La monja que perdió la cabeza (8 page)

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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

BOOK: La monja que perdió la cabeza
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Ella pidió carpaccio de bacalao y tarta de salmón y yo unas alcachofas salteadas con jabugo y cola de buey al vino. Comida de toda la vida, cocina de la abuela que ya hace casi cincuenta años que se mantiene entre las más importantes de la ciudad. Un Ribera de Duero y agua fría sin gas.

Y la deliciosa compañía de Beth. Se había teñido el pelo de rubio y se lo había rizado, de modo que parecía un querubín, o una Shirley Temple perversa.

—¿Qué te parece mi nuevo peinado? Así paso más desapercibida, ¿no te parece?

—Seguro —dije. Siempre había pensado que, con el pelo verde, como lo llevaba antes, le debía resultar muy difícil realizar su trabajo de detective.

—Qué cabrito. Esperaba que dijeras que yo nunca paso desapercibida. —Bromeaba. A ella, como a Marta, también le gustaba verme en apuros. Yo diría que a todas las mujeres les divierte mucho vernos en dificultades—. ¿Quién es esa chica tan guapa de los guantes blancos?

Casi me ofendió que no dijera «quién es aquel putón verbenero», como si pensara que yo estaba tan desesperado que a cualquier chica que accediera a venir conmigo se la podía considerar una buena elección.

—Me la ha colocado Biosca. Una especie de realquilada. Una inquilina.

—¿La tienes en casa?

—Bueno… No… —Me avergonzaba reconocer que se me había colado y no sabía cómo quitármela de encima.

—¿Sólo es para ir a la casa de la Costa Brava?

—Sí, por lo visto Biosca cree que no puedo conseguirme una mujer por mi cuenta.

—Pero ¿qué pasa? ¿No te gusta?

—¿A ti te gusta?

—Es guapa.

—Es guapa, pero… Es una profesional.

—¿Y qué? Lo hará mejor que una aficionada.

—Cuando lo he probado con profesionales, me han dado eficacia y técnica, pero nunca ternura, ni complicidad, ni comprensión.

—¿Es eso lo que buscas en el sexo? ¿Ternura? ¿Complicidad? ¿Comprensión?

—Sí.

—Qué guai. Yo también.

Nos trajeron los primeros platos. Dedicamos una pausa a catarlos. Las alcachofas con jamón estaban riquísimas, aunque ya no era época y seguro que habían salido del congelador.

—Porque, si pudieras escoger, ¿a quién elegirías? —dijo Beth, clavando en los míos sus ojos dorados.

—No lo sé. —Balones fuera, con una sonrisa—. ¿Judith Mascó?

—Pensaba que dirías que me elegirías a mí.

Era broma. ¿Era broma?

—Eso siempre.

—Pues, ¿por qué no me lo propones?

—Porque tienes novio.

—¿Quién ha dicho eso?

—Siempre estás hablando de tu novio. Le conocí las pasadas Navidades.

—Ah. ¿Aquél? Ya hemos roto. De todas maneras, la separación no me ha resultado nada traumática. Era demasiado superficial, demasiado inexperto, demasiado niño, demasiado insustancial… Ya sabes que a mí me gustan algo más maduros.

Me miraba a los ojos y me sonreía como siempre nos sonreímos Beth y yo, con la confianza de dos colegas de trabajo que han compartido muchas horas de vigilancia y de seguimientos juntos. Pero no podía estar hablando en serio, claro.

Puse mi mano sobre la suya.

—Me recuerdas demasiado a mi hija.

Simuló que se entristecía.

—Ah. Y contra eso sí que no puedo luchar, ¿verdad?

El segundo plato desvió la conversación hacia los elogios dedicados a su tarta de salmón y a mi cola de buey. Beth no pudo evitar hacer un juego de palabras con «mi cola de buey» y nos reímos a gusto. Le conté el último chiste que sabía, sacado de una novela de Steven Bochco: el de la noticia buena y la noticia mala. Ella me contó dos que tenían que ver con mamadas y eyaculaciones, como siempre. Y así continuamos un buen rato.

