La monja que perdió la cabeza (12 page)

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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

BOOK: La monja que perdió la cabeza
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Le dije que Beth se ocuparía del tema de nuestra santita Eulalia.

—¿Qué? —exclamó. Había olvidado por completo a Eulalia—. Ah, bueno, sí, que averigüe cuatro cosas para el informe, pero que no se mate. ¿Ya la ha puesto al corriente de todo?

—Sí.

—Perfecto, pues. En marcha.

Tuve la oportunidad de asistir al ritual paranoico de Biosca en el momento de abandonar el despacho. Primero salía Tonet, que miraba a un lado y a otro de la puerta, previniendo que el rellano de la escalera no estuviera lleno de asesinos emboscados. Bajamos en el ascensor hasta el aparcamiento subterráneo, donde se repitió el proceso. Después, con un espejo, Tonet comprobó que no hubiera ninguna bomba lapa bajo el Jaguar Mark IX. Y, agotadas todas las precauciones, nos pusimos en camino hacia Figueres.

Cuando ya habíamos salido de Barcelona, después de un largo silencio, le pregunté a Biosca:

—¿A qué viene el número de Fatmire?

—¿Fatmire?

—Sí, la kosovar… —No sé por qué me costaba recurrir a la palabra puta para referirme a Fatmire Zeqiraj. Demasiados años utilizando esa palabra como insulto—. ¿Cómo fue la compra? ¿En qué régimen está en mi casa? ¿Usted es su amo y señor y me la presta? ¿Soy su chulo? ¿De qué va todo eso?

—Ah. No, no. Nada de eso. Qué dice, hombre. Lo hice por hacer un favor.

—¿Para hacer un favor? ¿A quién? ¿A mí?

—A ella, claro. Noté que a usted le gustaba y se me ocurrió que probablemente querría ayudarla.

—No entiendo en qué consiste la ayuda.

—Pensé que la primera noche no se la tiraría, Esquius.

—No, no me la tiré.

—Y la animé a resistirse si pretendía tirársela ayer. Le aconsejé que se reservara para el sábado.

—Sí. Ayer tampoco hicimos nada. No por falta de ganas, pero no hicimos nada.

—Pobre chica. Aparte de los días que tiene la regla, debe de ir a un promedio de cuatro o cinco polvos diarios. Deben de ser los dos primeros días que no folla desde hace años. Supongo que un poco de descanso le irá bien. Yo creo que tiene que agradecerlo.

Quedé pensativo.

—¿De verdad lo ha hecho por eso?

—Bueno, y si no lo he hecho por eso, queda bien decirlo, ¿no le parece? ¡Ja, ja, ja! Además, ya empiezo a notarle un poco más animado. Está más animado, ¿verdad? —No esperaba a que yo contestara—. ¿Lo ve? Amigo Esquius, usted mismo debería de haberse dado cuenta. ¡Cuando un hombre adulto empieza a tener poluciones nocturnas es que algo va mal y que es preciso tomar medidas! ¿No te parece, Tonet? ¡Ja, ja, ja!

No consideré oportuno darle más conversación.

Llegamos a Figueres un poco después de mediodía, tal y como habían previsto Biosca y Fermín Mollerussa. De este modo, tendríamos todo el restaurante para nosotros, sin clientes, para poder estudiar con libertad el escenario del crimen.

Entramos en la ciudad desde el sur, y la cruzamos, en busca de la carretera de Roses. Me sorprendió la seguridad con la que se movía Tonet, aquel individuo que no parecía tener más inteligencia que una pared de cemento, como si se conociera de memoria cada calle y cada esquina de la población. Un poco más allá de la vía del tren, giramos a la izquierda, pasamos por entre unas casas bajas que parecían haber nacido como barracas provisionales para luego convertirse en viviendas estables, cruzamos huertos no muy bien cuidados, y al fondo encontramos una masía rodeada por muros protectores.

