Read La monja que perdió la cabeza Online
Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera
Había un hombre llamado Artan que la había salvado.
Al ritmo amable de temas como el
Don't worry be happy
de Bobby McFerrin, Fatmire me contó que había estado buscando un amigo como aquél desde hacía años, desde que ella tenía dieciséis y aquellos policías serbios irrumpieron en la casa rural de sus abuelos, cerca de Ogoste, y mataron a tiros a su padre y a su abuelo, y violaron a su madre y a su abuela, y después fueron a por ella. La agarraron del brazo, aquello era lo que recordaba con más precisión, que la agarraron del brazo derecho, aquella mano tan grande y aquel bracito tan frágil, y prácticamente ya no recordaba nada más. O no quería contar nada más. La carcajada llena de dientes sucios, y su grito, clavado en el centro del cerebro como una pesadilla, y aquel dolor tan horroroso, como si la hubieran empalado con un hierro al rojo.
Fatmire continuó hablando mucho rato sin soltar una sola lágrima, con una impasibilidad y un tono casi hipnóticos. Poco a poco, mientras lo hacía, se fue durmiendo abrazada a mí. De pronto, ya no la veía como a una puta sino como una persona angustiada y vulnerable que por fin podía descansar, después de pasar seis años arrastrando un peso que la atormentaba.
Con mucho cuidado, le puse la cabeza sobre la almohada y le alcé las piernas para acabar de tenderla en la cama, donde se quedó descansando con una expresión de placidez en la boca.
En aquel momento, sonaba en toda la casa
Dream a little dream of me
. Empalagoso Nat King Cole.
Sin poder evitarlo, fui al ordenador y lo conecté para consultar por Internet sobre la guerra de los Balcanes, de la que tanto había oído hablar y tan poco sabía. También, de una forma mecánica, me hice acompañar por el disco que había estado sonando mientras ella me lo contaba todo. No obstante, bajé el volumen. Únicamente para no sentirme solo con el horror.
Fatmire aún no había nacido cuando, a la muerte de Tito, en 1980, el gobierno yugoslavo inició una fuerte represión de los kosovares con la única intención de reavivar y reforzar el nacionalismo serbio. Y Fatmire tenía siete años cuando los serbios anularon la autonomía de Kosovo, y disolvieron el parlamento kosovar, prohibieron la enseñanza de la lengua albanesa y despidieron a más de cien mil funcionarios albaneses para poner en su lugar a serbios. El padre de Fatmire era uno de estos funcionarios que de pronto se quedaron sin trabajo y que, sin duda, participaría en los actos de protesta que siguieron. Al año siguiente, 1990, Fatmire tenía ocho años y Kosovo proclamó su independencia. En aquellos momentos, Milosevic empezaba a cometer crímenes contra la humanidad en Croacia. Era como una advertencia. Las barbas del vecino. Y, mientras Rugova era elegido presidente de la República y se iniciaban los violentos enfrentamientos con la policía serbia, en los campos de concentración de Bosnia Herzegovina treinta y ocho mil mujeres eran violadas sistemáticamente y obligadas a parir, en una nueva visión de la llamada «limpieza étnica». Curiosamente, durante aquellos mismos años (1994-1995), los hutus utilizaban los mismos métodos con los tutsis en Ruanda. Y allí estaba mi santita Eulalia.
A mi espalda, Joe Lovano cantaba
Love is a many splendored thing.
