La Muerte de Artemio Cruz (11 page)

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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Cuento, Relato

BOOK: La Muerte de Artemio Cruz
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«… ¿de noche que de día? … » Otro, más urgente, lo solicitaba.

—El señor gobierno no se ocupa de nosotros, señor Artemio, por eso venimos a pedirle que usted nos dé una mano.

«—Para eso estoy, muchachos. Tendrán su camino vecinal, se lo prometo, pero con una condición: que ya no lleven sus cosechas al molino de don Cástulo Pizarro. ¿No ven que ese viejo se niega a repartir ni un cacho de tierra? No lo favorezcan. Traigan todo a mi molino y déjenme a mí colocar las cosechas en el mercado.

«—Tiene usted razón, no más que don Pizarro nos va a matar si hacemos eso. «—Ventura: repárteles sus rifles a los muchachos para que aprendan a defenderse.»

Ella se meció lentamente. Recordaba, contaba días y a menudo meses durante los cuales sus labios no se abrieron. «Él jamás me ha reprochado la frialdad con que lo trato durante el día.»

Todo parecía moverse sin su participación y el hombre fuerte que desmontaba con los dedos encallecidos y la frente plisada de polvo y sudor pasaba de largo con el fuete entre las manos a derrumbarse en la cama para volver a despertar antes que el sol y emprender, todos los días, el largo paseo de la fatiga a lo largo de las tierras que debían producir, rendir: ser, conscientemente, su pedestal.

«Parece bastarle esta pasión con que lo acepto durante la noche.»

Tierras de maíz, en la breve cuenca irrigada que rodeaba los cascos de las viejas haciendas: Bernal, Labastida, Pizarro; tierras de maguey y pulque más allá, donde el tepetate comenzaba otra vez.

—¿Hay quejas, Ventura?

—Pues las disimulan, amo, porque, a pesar de todo, ahora están mejor que antes. Pero se dan cuenta de que usted no más repartió pura tierra de temporal y se quedó con la de riego.

"-¿Y qué más?

«—Pues que usted sigue cobrando intereses por lo que presta, igual que don Gamaliel antes.

«—Mira, Ventura. Ve y explícales que los intereses de veras altos se los estoy cobrando a los latifundistas, como este Pizarro y a los comerciantes. Ahora, que si ellos se sienten lesionados con mis préstamos, yo los suspendo. Creía que les estaba haciendo un servicio…

«—No, eso no…

«—Cuéntales que dentro de poco voy a cobrarle las hipotecas a Pizarro y entonces sí les voy a entregar los terrenos de riego que le quite al viejo. Diles que se aguanten y tengan confianza, que ya verán. »

Era un hombre.

«Pero ese cansancio, esa preocupaclón lo alejaban. Yo no pedí ese amor apresurado que me dio de tarde en tarde.»

Don Gamaliel, enamorado de la sociedad, los paseos y las comodidades de la ciudad de Puebla, olvidó el caserón campirano y dejó que el yerno administrara todo a su gusto.

«Acepté como él quiso. Él me pidió que no aceptara dudas o razonamientos. Mi padre. Estaba comprada y debía permanecer aquí…»

Pero mientras su padre viviese y ella, cada quince días pudiese viajar a Puebla y pasar la jornada a su lado, llenar las alacenas de los dulces y quesos preferidos, cumplir con él las devociones del templo de San Francisco, hincarse ante la momia del Beato Sebastián de Aparicio, recorrer el mercado del Parián, dar la vuelta a la plaza de armas, persignarse en las grandes pilas de piedra de la catedral herreriana y simplemente mirar el ir y venir de su padre por la biblioteca del patio…

«Ah sí, cómo no, él me protegía, me apoyaba.»

… .las razones de una vida mejor no se perderían del todo y el mundo acostumbrado y querido, los años de la infancia, tendrían realidad suficiente para permitirle regresar al campo, al marido, sin pena.

