritos, sollozos, y unos cuantos chicos que caían, pero la mayoría siguió con la carga, incluso más deprisa que antes. Varios mercenarios armados con arcos devolvieron la rociada de flechas, que rebotaron en las almenas o las sobrepasaron.

Cuando volvió a sonar el silbato, la siguiente oleada se puso en marcha, formada por aquellos a quienes les había tocado la feliz tarea de subir por las escalas. La mayoría estaban cubiertos con armaduras livianas, para así desplazarse con mayor rapidez. El primer grupo ya había llegado al pie de las murallas y se disponía a apoyar las escalas. Aunque uno de los porteadores cayera al recibir un dardo en el cuello, los demás hicieron su parte, de suerte que Escalofríos pudo ver que la escala giraba en el aire y se apoyaba con un golpe en el parapeto. Otras escalas siguieron el ejemplo de la primera. Más movimiento en lo alto de las murallas, porque el enemigo llevaba rocas hasta el parapeto para luego arrojarlas sobre los atacantes. Aunque la segunda oleada recibiera los dardos que le lanzaban desde arriba, la mayoría de quienes la formaban pudieron acercarse a la muralla y, reuniéndose bajo ella, comenzaron a subir por las escalas. Ya había seis apoyadas en ella, luego diez. La undécima se rompió al chocar con las almenas, y sus trozos cayeron sobre los sobresaltados muchachos que la sostenían. Escalofríos no pudo evitar una sonrisa.

Seguían cayendo rocas. Uno de los mercenarios que se encontraba en mitad de la escala por la que subía cayó chillando y agitando las piernas en el vacío. Los gritos sonaban por doquier de manera inconfundible. Varios de los defensores que se encontraban en el tejado de una torre voltearon una cuba de agua hirviente por encima del pequeño grupo de mercenarios que, más abajo, intentaban apoyar una escala. Cuando el agua cayó sobre ellos, hicieron un griterío infernal, soltando la escala y agarrándose la cabeza como si se hubiesen vuelto locos.

Los dardos y las flechas subían y bajaban, siseando. Las piedras caían y rebotaban. Los hombres caían desde las escalas o mientras intentaban llegar a ellas. Otros se arrastraban por el barro, siendo recogidos por camaradas que aprovechaban gustosos la excusa de llevárselos. Nada más llegar al extremo de la escala, los mercenarios lanzaban a su alrededor furiosos golpes, siendo más de uno empujado por los piqueros que los aguardaban, para regresar al punto de partida por el camino más rápido.

Escalofríos vio que alguien de las almenas volcaba una cuba encima de una escala y de los hombres que subían por ella. Luego llegó otro soldado y aplicó una antorcha, de suerte que su parte superior estalló en llamas. El líquido era aceite. Vio cómo ardía junto con dos de los hombres que casi habían llegado hasta arriba. Instantes después caían, arrastrando consigo a otros que se unieron a su coro de gritos. Metió el hacha por la trincha que le cruzaba el hombro. Era el mejor sitio para llevarla cuando uno tiene que subir por una escala. Siempre, claro está, que no se suelte y acabe cortándote la cabeza. Sólo con pensarlo, le entró la risa. Al verlo, un par de mercenarios que estaban a su lado le miraron con cara de pocos amigos, pero él ni se inmutó, porque su corazón ya había comenzado a bombear sangre muy deprisa. Incluso rió con más ganas.

Le pareció que un puñado de mercenarios había conseguido llegar hasta el parapeto situado un poco a su derecha, porque vio un refulgir de espadas. Más hombres subían por allí. Una escala llena de soldados acababa de desplomarse, empujada por varias pértigas. Durante un instante, antes de caer, había guardado un equilibrio muy precario, como si formase parte de una representación circense. Los pobres bastardos, que casi habían conseguido llegar hasta arriba, se retorcieron, intentando agarrarse a lo que fuese, y luego cayeron lentamente para estrellarse contra los adoquines del suelo.

