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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

La mejor venganza (29 page)

BOOK: La mejor venganza
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Cuando Dios quiere castigar a alguien, le envía amigos estúpidos y enemigos astutos
, como decían las escrituras de Kanta.

—Hay un montón de gente —comentaba Escalofríos, entornando los ojos en aquella fría mañana. Aquella revelación tan sorprendente cuadraba con lo que Monza solía esperar de él—. Un montón tremendo.

—Sí —Amistoso movía los ojos mientras intentaba abarcar a la muchedumbre. Como también movía los labios, Monza tuvo la preocupante impresión de que intentaba contar en silencio el número de personas que la formaban.

—Esto no es nada —Cosca despidió a media Sipani moviendo displicentemente sus manos—. ¡Tendríais que haber visto el gentío que ocupaba las calles de Ospria tras mi victoria en la batalla de las Islas! ¡El aire estaba lleno de las flores que arrojaban! Por lo menos el doble de la gente de ahora. ¡Tendríais que haber estado allí!

—Yo estuve allí —dijo Vitari— y no creo que llegase ni a la mitad.

—¿Fastidiarme los sueños suele proporcionarte cierta satisfacción malsana?

—Sí, alguna —Vitari miró sonriente a Monza, pero ella no le devolvió la sonrisa. Pensó en el triunfo que le habían dado en Talins después de la caída de Caprile. O la masacre de Caprile, según se mirase. Recordaba a Benna, enseñando los dientes mientras ella se erguía sobre las espuelas y lanzaba besos a los balcones. La gente cantando su nombre, incluso Orso cabalgando en el más pensativo de los silencios, con Ario a su lado. Hubiera debido verlo venir.

—¡Ya están aquí! —Cosca apantalló sus ojos con una mano y se inclinó peligrosamente hacia fuera del parapeto—. ¡Salve a nuestros grandes líderes!

El ruido de la muchedumbre aumentó cuando apareció el cortejo. Siete portaestandartes cabalgaban delante, las banderas de las lanzas todas formando el mismo ángulo, la ilusión del equilibrio que propicia una conferencia de paz. La concha de berberecho de Sipani. La torre blanca de Ospria. Las tres abejas de Visserine. La cruz negra de Talins. Los símbolos de Puranti, Affoia y Nicante que se agitaban indolentes en la brisa. Delante cabalgaba un hombre de armadura dorada, mientras el sol dorado de la Unión pendía con languidez de su negra lanza.

Sotorius, canciller de Sipani, fue el primero de todos los ínclitos en aparecer. O de los abyectos, según se mirase. Realmente era muy mayor, de barba y cabellera blanca y rala, encogido por el peso de la pesada cadena del cargo que tenía mucho antes de que Monza hubiese nacido. Caminaba haciendo eses con la ayuda de un bastón y del primogénito de sus muchos hijos, que ya no cumpliría los sesenta. Los seguían varías columnas formadas por los ciudadanos principales de Sipani, el sol chispeando en sus joyas y prendas de cuero repujado, en la brillante seda y en los ropajes de oro.

—El canciller Sotorius —Cosca levantaba la voz para explicárselo todo a Escalofríos—. Según la tradición, el anfitrión llega a pie. El maldito bastardo aún sigue vivo.

—Tiene toda la apariencia de necesitar un descanso —musitó Monza—. Que alguien le proporcione un ataúd.

—Creo que todavía resiste. Aunque esté medio ciego, ve las cosas mejor que la mayoría. Es el maestro, por méritos propios, del término medio. De una manera u otra, ha mantenido neutral a Sipani durante dos décadas. Durante los Años de Sangre. ¡Desde que le dejé la nariz ensangrentada en la batalla de las Islas!

Vitari lanzó una risotada.

—Me parece recordar que cuando las cosas salieron mal con Sefeline de Ospria aún recogías su dinero.

