Read La monja que perdió la cabeza Online
Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera
Utilicé el móvil de Mónica (porque el mío se había estropeado en la piscina) para llamar a Palop, y después a Soriano, y después a Biosca.
—¡Me ha destrozado el Jaguar, Esquius! —dijo éste, sordo a cualquier otra explicación—. No se lo perdonaré en la vida, ¿me oye? ¡Y tendrá que pagármelo hasta el último céntimo, a precio de nuevo!
Al final, quizás al día siguiente o dos días después, estuve en disposición de entender lo que había pasado.
Los primeros en llegar al chalé habían sido Mónica y José Simó, en aquel utilitario de color azul horroroso. Ellos tenían las llaves y habían abierto la puerta metálica de acceso y una tapa metálica que cubría la piscina exterior. Allí habían vivido el atormentado idilio del que yo tenía noticia, y después de disfrutar del paisaje y de las lujosas comodidades de la mansión, habían empezado las discusiones, los llantos, las peleas y el ataque neurótico de José. Se había puesto tan loco que no habían podido moverse de allí. José no se quería ir. Le decía a Mónica «Vete tú, quiero quedarme solo, quiero estar solo» con mirada de mártir que camina hacia la hoguera, y Mónica, claro, temía que si le dejaba solo llevara a cabo sus amenazas de suicidio. Como no podía llevárselo a la fuerza, ella también tuvo que quedarse, con la esperanza de que un tratamiento a base de jacuzzi y conversaciones acabara haciéndole algún tipo de efecto positivo. Cuando, pasados unos días, las aguas parecían volver a su cauce, la tarde anterior, llegó el cubano, que se llamaba Raúl.
Un buen chico, pese a su aspecto. Profesor de bailes caribeños en un local nocturno. Le enternecieron mis visitas a la casa de la calle de la Fidelidad. Me había visto angustiado y, cuando dijo que él lo arreglaría todo, puso realmente manos a la obra. Se montó en el desvencijado ciclomotor e hizo un viaje de más de ciento cincuenta kilómetros para presentarse en el chalé y tratar de calmar a José y de hacer entrar en razón a Mónica. Habló con los dos, puso a José en su lugar y le transmitió a mi hija mis sentimientos, mi preocupación, mi sensación de culpa, y el corazón de la chica se ablandó y, naturalmente, se enamoró perdidamente de Raúl.
Tan perdidamente, fue un
coup de foudre
tan violento, que José lo notó de inmediato y tuvo una estrepitosa recaída. De pronto, se convirtió otra vez en el hombre más desgraciado del mundo y, ante los ojos horrorizados de los otros dos, se aplicó a la tarea de destruir sistemáticamente una colección de terracotas mayas eróticas que tenía a su alcance.
Entonces, cuando aún no habían terminado de utilizar la escoba y el recogedor, oyeron un coche que llegaba a la casa. El escalofrío que experimentaron tuvo la virtud de calmar la neurosis y los celos de José y de lanzar a Mónica en brazos de Raúl y viceversa. A través de una ventana comprobaron que acababa de llegar un taxi y que de él bajaba una mujer que entraba en el jardín con una mochila negra, con la naturalidad de quien pisa territorio conocido.
Ninguno de los tres dudó ni por un momento que aquella mujer era la propietaria, y los poseyó el fantasma de la colección de terracotas mayas destrozadas. ¿Cómo podían justificar la destrucción de aquellos objetos de valor incalculable?
Aterrorizados, borraron todo rastro de su presencia y subieron a las habitaciones de arriba, una especie de buhardilla donde se encerraron con llave, a la espera de que la supuesta propietaria se fuera, o bajara al pueblo a comprar unas aspirinas, o un pollo asado, lo que fuera, y ellos pudieran escapar sin dejar rastro. Desde allí me había llamado Mónica aquella mañana, «¿Podrás venir, papá? Por favor, ven. Perdona todo lo que te he dicho estos días. ¿Puedes venir?»
La recién llegada era Fatmire, claro.
