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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

La mejor venganza (54 page)

BOOK: La mejor venganza
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El salón que albergaba las obras maestras realizadas en Styria se veía realzado por cinco cadáveres. La decoración definitiva para cualquier palacio, aunque el dictador perspicaz tenga la obligación de reemplazarlas con regularidad para evitar el mal olor. Dos de los soldados de Salier que se habían disfrazado de talineses y uno de los oficiales de Ganmark yacían en actitudes poco dignas, aunque uno de los guardias del general hubiera logrado morir en una postura bastante cómoda, acurrucado alrededor de una mesa de circunstancias que tenía encima un vaso ornamental.

Otro guardia se arrastraba hacia la alejada puerta, dejando tras de sí un rastro de grasiento color rojo. Como Cosca le había herido en el estómago, justo debajo del peto, tenía que arrastrarse y cogerse las tripas al mismo tiempo.

Eso dejaba sólo a dos jóvenes oficiales de estado mayor, con sus brillantes espadas desenvainadas y sus brillantes ojos llenos de justo odio, y a Cosca. De encontrarse en otras circunstancias más agradables, posiblemente hubieran sido personas amables. Posiblemente sus madres los amasen y ellos les correspondiesen. Seguro que no merecían morir en aquel templo tan recargado por estar en un bando y no en otro. Pero a Cosca no le quedaba otra opción que matarlos como mejor supiera. ¿Por qué uno de los mercenarios más infames de Styria hubiera tenido que obrar de otra manera?

Los dos oficiales se separaron, yendo uno hacia los ventanales y el otro hacia las pinturas, para llevar a Cosca hasta el extremo de la sala y, lo más seguro, hasta el fin de su existencia. Bajo el uniforme talinés, estaba empapado de sudor, y el aire le quemaba los pulmones. Era evidente que luchar contra la muerte era un juego para hombres jóvenes.

—Vamos, vamos, amigos —musitó él, sopesando la espada—. ¿Por qué no me atacáis uno a uno? ¿No tenéis honor?

—¿Honor? —dijo uno, rezongando—. ¿Nosotros?

—¡Vosotros os disfrazasteis para lanzar un ataque cobarde y a traición contra nuestro general! —exclamó el otro entre dientes, el rostro colorado por la afrenta.

—Es cierto. Es cierto —Cosca bajó la espada—. Y la vergüenza que se me clava en el corazón no me deja vivir. Me rindo.

El que estaba a la izquierda no se lo creyó ni durante un instante. Pero sí el que estaba a la derecha, que, un tanto perplejo, bajó la espada. El cuchillo que Cosca acababa de lanzar fue hacia él.

Cantó en el aire y alcanzó al joven en un costado, obligándole a doblarse en dos. Cosca cargó hacia él, apuntándole al pecho. Quizá fuera porque aquel muchacho se había echado hacia delante, o porque Cosca no había andado muy fino, lo cierto es que la hoja encontró el cuello del oficial y, como si quisiese demostrar lo afilada que estaba, le rebanó por completo la cabeza. Cayó dando vueltas, lanzando sangre por todos los lados, y rebotó en una de las pinturas con un sonido hueco y un estremecimiento del lienzo.

El cuerpo se inclinó hacia delante mientras la sangre que salía a chorros de su cuello cortado, tanta como de un surtidor, reptaba por el suelo.

Pero mientras Cosca lanzaba un grito de sorpresa y de triunfo, el otro oficial llegó hasta él y le sacudió como si fuera una alfombra. Cosca se agachó, se retorció, paró, retrocedió espasmódicamente ante un tajo feroz, tropezó con el cadáver decapitado y cayó despatarrado encima del charco de sangre.

El oficial lanzó un grito tremendo al dar un salto para rematar la faena. La desfallecida mano de Cosca se acercó a lo que tenía más cerca, lo cogió y lo lanzó. La cabeza cortada. Le alcanzó en la cabeza y le hizo perder el equilibrio. Cosca se restregó por el suelo mientras buscaba la espada. Finalmente la cogió y se levantó, con la mano, la espada, la cara, las ropas y todo manchado de rojo. Un color que, curiosamente, iba a tono con la vida que había llevado.