—¿Y por qué no? La paga de soldado no nos permite tener remilgos con quienes nos proporcionan trabajo. En este negocio hay que ir a favor del viento. La lealtad en un mercenario es como la armadura en un nadador —Monza frunció el ceño, preguntándose si eso era lo que significaba para ella, pero la palabrería de Cosca daba a entender que no significaba nada para nadie—. Bueno, nunca me cayó muy bien el tal Sotorius. Fue una boda de conveniencia, un matrimonio infausto y, en cuanto llegó la victoria, un divorcio en el que ambos consentimos con alegría. Los hombres pacíficos no suelen crear las condiciones idóneas para los mercenarios, y el viejo príncipe de Sipani ha hecho de la paz una rica y gloriosa carrera.

—Da la impresión de que hubiera pensado exportarla —Vitari miraba con desprecio a los acaudalados ciudadanos que se agolpaban abajo.

—Eso es algo que Orso jamás comprará —Monza denegaba con la cabeza.

Los líderes de la Liga de los Ocho llegaron después. Los peores enemigos de Orso, entre los que se había encontrado la propia Monza antes de que la tirasen montaña abajo. Los aguardaba un regimiento de parásitos vestidos con cien libreas que desentonaban. El duque Rogont montaba un gran destrero negro, cuyas riendas agarraba con mano segura mientras asentía de vez en cuando a la muchedumbre, sobre todo cuando alguien pronunciaba su nombre en alto. Era un hombre popular, tan dado a asentir, como ya se dijo, que su cabeza parecía dar tantos botes como la de un pavo. A Salier debían de haberle sujetado de algún modo a la silla de un musculoso roano, porque las papadas rosadas que sobresalían por el cuello dorado de su uniforme se iban a uno y otro lado según se movía su laboriosa montura.

—¿Quién es el gordo? —preguntó Escalofríos.

—Salier, gran duque de Visserine.

—Quizá lo siga siendo durante uno o dos meses más —Vitari reía disimuladamente—. Ha despilfarrado la gente de su ciudad durante el verano —Monza había cargado contra ellos en la Margen Alta, con Fiel Carpi a su lado—. La comida de su ciudad durante el otoño —Monza había quemado alegremente los campos que rodeaban sus murallas y expulsado a los granjeros—. Y se está quedando rápidamente sin aliados —Monza había dejado la cabeza del duque Cantain pudriéndose en las murallas de Borletta—. Casi se puede ver desde aquí cómo suda el viejo bastardo.

—Qué vergüenza —dijo Cosca—. Siempre me gustó ese hombre. Deberíais ver las galerías de su palacio. Tiene la mayor colección de arte de todo el mundo. Según él, es un entendido. También mantiene en la actualidad la mesa más célebre de Styria.

—Ya se ve —dijo Monza.

—Me gustaría saber cómo han podido sentarlo en esa silla.

—Polea y correas —dijo enseguida Vitari.

—O cavas una trinchera y, cuando tengas el caballo metido en ella y debajo de ti, lo montas —dijo Monza con voz burlona.

—¿Qué hay del otro? —preguntó Escalofríos.

—Rogont, gran duque de Ospria.

—Da el pego —lo cual era cierto, porque Rogont era alto, ancho de hombros y tenía un rostro agraciado y una mata de rizos negros.

—Contempladlo —Monza volvió a escupir—, pero no por mucho más tiempo.

—El sobrino de mi antaño patrona, y ahora felizmente fallecida, la duquesa Sefeline —a Cosca le sangraba el cuello de tanto rascarse—. Le llaman el Príncipe de la Prudencia, el Conde del Comedimiento, el Duque de la Dilación. Según todos, un buen general, aunque no le guste jugar.

—Yo habría sido menos caritativa —dijo Monza.

—Muy pocos son menos caritativos que tú.

—No le gusta luchar.

—A ningún buen general le gusta luchar.

