La monja que perdió la cabeza (4 page)

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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

BOOK: La monja que perdió la cabeza
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Se la di. La tarjeta también fue a parar sobre la mesilla de noche.

—Quisiera hablar con el gerente del hotel —dijo Biosca.

—Le encontrará abajo en recepción. Se llama Bruc. César Bruc.

Biosca le estrechó la mano en señal de despedida. Colocó cuidadosamente el contrato y el talón dentro de la cartera de cuero negra y me indicó la puerta con gesto perentorio, como exigiéndome que no perdiera el tiempo, ahora que ya habíamos cobrado, como si considerase que era aconsejable huir antes de que el viejo carcamal se lo pensara mejor.

Bajábamos por la escalera cuando dijo:

—Ahora hablaré con este César Bruc en privado, si no le importa.

Sí me importaba, pero me callé.

Una vez en el bar de las luces rosas y azules, rodeados de chicas guapas que se enorgullecían mucho de serlo, Biosca le preguntó al camarero si podía hablar con el gerente, César Bruc. El camarero sacó un auricular de teléfono de debajo de la barra y preguntó por alguien. Mientras esperábamos, Biosca se me acercó para preguntarme:

—¿Ve alguna que le guste, Esquius?

Asentí. De repente, me parecía que había más negras en el local que cuando habíamos entrado. Supongo que se trataba de un error de percepción influido por el hecho de que mi mundo se acababa de llenar de gente de color negro. Una monja guineana perseguida por un matrimonio de ruandeses. ¿Hutus, tutsis?

—No están nada mal —contesté.

—Le gustan las rubias, ¿verdad?

—Hay muchas morenas que me gustan más que muchas rubias.

—Comprendo.

Parecía que se lo estuviera pasando en grande.

Llegó César Bruc. Estuve a punto de decirle a Biosca que yo también quería hacerle algunas preguntas a aquel hombre, pero mi santo patrón me puso la mano en el pecho forzándome a que me quedara atrás y se le acercó.

El gerente del local era un chico joven, treinta como mucho, desenvuelto, con la boca muy grande de tanto reír. Miraba la vida con ojos maravillados de niño que aún cree en los Reyes Magos. Pero, igual que a un niño pequeño, no le habría permitido que jugara con mi cartera.

—¿Qué tal? —decía, en tono muy pijo—. ¿Qué tal?

Me saludó con la cabeza. Biosca lo retenía fuera de mi alcance. No sé qué le dijo, pero le hizo reír.

—¿No tomas bebidas? —me preguntó una chica, acercándose mucho—. ¿Tienes sed? ¿Cerveza, cubata, whisky, vodka, coñac, tequila?

Hablaba masticando las palabras, con un acento indefinido. Era morena, con un pelo tan negro que sólo podía ser teñido, y cortado hasta justo detrás de las orejas. Con los ojos cargados de rímel y los labios pintados de un rojo rabioso, tenía un aire antiguo, que me hizo pensar en la Betty Page más inocente y, por lo tanto, la más tentadora. Llevaba unos pantaloncitos vaqueros minúsculos y lo que parecía la parte superior de un biquini. Respondía al estereotipo de delgadita con pechos grandes. Desprendía el olor de un perfume dulce y empalagoso que se pegaba a la ropa más que el olor del tabaco. Y me llamó la atención que ocultara las manos con guantes blancos, que hacían que su gesticulación resultara fascinante, como la de un mimo.

—No, eeh, estoy aquí por trabajo.

—¿Qué?

No me había entendido, o no me había oído bien y, para continuar la conversación, tenía que acercarse mucho, procurando que su pecho se aplastara contra mi codo. Me bastaría con alargar la mano.

—Que no, que no, que he venido por asuntos de trabajo. Gracias. Ya me voy.

—¿Qué?

—Gracias —dije, sintiéndome un poco nervioso.