El oficial, que ya había llegado a su lado, le propinó una serie de feroces tajos. Cosca retrocedió todo lo deprisa que pudo, evitando caerse y apuntando con su espada hacia abajo, como queriendo dar a entender que estaba completamente agotado, lo que por otra parte era cierto. Chocó con la mesa, estuvo a punto de caer y, al agarrarse con la mano que tenía libre, encontró el borde del vaso ornamental. El oficial se echó hacia delante y levantó la espada con un berrido de triunfo, que se convirtió en un gorgoteo de sorpresa cuando el vaso llegó volando hasta él. Al intentar desviarlo con la empuñadura de la espada, formó una lluvia de fragmentos de cerámica que cayó en uno de sus costados, pero a cambio de bajar la guardia. Cosca lanzó una estocada desesperada, sintiendo una débil resistencia en la punta de su espada cuando la hoja taladró la mejilla del oficial y le salió por la nuca, todo ello con la meticulosidad propia de un libro de texto.

—¡Oh! —el oficial se tambaleó ligeramente cuando Cosca sacó la espada de su cabeza y la sacudió durante un instante—. Es eso… —miraba como si lo viese todo borroso, como quien se despierta borracho y descubre que, además de robarle, le han atado desnudo a un poste. Cosca no podía recordar cuándo le había sucedido lo mismo a él, si había sido en Etrisani o en Westport, porque todos aquellos años se confundían en su mente.

—¿Quázuceddido? —como el oficial tiraba tajos con una lentitud pasmosa, Cosca se alejó de él. Luego se movió en círculos y cayó de costado. Giró hacia un lado y se levantó gateando, mientras la sangre corría lentamente por la limpia hendidura, por otra parte muy pequeña, que tenía cerca de la nariz. El ojo parpadeaba encima de una carne tan floja como el cuero viejo—. ¿Matasthe-matheastealotro? —preguntó, babeando.

—¿Perdón? —dijo Casca.

—¡Argghhh! —Y levantó su titubeante espada, cargando directamente contra una de las paredes. Se estrelló contra la pintura de la joven que se estaba bañando, abrió con su espada una hendidura enorme en ella, arrastró al caer el enorme lienzo, que quedó encima de él, y sacó una bota por debajo de su marco dorado. Y ya no volvió a moverse.

—Vaya con el hijoputa —dijo Cosca, susurrando. Morir debajo de una mujer desnuda. Él llevaba intentándolo toda la vida.

A Monza le ardía la herida del hombro. Pero la que tenía en la mano izquierda le ardía mucho más. La palma y los dedos estaban pegajosos por la sangre. Apenas podía cerrar el puño, y menos aún empuñar la espada. No le quedaba otra elección. Se quitó con los dientes el guante de la mano derecha, estiró el brazo y cogió con ella la empuñadura de la Calvez, sintiendo que sus huesos deformes se movían al cerrar sus engarabitados dedos sobre ella y viendo que el dedo meñique seguía saliéndose hacia fuera.

—¡Ah! ¿Con la derecha? —Ganmark lanzó su propia espada para que diese vueltas por el aire y la recogió con la mano derecha, haciendo gala de la maestría que es propia de un malabarista de circo—. Siempre admiré tu determinación, aunque no las metas que te propusiste. Venganza, ¿verdad?

—Venganza —repitió ella entre dientes.

