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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

La mejor venganza (32 page)

BOOK: La mejor venganza
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Carlot dan Eider los aguardaba en el extremo de la estancia, mirándolos con un talante de regia superioridad entre dos mesas de juego cubiertas con sábanas grises, ataviada con un vestido rojo que le hacía parecer una emperatriz de leyenda.

—¿Te has fijado en cómo nos hemos vestido? —Monza rezongó en cuanto se acercó a ella—. Una general vestida de puta y una puta vestida de reina. Esta noche todo el mundo pretende ser lo que no es.

—Así es la política —la amante de Ario torció el rostro al ver a Cosca—. ¿Y éste quién es?

—Maestre Eider, qué honor tan deliciosamente inesperado —el viejo mercenario hizo una reverencia mientras se quitaba el sombrero, exponiendo su escabrosa calva empapada de sudor—. Nunca imaginé que volveríamos a encontrarnos.

—¡Usted! —le obsequió con una mirada helada—. Debería haberme imaginado que le contratarían para esto. ¡Pensé que había muerto en Dagoska!

—Eso creyeron, pero lo cierto es que sólo estaba muy, pero que muy borracho.

—No lo suficiente para no querer vengarse de mí.

El viejo mercenario se encogió de hombros y dijo:

—Siempre es de lamentar que la gente honrada acabe siendo traicionada. Cuando le sucede a alguien de mente traicionera, uno no puede reprimir cierta sensación de… justicia cósmica —Cosca hizo una mueca, miró a Eider y luego a Monza—. ¿Tres personas tan leales como nosotros en el mismo bando? Estoy ansioso por ver en qué acaba todo esto.

Monza pensó que todo acabaría en sangre. Acto seguido preguntó:

—¿Cuándo llegarán Ario y Foscar?

—Cuando el gran baile de Sotorius esté terminando. A medianoche, o un poco antes.

—Estaremos esperándolos.

—El antídoto —dijo Eider, casi interrumpiéndola—. He cumplido mi parte.

—Lo recibirás cuando tenga la cabeza de Ario en una bandeja. No antes.

—¿Y si algo sale mal?

—Pues entonces morirás con todos nosotros. Lo mejor es que todo salga como la seda.

—¿Qué te impedirá dejarme morir?

—Mi intachable reputación de jugar limpio y de comportarme bien.

Sorprendentemente, Eider no se rió.

—Intenté hacer las cosas bien en Dagoska —dijo, mientras se clavaba un dedo en el pecho—. ¡Intenté hacer las cosas bien! ¡Intenté salvar a la gente! ¡Y fíjate lo que me costó!

—Quizá el hacer las cosas bien le sirva a uno de lección —Monza se encogió de hombros—. A mí nunca me sirvió.

—¡Ríete! ¿Sabes lo que es estar toda la vida atemorizada?

Monza dio un paso hacia ella y apoyó la espalda en la pared.

—¿Vivir atemorizada? —dijo con voz burlona, y las máscaras de ambas mujeres estuvieron a punto de chocarse una con otra—. ¡Bienvenida a mi
perra
vida! ¡Y ahora, deja de lamentarte y vete a sonreírles a Ario y a los demás bastardos que están en el baile! —bajó la voz hasta convertirla en un susurro—. Y luego tóenoslo. Y también a su hermano. Haz lo que te digo y aún podrás disfrutar de un final feliz.

Sabía que ninguno de los presentes creía aquellas palabras. Realmente, los festejos de la noche se cerrarían con muy pocos finales felices.

Day movió el taladro por última vez, la madera gimió y la barrena giró finalmente en el vacío. Un chorro de luz taladró las tinieblas del ático y formó un círculo brillante en la mejilla de la joven. Cuando hizo una mueca a Morveer, éste tuvo un recuerdo agridulce y se imaginó el rostro sonriente de su madre a la luz de una vela.

—Ya estamos dentro.