—¿Y Mónica? —me soltó mientras esperábamos los postres.

—Aún no me dirige la palabra.

—No te preocupes —dijo—. Ya lo hará. Las hijas siempre acaban perdonando a los padres guapos. Seguro que, íntimamente, está enamorada de ti. Ya sabes, el complejo de Electra.

Aunque fui yo quien cambió de conversación, tuve la sensación de que era Beth quien dominaba la situación mientras yo rehuía su mirada fija.

—Hablemos de trabajo.

Le hice un resumen del caso de Eulalia Gracián. Cuando le conté la manera cómo decían que se había roto las piernas, nos reímos de buena gana. Cuando le conté la entrevista con Armando Gracián, en el burdel de Picaterol, nos volvimos a reír. Cuando le dije que quería que me localizara a dos sacerdotes y a una monja, nos tronchamos. Supongo que nos habíamos pasado un poco con el Ribera de Duero.

Los sacerdotes eran mosén Valero, el confesor, y mosén Salavert, que oficiaba las misas en el monasterio. La monja era Victoria Arranz, de las Misioneras de la Divina Palabra.

A Beth le brillaban los ojos cuando me preguntó:

—¿Y esto significa que dejas toda la investigación de la santita en mis manos?

—Ah, no. Biosca puede ponerse como quiera. Mientras pueda, haré algunas preguntas aquí y allí.

—¿Cuál es tu siguiente paso?

—Iré al barrio donde vivían los Gracián. Quiero saber cómo pudieron localizar a Eulalia en el convento, si su padre no dijo nada. Como mucho, podían tener el dato de que pertenecía a las Misioneras de la Divina Palabra, pero ella había tenido que dejar esta orden para entrar en la clausura. Se hizo de las Hermanas de la Fe. Por el perfil que me han dado de la pareja de ruandeses que la buscaban, no me los imagino haciendo todo el seguimiento sin llamar la atención. Y me parece que, si encuentro a los ruandeses, tendré muchas posibilidades de encontrar a Eulalia.

—¿Qué barrio es?

—Poble Sec.

—El barrio de Joan Manuel Serrat.

Yo pasé directamente a pedir café. Beth dudó entre el chocolate con nueces y la tarta tatín.

Por fin, se decidió por el chocolate, claro. Dicen que es afrodisíaco.

Escena 5

Antes de separarnos, después de la visita al burdel, Biosca me había dado un documento con los datos completos de nuestro cliente y la fotografía de la monja negra. Armando Gracián Candil. Nacido en Madrid en 1924. Y la dirección donde había vivido con su mujer desde que llegaron a Barcelona en 1969. Era en la plaza del Sortidor, que antes se llamaba Blasco de Garay, cerca de donde había estado uno de los siete edificios religiosos que se quemaron por esta zona durante la Semana Trágica. Barrio popular, obrero y anarquista, de calles estrechas que trepan hacia la falda de Montjuïc y que siempre van cuesta arriba y nunca cuesta abajo. Según tengo entendido, no muy lejos de aquí, en los años veinte, había un bar llamado La Tranquilidad, donde se reunían conspiradores de todo tipo para preparar atentados con bomba contra fábricas, esquiroles y patrones. Hoy en día parece un barrio tranquilo, humilde, discreto y resignado. La consigna de Barcelona Ponte Guapa parecía no haber llegado hasta allí, muchos años después de haber sido inventada, y me dio la impresión de que todas las casas eran grises, encostradas y un poco destartaladas, dejadas de la mano de Dios.

Cerca de la casa donde habían vivido los Gracián, había un bar de los que tienen los platos del día y las especialidades de la casa pintados en los cristales de la puerta con lechada de cal. Tras el mostrador, atendía un sujeto malcarado, que hablaba con media boca porque tenía la otra media ocupada por medio puro.

