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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

La monja que perdió la cabeza (2 page)

BOOK: La monja que perdió la cabeza
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Mónica colgó.

Había estado hablando de cara a la pared, en la mesa de la esquina de la sala más grande, donde estaban los escritorios y los ordenadores. Cuando me di la vuelta encontré a todo el personal de la agencia, Biosca, Tonet, Octavio, Beth, Ferrán y Amelia contemplándome con una conmiseración infinita.

—Era mi hija —dije.

—Ah, sí, tu hija.

—Claro, claro, tu hija.

Por su actitud, era evidente que no me creían.

«Pobre Esquius», pensaban. «Desde que murió su mujer, no da pie con bola en el terreno sentimental. No se le conoce ninguna relación sentimental estable. Vive solo, encerrado en las cuatro paredes de aquella casa que compartió con Marta y donde vio crecer a sus hijos. Es fácil imaginar la melancolía y la depresión que le abruman cada noche. Cuando engulle a la fuerza comidas precocinadas delante del televisor. Cuando se siente perdido en la inmensidad de la cama de matrimonio. Cuando le asalta la tentación de lanzarse por un puente o dejar abierto el paso del gas. Ya sólo nos faltaba verle suplicando la compañía de una mujer que le rechaza.»

—Era mi hija —insistí—. De verdad, era Mónica.

Movían las cabezas, apesadumbrados. Me pareció que a Amelia, la recepcionista, le brillaban los ojos.

Después de aquello, Amelia intentó organizarme una cena con «una amiga suya muy guapa y simpática», Octavio quería llevarme «de marcha» quién sabe a dónde (tratándose de Octavio prefería no saberlo) y Beth, de pronto, siempre tenía «una entrada que le sobraba y que no sabía qué hacer con ella» para invitarme al cine, al teatro, incluso al acuario o al zoo. El hecho de que rechazara las pretensiones de unos y otros, aún les espoleaba más.

Y ahora Biosca me salía con que, de todo el personal de la agencia, yo era el más necesitado de felicidad. Cuando Biosca hace una afirmación así, es como para echarse a temblar.

—De momento, como premio extra por la solución del caso —dijo—, le ruego que me acepte esto.

Las tenía preparadas. Un par de llaves en un llavero del que colgaba una pequeña abarca menorquina de plata. Las cogí con una cierta aprensión.

—Son del chalé que tengo en la Costa Brava, cerca del cabo de Creus. Lo llamo el Rienvaplí de Cala Vera. No ha estado nunca, ¿verdad? Es fácil de encontrar. Le he dibujado un pequeño plano de la zona. Girona, Figueres, Roses: no hay pérdida.

Me dio un folio doblado en cuatro donde constaban las indicaciones.

—Y ¿qué hago yo allí?

—Le gustará. Se lo presto, pero con una condición. Que vaya con una mujer. Le garantizo que cuando llegue al Rienvaplí se transformará en su esclava más incondicional; podrá hacer con ella lo que quiera. Supongo que ya se lo imagina: grandes ventanales abiertos a una de las costas más bonitas del mundo, un solárium, etc. Pues no, amigo mío, no puede ni imaginárselo. Sólo le diré una cosa: manantial de agua particular a temperatura constante. Veintiséis grados. Agua caliente en invierno y fría en verano. ¿No le parece un privilegio? Una piscina al aire libre que se comunica a través de un túnel submarino transparente, con una piscina interior. ¿Y por donde diría que pasa el túnel? Por en medio del salón. Es de cristal, como una gran pecera, como aquellos túneles del acuario. Es una delicia estar allí, tomando una copa con los amigos, y ver pasar nadando a una chica en biquini. ¡O sin biquini! —Reía revoltoso, al mismo tiempo que negaba con la cabeza como diciendo: «No me haga caso»—. No le hablo de equipos de multimedia ni de pantallas de plasma grandes como el Muro de las Lamentaciones porque eso se da por hecho, y no creo que quiera perder el tiempo viendo programas basura… Pero sí le hablaré de un restaurante que está muy cerca: El Ca la Vera, de Cala Vera, donde preparan unos mejillones a la plancha con laurel sensacionales. Puede disponer de la casa el próximo fin de semana. Aprovéchela todo el tiempo que le deje libre el caso que vamos a atender ahora.

—Ah, sí. ¡El caso que vamos a atender ahora! —repliqué en un intento de reconducir la conversación.

—Le gustará. Es un caso que promete.

Tonet había puesto un CD y Nancy Sinatra nos estaba diciendo que llevaba unas botas que servían para caminar.
You keep saying you've got something for me, / something you call love, but confess…
Dejábamos atrás el Nudo de la Trinidad y salíamos en dirección a Sabadell y Terrassa.

—¿De qué se trata? —insistí.

—Una desaparición que se parece muy mucho a un secuestro. Una monja. Tendremos que esperar a que pidan el rescate, supongo, y entonces tendremos que ir a entregar un montón de billetes a cambio de la religiosa. Tan sencillo como eso.

—¿Un secuestro? Y ¿qué dice la policía?