Yo me había quedado con una sensación equivocada de ella. Me parecía que vivía dominada por un abandono, por una depresión y una renuncia que, de hecho, no existían. Que, de vez en cuando, cayera en un episodio de angustia, no significaba que Fatmire no fuera valiente y luchadora por encima de todo. Si no hubiera sido tan fuerte y resistente, no habría sobrevivido, ni habría llegado al relativo confort del hotel Campanudo, como había llegado.
Lo que más la ilusionó de la peripecia que le había propuesto Biosca, era la posibilidad de visitar el mítico chalé Rienvaplí. Biosca le había hablado mucho del chalé cuando la contrató y, después, cuando ella me fue a visitar a la agencia y les dejé solos. Por eso, un día la encontré estudiando la manera de llegar hasta allí y acariciando las llaves del llavero de la pequeña abarca de plata. Una vez frustrada la visita que íbamos a hacer los dos juntos, tan pronto como tuvo una oportunidad, fue a hacerse un duplicado de aquellas llaves. Estaba decidida a visitar el chalé, quieras que no, conmigo o sin mí. No nos engañemos; mejor sin mí porque Fatmire vivía las relaciones heterosexuales con un cierto conflicto.
Cuando aquella noche quiso regalarme el último polvo, ya tenía pensado que se iría al chalé para pasar unos días. Después, yo cometí la grosería y la estupidez de cambiarla por Ana y Fatmire, en una demostración de que no era tan dócil como yo pensaba, se enfadó, y me hizo pasar la vergüenza de mostrarse delante de mis hijos, de mi nuera, de mis nietos y de la misma Ana Homs. Y, después de saborear la venganza, se despidió con aquel besito en la mejilla, impropio de toda una prostituta y se fue, tan contenta, al chalé de la Costa Brava.
Al llegar, ya le extrañó descubrir que estaba todo abierto, y que había un utilitario y un ciclomotor aparcados en el jardín. Entró en la casa y gritó para ver si había alguien y darse a conocer.
Mónica, José y Raúl no contestaron. Y Fatmire no insistió. Pensó que los vehículos debían de pertenecer a criados encargados de la manutención de la casa y evitó cualquier intento de localizarlos, no fuera a ser que la echaran. Pensó que si tenían algo que decirle ya irían a buscarla, porque ella no pensaba esconderse.
Se dedicó a ver telebasura, a beber combinados, a bañarse en la piscina y a contemplar el paisaje edénico de los alrededores.
La presencia de Octavio y de Beth se debía a la curiosidad. Me estaban esperando en Figueres para ir a resolver el caso del cuadro robado y, cuando me llamaron y les dije que me dirigía al Rienvaplí, no pudieron resistir la tentación. Estaban muy cerca, sólo tenían que tomar la carretera de Roses y decidieron ir a mi encuentro.
Intimidados por la presencia de coches en el jardín, dejaron el suyo fuera, en la cuneta del camino y entraron a curiosear tímidamente mientras esperaban mi llegada. Estaban paseando por entre los cipreses y las columnas, en una zona de esculturas eróticas que había detrás de un seto, cuando vieron llegar el coche blanco, Hyundai o Kia, de Ana. Se quedaron al acecho, desconcertados porque no era mi Golf, como esperaban, y por el hecho de que los ocupantes no salieran del vehículo. Se empezaron a mosquear.
Casi inmediatamente, llegamos Guillermo de Cádiz y yo y estalló el drama. Humberto Querétaro y los negros, pistolas en mano, y Ana Homs prisionera y maltratada.
Octavio iba empalmado, como él solía decir. Siempre empalmado, con su Colt Officer del 45 ACP en una funda, bajo la axila. Ver la Glock en manos del americano y empuñar la Colt fue un reflejo instantáneo. Y, cuando Querétaro disparó contra Guillermo y, evidentemente, tenía la intención de disparar contra Ana y contra mí, Octavio inició el tiroteo al mismo tiempo que gritaba «hijos de puta».