—A Gracián le amargaron la vida su mujer y los políticos. Los políticos, que nunca le reconocieron su trabajo. Estuvo en Guinea, allí, con los negros, puteado como un cabrón. Y, cuando vuelve, en vez de enviarle a un ministerio, como él quería, se lo llevan a Barcelona, a la delegación de la Campsa. «Joder», decía, «¡lo que me faltaba: primero con los negros y ahora con los catalanes!» Su mujer era una beata de mierda que no le dejaba en paz ni un segundo, ni a sol ni a sombra. Que si a dónde vas, que si qué haces. Él la odiaba. Aquí, en este mismo mostrador, le había oído decir: «Un día le cortaré la cabeza.» Y la hija que le sale monja. Lo peor fue cuando la hija se largó a África. Sería hacia el… no sé, el 85 o el 86. Desde que la niña se fue hasta que murió su mujer, su vida fue un infierno. Vivía amargado, el pobre hombre. Siempre decía: «¡Cuando muera Laieta, si es que muere antes que yo, montaré una casa de putas!» Decía que le había echado el ojo a un hotel, en la zona del Bages, y que lo convertiría en casa de alterne. ¿Y quiere que le diga una cosa? Me parece que al final lo hizo.

—Es posible —dije.

Cuando le pregunté si alguien había pasado por allí preguntando por la familia Gracián, no recordaba nada.

—Puede que sí. No me acuerdo.

—¿Unos africanos? ¿Negros?

—¿Africanos? ¿Negros? No, no. Me acordaría. Seguramente, no les dejé pasar de la puerta. Los negros no me gustan.

La peluquería del barrio era de ésas que pegan en los cristales fotografías recortadas de las revistas del corazón. La peluquera era bajita y rechoncha, con un peinado rubio, estirado y lacado, muy, muy alto, como para ganar centímetros. Estaba muy orgullosa de su peinado. Me habló de Laieta. Aseguraba que era una santa. Me hizo gracia, porque precisamente el día anterior me habían hablado de la posibilidad de beatificación de la hija.

—Era demasiado buena. Yo le había aconsejado muchas veces, aquí, mientras le hacía la permanente, que dejara al bestia de su marido. Ella hacía bordados y cosía, arreglaba la ropa, hacía bajos de pantalones, cosía botones. Había sido modista, pero lo dejó. Yo le decía que tenía que buscarse un amante y ella se reía. En realidad, lo estaba deseando, pero decía: «Huy, si tengo un amante y mi marido se entera, nos mata a los dos, a él y a mí.» Yo, siempre que ella venía, sacaba el tema del amante porque había que ver cómo se reía la mujer, la pobre mujer. Era muy católica, y se santiguaba. «Dios me libre, Dios me libre», pero se reía y se le ponían así, ojitos de vicio.

Le pregunté por los dos africanos que buscaban a Eulalia.

—¿Dos negros preguntando por Gracián? No, no les recuerdo. Me acuerdo, sí, de una catalana que vino preguntando por ellos. No sé si me dijo que era una pariente lejana y que se trataba de algo de una herencia. Cabello muy corto, parecía un muchachote. Preguntó por los Gracián, por la niña negra que tenían… Que a dónde se había ido Gracián cuando murió Laieta… Yo, ni idea.

El colmado era de los que tienen la fruta y las verduras expuestas en la calle. Naranjas, tomates, manzanas, peras, lechuga. El propietario era un hombre mayor que estaba en la puerta y que llevaba un viejísimo guardapolvos de color gris verdoso.