—¿Desde cuándo hemos tenido en cuenta lo que dijera la policía? Usted no se preocupe, Esquius. Y permítame que le siga hablando de mi casita en el cabo de Creus… Cuando su acompañante vea tanto lujo, se transmutará en una ninfómana y será suya, lo tengo comprobado. Será mejor que haga acopio de vitaminas. —Y añadió, mirándome de reojo, atento a mi reacción—: Por cierto, ¿ya tiene compañía, Esquius? ¿Ya sabe a qué mujer llevará?

—Ahora mismo no estoy saliendo con nadie —dije.

—¿No tiene a nadie en perspectiva? —Aquello confirmaba sus sospechas más deprimentes. Le oí gemir como si no pudiera soportar tanta angustia.

—La verdad es que no me apetece enrollarme con nadie —añadí, en un intento de salvar la dignidad.

Por los ojos de Biosca pasó una nube de compasión extrema.

—Escoja a cualquiera, Esquius, la que más le guste. Quizá de momento ella no le haga caso, porque de entrada todas se hacen las estrechas, pero cuando llegue allí se derretirá como la mantequilla en el horno. El lujo es afrodisíaco, lo tengo comprobado. Tengo un gimnasio con aparatos japoneses para practicar ejercicios sexuales. Muy prácticos, Esquius. No se puede imaginar cómo aumentan la resistencia esos aparatos. Al contrario que los normales, de éstos no saldría nunca. Hará más abdominales que en toda su vida. Y después la zona de relax. Ya sabe cómo me gusta a mí el agua. Yo quisiera llenar mis piscinas y bañeras de líquido amniótico. Jacuzzis por todas partes y la burbuja, Esquius, la burbuja. Agua salada, a la misma densidad que la del mar Muerto, donde el cuerpo humano flota como en el útero materno… —Tarareó
Diamonds are forever
, que en aquellos momentos cantaba Shirley Bassey—. La felicidad, Esquius, la felicidad. Se lo garantizo.

—Bien —dije simplemente, viendo que estaba tomando carrerilla, y consciente de que cualquier intento de resistencia por mi parte le aceleraría aún más.

Dediqué el resto del trayecto a pensar a quién podría llevar a aquel lugar parecido a un parque temático. No se me ocurría ninguna mujer a la que pudiera llamar para invitarla directamente a pasar un fin de semana bajo el mismo techo. Tal vez sí; era posible que, resabiado después de algunas experiencias fallidas, hubiera olvidado cultivar esa faceta de mi vida. Quizás era cierto que estaba demasiado solo.

Salimos de la autopista y cruzamos Terrassa dirección a Matadepera, pero enseguida tomamos una carretera secundaria a la derecha que, según las indicaciones, llevaba a un polígono industrial y al pueblo de Picaterol de Bages, y fuimos bordeando por un torrente seco y sucio, en un terreno cada vez más abrupto.

Pensé: «¿De qué me suena a mí Picaterol de Bages?»

Una vez pasado un polígono industrial nada próspero, el asfalto se agrietó, se llenó de baches y, por fin, desapareció. Y en aquel mismo momento, justo cuando Tina Turner arrancaba con
River Deep, Mountain High
, nos vimos delante del rótulo y del pueblo de Picaterol de Bages. Una docena de calles sin ningún encanto especial, expuestas al sol y al polvo, algunos bloques de pisos desproporcionados y, a la entrada, un hotel de cuatro plantas, con un gran rótulo en neones rojos y azules que anunciaban el nombre: «Campanudo».

Tonet nos llevó hasta la entrada. Biosca le dijo: «Ya puedes ir a aparcar, Tonet, no te preocupes por mí. Si alguien me ataca, Esquius sabrá defenderme», y bajamos. Él, elegante como un modelo de alta costura, con una cartera de cuero negra en las manos, imponía autoridad a su paso. Y yo… bueno, yo iba detrás.

Un portero uniformado vigilaba la puerta. Se le notaba que era guardia de seguridad porque llevaba algo parecido a un uniforme y placa, pero vestido con cuatro trapos y con unos toques de maquillaje verde en la cara, también podría haber hecho de mutante asesino en una película de ciencia ficción.

—Venimos a ver al señor Gracián —dijo Biosca.

—Ah, bien —dijo el mutante—. Comuníqueselo a Juan el camarero.

Nos abrió la puerta.

De momento, nos encontramos en una recepción de hotel como cualquier otra. Una chica muy seria detrás del mostrador, un tresillo, unas plantas de interior probablemente de plástico, un ascensor, seis cuadros de paisajes y una naturaleza muerta. A la derecha, una cortina de terciopelo roja. Fue hacia allí hacia donde nos dirigimos.

Cuando cruzamos aquella cortina, me acordé de qué me sonaba Picaterol. No hacía mucho, había salido en los periódicos. Un hotel donde Cristo perdió el gorro, que cinco años atrás había sido remodelado por un empresario emprendedor. Las protestas de vecinos encabezados por el párroco fueron rápidamente silenciadas ante la evidencia de que el hotel se había convertido en la mejor fuente de recursos y de impuestos municipales. Las peluquerías del pueblo, la farmacia, los bares, las tiendas de
souvenirs
y otros comercios empezaron a gozar de auténtica prosperidad. Si cerraban el establecimiento, provocarían la ruina a más del cincuenta por ciento de las familias de Picaterol.