La alejé de mí y le dediqué un gesto de despedida. Aún me agarró de la manga con una de sus manos enguantadas, intentando retenerme:

—Sé todas las bebidas. Calisay, Chartreuse, Cointreau, Aromas de Montserrat…

Me desprendí de la garra blanca y atravesé las cortinas de terciopelo hacia la recepción. Nunca me han gustado las putas. Detrás de una puta, nunca he sido capaz de encontrar a la persona. Sólo un cuerpo, un recipiente donde descargar, y eso me parece miserable y denigrante. Busqué el Jaguar, nada difícil de localizar entre los otros coches aparcados. Dentro, Tonet estaba escuchando a Tina Turner, que cantaba
Dancing for the money
, y aquello debía de provocarle un placer muy intenso, porque fue la primera vez que vi una manifestación humana en aquel hombre: estaba siguiendo el ritmo golpeando con el dedo índice sobre el volante.

Naturalmente, tan pronto como abrí la puerta y subí al coche, dejó de hacerlo.

Llegó Biosca.

—Vamos —dijo—. Comeremos en el restaurante Cavall Bernat, en Matadepera. ¿Conoces el camino?

Un kilómetro más adelante, dije:

—¿Le ha preguntado a ese César Bruc sobre la visita de la pareja de ruandeses?

Biosca dudó un momento.

—No.

—¿Y sobre ese trato que tiene Gracián con el hotel…?

—No.

—¿Le ha preguntado si conoce a la hija de Gracián…?

—No.

—¿Y a ese Guillermo de Cádiz…?

—No.

Abrí la boca para formular otra pregunta, pero me lo pensé mejor y me dediqué a mirar el paisaje.

De repente, Biosca me descargó la palma de la mano sobre la pierna con un grito que me horrorizó:

—¡¡Arriba ese ánimo, hombre!! ¡Venga, que la vida nos sonríe!

Escena 4

—No le importa que le deje aquí, ¿verdad? —dijo Biosca cuando el Jaguar se detuvo delante del convento de la calle Provenza—. Yo iré a la sede episcopal a ver qué me cuentan de esas Misioneras de la Divina Palabra y de las Hermanas de la Fe y sus actividades en Ruanda y por qué encerraron a la pobre chica en un convento de clausura. ¿No le parece muy sospechoso? Pues a mí, sí. Y vaya con cuidado, Esquius, que fuera del Jaguar debe de hacer mucho calor.

Le disculpé. Habíamos ido al restaurante Cavall Bernat, habíamos comido bien, incluso demasiado bien, habíamos bebido más de lo aconsejable, y la compañía de Biosca ya no era tan divertida como antes. Un poco de Biosca es mucho.

Me vi en la acera, plantado delante de un edificio gótico en el que nunca había reparado, encajado como estaba entre otros dos edificios tan apabullantes como anodinos. Una gran editorial y una mutua médica. Supuse (y supuse bien) que era uno de aquellos edificios de Ciutat Vella que, a finales del siglo XIX, cuando derribaron las murallas de la ciudad, o a principios del XX, cuando construyeron la Vía Layetana, fueron trasladados, piedra a piedra, hacia el recién nacido Ensanche barcelonés. Ésta es la razón de que allí se pueda encontrar arquitectura gótica auténtica mezclada con el modernismo.

Había una verja y un pequeño jardín muy bien cuidado, con césped y dos limoneros. Delante, la puerta imponente de la iglesia, con arco ojival y estatuas a ambos lados, todo muy bien conservado. A la derecha, en un ala añadida a la construcción medieval, se veía una puerta más modesta. Fue la que elegí…

Crucé la verja, bajé tres peldaños y pulsé el botón del timbre sin poder evitar el recuerdo del hotel donde había estado aquella mañana. Gajes del trabajo de detective.

En la puerta se abrió una mirilla que me permitió ver unos ojos de niña, llenos de ilusión.

—Vengo a ver a la madre superiora.

En los ojos brilló una risa vagamente histérica.

—Jijijí. No se dice madre superiora. Se dice priora.