«Sin voz ni actitud, comprada, testigo mudo de él.»

Podía imaginarse a sí misma como una visita de paso en aquel mundo ajeno, levantado desde el lodo por su esposo.

Poseía su mundo real en el patio sombreado de Puebla, en los placeres del lino fresco tendido sobre la mesa de caoba, en el tacto de las vajillas pintadas a mano y los cubiertos de plata, en el olor.

«… de peras rebanadas, membrillo, compotas de durazno… »

«—Ya sé que redujo usted a la ruina a don León Labastida. Esas tres casotas de Puebla valen una fortuna.

«—Ya ve usted, Pizarro. Labastida nada más pide y pide préstamos, sin importarle los intereses. Él mismo tejió la reata para colgarse.

«—Ha de gozar viendo cómo se derrumban los viejos orgullos. Pero conmigo no se va a poder. Yo no soy ningún catrín poblano como ese Labastida.

«—Usted cumpla puntualmente sus compromisos y no se ande adelantando a lo que pueda pasar.

«—A mí no me quiebra nadie, Cruz, eso se lo juro por ésta.»)

Don Gamaliel sintió la vecindad de la muerte y él mismo preparó sus exequias con detalle y lujo. El yerno no pudo negarle los mil pesos sonantes que el viejo exigió. El catarro crónico se fue endureciendo, como una burbuja de vidrio hirviente puesta al sol y pronto el pecho se le cerró y los pulmones no pudieron tomar más aire que el delgado, frío, que lograba colarse entre las rendijas de una masa de flema, irritación y sangre.

«Ah sí, objeto de un placer ocasional.» El viejo ordenó una carroza chapeada de plata, cubierta por un palio de terciopelo negro y arrastrada por ocho caballos que debían lucir bridas de plata y un plumaje negro sobre el tupé. Se hizo conducir en silla de ruedas hasta el balcón de la sala mientras la carroza y los caballos enjaezados pasaban, una y otra vez, por la calle y frente a su mirada de fiebre.

«¿Madre? ¡Qué parto sin alegría, sin dolor!»

A la joven esposa le dijo que sacara los cuatro grandes candelabros de oro de la vitrina y los puliera: debían rodearlo tanto en el velorio como en la misa de cuerpo presente. Le rogó que ella misma lo afeitara, porque la barba seguía creciendo durante varias horas: el cuello y los pómulos solamente, y un poco de tijera en la piocha y los bigotes. Que le vistiera con la pechera dura y el frac y le diera un veneno al mastín.

«Inmóvil y muda; por orgullo.»

Heredó a la hija sus propiedades y designó al yerno usufructuario y administrador. Sólo en el testamento lo mencionó. A ella la trató, más que nunca, como a la niña que había crecido a su lado y jamás habló de la muerte del hijo, ni de aquella visita, la primera. La muerte parecía la ocasión para apartar piadosamente todos esos hechos y restaurar, en un acto final, el mundo perdido.

«¿Tengo derecho a destruir su amor, si su amor es verdadero?»

Dos días antes de morir, abandonó la silla de ruedas y se acostó en la cama. Recargado contra una masa de almohadas, mantenía su postura elegante y erguida, su perfil aguileño y sedoso. A veces alargaba la mano para asegurarse de la cercanía de su hija. El mastín gimoteaba debajo de la cama. Los labios lineares, al fin, se abrieron con un espasmo de terror y la mano ya no pudo alargarse. Permaneció sobre el pecho inmóvil. Ella se quedó allí, contemplando esa mano. Era la primera vez que presenciaba la muerte. Su madre había muerto cuando ella era muy pequeña. Gonzalo murió lejos.

«Entonces, es esta quietud tan cercana, esta mano que no se mueve.»

Muy pocas familias acompañaron la gran carroza en su recorrido hacia el templo de San Francisco primero y el cementerio del cerro después. Temían, quizá, encontrarse con él. Su esposo mandó alquilar la casa de Puebla.