El estruendo producido hizo que Mónica, José y Raúl salieran de su escondite de la buhardilla y corrieran a ver qué pasaba. A escondidas, pudieron asistir al repliegue de los tres pistoleros buscando refugio en el vestíbulo e improvisando una barricada con aquel mueble. Después, cuando Querétaro se lanzó a la piscina y Lola Forrester corrió hacia el interior de la mansión, fueron ellos quienes bombardearon al pobre Dum-Dum con todos los objetos que tenían a mano y le obligaron a abandonar el parapeto, propiciando que se pusiera al alcance del enfurecido Octavio.
Entretanto, Fatmire acababa de bañarse en la piscina interior de la casa y estaba a punto de probar el jacuzzi. Al oír las explosiones identificó enseguida el sonido de armas de fuego. Ella había oído muchos tiroteos, y le provocaban una inmediata reacción pánica y defensiva. Desnuda, tal y como había estado nadando, corrió hacia la mochila que tenía siempre al alcance, y se hizo con su pistola checa. Enseguida apareció la mujer negra en las escaleras, e iba armada y con malas intenciones, y Fatmire no lo pensó dos veces. Se produjo un intercambio de disparos, Lola cayó en las escaleras y Fatmire ni siquiera parpadeó.
Oyó cómo yo golpeaba la puerta y, al primer disparo de Querétaro, no dudó en correr en mi auxilio.
—¡Jo vrasje te tjera, vrases! ¡Mjaftojne te vdekurit!
—gritaba mientras disparaba. Que, en albanés, significa: «¡No más muertos, asesino! ¡Basta de muertos!»
Mientras me abrazaba y me besaba, Mónica me decía, en voz baja, al oído:
—¡Gracias, papá, gracias! ¡Gracias a ti he conocido al hombre de mi vida! No me digas que no te gusta Raúl. ¡Es el hombre más maravilloso, noble, inteligente, sensato, responsable y guapo que he conocido en mi vida!
Bueno, por una vez, sí que me gustaba el hombre elegido por mi hija… aunque tuviera pinta de narcotraficante.
Sentado en un rincón, José Simó lloraba, y se despeinaba, y todos pensaban que lo hacía porque le afectaba mucho la violencia vivida y la presencia de cadáveres en el jardín.
Octavio había reconocido a Ana de cuando trabajaba en la agencia y le estaba proponiendo una cena, ellos dos solos, para celebrar que seguían vivos después de aquel cataclismo.
—¿Qué te parece si te llevo a l'Aglà? ¿Conoces l'Aglà?
—Imposible. Tengo un compromiso.
—No jodas.
—Sí, chico.
Beth vino en mi busca, tan impaciente y nerviosa como si se estuviera haciendo pipí.
—Esquius —me dijo—. Tenemos que irnos.
—Qué dices. Hay que esperar a la policía.
—Eso ya lo harán los demás. Puedes prestar declaración mañana, o esta misma noche. Te recuerdo que tenemos otro caso entre manos y que es ahora o nunca. ¡Vamos! ¡Hemos venido a buscarte para eso y te hemos salvado la vida!
—Un momento.
Había visto que Fatmire salía de la casa y cruzaba el jardín con su maleta negra de ruedas. Fui en su busca.
—¿Dónde vas?
Se detuvo.
—Aún no lo sé.
Se había puesto los guantes. Me acarició la mejilla y el tacto de sus dedos enguantados me llenó el pecho de nostalgia y de sentimientos y pensamientos imposibles.
Dijo:
—Ya sé más palabras.
—¿Palabras?
—Palabras nuevas, sí, que tú me das.
—¿A qué te refieres? —pregunté con un nudo en la garganta.
Me miró a los ojos alzando un poco la cabeza, como para subrayar lo que tenía que decirme:
—Bueno, hermano, colega, amable, guai, honrado, amigo.