—Venganza, pues. Recapacita. Aunque pudieses conseguirla, ¿qué conseguirías? ¿Para qué todo este derroche de esfuerzo, dolor, dinero y sangre? ¿A quiénes beneficia? —sus ojos tristes la vigilaban mientras ella se ponía lentamente de pie—. No a quienes se venga, evidentemente. A pesar de todo, siguen pudriéndose. No a aquellos de quienes uno se venga, por supuesto. Son cadáveres. ¿Quizá a aquellos que se vengan? ¿Crees que duermen mejor después de acumular asesinato tras asesinato? ¿No estarán sembrando las semillas de otras cien venganzas que les seguirán? —ella daba vueltas a su alrededor, pensando en algún truco para matarle—. Supongo que todas aquellas muertes acaecidas en el banco de Westport fueron obra tuya, algo que tenías derecho a hacer. ¿Y la carnicería en el Cardotti? ¿También fue una réplica justa y proporcionada al daño que se te hizo?

—¡Había que hacerlo!

—¡Ah, había que hacerlo! La excusa favorita del mal que se hace sin pensar resuena a través de las eras para escapar balbuciente por tu boca retorcida —salió bailando a su encuentro, y sus espadas resonaron juntas una y otra vez. Lanzó una estocada que ella paró y devolvió. Cada uno de aquellos encuentros le enviaba por arriba del brazo un dolor inenarrable. Apretaba los dientes para que la expresión de desprecio no se borrase de su rostro, aunque apenas lograse disimular todo lo que le dolía, o lo torpe que se sentía. Si apenas le quedaba alguna esperanza con la mano izquierda, con la derecha no tenía ninguna, y lo sabía.

—Nunca sabré por qué el Hado quiso salvarte, pero deberías haberle dado las gracias en silencio y eclipsarte en la oscuridad. No pretendamos ahora que, precisamente, tú y tu hermano no os merecíais lo que se os hizo.

—¡Eres un cabrón! ¡Yo no me lo merecía! —pero, aunque lo negase, no estaba muy segura—. ¡Ni mi hermano tampoco!

—Nadie más dispuesto que yo a perdonar a un hombre hermoso —dijo Ganmark con voz burlona—, pero resulta que tu hermano era un cobarde vengativo. Un parásito encantador, avaricioso, despiadado y sin carácter. Lo único que le eximía de la más completa indignidad y de la total intrascendencia eras tú —saltó hacia delante con velocidad letal y ella se echó hacia atrás, chocó contra un cerezo, lanzó un gruñido y cayó entre una lluvia de flores blancas. Aunque Ganmark hubiera podido atravesar a Monza, se quedó tan inmóvil como una estatua, la espada en guardia, sonriendo tranquilamente mientras veía cómo se ponía en pie—. Enfrentémonos a los hechos, general Murcatto. A pesar de todos tus talentos innegables, nunca has sido un dechado de virtudes. Por eso debía de haber más de cien mil personas con motivos más que suficientes para arrojar tu odiosa carcasa desde lo alto de aquella terraza.

—Pero Orso no era una de ellas. ¡No lo era! —se agachó, atacando sus caderas de manera desmañada, haciendo una mueca cada vez que movía la espada hacia uno de sus costados y agarraba su empuñadura con la palma retorcida.

—Si es una broma, no resulta divertida. ¿Sofismas con el juez, cuando es más que evidente que la sentencia es justa? —asentó con cuidado los dos pies, como el artista que pinta un lienzo, y llevó a Monza hasta los adoquines—. ¿En cuántas muertes has participado? ¿En cuánta destrucción? ¡Eres una bandida! ¡Una acaparadora glorificada! ¡Un gusano que ha engordado con el cadáver podrido de Styria! —tres golpes más, tan rápidos como el martillo del escultor en el escoplo, y la espada castañeteó en su mano—. Dices que no te lo merecías.
¿No te lo merecías
? Esa excusa de tu mano derecha es muy embarazosa. Una excusa para no hacer bien las cosas.