«Qué desamparo, esta vez. No bastaba el niño. No bastó Lorenzo. Me di a pensar en lo que pudo haber sido mi vida aliado de aquél, el de los barrotes; la vida que éste impidió.»

(«—Ahí está todo el día el viejo Pizarro sentado frente al casco de la hacienda, con una escopeta entre las manos. Ya no más le queda el casco.

«—Sí, Ventura. No más le queda el casco. »—También le quedan unos muchachos que se dicen muy valiosos y que le son fieles hasta la muerte.

«—Sí, Ventura. No te olvides de sus caras.»)

Una noche ella se dio cuenta de que lo espiaba sin querer. Insensiblemente, fue olvidando esa indiferencia sin afectación de los primeros años para empezar a buscar, en las horas pardas del atardecer, la mirada de su esposo, los movimientos pausados del hombre que alargaba las piernas sobre el taburete de cuero o se agachaba para encender la vieja chimenea durante las horas frías del campo.

«Ah, debió ser una mirada débil, llena de compasión por mí misma, solicitando la de él; inquieta, sí, porque no podía dominar la tristeza y el desamparo en que me dejó esa muerte. Creí que esa inquietud era sólo mía… »

No se dio cuenta de que, al mismo tiempo, un hombre nuevo comenzó a observarla con unos nuevos ojos de reposo y confianza, como si quisiera darle a entender que el tiempo duro ya había pasado.

«—Ora sí, todos dicen que cuándo les reparte las tierras de don Pizarro.

«—Diles que se aguanten. ¿No ven que Pizarro todavía no se acaba de rendir? Diles que se aguanten con sus rifles por si el viejo se atreve a meterse conmigo. Cuando las cosas se pongan el calma, ya les repartiré las tierras.

«—Yo le guardo su secreto. Yo ya sé que las buenas tierras de don Pizarro ya se las anda usted vendiendo a unos colonos a cambio de lotes allá en Puebla.

«—Los pequeños propietarios les darán trabajo a los campesinos también, Ventura. Anda, toma esto y quédate sosiego…

«—Gracias, don Artemio. Ya sabe que yo… »

Y que ahora, asegurados los cimientos del bienestar, empezaba
a lo
hombre, dispuesto a demostrarle que su fuerza también servía para los actos de la felicidad. La noche en que esas miradas, al fin, se detuvieron para regalarse un instante de atención silenciosa, ella pensó por primera vez en mucho tiempo en el arreglo de su cabello, y se llevó una mano a la nuca de pelo castaño.

«… mientras él me sonreía, de pie junto a la chimenea, con eso, con uno como candor… ¿Tengo derecho a negarme a mí misma una felicidad posible … .?»

«—Diles que me devuelvan los rifles, Ventura. Ya no les hacen falta. Ahora cada uno tiene su parcela y las extensiones mayores son mías o de mis protegidos. Ya no tienen nada que temer.

«—Cómo no, amo. Ellos están conformes y le agradecen su ayuda. Algunos andaban soñando con mucho más, pero ahora están conformes otra vez y dicen que peor es nada.

«—Escoge a unos diez o doce entre los más machos y a ellos les das los rifles. No sea que vaya a haber descontentos de un lado o del otro.»

«Después sentí rencor. Me dejé ir… Y me gustó. Qué vergüenza.»

Él deseaba borrar el recuerdo del origen y hacerse querer sin memorias del acto que la obligó a tomarlo por esposo. Recostado al Iado de su mujer, pedía en silencio —eso lo supo-que los dedos entrelazados de esa hora fuesen algo más que una respuesta inmediata.

«Quizá con aquél hubiera sentido algo más; no lo sé; sólo conocí el amor de mi esposo; ah, entregado con una pasión exigente, como si no pudiese vivir un momento más sin saber que yo le correspondo… »

Se reprochaba pensando que las apariencias hacían prueba en su contra. ¿Cómo hacerle creer que la había amado desde el momento en que la vio pasar por una calle de Puebla, antes de saber quién era?

