Dejó de hablar cuando Regina colocó las tazas de café sobre la mesa.
—¡Cómo arde!
Era temprano. Salieron al camino abrazados del talle. Ella con su falda almidonada; él con el sombrero de fieltro y la túnica blanca. El caserío donde vivían estaba cerca de la barranca; las flores de campana colgaban sobre el vacío y un conejo destrozado por los colmillos del coyote se pudría entre el follaje. En lo hondo, corría un riachuelo. Regina trató de verlo, como si esperara encontrar, otra vez, el reflejo de su ficción. Las manos se unieron: el camino hacia el pueblo se encaramaba a la vera de la hondonada y de las montañas bajaban ecos de zorzal. No: ruido de cascos ligeros, perdidos entre las nubes de polvo.
—¡Teniente Cruz! ¡Teniente Cruz!
Ese rostro siempre sonriente de Loreto, el ayudante del general, se perdió, al detenerse el caballo con un solo relincho seco, detrás del sudor y el polvo que lo embalsamaba. —Véngase prontito —jadeó mientras se limpiaba la cara con un pañuelo—; hay novedades: salimos luego luego. ¿Ya desayunó? En el cuartel están sirviendo huevos.
—Ya tengo los míos —contestó él con una sonrisa.
El abrazo de Regina fue un abrazo de polvo. Sólo al alejarse el caballo de Loreto, al descansar la tierra, emergió la mujer entera, prendida a los hombros de su joven amante.
—Espérame aquí.
.—¿Qué crees que sea?
—Debe haber grupos dispersos en los alrededores. Nada grave.
—¿Te espero aquí?
—Sí. No te muevas. Estaré de regreso esta noche o a más tardar mañana temprano. —Artemio… ¿Un día volveremos allá?
—Quién sabe. Quién sabe cuánto dure.
No pienses en eso. ¿Sabes que te quiero mucho?
—y yo a ti. Mucho. Creo que siempre. Afuera, en el patio central del cuartel, en las caballerizas, la tropa había recibido la nueva orden de marcha y preparaba las cosas con la calma de un rito. Rodaban los cañones en fila, empujados por mulas blancas y ojerosas; les seguían los armones cargados de parque sobre los rieles que comunicaban el patio con la estación. La tropa de caballería amarraba riendas, descolgaba las bolsas de pienso, se aseguraba de la firmeza de las monturas, acariciaba las crines hirsutas de estos caballos de guerra, tan dóciles y lentos en su trato con los hombres: manchados de pólvora, con las panzas invadidas por las garrapatas del llano: doscientos caballos se movían pausadamente frente al cuartel, overos, rodados, de un negro polvoso. La infantería aceitaba los rifles y pasaba en fila frente al enano risueño que distribuía los cartuchos. Sombreros del norte: sombreros de fieltro gris, de ala doblada. Pañoletas amarradas al cuello. Cananas amarradas a la cintura. Pocas botas: pantalón de mezclilla y zapato de cuero amarillo, cuando no huaraches. Camisa a rayas, sin cuello. Aquí y allá —en las calles, los patios, la estación— sombreros yaquis adornados con ramas: los músicos con las varas entre las manos y los instrumentos metálicos al hombro. Los últimos tragos de agua caliente. Braseros colmados de enfrijoladas. Platos de huevos rancheros. Una gritería se levantó desde la estación: una plataforma llena de indios mayos llegaba al pueblo, con un tamborileo agudo y una agitación de arcos de colores y flechas rústicas.
Él se abrió paso: adentro, frente al mapa mal claveteado sobre un muro, el general explicaba: —Los federales han lanzado una contraofensiva a nuestras espaldas, en territorio liberado por la revolución. Pretenden coparnos por la retaguardia. Esta madrugada, un vigía divisó desde la montaña que se levantaba una humareda espesa en la dirección de los pueblos ocupados por el coronel ]irnénez. Bajó a contarlo, y yo me acordé que el coronel, en cada pueblo, había mandado formar un gran montón de tablas y durmientes para incendiarlo en caso de ser atacado y darnos aviso. Así están las cosas. Tenemos que dividirnos. La mitad regresa al otro lado de la montaña para ayudar a ]iménez. La otra mitad sale a darle duro a los grupos que derrotamos ayer, ya ver si no se nos viene otra gran ofensiva desde el Sur. En este pueblo sólo quedará una brigada. Pero parece difícil que se lleguen hasta aquí. Mayor Gavilán… teniente Aparicio… teniente Cruz: usted regresa al Norte.