No había lugar para la nostalgia. Se tragó la emoción y gateó, teniendo mucho cuidado de poner los pies encima de las traviesas. Una pierna vestida de oscuro que se asoma por el techo que acaba de hundirse por el peso y que se agita para encontrar el equilibrio, y los hijos de Orso y sus guardias tendrían motivos para preocuparse. Al fisgar por el agujero, sin duda invisible entre las gruesas molduras, Morveer pudo ver una larga extensión del pasillo forrado de madera, y en ella una rica alfombra gurka y dos puertas bastante altas. En la parte superior del marco de la que estaba más cerca, habían grabado una corona.

—La posición es
perfecta
, querida. La suite real —desde allí podía ver perfectamente a los guardias estacionados delante de cada una de las puertas. Metió la mano en la casaca y arqueó una ceja. Buscó en los demás bolsillos y entonces el pánico hizo mella en él—. ¡Maldición! ¡Me he dejado la cerbatana! Si…

—He traído dos de repuesto, por si acaso.

Morveer se llevó una mano al pecho.

—Gracias a los Hados. ¡No! Al infierno los Hados. Gracias a tu precavida planificación. ¿Dónde estaría yo sin ti?

Day ensayó su usual mueca inocente.

—Dónde estás ahora, pero con una compañía menos encantadora. La precaución primero, y siempre.


Muy
cierto —su voz se convirtió en un susurro—. Ya llegan —se refería a Murcatto y a Vitari, que acababan de aparecer, ambas enmascaradas, maquilladas y vestidas, o mejor casi desvestidas, como la mayoría de las empleadas del establecimiento. Vitari abrió la puerta situada debajo de la corona tallada y entró. Murcatto echó una breve mirada al techo, asintió y la siguió—. Ya están dentro. Todo sigue según el plan —pero quedaba el tiempo suficiente para que aún pudiera producirse algún desastre—. ¿Y el patio?

Day reptó sobre su estómago para llegar al extremo del ático donde el tejado se juntaba con las traviesas, y espió por los agujeros que habían hecho y que daban al patio central del edificio.

—Me parece que están a punto de recibir a nuestros invitados. ¿Y ahora?

Morveer se arrastró hasta la minúscula ventana que estaba llena de porquería y quitó varias telarañas con el dorso de una mano. El sol se ponía ya por debajo de la línea quebrada de los tejados, arrojando un resplandor ocre sobre la Ciudad de los Susurros.

—El baile de máscaras pronto decaerá en el palacio de Sotorius. —Al otro extremo del canal, delante de la Casa del Placer de Cardotti, comenzaban a encender las farolas, y la luz de las lámparas salía por las ventanas de los oscuros edificios para luego extenderse por el azul del atardecer. Morveer se quitó las telarañas de los dedos con algo de asco—. Ahora seguiremos sentados en este ático de oscuridad estigia y aguardaremos la llegada de Su Alteza el príncipe Ario.

Sexo y muerte

De noche, la Casa del Placer de Cardotti era un mundo diferente. Una tierra de fantasía, tan alejada de la monótona realidad como la Luna de nosotros. El salón de juego estaba iluminado por trescientas siete velas. Amistoso las había contado mientras izaban los lustres que las sujetaban, mientras las encajaban en los candelabros fijos de las paredes, mientras las retorcían para meterlas en los candelabros de mano.

Ya habían quitado las sábanas que cubrían las mesas de juego. Uno de los repartidores de cartas barajaba un mazo de las suyas, otro permanecía sentado, mirando a la nada, un tercero apilaba las fichas. Amistoso contaba en silencio al mismo tiempo que él. En el otro extremo de la habitación, un hombre mayor aceitaba la ruleta, la rueda de la fortuna. Aunque no les daría mucha suerte a los que jugasen, tal y como Amistoso acababa de comprobar tras hacer un cálculo de probabilidades. Eso era lo más extraño de los juegos de azar, que las probabilidades siempre están en contra del jugador. Podrás vencer a los números durante un día entero, pero al final ellos acabarán venciéndote.