—La señora Laieta era una santa —me dijo—. Y Gracián era un mal hombre. Vivían aquí, en el cuarto segunda. Él le dio muy mala vida a su mujer. Y tenían aquella niña. Un bebé, vamos, que no pasaba del año cuando los Gracián se instalaron aquí. Me acuerdo de cuando la niña iba a la escuela… y Gracián, uf, Gracián, los primeros años salía a la calle mirando con odio. «¡Todos los catalanes son comunistas, joder!», decía. Porque él era un facha, facha. Que no sé cómo aquel fascista podía tener una hija negra. Nunca lo entendí. Estaba completamente amargado. Y salía cada noche. Y volvía tarde, a veces borracho. Tenía un amigo de juergas que vivía en Madrid y que, de vez en cuando, venía y se instalaba en su casa. Su amigo era fascista, pero fascista de los de verdad, fascista de los de pistola. Militar. De la Legión. Recuerdo una vez que volvían tarde, de madrugada. Yo vivo aquí, sobre la tienda. Y les recuerdo aquí, en mitad de la calle, gritando: «¡Laieta! ¡Mira que llevo la pistola fuera de los pantalones!» y el legionario disparó dos tiros, pam pam; los oímos desde el dormitorio, que el balcón de aquí da a la calle, que podría habernos matado. Según cómo se dispara, te entra la bala por el balcón, rebota en el techo, que una bala perdida nunca se sabe el daño que puede hacer. Laieta había venido más de una vez aquí, a comprar, con un ojo morado. La pegaba. Y a la niña, ya no sé… Siempre pasaba por delante de la tienda, cuando iba a la escuela. Negra como el carbón. Yo la llamaba «carbonilla». «¡Carbonilla, ven aquí!» Era muy maja. La vimos crecer. Tenía dieciséis años cuando ingresó en el convento, a mí me parece que huyendo del ambiente de su casa, y después se hizo misionera y se fue a África. A Laieta le rompió el corazón. «Ten hijas para esto, yo que la salvé de la miseria, y ella volviendo a la miseria.» Pero también decía: «Qué le vamos a hacer, ha vuelto con los suyos para ayudarles.»

—¿Se ha interesado alguien más últimamente por los Gracián? —pregunté.

Le gustó la pregunta:

—Pues sí. Es curioso.

—¿Eran dos africanos? ¿Negros?

—¿Africanos? ¿Negros? —Se sorprendió—. No, no. Un sudamericano.

—¿Un sudamericano? ¿Blanco?

—Sí. Un hombre alto, guapote, que hablaba el castellano de una manera muy extraña.

Pensé en el blanco que conducía la ambulancia que se llevó a la monja.

—¿Labios gruesos? —sugerí. Era lo que había dicho la hermana Juana, y él movía la cabeza: «Sí»—. ¿Un hoyuelo en la mejilla? —«Sí»—. ¿Un pendiente? —«Sí.»

—¿Cuándo fue eso?

—Hace tiempo. —El hombre hacía memoria. Poca clientela, poco trabajo, mucho tiempo para pensar, la costumbre de charlar con todo el mundo, todo esto jugaba a mi favor—. El mes pasado. Primeros de mayo. El pobre hombre no se aclaraba. Sabía que los Gracián habían vivido aquí, pero poco más. Que tenían una niña negra, sí, eso sí, pero ni siquiera sabía si tenían más hijos, o si ellos mismos seguían vivos. Le dije que la niña se había hecho monja. No lo sabía. Parecía sobrepasado. Le dije que Laieta había muerto. Quería saber dónde vivía ahora la niña. Le digo: «Yo qué sé.» Me da una tarjeta y dice: «Si se acuerda o averigua algo, llámeme.»

—¿Conserva la tarjeta?

—Me parece que sí.

—¿Me la puede conseguir? Me interesaría mucho hablar con él. Tal vez ya haya averiguado lo que yo quiero saber.

—Lo dudo. Se le veía más perdido que a un pulpo en un garaje. Espere, que voy por ella.

Desapareció hacia el interior de la tienda. Entretanto, llegó una señora mayor con un carrito de la compra y le dije que esperara un momento.

El frutero salió enseguida. Llevaba una tarjeta en la mano. En ella se leía: «Luis Humberto Querétaro» y un número de teléfono.

—Puede quedársela —dijo, y se dedicó a la clienta—. ¿En qué puedo servirla, señora Antonia?

—Póngame dos kilos de tomates, pero elíjalos bien.

—Hágalo usted misma, señora.

—¿Y no vino también una catalana? —pregunté.

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