Los fuegos encendidos por ]iménez se estaban apagando cuando él pasó, hacia el mediodía, el puesto de vigilancia en el corte de la montaña. Allá abajo, se veía el tren colmado de gente: corría sin pitar y llevaba los morteros y los cañones, las cajas de parque y las ametralladoras. El grupo de caballería descendió las laderas escarpadas con dificultad, y los cañones, desde la vía, empezaban a disparar sobre los pueblos que se suponían ocupados de nuevo por los federales.
—Vamos más de prisa —dijo él-o Ese fuego durará unas dos horas y luego entramos nosotros a explorar.
Nunca comprendió por qué, al tocar los cascos de su caballo el primer terreno llano, bajó la cabeza y perdió la noción de la tarea concreta que le había sido encomendada. La presencia de sus hombres se desvaneció, junto con el sentimiento firme de alcanzar un objetivo y en su lugar apareció esa ternura, ese plañir interno por algo perdido, ese deseo de regresar y olvidarlo todo entre los brazos pe Regina. Era como si la esfera inflamada del sol hubiese vencido la presencia cercana de la caballería y el rumor lejano de la cañonada: en vez de ese mundo real otro, soñado, en el que sólo él y su amor tenían derecho a la vida y razón para salvarla.
"-¿Te acuerdas de aquella roca que se metía al mar como un barco de piedra?"
La contempló de nuevo, deseando besarla, temiendo despertarla, seguro de que contemplándola ya la hacía suya: sólo un hombre es dueño —pensó— de todas las imágenes secretas de Regina y ese hombre la posee y jamás renunciará a ella. Al contemplarla, se contemplaba a sí mismo. Las manos soltaron las riendas: todo lo que es, todo su amor, está hundido en la carne de esa mujer que los contiene a los dos. Quisiera regresar… explicarle cuánto la ama… los detalles de su sentimiento… para que Regina sepa…
El caballo relinchó y se encabritó; el jinete cayó sobre el terreno duro, de tepetate y arbolejos espinosos. Las granadas de los federales llovieron sobre la caballería y él, al levantarse, sólo pudo distinguir, entre el humo, el pecho ardiente de su caballo, la coraza que detuvo el fuego. Alrededor del cuerpo. caído caracolearon sin sentido más de cincuenta caballos: más arriba, no había luz: el cielo descendió un peldaño y era un cielo de pólvora, no más alto que los hombres. Corrió hacia uno de los árboles bajos: las ráfagas de humo escondían más que esas ramas pelonas. A treinta metros, comenzaba un bosque bajo, pero tupido. Una gritería sin sentido llegó a sus oídos. Saltó para agarrar las riendas de una montura suelta y trepó una sola pierna sobre las ancas: escondió su cuerpo detrás del caballo y lo acicateó: el caballo galopó y él, con la cabeza colgándole y los ojos llenos de su propio pelo revuelto, se agarró a la silla y a las bridas con desesperación. Desapareció al fin la brillantez de la mañana; la sombra le permitió abrir los ojos, desprenderse de la carne del animal y rodar hasta pegar contra un tronco.