Fatmire tenía catorce años cuando, en el 1996, el Ejército de Liberación de Kosovo (UCK), armado gracias a la anarquía reinante en Albania, iniciaba una ofensiva feroz matando policías. En febrero de 1998 se produjo el temido ataque de las fuerzas serbias, dispuestas a emplear los mismos métodos que habían utilizado en Bosnia y Croacia. Más de trescientas mil personas huyeron despavoridas del país. El padre de Fatmire ya no trabajaba como funcionario en Prístina, sino que se había trasladado a la casa de Ogoste, donde había nacido. Allí les sorprendieron los serbios, allí fue violada Fatmire por muchos, muchos, muchos soldados, y de allí se la llevaron a un cuartel donde la convirtieron en esclava. La golpeaban y la violaban cada día, sistemáticamente, para acabar de someterla. Un día arañó a alguien y, como castigo, le arrancaron las diez uñas de las manos. Y, para que nunca más volvieran a crecerle, le quemaron la matriz ungular con un hierro al rojo vivo. «Jamás volverás a arañar a nadie», le dijeron. Por eso llevaba guantes.
Al llegar a este punto del relato, se los había quitado.
Más tarde, delante de la pantalla del ordenador, volví a cerrar los ojos y bajé la cabeza. En el dormitorio de Mónica la había abrazado y la había besado en el pelo.
Era espantoso. En ocasiones, se pintaba con laca roja la punta de los dedos, donde debería haber tenido las uñas. Pero prefería llevar guantes.
Había empezado a sonar la obsesiva versión que Jacky Terrasson hizo de
Smoke gets in your eyes
. El piano repitiendo una y otra vez la misma frase, sin acabar de llegar a la melodía tan conocida y, cuando llegas al
They ask me how I knew my true love was true
, vuelve a huir hacia la angustia del piano que no quiere preguntarle nada a nadie sobre el amor.
—¿Tú sabes qué significa mi nombre en albanés? Quiere decir «mujer que tiene suerte». —Y sonreía y alzaba las cejas, como si esperara mi carcajada.
En 1999, cuando la OTAN se animó por fin a atacar a las fuerzas de Milosevic, ella ya había tenido su primer hijo. Tuvo dos. Los serbios vendían niños de mujeres violadas, por cinco mil dólares, a padres adoptivos de todo el mundo. Y las embarazaban una vez y otra. A los hombres los capaban y a las mujeres las embarazaban a la fuerza. Leí en Internet: «Violar a las mujeres de la nación enemiga, invadida o vencida, supone castrar simbólicamente a los hombres enemigos.»
Era la época en que la OTAN se equivocaba y mataba a cincuenta y cinco civiles kosovares al bombardear el tren que iba de Belgrado a Salónica, o acababa con setenta y cinco refugiados pensando que el convoy en que viajaban era del ejército serbio.
Clinton, para hacerse perdonar la mamada de la Lewinski, invertía más de seis mil millones de dólares en salvar Kosovo, y las fuerzas serbias, obligadas a abandonar Kosovo, se quitaron de encima a las esclavas. Las que tuvieron más suerte, fueron vendidas por cinco mil dólares. Algunos de los clientes eran soldados de la OTAN, de las fuerzas KFUR que tenían la consigna de pacificar la región. Ellos llenaron con mujeres moldavas, rumanas, ucranianas y búlgaras los burdeles de Prístina, que aumentaban constantemente de número.
A sus diecinueve años, Fatmire ya era una prostituta muy experimentada y sumisa. Había recibido tantos golpes que ya soportaba el dolor sin inmutarse. Y su única ilusión era encontrar un amigo. «La única que yo quería era encontrar un amigo», repetía, mientras en la cadena de música sonaba a todo volumen
Can't take my eyes off you
. Y, en voz baja, se lo repetía a sí misma en albanés: «Une dua vetem te kem nje mik». Una y otra vez. «Une dua vetem te kem nje mik»
—Yo siempre río para que somos amigos. Folio para que somos amigos. La chupo toda para que somos amigos. Amigos no. Me pegan. Mira. Mira. —Me enseñaba las cicatrices—. Duele. Duele hasta que no ya duele más.