—Pero todos los buenos generales tienen que luchar de vez en cuando. Rogont tuvo que enfrentarse a Orso durante los Años de Sangre y sólo hizo escaramuzas. Es el que mejor sabe retirarse de toda Styria.

—Saber retirarse es la cosa más difícil. Quizá no haya dado aún con el momento oportuno.

Escalofríos lanzó una mirada distraída.

—Todos los presentes estamos esperando nuestro momento.

—Ahora ha perdido todas las oportunidades —dijo Monza—. En cuanto caiga Visserine, el camino a Puranti quedará expedito, y más allá sólo estarán la mismísima Ospria y la corona de Orso. No más dilaciones. Sólo la prudencia necesaria.

Rogont y Salier pasaron por debajo de ellos. Los dos hombres que, junto con el honrado, honorable y ya muerto duque Cantain, habían formado la Liga de los Ocho para defender a Styria de la insaciable ambición de Orso. O, según como se mirase, para frustrar sus peticiones legítimas a quedarse con lo que ellos dejaran si se peleaban. Cosca sonreía como distraído mientras observaba su avance.

—Has vivido lo bastante para verlo todo arruinado. Caprile, un recuerdo de la gloria que fue.

Vitari miró a Monza con una mueca y comentó:

—Fue una de vuestras victorias, ¿no?

—A pesar de sus murallas impenetrables, Musselia capituló ante Orso de la manera más vergonzosa.

—¿No fue otra de las vuestras? —la mueca de Vitari se había hecho más grande.

—Borleta caída —se lamentaba Cosca—, el arrojado duque Cantain muerto.

—Sí —Monza se lamentó antes de que Vitari volviera a abrir la boca.

—La invencible Liga de los Ocho se ha encogido para convertirse en una compañía de cinco, y pronto mermará hasta ser una partida de cuatro, de la que tres se hallan muy lejos de comprender la idea que la originó.

Monza sólo podía escuchar los susurros de Amistoso:

—Ocho… cinco… cuatro… tres…

Los tres a los que se refería llegaban en el desfile, mientras un brillante séquito les seguía como la estela que habrían hecho en el agua tres patos metidos en ella. Eran los miembros más jóvenes de la Liga: Lirozzio, duque de Puranti, desafiante bajo su rebuscada armadura y sus bigotes aún más elaborados. La joven condesa Cotarda de Affoia, una joven paliducha cuyos ropajes amarillos aún le hacían más pálida, cuyo tío y primer consejero (y amante, según algunos) se cernía cerca de sus hombros. El último era Patine, primer ciudadano de Nicante, con sus cabellos despeinados y sus atavíos de tela de saco, que él sujetaba con una cuerda de nudos para mostrar que no era mejor que el más bajo de los labriegos a su servicio. Aunque corría el rumor de que llevaba ropa interior de seda y que dormía en un lecho dorado con no poca compañía. Demasiado para la humildad de los poderosos.

Cosca ya había comenzado a mirar el siguiente capítulo de aquel desfile de grandeza.

—Por los Hados, ¿quiénes son esos jóvenes dioses?

Era una pareja magnífica, eso no podía negarse. Cabalgaban sendos caballos de color gris con el mínimo esfuerzo que da la confianza, ataviados igual, de blanco y oro. La falda plateada de ella, recamada con hilos brillantes, se ceñía a sus altas y esbeltas formas tanto que parecía imposible, para extenderse luego por detrás. El peto de él, sobredorado, estaba tan pulimentado como un espejo, y su sencilla corona tenía una única piedra preciosa, tan grande que, aun a cien pasos de distancia, Monza pudo ver sus facetas brillando a lo lejos.

—Menudo regalo tan jodidamente regio —dijo, burlándose.

—Casi se puede oler la majestuosidad —terció Cosca—. Me arrodillaría si supiese que las rodillas iban a aguantarme.