Y allí volvió a sentir lo de antes. Le rodeaban todos los rumores confusos de la batalla, pero entre la cercanía y el rumor que llegaba a sus oídos, se interpuso una distancia insalvable: aquí, la leve agitación de las ramas, los movimientos escabullidos de las lagartijas, se escuchaban minuciosamente. Solo, reclinado contra el tronco, volvió a sentir esa vida dulce, serena, que fluía con languidez por su sangre: ese bienestar del cuerpo que se imponía a cualquier intento rebelde del pensamiento. ¿Sus hombres? El corazón latió parejo, sin sobresaltos. ¿Lo estarían buscando? Los brazos, las piernas se sintieron contentos, limpios, cansados. ¿Qué harían sin sus órdenes? Los ojos buscaron, entre el techo de hojas, el vuelo escondido de algún pájaro. ¿Habrían perdido la disciplina; correrían, ellos también, a esconderse en este bosquecillo providencial? Pero a pie no podía cruzar de nuevo la montaña. Debía esperar aquí. ¿Y si lo tomaban prisionero? Ya no pudo pensar: un quejido apartó las ramas, cerca del rostro del teniente, y un hombre se desplomó entre sus brazos: sus brazos lo rechazaron por un instante y en seguida volvieron a tomar ese cuerpo del cual colgaba un trapo rojo, sin fuerza, de carnes rasgadas. El herido apoyó la cabeza en el hombro del compañero:
—Están… dando… duro…
Sintió el brazo destruido sobre su espalda, manchándola y escurriendo una sangre azorada. Trató de apartar el rostro torcido de dolor: pómulos altos, boca abierta, ojos cerrados, bigote y barba revueltos, cortos, como los suyos. Si tuviese los ojos verdes, sería su gemelo…
—¿Hay salida? ¿Estamos perdiendo? ¿Sabes algo de los de la caballería? ¿Se han retirado?
—No… no… se han ido… pa'lante.
El herido trató de señalar, con el brazo sano, el otro, destruido por la metralla, sin perder esa mueca terrible que parecía sostenerlo y prolongar su existencia.
—¿Avanzan? ¿Cómo?
—Agua, compañero… muy mal…
El herido se desmayó, abrazado a él con una fuerza extraña, llena de solicitudes silenciosas. El teniente detuvo ese peso de plomo labrado sobre su propio cuerpo. Los temblores del cañón regresaron a su oído. Un viento inseguro mecía las copas de los árboles. Otra vez, el silencio y la quietud rotos por la metralla. Tomó el brazo sano del herido y se desembarazó del cuerpo arrojado sobre el suyo. Le tomó de la cabeza y lo recostó sobre el suelo de raíces nudosas. Destapó la cantimplora y bebió un trago largo: la acercó a los labios del herido: el agua escurrió por el mentón ennegrecido. Pero el corazón latía: cerca del pecho del herido, él, de rodillas, se preguntó si seguiría latiendo por mucho tiempo. Aflojó la pesada hebilla de plata del cinturón del herido y le dio la espalda. ¿Qué sucedería allá afuera? ¿Quién iría ganando? Se puso de pie y caminó bosque adentro, lejos del herido.
Caminó palpándose, apartando a veces las ramas bajas, palpándose siempre. No estaba herido. No necesitaba ayuda. Se detuvo junto a un ojo de agua y llenó la cantimplora. Un riachuelo, muerto antes de nacer, escurría del ojo de agua e iba a perderse fuera del bosque, bajo el sol. Él se quitó la túnica y con las dos manos se enjuagó el pecho, las axilas, los hombros ardientes, secos, lijosos, los músculos estirados de los brazos, la piel verdosa, lisa, de escamas recias. El burbujeo lo impidió: quiso mirarse reflejado en el ojo de agua. Ese 'cuerpo no era de él: Regina le había dado otra posesión: lo había reclamado con cada caricia. No era de él. Era más de ella. Salvarlo para ella. Ya no vivían solos y aislados; ya habían roto los muros de la separación; ya eran dos y uno solo, para siempre. Pasaría la revolución; pasarían los pueblos y las vidas, pero eso no pasaría. Era ya su vida, la de ambos. Se enjuagó el rostro. Salió de nuevo al llano.