Entonces, la compró Zogitani, un guerrillero de la UCK, que aquel año se desarmó y abandonó los combates. Él le dijo que sería su amigo, pero se la llevó a una casa donde había muchos guerrilleros como él, acostumbrados a la guerra, que no sabían qué hacer con la paz. Fatmire fue la chica de todos. No había mucha diferencia entre el burdel y la libertad. Bueno, tal vez sí. Porque ellos le dieron la oportunidad de vengarse de lo que le hicieron los serbios. Participó con aquella banda en quemas de conventos y monasterios ortodoxos, y atacaron tiendas que sabían que estaban ocupadas por serbios, a pesar de que éstos ocultaran o disimularan sus nombres.
Hasta aquel día en el que entró en una casa rural, donde encontraron a un hombre de unos cuarenta y cinco años y su mujer, y su hija, una chica de unos dieciséis años. Y vio cómo Zogitani y sus amigos mataban a tiros al padre, y violaban a la madre, y agarraban a la niña de dieciséis años… Y entonces, Fatmire no sabe qué le ocurrió. Ella también tenía un arma en la mano, aquella pistola de 9 mm, aquella CZ 75 Compact de la que ya nunca se había separado. Y la disparó. Sólo sabe que la disparó y perdió el conocimiento.
No me dijo si aquel día había matado alguien, y yo no se lo pregunté. Sólo sé que el nombre de Zogitani desapareció de su relato y fue sustituido por el de Artan, uno de los amigos de Zogitani, uno que tenía muchos contactos internacionales. Su amigo, el que siempre buscó, el que la salvó. De entre todos los amigos de Zogitani, era el que siempre se la había follado con más delicadeza.
Artan la puso en un camión que transportaba mujeres, de forma clandestina, hacia Italia. Iba especialmente recomendada con una carta y, pese a que tuvo que trabajar en Turín para pagarse el viaje y la estancia, fue la protegida de un tal Istref, que la hizo llegar a Barcelona.
Aquí conoció a Fadil, el hermano de Artan, ex guerrillero que aprovechaba todo lo que había aprendido en la guerra para robar cajas fuertes en polígonos industriales. Él le consiguió un permiso de residencia en España, y se lo mostró, pero a última hora no se lo quería dar. Exigió que Fatmire se lo ganara prostituyéndose para él, y Fatmire lo consideró justo y trabajó unos siete meses para Fadil.
Fatmire no quería depender de nadie, no quería tener macarra, no creía que Dios fuera tan bueno como para darle la oportunidad de tener dos amigos en tan poco espacio de tiempo.
Le dijeron que, si tenía legalizada su situación en el país, le podía convenir encontrar una habitación en el hotel Campanudo. De manera que, al final de los siete meses, Fatmire utilizó la pistola para obtener el permiso de residencia. La empuñó, amenazó a Fadil y el hermano de Artan, que vio claro que la chica era muy capaz de apretar el gatillo, maravillado por su audacia, se rió, le entregó la documentación y le perdonó la vida. A continuación, Fatmire removió cielo y tierra para obtener la habitación del Campanudo y lo consiguió.
De vez en cuando, pensaba en pegarse un tiro.
No obstante, me dijo que no debía preocuparme. Había decidido que no se mataría en mi casa para no ponerme en un aprieto.
This is the end, beatiful friend, this is the end, my only friend, the end
, repetía Jim Morrison desde los altavoces de la cadena de música.
Sábado, 30 de junio
Al día siguiente, Fatmire había ocultado sus fantasmas y estaba radiante. A primera hora de la mañana ya rondaba por la casa vestida de playa, con un pañuelo en la cabeza y se dedicaba a meter toallas de baño en la maleta.
—¿Qué haces?
—Vamos a supercasa —dijo ilusionada como un niño ante la perspectiva de conocer a Mickey Mouse en persona.
—Ah, ¿no te lo he dicho? —Tragué saliva. ¿No se lo había dicho?—. Ah. No, no vamos a ir a la Costa Brava.
Perdió la sonrisa, frunció el ceño.