—Su Majestad Augusta de la Unión, su Alto Rey —la voz de Vitari estaba cargada de ironía—. Y su reina, ciertamente.

—Terez, la Joya de Talins. Brilla con fuerza, ¿no?

—La hija de Orso —dijo Monza entre dientes—. La hermana de Ario y de Foscar. Reina de la Unión y un coño regio otorgado por convenio.

Aunque fuera un extranjero en tierras de Styria, aunque las ambiciones de la Unión suscitaran sus mayores sospechas, aunque, incluso, su mujer fuera la hija de Orso, la multitud vitoreó con más fuerza a un rey extranjero que a su propio canciller, que era carne de geriátrico.

En palabras de Bialoveld:
El pueblo prefiere antes al líder que parece grande que al que lo es.

—Ya veis que a duras penas puede considerársele el mediador más neutral —dijo Cosca después de lanzar un largo suspiro—. Unido con tan fuertes lazos a Orso y a su progenie que apenas se puede ver la luz que pasa entre ellos. ¿Marido, hermano y yerno de Talins?

—Es evidente que debe considerarse a sí mismo por encima de cuestiones tan terrenales —Monza frunció los labios al ver que la regia pareja se acercaba. Era como si hubieran saltado de las páginas de algún libro de cuentos fantásticos y hubiesen caído por accidente en aquella ciudad tan triste y lóbrega. Con unas alas añadidas a los caballos, la fantasía habría sido completa. Resultaba extraño que nadie les hubiese pegado ninguna encima. Terez llevaba un enorme collar de piedras muy grandes, que relucían con tanta fuerza bajo la luz del sol que hacían daño.

—¿Cuántas joyas podrías amontonar encima de una mujer? —decía Vitari mientras no paraba de mover la cabeza.

—No muchas más de las que necesitarías para enterrar a esa zorra —dijo Monza, rezongando. El rubí que Benna le había regalado parecía una baratija al compararlo con aquellas piedras.

—Señoras, los celos son algo terrible —Cosca acababa de darle a Amistoso un codazo en las costillas—. A mí me parece que está bastante bien, ¿eh, amigo? —Como el presidiario no dijo nada, Cosca lo intentó con Escalofríos—. ¿Eh?

El norteño miró a Monza de soslayo y luego al frente, para decir finalmente:

—No sé, no sabría decirte.

—¡Bonita pareja hacéis los dos! Jamás había visto a luchadores con tanta sangre fría. Aunque haya dejado de ser joven, no estoy tan seco por dentro como vosotros dos, caras largas. Mi corazón aún se conmueve al ver una joven pareja enamorada.

Aunque aquella pareja enamorada se hiciera carantoñas, Monza ponía en duda que hubiese mucha pasión entre ellos.

—Hace algunos años, cuando ella sólo era reina en su imaginación, Benna apostó conmigo que podría llevársela a la cama.

Cosca enarcó una ceja.

—Por lo que recuerdo, a tu hermano siempre le gustaba esparcir generosamente su semilla. ¿Y los resultados?

—Pues resultó que él no era su tipo —lo que realmente había resultado era que Monza le interesaba a ella mucho más de lo que jamás le hubiese podido interesar su hermano.

Un séquito aún mayor que toda la Liga de los Ocho seguía respetuosamente a la pareja real. Una veintena, al menos, de damas de compañía, todas ataviadas con sus mejores joyas. Una representación de los señores de Midderland, Angland y Starikland, cubiertos con gruesas pieles y pesadas cadenas de oro. Tras de ellos avanzaban trabajosamente hombres de armas, las armaduras manchadas por el polvo levantado por las cabalgaduras. Todos tosían por la porquería que echaban los caballos de los que eran mejores que ellos. La fea verdad del poder.

—Rey de la Unión, ¿eh? —comentó burlón Escalofríos, viendo que la pareja real ya se marchaba—. ¿Y ése es el hombre más poderoso de todo el Círculo del Mundo?

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