La masía había sido ampliada y remodelada durante el siglo XIX por algún indiano, a juzgar por las palmeras que bordeaban el camino de acceso y la gran pajarera que había en el patio frontal, ahora convertido en aparcamiento. Antes de llegar, Biosca había utilizado el móvil y aquello puso en la puerta a Fermín Mollerussa, que nos esperaba envarado como si se hubiera tragado un palo de escoba.

Era un individuo curioso, el tal Mollerussa. Tenía lo que se llama un rostro difícil y, aceptando deportivamente que no podía pertenecer al club de la gente guapa, había optado por apuntarse al de la gente estrafalaria. Cabeza rapada, brillante como una bola mágica, gafas John Lennon, dientes que flotaban en el aire porque le faltaba mandíbula inferior, cosa que él pretendía solucionar con una minibarba muy bien recortada. Vestía una camisa hawaiana, con un estampado muy atrevido de flores y surfistas en blanco y negro, y nos saludó juntando las manos y haciendo una pequeña inclinación tailandesa.

—El señor obispo me ha llamado. Me ha dicho que tengo que recibirles y yo lo acepto y les invito a comer de buena gana. —Como si se hubiera confesado con el obispo y agasajarnos fuera la penitencia impuesta para expiar sus pecados. Cambió de tono para añadir—: No digan nada, se lo ruego. Ahora les mostraré mi restaurante y ustedes podrán decir que les gusta mucho, que no está nada mal, que es original, pero no hagan más comentarios. Se lo ruego. Vengan conmigo. ¿Quieren una copita de cava?

Tenía unas copas de cava muy frío a punto y entramos a visitar la masía mientras las saboreábamos.

Los muros de la masía, tanto los exteriores como los interiores que separaban las estancias, estaban formados por bloques de piedra grandes e irregulares a la vista. Las puertas eran tan bajas que, al pasar por alguna, tuve que agachar la cabeza. Empezamos la visita guiada por la gran cocina (instalada donde antes estaban los establos), donde vimos a un ejército de cocineros alienando alimentos. Fermín Mollerussa estaba tan nervioso que nos hizo el favor de ahorrarnos una conferencia sobre su nueva, última y definitiva teoría gastronómica. Había seis comedores, el mayor con cuatro mesas de ocho personas. En todos ellos, la decoración consistía en flores secas en jarrones de cristal y un cuadro, más o menos grande, más o menos valioso, pero todos auténticos y de firmas conocidas. Appel, Arroyo, Julio González, Hugué, Maruja Mallo. Y, el más importante: un Fortuny que estaba en el último comedor que visitamos, el más pequeño, que no tenía capacidad para más de seis personas.

Hasta aquel momento, Mollerussa se había mantenido muy circunspecto y lacónico con nosotros. Tal y como habíamos quedado, le habíamos seguido, aprobando lo que veíamos con pocas palabras. No obstante, cuando entramos en el escenario del crimen y cerró la puerta y quedamos a solas, se derrumbó sobre una silla, se llevó las manos a la cara y gimió:

—No, no, no, por favor, basta, no, no, no, no podré resistirlo, que alguien me salve, por el amor de Dios…

Biosca, que no podía soportar la competencia en el terreno del histrionismo, se apresuró a salirle al paso:

—¡Mantenga la compostura, por el amor de Dios, compórtese como un hombre…!

Y el otro:

—No, no, no, por favor, si ya me he olvidado de mi cuadro, si éste también está muy bien, si me da lo mismo que me lo hayan robado… Me equivoqué al llamar al señor obispo y contarle lo que había pasado, estaba nervioso… No quiero que hurguen en este asunto…

Y Biosca:

—¡Tenemos un cliente que nos paga por hurgar!

—¡Yo no he puesto ninguna denuncia, no he acusado a nadie! —casi lloriqueó Mollerussa—. ¡Me da igual si el Papa se llevó el cuadro, que le aproveche si lo hizo!

Biosca y yo nos miramos.

—¿El Papa? —dijimos los dos al unísono, perfectamente sincronizados.

Fermín Mollerussa reaccionó al
lapsus
como si le acabaran de pegar un fuerte golpe en la nuca. Se puso pálido y dio un paso involuntario hacia delante, y luego otro hacia atrás.