—Pero yo quiero ver Rienvaplí —osó resistirse.
—Me temo que este fin de semana no podrá ser. Tengo una comida familiar inevitable. —Cambió el enfado por una resignación catastrófica. Sacó las toallas de baño de la maleta. Se me escapó—: Pero, si quieres, puedes acompañarme.
Detuvo el gesto.
—¿Tú quieres que yo y tú delante de familia de tú? —No podía creerlo.
—Claro. —Yo, hombre de mundo—. ¿Por qué no?
¿Por qué no? ¿Qué podían decirme mi hijo y mi nuera? Ya soy lo bastante mayor como para elegir a mis compañías, ¿no?
Hice de tripas corazón y me la llevé a casa de Oriol.
Como era de esperar, mi familia se quedó estupefacta.
—Mirad, os quiero presentar a Fatmire…
—¿Cómo?
—Fatmire.
Nunca se acostumbran a mis parejas, ni siquiera cuando me las han presentado ellos mismos, con aquellas citas a ciegas que me montan. Yo ya comprendo que nadie podrá sustituir a Marta, pero al menos podrían disimular un poco.
—Éste es mi hijo, Oriol. Su mujer, Silvia…
Y menos mal que no estaba Mónica, que carece de cualquier tipo de aptitud para la simulación.
A Oriol, que es más hombre de mundo, todo le parece bien; enseguida dio un paso adelante y plantó dos besos en las mejillas de Fatmire. Silvia, en cambio, no paraba de mirarla de los pies a la cabeza, sin darse cuenta de que lo hacía con la boca abierta. Diría que lo que más la abrumaba era que la chica llevara guantes.
—Bueno… Pasad, pasad…
—¿Qué hay para comer?
—Bueno… Eeeh… Pasa, pasa, ¿cómo has dicho que te llamabas?
—Fatmire.
—¿Fatmire? Pasa, pasa, Fatmire.
Y eso que yo me había ocupado personalmente para que el aspecto de mi acompañante fuera discreto y convencional. Había supervisado el maquillaje y le había elegido el vestido menos exhibicionista de su vestuario, uno que aún no había estrenado. No sé qué le veían de malo. Quizá los zapatos, pero es que no calzaba el mismo número que Marta. Quizás el peinado, o el aspecto de Betty Page, pero dudaba que ellos supieran quién era Betty Page. ¿Qué más? ¿Que llevaba guantes? ¿Qué hay de malo en llevar guantes? ¿Que era extranjera?
Y los dos gemelos, Roger y Aina:
—¡El tati tiene novia, el tati tiene novia!
—Tati: esta novia es más guapa que la última que trajiste.
—Y ¡más joven!
Fatmire sonreía encantada.
Silvia había hecho paella.
—¿Te gusta la paella? —le preguntaba a Fatmire, aullando como si sospechara que le habíamos ocultado que la invitada era sorda—. ¡Plato típico de aquí! ¡Muy bueno!
—Sí, sí —decía ella, complaciente—. Para ella, para ella.
Yo me empeñaba en llevar la conversación hacia temas familiares de vital importancia, como el referente al armario de persiana.
—¿Cuándo me lo traeréis?
Pero ellos no me hacían caso. No podían apartar los ojos de Fatmire y no paraban de hacerle preguntas embarazosas.
—Y ¿tú de dónde eres?
—Ah, de Kosovo —intervenía yo.
—De Kosova —me corregía ella.
La había instruido con mucha insistencia para que no se le ocurriera hacer referencia a aquello del pollo y la coña. Me temía que mis hijos no tenían mucho sentido del humor.
—Bueno, hablando del armario de persiana…
—Perdona, papá. Y ¿de qué trabajas, Fatmire? ¿A qué te dedicas?
—Turista. Trabajo de turista.
—¿No te quitas los guantes para comer?
—No. Costumbre kosovar. Guantes puestos, para comer, en Kosova. Elegante.