—Ah. Pues vengo a ver a la madre priora.

—Jijijí. ¿De parte de quién le anuncio?

—Me llamo Ángel Esquius… —No llevaba preparada la tarjeta. Tuve que sacar el billetero del bolsillo de atrás, y abrirlo y buscarlo. Para entretener la demora, continuaba hablando—: Eee… Estoy investigando el caso de Eulalia Gracián, aquella monja que desapareció…

—¡Ah! —exclamó con un grito de alegría. Automáticamente, me franqueó el paso con un contundente ruido de cerrojos—. ¡Pase, pase!

Los muros de piedra protegían el convento del calor. Dentro, la temperatura era mucho más fresca que en la calle. Me vi en un recibidor pequeño y limpio, con muebles antiguos pero modestos, el suelo adoquinado de blanco y negro, como un tablero de ajedrez, y olía a limpio. Un olor muy particular. Sano, diría yo.

La monja sólo era un rostro infantil perdido en un revuelo de ropa negra.

—¡Pase, pase! ¿Le envía el Vaticano?

—¿El Vaticano?

Mi desconcierto la desconcertaba.

—Como dice que viene por Eulalia… Supongo que los trámites de beatificación no tardarán en empezar. Alguien tiene que investigarlo todo. Ah, no, no. ¿No será usted el abogado del diablo? Ése que viene a encontrarle defectos y trampas a la santita. Bueno, da igual… —Hablaba muy rápido, muy excitada, con ganas de saltar y bailar y de correr de aquí para allá—. A Eulalia no le va a encontrar ningún defecto ni trampa, se lo digo yo. Hay quien dice que no, pero yo digo que sí, que esto es por la falta de vocaciones. Como cada vez hay menos vocaciones, Dios ha decidido mandarnos una señal, y la señal ya ha llegado. Santa Eulalia Gracián. Espere aquí, que voy a buscar a la priora.

—Un momento, un momento —la detuve.

Ya se iba, pero de pronto pegó un saltito, dio media vuelta, y vino hacia mí con pasitos cortos, muy solícita.

—¿Cómo es que está tan segura de la santidad de Eulalia?

—Santa como santa Teresa de Jesús. Mística. Hablaba del amor, del perdón, de la caridad… Se mortificaba… ¡Levitaba! ¡Yo la he visto levitar! Entraba en trance y miraba así, un poco bizca, con aquella cara tan preciosa que tenía, y se levantaba un palmo del suelo. Entonces decía: «Tenemos que vencer al diablo, el diablo no se va nunca.» El diablo la tentaba por las noches. Nos lo contaba, en las horas de recreo, o de cocina, o cuando montábamos interruptores de coche. Ella había visto muchas veces al diablo. Podía describirlo. Un viejo asqueroso con los ojos helados. La incitaba a pecar, pero ella no se dejaba. —Miró de lado a lado, como si quisiera evitar que alguien oyera lo que tenía que decirme a continuación—. La Noche de San Juan estaba durmiendo cuando el diablo entró volando por la ventana de su celda, y la quería violar. Demonios negros, como aquellos de Ruanda. Y, cuando ya estaban a punto de mancillarla, ella que se despega del suelo y empieza a levitar, y venga a levitar, hasta el techo, y los demonios ya no la podían agarrar. —Ilustraba la historia levantando los brazos hacia el techo—. Ellos, rabiosos, abajo, y ella arriba, rabia, rabiña. —Cambió de expresión—. Lo malo es que cuando se fueron los demonios, cayó de golpe y, pam, se hizo daño en la pierna. Me parece que se la rompió. Y entonces volvieron los demonios y se la llevaron.

—¡Luisa! —Una voz enérgica—. ¿Se puede saber qué estás contando?

Pillada en falta, la hermana Luisa aún se puso más nerviosa.

—Ah, oh, precisamente este señor preguntaba por usted. Está investigando los milagros de santa Eulalia Gracián.