—¿El Papa? —gimió—. ¿Quién ha hablado del Papa?

Biosca preguntó, con tanto cuidado como si estuviera comprobando que el suelo no iba a hundirse en aquel mismo momento bajo sus pies:

—¿El de Roma?

—¿El Papa? ¿De Roma? No, hablaba de mi padre que de joven vivió en Roma…

—¡Ha dicho el Papa! —gritó triunfal Biosca, con tanto énfasis que parpadearon las bombillas del local.

Fermín Mollerussa hizo un ruido de olla a presión a punto de explotar, rojo como una cereza.

Yo me senté, un poco mareado.

—¡Por favor, no grite! —sollozó.

—El Papa de Roma —susurró Biosca, entusiasmado, agachándose mucho para hablar más bajo—. ¿Lo dice en serio? ¿El Papa de Roma vino a comer aquí…?

—No, no, yo no he dicho eso…

—Claro que lo ha dicho. ¡Ha dicho una eminencia! ¡Y vaya si lo es! ¡Un «alto dignatario»! Y ¡tan alto! ¡Una personalidad importantísima! Y ¡tan importante!

Fermín Mollerussa temblaba como lo haría uno de sus famosos flanes alienados abandonado sobre una lavadora en marcha.

—Por favor, por favor, por favor, se lo ruego. No han oído nada, no he dicho nada. El obispo insiste en que hay que investigar el robo y yo no quiero llevarle la contraria, pero, por favor, no lo hagan, no lo hagan, no me comprometan…

—¿Que no lo hagamos? —rió Biosca—. Pero ¡si será un placer!

Fermín Mollerussa se encaró a Biosca. Por un momento, me pareció que quería retorcerle el cuello, pero enseguida adoptó la expresión del mendigo que pide de rodillas en la calle:

—Por favor, por favor, por favor. Yo les doy de comer, en la sala principal, que es un privilegio, que aquí lo tenemos todo reservado con meses de antelación, que hay gente que ha venido en helicóptero desde Suiza y se ha quedado en la puerta, y les pago lo que me pidan, y ustedes le dicen al obispo que el asunto está solucionado, se inventan la historia que les parezca, y aquí no ha pasado nada.

—No será necesario inventarse nada —le riñó Biosca—. Nosotros siempre encontramos al culpable.

—Pero ¡es que yo no quiero que encuentren a ningún culpable!

—Pero usted no es nuestro cliente.

La copia falsa del cuadro que nos habían descrito estaba colgada en la pared. Me acerqué y la contemplé de cerca. Representaba un interior de arquitectura árabe, con un arco muy historiado, y un diván, o quizás una otomana, sobre el que había tendida una mujer desnuda, que se tapaba el pecho con una mano mientras se sujetaba la cabeza con la otra, como si tuviera migraña. A su lado, una sirvienta trataba de consolarla y una de sus manos, levantada, como sin querer, medio tapaba el vello púbico de la sufriente. Un bonito cuadro.

Mollerussa había desistido de continuar discutiendo con Biosca. Su voz, a mis espaldas, casi me sobresaltó:

—Es un óleo, y está datado en el 1863, cuando Fortuny tenía la manía de las fantasías árabes y de las odaliscas. Justo el año en que fue a París e, influido por Meissonier, se pasó al estilo costumbrista.

—¿En cuánto está valorado?

—Me niego a decírselo. Mucho. No lo sé, hace años que lo tengo. Pero el precio no me importa. No quiero recuperarlo.

—No sólo se trata de recuperarlo —dijo Biosca, sentencioso—. Se trata también de averiguar quién lo ha robado. Lo que supone la mejor manera de demostrar quién no lo ha robado. Haga el favor de contarle cómo fueron las cosas a mi colaborador. ¿Tiene la foto?

Me volví hacia Mollerussa, que continuaba hundido en la silla. Me senté ante él dispuesto a escuchar. Biosca, en cambio, se quedó de pie, paseando de un lado a otro y haciendo ruiditos con la boca, según lo que decíamos.