«Pero cuando nos separamos, cuando dormimos, cuando empezamos a vivir un nuevo día, carezco de eso, de los gestos, de los ademanes que puedan prolongar en la vida diaria ese amor de la noche.»

Pudo habérselo dicho, pero una explicación obligaría a otra y todas las explicaciones conducirían a un día y un lugar, un calabozo, una noche de octubre. Quería evitar ese regreso; supo que para lograrlo sólo podía hacerla suya sin palabras; se dijo que la carne y la ternura hablarían sin palabras. Entonces, otra duda le asaltaba. ¿Comprendería esta muchacha todo lo que él quería decirle al tomarla entre los brazos? ¿Sabría apreciar la intención de 'la ternura? ¿No era demasiado excesiva, imitada, aprendida, la respuesta sexual de ella? ¿No se perdía en esta representación involuntaria de la mujer cualquier promesa de comprensión verdadera?

«—Quizá fue pudor. Quizá unas ganas de que este amor a oscuras fuese, de verdad, excepcional. »

Pero él no se atrevía a preguntar, a hablar. Confiaba en que los hechos acabarían por imponerse; la costumbre, la fatalidad, la necesidad también. ¿Hacia dónde podía mirar ella? Su único futuro era al lado de él. Quizá esta simple evidencia terminaría por hacerla olvidar aquello, lo del principio. Se dormía junto a la mujer con este deseo, sueño ya.

«Yo pidiendo perdón por haber olvidado en el gusto las razones de mi rencor… Dios mío, ¿cómo puedo responder a esta fuerza, al brillo de estos ojos verdes? ¿Cuál puede ser mi propia fuerza, una vez que ese cuerpo feroz, tierno, me toma entre sus brazos y no me pide permiso, ni perdón por lo que yo pudiera echarle en cara… Ah, no tiene nombre; las cosas pasan antes de que pueda darles un nombre… »

«—Hay tanto silencio esta noche, Catalina… ¿Temes romperlo? ¿Te dice algo?

«—No… No hables.

«—Nunca me pides nada. Me gustaría que a veces…

«—Dejo que tú hables. TÚ sabes —las cosas— que…

«—Sí. No es necesario hablar. Me gustas, me gustas… Nunca pensé… »

Se dejaría ir. Se dejaría querer; pero al despertar volvería a recordarlo todo y opondría su rencor silencioso a la fuerza del hombre.

«No te lo diré. Me vences de noche. Te venzo de día. No te lo diré. Que nunca creí lo que nos contaste. Que mi padre sabía esconder su humillación detrás de su señorío, ese hombre cortés, pero que yo puedo vengarlo en secreto y a lo largo de toda la vida.»

Se levantaba de la cama, trenzando el pelo suelto, sin mirar hacia el lecho desordenado. Encendía la veladora y oraba en silencio, como en silencio demostraría, durante las horas del sol, que no había sido vencida, aunque la noche, el segundo embarazo, el vientre grande, dijera lo contrario. Y sólo en los momentos de verdadera soledad, cuando ni el rencor de lo pasado ni la vergüenza del placer ocupaban su pensamiento, sabía decirse con honradez que él, su vida, su fuerza,

«… me ofrecen esta extraña aventura, que me llena de temor… »

Era una invitación a la aventura, a lanzarse de cabeza a un futuro desconocido, en el que los procedimientos no estarían sancionados por la santidad del uso. Todo lo inventaba y lo creaba desde abajo, como si nada hubiese sucedido antes, Adán sin padre, Moisés sin Tablas. No era así la vida, no era así el mundo ordenado por don Gamaliel.

«¿Quién es? ¿Cómo ha surgido de sí mismo? No, no tengo el valor necesario para acompañarlo. Debo contenerme. No debo llorar cuando recuerdo mi vida de niña. ¡Qué nostalgia!»

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