Lo que había sido diseñado como un enorme comedor y diferentes salas para bodas y comuniones, era ahora algo parecido a un bar con columnas, sin mesas que entorpecieran el paso, sólo taburetes altos. La barra estaba en el centro, era grande, tenía forma de herradura y abarcaba todo el local. Allí se alineaban, aburridas, indiferentes a todo, una treintena de chicas, cada una de ellas inmersa en sus propios pensamientos, apenas unas pocas hablaban entre sí. Las paredes estaban forradas de madera clara, quizá sicómoro, y la decoración era discreta, sobria, nada parecida a las exhibiciones de mal gusto que caracterizan la mayoría de estos locales, donde la sordidez parece ser un elemento obligatorio. Las chicas iban con poca ropa y la mayoría parecían recién levantadas de la cama y todavía en ayunas. Me fijé en una rubia de rasgos eslavos, con
shorts
y un
top
casi simbólico. Una morena pequeña y muy bien proporcionada me guiñó el ojo. Algunas de las chicas daban conversación a los pocos clientes que había en aquellas horas. La mayoría se miraban las uñas.

Y reinaba una penumbra rosa y azul, se oía una discreta música ambiental y por todas partes había televisores que reproducían la misma película porno. A la derecha, una escalinata por donde habitualmente debían subir y bajar las parejitas.

—¿Qué, Esquius? Salivando como el perro del Pavlov, ¿eh? —chilló Biosca, con una sonrisa—. Ya ve, problema resuelto: si no tiene compañera a la vista, aquí podrá escoger la que quiera, la que más le guste. ¡Las hay de todas las marcas, modelos y colores! —Se volvió hacia el único camarero que atendía la barra y le habló como si lo conociera de toda la vida—: Eh, Juan. Vengo a ver al señor Gracián.

—Ah, sí —dijo el otro. Estaban avisados—. Cuarto piso, habitación 435, al final del pasillo. Tendrán que subir por las escaleras. El ascensor no funciona.

Nos abrimos paso entre chicas y clientes y subimos la escalera con la decisión y la desenvoltura de quien se halla en un ambiente por motivos mucho más importantes que todos los demás.

Escena 3

Cuatro pisos de escaleras. Y al final, el pasillo largo y estrecho. Las personas con las que nos cruzamos nos dirigieron miradas de reojo, alerta, porque con nuestra actitud, la determinación con la que avanzábamos y aquella cartera de cuero negra, se hacía evidente que no éramos clientes y que estábamos allí por motivos laborales. Policías, quizás. O representantes de alguna empresa de compra y venta de mujeres.

Llamamos a la puerta de la habitación 435.

Unos pasos lentos y pesados se arrastraron en el interior, y la puerta se abrió.

El señor Gracián era muy mayor. Tenía el rostro surcado por infinidad de arrugas paralelas. Las de la frente le otorgaban un aspecto severo, enfurecido. Las de las mejillas le hacían amargado. En medio de tanta vejez, la juventud de unos ojos azules y fríos como piedras preciosas, despiadados. Me lo imaginé de joven y me dio miedo. Vestía un albornoz que había sido de color rosa y se había descolorido y ahora se deshilachaba por todas partes. Debajo, unas piernas delgadas y blanquísimas, todo hueso y pellejo, unos calcetines caídos y unas pantuflas.

—¿Señor Armando Gracián? Soy Buenaventura Biosca, de Biosca y Asociados.

—Ah, sí.

—Éste es mi colaborador más eminente. Ángel Esquius. Mi mano derecha.

—Bien. Pasen. —Tenía una voz afónica que salía de una garganta estragada por el tabaco—. Perdonen el desorden, pero soy viejo y no me gusta que me toquen mis cosas. No quiero que vengan y me hagan la cama, ni que saquen el polvo porque me lo liarían todo. A mí ya me está bien. De aquí a que me muera no dará tiempo a que se acumule mucho más polvo.

La habitación tenía un pequeño recibidor a la derecha del cual había las puertas de un armario y, a la izquierda, la puerta del baño. Hedía a una mezcla de meados y humo de tabaco. Al fondo, un sinfín de pilas de periódicos. Paquetes y paquetes atados con cordeles, como si alguien tuviera que venir a recogerlos. Con tanto papelorio, apenas se veía la cama. Y al olor de meados y de tabaco se sumaba el de papel rancio.

Un ventanal de cristales sucios se abría a un paisaje desangelado. Y al lado de la cama, sobre una mesita, un hornillo de butano y platos sucios y un vaso y una botella de vino, y revistas de mujeres desnudas. Más en primer término; una butaca situada ante el televisor, cubierta por montones de periódicos y, al lado, en una mesita de noche desplazada hasta allí, un plato con una taza vacía y sucia, con migajas de magdalenas y un álbum de fotos del año de la polca. Me imaginé al anciano repasando una y otra vez las hojas de aquel viejo álbum, acariciando un pasado perdido para siempre. Ah, y medicinas. Cajas y cajas de medicinas para todos los males.

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