Monza lanzó una estocada llena de dolor, de cansancio, desmañada. Él la desvió con desdén, moviéndose alrededor de ella y dejando que retrocediese. Esperó que le clavara la espada en la espalda, y en su lugar se encontró con una patada en el trasero que la envió a rodar por los adoquines, mientras la espada de Benna saltaba una vez más de sus adormecidos dedos. Descansó durante un momento, sin resuello, y luego se volvió lentamente y se puso de rodillas. No parecía que pudiese hacer nada más. Volvería a caer al suelo en cuanto la atacase. La mano derecha le latía y le temblaba. La hombrera de su uniforme robado estaba negra por la sangre, lo mismo que los dedos de su mano izquierda.

Ganmark giró la muñeca y cortó una flor que fue a parar a la palma de la mano que tenía libre. Se la llevó al rostro y aspiró profundamente su aroma, diciendo:

—Es un hermoso día, y un buen sitio para morir. Hubiéramos debido acabar contigo en lo alto de Fontezarmo como hicimos con tu hermano. Ahora lo subsanaré.

Como a ella no se le ocurría ninguna palabra que pronunciar a título final, echó la cabeza hacia atrás y escupió. Le escupió en el cuello, en el cuello de la guerrera y en su inmaculada pechera. Aunque no fuese una gran venganza, algo de venganza sí que era. Ganmark observó los escupitajos y comentó:

—Toda una dama hasta el final.

Sus ojos parpadearon mientras se echaba hacia un lado y algo pasaba como un relámpago cerca de él, cayendo en el lecho de flores situado detrás. Un cuchillo arrojadizo. Con un gruñido, Cosca llegó hasta el general, aullando como un perro rabioso para acosarle entre los adoquines.

—¡Cosca! —Monza levantaba de manera desmañada su espada—. Tarde, como siempre.

—Estaba ligeramente entretenido en la puerta de al lado —dijo rezongando el viejo mercenario, mientras recobraba el aliento.

—¿Nicomo Cosca? —Ganmark le miró preocupado—. Pensaba que había muerto.

—Siempre han circulado informes falsos acerca de mi muerte. Eso es lo que querían…

—Sus muchos enemigos —Monza seguía de pie para que sus miembros dejasen de estar entumecidos—. Si aún sigues queriendo matarme, deberías hacer algo en vez de tanto parlotear.

Ganmark se retiró lentamente, desenvainando con la mano izquierda el acero corto que llevaba al costado y apuntándolo hacia Monza, mientras que con el largo mantenía a raya a Cosca, todo ello sin dejar de mirar a uno y a otra.

—Oh, aún queda tiempo.

Escalofríos no era el de siempre. Aunque quizá fuese la persona que siempre hubiera querido ser. El dolor le había vuelto loco. O quizá fuese que no veía bien con el ojo que le habían dejado. O quizá que se le hubiera roto por dentro por culpa de las cáscaras que se había estado fumando durante los últimos días. Fueran las que fuesen las razones, había ido a parar al infierno.

Y le gustaba.

La larga sala latía, relucía, se estremecía como la superficie de una piscina. La luz del sol entraba por las ventanas, clavándose en él y deslumbrándole como hubiesen hecho cientos y más cientos de cristalinas facetas. Las esculturas brillaban, sonreían, sudaban, le animaban. El dolor había despejado todas sus dudas, sus miedos, sus preguntas, sus opciones. Toda aquella mierda había supuesto un peso para él. Toda aquella mierda era debilidad, mentiras y una pérdida de esfuerzo. Había convertido en complicadas cosas que eran hermosas y espantosamente simples. Su hacha tenía todas las respuestas que necesitaba.

La hoja de su hacha atrapó la luz del sol y cayó siseando con un gran reguero blanco sobre el brazo de un contrario, que a su vez despidió unas largas tiras negras. Trozos de ropa. Carne arrancada. Hueso astillado. Metal doblado y retorcido. Una lanza entró por el escudo de Escalofríos, que pudo sentir en la boca el dulzor de un rugido al volver a girar el hacha. Se aplastó contra el peto del contrario, dejando en él una enorme abolladura y metiendo su cuerpo estremecido en una urna labrada que reventó y dejó en el suelo un montón de restos de cerámica.

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