Todo lo de aquel sitio brillaba como los tesoros escondidos, especialmente las mujeres. Para entonces todas estaban vestidas, maquilladas, transformadas por la cálida luz de las velas en cosas que apenas eran humanas. Sus largos miembros aceitados, maquillados y empolvados para que reluciesen; sus ojos, brillantes a través de los agujeros de las doradas máscaras; sus labios y uñas pintados de rojo oscuro, como la sangre que brota de una herida mortal.

El aire estaba lleno de aromas extraños y estremecedores. Como no había mujeres en Seguridad, Amistoso estaba nervioso. Se calmó tirando los dados una y otra vez y sumando los tantos una y otra vez. Ya llevaba anotados cuatro mil doscientos…

Una de las mujeres pasó a su lado con mucha prisa, y sus vestidos tocaron la alfombra gurka con ese sonido de roce que sólo hace la ropa, y fue como si una de sus largas piernas desnudas abandonase la negrura a cada paso que daba. Como los ojos de Amistoso parecían haberse quedado pegados a aquella pierna, su corazón latió muy deprisa. Doscientos… veintiséis. Apartó los ojos y volvió a los dados.

Tres y dos. Perfectamente normal, no había por qué preocuparse. Se enderezó y siguió a la espera. Al otro lado de la ventana, en el patio, los invitados comenzaban a llegar.

—¡Bienvenidos, amigos, bienvenidos al Cardotti! ¡Tenemos todo lo que un chico necesita para hacerse mayor! ¡Los dados y las cartas, los juegos de azar y de ingenio por aquí! ¡Los que ansíen el abrazo de la madre cáscara, por esa puerta! Los que quieran vino y licores, que los pidan. ¡No se priven de beber, amigos! ¡En el transcurso de la velada montaremos en el patio espectáculos muy variados! Danza, juegos malabares, música… ¡incluso algo de violencia para aquellos que gustan del sabor de la sangre! Y en lo que respecta a la compañía femenina…, bueno, ya la irán descubriendo dentro del edificio…

Como una marea de hombres empolvados y enmascarados, los invitados comenzaron a entrar en el patio. El lugar no tardó en llenarse a rebosar con trajes muy caros, y el aire en sofocarse por voces que parecían rebuznos. En uno de los rincones del patio, la banda destrozaba una cancioncilla alegre; en otro, los malabaristas creaban una corriente de objetos de vidrio que, reluciendo a causa de la luz, iban y venían por el aire. De vez en cuando, una de las mujeres entraba en el patio y, sin dejar de contonearse, le susurraba algo a alguien y se lo llevaba al interior del edificio. Escaleras arriba, eso era más que evidente. Cosca no dejaba de preguntarse si podría desaparecer durante unos instantes.

—Completamente encantado —musitó, ladeando el sombrero al ver que una esbelta rubia pasaba a su lado.

—¡Atiende a los invitados! —replicó ella con muy malos modos.

—Querida, sólo intentaba subirte el ánimo. Sólo intentaba ayudar.

—¡Si quieres ayudar, comienza a chupar pollas! ¡Ya estoy más que harta! —cuando alguien la tocó en el hombro, ella se volvió y, sonriendo de una manera radiante, le cogió del brazo y desapareció.

—¿Quiénes son todos esos bastardos? —era Escalofríos, que acababa de preguntárselo a Cosca en voz baja—. Nos dijeron que serían tres o cuatro docenas, unos cuantos con armas, pero no duchos en el combate. ¡Aquí debe haber por lo menos el doble!

Cosca enseñó los dientes mientras le daba al norteño una palmadita en la espalda.

—¡Ya lo comprendo! ¿No es emocionante comprobar que acude más gente a la fiesta que das que la que habías invitado? ¡Eso quiere decir que alguien es muy popular!

—¡No habíamos contado con eso! —Escalofríos no parecía muy contento—. ¿Cómo vamos a poder controlarlo?