Otro puñado de mercenarios que se encontraba a su izquierda también había logrado llegar al parapeto situado justo al lado de la puerta. Escalofríos vio cómo daban unos cuantos pasos por el tejado. Aunque cinco o seis escalas hubieran sido apartadas y tiradas al suelo, y dos aún ardiesen apoyadas a la muralla, soltando penachos de humo oscuro, las demás estaban llenas de mercenarios que subían por ellas. Como no debía de haber suficientes defensores para enfrentarse a todos, la superioridad numérica comenzaba a ser evidente.

Otro toque de silbato, y la tercera oleada comenzó a ponerse en marcha, hombres mejor armados que los que les habían precedido y que debían atacar la fortaleza.

—Adelante —dijo Monza.

—Ahí vamos, jefa —Escalofríos tomó aliento y echó a correr.

Para entonces los arcos habían sido silenciados en su mayoría, porque sólo caían los pocos dardos procedentes de las saeteras practicadas en las torres. Por eso, el recorrido fue menos arriesgado que el seguido por quienes les habían precedido, apenas un rápido paseo matutino antes de llegar a una de las escalas situadas en medio de las demás, aunque eso sí, entre los cadáveres esparcidos en los chamuscados jardines. Un par de hombres y un sargento estaban al pie de ella, las botas apoyadas en el primer peldaño para sujetarla. El sargento daba una palmada a cada uno de los hombres a medida que comenzaban a subir.

—¡Vamos, chicos, arriba, arriba! ¡Deprisa, pero pisando bien! ¡Subid y matad a esos cabrones! Tú también, bastardo… ¡oh!, lo siento, Excelencia.

—Tú sólo mantenía bien agarrada para que no se mueva —replicó Monza, y comenzó a subir.

Escalofríos la siguió, deslizando las manos por los ásperos lados de la escala, pisando fuerte los peldaños de madera, respirando con fuerza por la boca aún dominada por la sonrisa, mientras los músculos comenzaban a dolerle. Sin apartar los ojos de la pared que tenía delante. De nada servía mirar a otro sitio. ¿Qué te alcanzaba una flecha? Pues a fastidiarse. ¿Qué algún bastardo te arrojaba una roca o el contenido de una cuba de agua hirviendo? Pues a fastidiarse. ¿Qué empujaban la escala mientras estabas en ella? Pues una suerte asquerosa. Pero, si te ponías a mirar hacia todos lados, sólo conseguirías subir más despacio y exponerte a lo que fuese durante más tiempo. Así que siguió subiendo, resollando entre los dientes que no había dejado de apretar.

No tardó en llegar al parapeto, que franqueó para quedarse mirando el patio interior. Oía ruido de lucha, pero no cerca. Había varios cadáveres de ambos bandos en el sendero que recorría las almenas. El mercenario que se apoyaba en la obra de fábrica y que, después de que le cortaran un antebrazo se había hecho un torniquete a la altura del hombro para detener la hemorragia, repetía incansable: «Cayó desde el parapeto, cayó desde el parapeto». A Escalofríos no le pareció que pudiera resistir hasta la hora de la comida, lo cual supondría que tocarían a más. Siempre hay que mirar el lado bueno, ¿o no? En eso consiste ser optimista.

Se quitó el escudo de la espalda y lo embrazó. Sacó el hacha y apretó con fuerza su empuñadura. Su contacto le gustó. Era como el herrero que saca el martillo para comenzar a trabajar con la maestría que le caracteriza. Abajo había más jardines, en aquella ocasión dispuestos en terrazas, ninguno de ellos tan destrozado como los que se encontraban en el recinto exterior. Los edificios dominaban los tres lados de aquel verdor. Un conjunto de ventanas entreabiertas y de mampostería fantasiosa, de cúpulas y torrecillas salían de la parte superior, llenas de esculturas y saledizos relucientes. No había que tener una mente muy brillante para saber dónde estaba el palacio de Orso, lo cual complació a Escalofríos, consciente de que la suya no era brillante, sino sanguinaria.

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