—Un día —empezó Mollerussa—, tuvimos el honor de recibir la visita del, ee, de una eminente personalidad…

—¡Diga quién era, diga quién era! —le animaba Biosca.

—¡No, no, no, por favor! Vino en helicóptero privado, en viaje privado y de riguroso incógnito. Él y un cardenal. Nadie más. Entraron sin que les viera nadie y les instalamos aquí, en este reservado. Yo insistí en hacerme una foto con ellos, claro, para celebrar el gran honor, y me permitieron una foto, sólo una. Tenía a punto a mi fotógrafa privada, Lidia Badilans, y nos hizo una instantánea. Naturalmente, me entregó la tarjeta CompactFlash para dejar claro que no pensaba enviar la foto a ninguna revista, ni nada por el estilo… En la foto, se veía perfectamente este cuadro de la odalisca. Vea…

Me la mostró. La habían recortado de forma que sólo se veía a Mollerussa, muy sonriente, un trozo de cuadro y apenas se insinuaba la persona de su lado, que iba vestida de blanco.

—¿Lo ve? Salió por pura casualidad. Cuando acabaron de comer, el
ma
î
tre
, señor Costafreda, me acompañó para recibir las felicitaciones más efusivas de nuestros huéspedes. Y, entonces, el señor Costafreda se dio cuenta.

—¿De qué?

—El cuadro. La odalisca. Alguien había pintado encima. ¡Le habían pintado sostén y bragas con un rotulador de trazo grueso, de los que se utilizan para los
grafitti
de la calle! Mire, mire el cuadro. Verá que aún quedan restos de pintura.

Me acerqué. Era cierto; forzando la vista, aún podían advertirse unas manchas oscuras sobre el pecho de la odalisca y sus caderas.

—Como comprenderá, me quedé de piedra —dijo Mollerussa, desde su desmayo—. El Pa… Quiero decir, el, la, las… o sea, aquellas dignidades eclesiásticas no podían haberlo hecho. No podía imaginarle… sacando un rotulador de esos gruesos y pintando sobre un Fortuny auténtico, como hacen los gamberros con los anuncios políticos en la calle… —Pausa dramática—. Después pensé que sí. Que aquello era un castigo… Porque yo había salido en la portada de una revista diciendo aquello de «Soy más importante que Jesucristo». Pero yo nunca dije que era más importante que Jesucristo… Un periodista me preguntó: «Una vez John Lennon dijo que los Beatles eran más importantes que Jesucristo. ¿Qué opinión le merece esta frase?», y yo contesté, en broma: «Pues que yo soy más importante que los Beatles.» Y, al día siguiente, el hijo de puta del periodista me coloca el titular: «¡Fermín Mollerussa afirma que es más importante que Jesucristo!» Cuando le llamé para cagarme en sus muertos, me dijo que se había limitado a hacer una regla de tres. Dios mío, me di cuenta enseguida: este hombre me ha castigado. Pero ¿tenía derecho a castigarme de esta manera? Y, si él no tenía derecho, ¿lo tenía yo a registrarle para ver si llevaba un rotulador bajo los hábitos? ¿Se lo imagina? ¿Se imagina si le denuncio en el juzgado? «Fermín Mollerussa acusa de gamberro a Su Santidad el Papa.» —Le temblaba la voz tan sólo de leer en voz alta aquel titular imaginado.

—Le entiendo —dije—. Continúe.

—Pues aquellos dos sacerdotes, supersacerdotes, se fueron tan contentos en su helicóptero y yo me fui corriendo a ver la foto que nos habían hecho. Era ésta, ¿ve? El cuadro intacto. Estuve hablando con el señor Costafreda, el
maître
, que era el que había servido los platos, y no pudimos encontrar una explicación. ¿Quién más podía haber hecho la pintada? ¿El
sommelier
? ¿El jefe de cocina? Desde que entraron en este comedor, ningún empleado estuvo solo en la sala. Si hubiera sido un empleado, lo habría hecho ante las mismísimas narices de los comensales y del señor Costafreda, que lo supervisaba todo. O sea, que sólo habían podido ser ellos. Uno de los dos.

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