—¿Qué te hace pensar que tengo todas las respuestas? Según mi propia experiencia, la vida transcurre muy pocas veces como uno se lo espera. Debemos doblegarnos a las circunstancias y, simplemente, hacer lo más que podamos.

—Quizá unos seis guardias, eso nos dijeron. ¿Quiénes serán? —el norteño señaló con la cabeza un puñado de hombres con pinta siniestra que se agazapaban en un rincón, todos ellos con petos de acero bruñido encima de sus negras casacas acolchadas, antifaces muy serios, fabricados en evidente acero, espadas igual de serias y cuchillos largos en las caderas, y mandíbulas muy marcadas, pero igual de serias. Sus ojos recorrían precavidamente el patio en busca de alguna posible amenaza.

—Hummm —dijo Cosca en voz baja—. Yo me estaba preguntando lo mismo que tú.

—¿Te lo estabas preguntando? —la enorme mano del norteño apretaba con fuerza el brazo de Cosca—. ¿No te estarías preguntando si acabarías por convertirte en una mierda?

—Eso suelo preguntármelo con frecuencia —Cosca se libró del apretón del norteño—. Pero me resulta divertido. Todo consiste en no asustarse —se adentró en la muchedumbre para ordenar que les sirvieran bebidas, para enumerar las atracciones, para esparcir buen humor por donde pasaba. En aquellos momentos estaba en su elemento. Vicio y nivel de vida alto, pero también peligro.

Tenía miedo de la vejez, del fracaso, de la traición y de parecer un idiota. Pero jamás había tenido miedo de combatir. Los mejores momentos de Cosca siempre habían ocurrido la víspera de las batallas. Viendo cómo los innumerables gurkos se acercaban hasta las murallas de Dagoska. Viendo cómo las fuerzas de Sipani se desplegaban antes de la batalla de las Islas. Montando a toda prisa en su caballo bajo la luz de la luna cuando el enemigo efectuó una salida desde las murallas de Muris. El peligro era su mayor disfrute. Depuraba las preocupaciones del futuro y borraba los fracasos del pasado. Sólo quedaba el glorioso momento del ahora. Cerró los ojos y sorbió aire, sintiendo con agrado cómo se estremecía al llegar a sus pulmones y escuchando el parloteo de excitación de los invitados. Y fue como si la necesidad de tomarse un trago acabara de esfumarse.

Abrió desmesuradamente los ojos para observar a los dos hombres que acababan de entrar por la puerta, mientras otros les abrían paso servilmente. Su Alteza el príncipe Ario vestía una casaca escarlata. La manera en que sus puños de seda caían de sus mangas bordadas ponía en evidencia que nunca había dado golpe en su vida. Cada vez que movía la cabeza, un impresionante abanico de plumas multicolores dispuesto encima de su máscara dorada se agitaba de uno a otro lado como la cola de un pavo real.

—¡Alteza! —Cosca se quitó el sombrero e hizo una profunda reverencia—. Nos sentimos muy, pero que
muy
, honrados por vuestra presencia.

—Claro que lo estáis —dijo Ario—, y también por la presencia de mi hermano —movió con languidez una mano en dirección al hombre que estaba a su lado y que, ataviado con un traje blanco e inmaculado, se cubría el rostro con una máscara con forma de medio sol. A Cosca le pareció un tanto deforme y repulsiva. Sin duda tenía que ser Foscar, cuyo rostro aparecía cubierto con una barba que le favorecía—. Por no hablar de la presencia de nuestro común amigo maese Sulfur.

—Qué pena, no puedo quedarme —un tipo mediocre apareció entre los dos hermanos. Tenía un mechón de pelo rizado, un traje sencillo y una sonrisita en los labios—. Hay tanto que hacer. Ni un momento de reposo, ¿eh? —y obsequió a Cosca con una mueca. Los ojos que se insinuaban tras los agujeros de su sencillo antifaz eran de diferente color: uno azul, el otro verde—. Tengo que irme esta noche a Talins para hablar con vuestro padre. No podemos dejar sueltos a los gurkos.

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