Aquello no podía acabar así. La agarré por los hombros, la atraje hacia mí y le estampé en los labios un beso de final de película de las de antes. Un beso que fue como una inmersión en la piscina más maravillosa del mundo, un buceo por aguas cálidas como la mirada de un niño y transparentes como un diamante. Un beso que paralizó el mundo a nuestro alrededor, que provocó un silbido ensordecedor de Octavio y una carcajada de felicidad de Beth, que avergonzó a nuestra hija y me ganó la simpatía eterna del cubano Raúl, que arrancó un gemido agónico de la garganta de José y una mueca de asco de Lola Forrester. Un beso como Dios manda, vamos.
Y, cuando nos separamos, sin aliento, Fatmire me miro directamente a los ojos, agradecida, sonrió, dio media vuelta y aceleró el paso arrastrando su maleta-mochila llena de dinero y de aventuras.
A lo mejor me habría gustado ofrecerle mi casa durante un tiempo más, durante mucho más tiempo, la habitación de Mónica, unas clases de cocina elemental, pero adiviné que no le gustaría. Ella, como el Lee Marvin de
La leyenda de la Ciudad sin Nombre
, había nacido bajo una estrella errante, y pensaba que las ruedas se habían hecho para rodar, que el infierno está en un hola y el cielo en un adiós definitivo,
Hell is in hello, Heaven is Good-bye forever, it's time for me to go
, y no había manera de detenerla. Sonrió e interpreté su parpadeo como un «Quédate tranquilo, que yo ya me apañaré». Y yo me quedaba tranquilo, porque sabía que se las apañaría.
—Eh, Ángel, despierta, ¿dónde estás? —oí la voz de Beth.
Beth y yo corrimos hacia mi coche y salimos detrás del Audi rojo de Octavio, tan rápidamente como nos permitía el irregular camino de carro sin asfaltar.
Mientras hacía la maniobra vi que Ana se despedía agitando una mano, sin ningún énfasis especial.
No me atrevía a preguntarle a Beth dónde nos dirigíamos exactamente, porque ella daba por supuesto que ya lo sabía, y me daba rabia tener que esperar a que Octavio me indicara el camino para averiguar quién era el ladrón del Fortuny. Además, me decía que si Beth había sido capaz de resolver el enigma en una noche de insomnio y gracias a lo que yo le había dicho, también debería poder hacerlo yo, pese a que no dispusiera de más tiempo del que había de durar el viaje entre Roses y Figueres.
Lo conseguí.
Si partíamos del principio de que el cuadro era auténtico y de que se había producido un robo, sólo existía un modo de escamotearlo, y eso exigía que el cuadro sobre el que habían hecho los garabatos fuera el auténtico. Si no había sido ninguno de los altos dignatarios que ocupaban el comedor, sólo una persona podía haberle pintado las bragas y el sujetador a la Odalisca. El
maître
. El señor Costafreda. El único empleado del restaurante que había podido entrar y salir a placer y evolucionar por detrás de los comensales sin levantar sospechas. Le bastaba con llevar encima un rotulador de gamberro grafitero y aprovechar que uno de los clientes estaba de espaldas y el otro se había ausentado durante los postres, para perpetrar su rápida pintada.
El
maître
, el señor Costafreda. Tenía motivos para sustraer el cuadro. Había cofinanciado el restaurante y Fermín Mollerussa le escamoteaba los beneficios. Y, además, la fotógrafa le hacía chantaje. Se sentía expoliado, debía de considerar que aquel cuadro era suyo y que era justo apropiárselo.
Pero robarlo era casi imposible. Al menos, mientras estuviera colgado en la pared del restaurante. El cuadro no podía ser robado en el restaurante, pero si Costafreda conseguía que Mollerussa lo sacara de allí y lo llevara a casa de su cómplice, Jofre Sagués, la cosa ya cambiaba. ¿Manera de hacerlo?: La pintada. ¿Momento de hacerlo?: La presencia de comensales excelentísimos le dio la oportunidad. Mollerussa quedaba atado de pies y manos; no podía acudir a la policía sin arriesgarse a provocar un escándalo que sin duda se le volvería en contra.