Sonreí. «No la castigue, pobrecita, sólo hablábamos.» Un par de pasos para acercarme a la recién llegada y depositar la tarjeta en su mano.

—En realidad, estoy investigando su desaparición. Soy detective privado y trabajo para su padre. Estoy llevando una investigación paralela a la de la policía. ¿Usted es sor Juana?

La priora asintió mientras estudiaba la tarjeta con el ceño fruncido. Era una mujer gorda y alta, de aspecto un poco feroz.

—No se dice sor —comentó—. Aquí decimos hermana.

—Ah —dije, sumiso.

—¿Qué quiere saber?

—Las circunstancias de la desaparición de Eulalia. Su padre ya me ha contado algunas cosas, pero él no estaba aquí, y usted sí.

—Pase.

Abrió una puerta cercana y me hizo pasar a una salita donde había una mesa camilla y cuatro sillas de brazos con cojines tapizados con florecillas. En la pared, un Sagrado Corazón y la foto antigua de una monja pintada a mano en colores pastel.

—Siéntese, por favor.

Tomamos asiento. Con movimientos lentos y ceremoniosos, en los que se podía leer el mensaje «No te lo repetiré dos veces», la hermana Juana cruzó los dedos sobre la mesa, me miró, parpadeó y dijo:

—La hermana Eulalia sufrió un accidente la Noche de San Juan y se rompió una pierna…

—… O las dos…

—O tal vez las dos, no lo sabemos. La oímos gritar y la encontramos tendida en el suelo. Decía que le dolía mucho la pierna.

—¿Qué hora era?

—Alrededor de las tres de la madrugada. Enseguida llamamos a una ambulancia.

—¿Cómo fue que se lastimó? ¿Se lo contó?

—Bueno… deliraba… —No quería entrar en detalles.

—¿Qué altura tiene el techo de su celda?

Me miró cómo si la hubiera ofendido.

—La hermana Eulalia llevaba un tiempo un poco trastornada. Decía cosas extrañas.

—¿Como, por ejemplo, que los demonios la tentaban…?

—… Que la querían violar y que ella los esquivaba con la plegaria —añadió precipitadamente para borrar la impresión que hubieran podido causarme aquellas palabras—: Ya se lo debe de haber contado la hermana Luisa —sentenció—: Fantasías.

—Entonces, ¿no es cierto que el Vaticano haya iniciado los trámites de beatificación?

Me fulminó.

—Por favor. Apenas hace cuatro días que pasó. Y tenemos que contar con que esté viva, ¿no le parece?

Caí en la cuenta de que tanto Armando Gracián, como la hermana Luisa, como yo habíamos asumido inconscientemente que Eulalia estaba muerta.

—Perdone, yo no entiendo mucho de estas cosas. ¿Me está diciendo que no cree lo que ella le contó?

—Quiero decir que no estoy dispuesta a montar un escándalo a partir de este incidente. La hermana Eulalia estaba trastornada desde que volvió de Ruanda. La mayor parte del tiempo se mostraba normal, callada, humilde, puede que demasiado introvertida, pero era su forma de ser. De vez en cuando, podías encontrarla llorando y no quería contarte lo que le pasaba. No tenía obligación de contármelo. Supongo que se lo diría a su confesor…

—La hermana Luisa dice que levitaba. ¿Deliraba?

—Últimamente, sí. Quiero decir que deliraba. Ella decía que levitaba, pero eso jamás lo vio nadie.

—La hermana Luisa dice que ella sí.

—La hermana Luisa tiene mucha imaginación y una gran necesidad de emociones fuertes. Creo que debería ir al cine para desahogarse.

—¿Cuándo empezaron estas manifestaciones, esos delirios…?

—Mejor manifestaciones. De hecho, sólo tuvo dos. La primera fue el seis de junio. Un ataque. También de madrugada. Gritaba que se le había aparecido el diablo. La encontramos de pie sobre la cama, totalmente fuera de sí. Reía y lloraba, y gritaba. Y sudaba y temblaba.

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