La cabalgata de revolucionarios venía del llano hacia el bosque y la montaña. Corrieron velozmente a su lado mientras él, desorientado, bajó hacia los pueblos en llamas. Escuchó el chicoteo sobre las ancas de la caballa da, el tronido seco de algunos fusiles y quedó solo en la llanura. ¿Huían? Giró sobre sí mismo, llevándose las manos a la cabeza. No entendía. Era preciso partir de un lugar, con una misión clara, y jamás perder ese hilo dorado: sólo de esa manera era posible comprender lo que sucedía. Bastaría un minuto de distracción para que todo el ajedrez de la guerra se convirtiera en un juego irracional, incomprensible, hecho de movimientos jironados, abruptos, carente de sentido. Esa nube de polvo… esos caballos furiosos que avanzaban a galope… ese jinete que grita y agita un fierro blanco… ese tren detenido en la distancia… esa polvareda cada vez más cercana… ese sol cada minuto más próximo a la cabeza aturdida… esa espada que le roza la frente… esa cabalgata que pasa a su lado y lo arroja al suelo…
Se levantó acariciando la herida de la frente. Debía ganar el bosque de nuevo: era lo único seguro. Se tambaleó. El sol derritió la mirada y esfumó en costras el horizonte, la pradera seca, la línea de montañas. Al llegar a la arboleda, se agarró de un tronco; desabotonó la túnica y rasgó la manga de la camisa. Escupió sobre ella y se llevó la humedad a la frente lacerada. Amarró el pedazo de trapo alrededor de la cabeza: la cabeza que se le partía cuando las ramas secas tronaron a su lado, bajo el peso de unas botas desconocidas. La mirada adolorida ascendió por las piernas cercanas: el soldado era de la tropa revolucionaria y cargaba sobre las espaldas otro cuerpo, un saco sangriento, desbaratado, con el brazo coagulado.
—Lo encontré a la entrada del bosque.
Se estaba muriendo. Le volaron el brazo, mi… mi teniente.
El soldado alto y prieto aguzó los ojos hasta distinguir las insignias.
—Creo que se me murió. Pesa como un muerto.
Descargó el cuerpo y lo recostó contra el árbol: lo mismo había hecho él media hora, quince minutos antes. El soldado acercó su rostro a la boca del herido; él volvió a reconocer la boca abierta, los pómulos altos, los ojos cerrados.
—Sí. Ya se murió. Si hubiera llegado un poco antes, puede que lo salvara.
Le cerró los ojos al muerto con la mano cuadrada. Enganchó la hebilla de plata y al inclinar la cabeza, dijo entre sus dientes blancos:
—Caray, mi teniente. Si no hubiera unos cuantos valientes como éste en el mundo, ¿dónde estaríamos los demás?
Él le dio la espalda al soldado y al muerto y volvió a correr hacia el llano. Era preferible. Aunque no oyera ni viera nada. Aunque el mundo pasara como una sombra desgranada a su lado. Aunque todos los rumores de la guerra y los de la paz —cenzontles, viento, bramidos lejanos— que persistían se convirtieran en ese tambor único, sordo, que englobaba todos los ruidos y los reducía a una tristeza pareja. Tropezó con un cadáver. Se hincó a su lado, sin saber por qué lo hacía, minutos antes de que esa voz se abriera paso entre el tamborileo opaco de todos los ruidos.
—Teniente… teniente Cruz…
La mano se detuvo sobre el hombro del teniente; él levantó el rostro.
—Está usted malherido, teniente. Venga con nosotros. Los federales huyeron. ]iménez mantuvo la plaza. Regrese con nosotros al cuartel en Río Hondo. Las fuerzas de caballería dieron la gran batalla; se multiplicaron, de verdad. Venga. No se ve usted bien.
Él se prendió a los hombros del oficial.
Murmuró:
—Al cuartel. Sí, vamos:
El hilo estaba perdido. El hilo que le permitió recorrer, sin perderse, el laberinto de la guerra. Sin perderse: sin desertar. No tenía fuerza para tomar las riendas. Pero el caballo iba amarrado a la montura del mayor Gavilán, durante ese paseo lento a través de la montaña que separa el llano del combate del valle donde ella le espera. El hilo quedó atrás. Allá abajo, el pueblo de Río Hondo no ha cambiado: es el mismo caserío de tejas rotas y muros de adobe, rosa, rojizo, blanco, cercado de nopales, que abandonó esa mañana. Creyó distinguir, junto a los labios verdes de la barranca la casa, la ventana donde Regina debe esperarlo.