—No es posible saber. Puede ser una hernia estrangulada. Puede ser una peritonitis. Puede ser un cólico nefrítico. Me inclino a pensar que es un cólico nefrítico. En ese caso, habría que inyectarle dos centigramos de morfina. Pero puede ser peligroso. Creo que debemos tener la opinión de otro médico.
Ay dolor que se está venciendo a sí mismo, ay dolor que te prolongas hasta no importar, hasta convertirte en la normalidad: ay dolor, ya no soportaría tu ausencia, ya me acostumbro a ti, ay dolor, ay…
—Diga algo, don Artemio. Hable, por favor. Hable.
—… no la recuerdo, ya no la recuerdo, sí, cómo la vaya olvidar…
—Mire: el pulso se detiene totalmente cuando habla.
—Inyéctelo, doctor; que ya no sufra…
—Tiene que verlo otro médico. Es peligroso.
—… cómo lo voy a olvidar…
—Descanse, por favor. No diga nada. Así. ¿Cuándo orinó por última vez?
—Esta mañana… no, hace dos horas, sin darse cuenta.
—¿No la conservaron?
—No… No.
—Pónganle el pato. Guárdenla; es preciso analizarla.
—No estuve allí; ¿cómo vaya recordar?
Otra vez ese artefacto frío. Otra vez el miembro muerto colocado en la boca metálica. Aprenderé a vivir con todo esto. Un ataque; un ataque le puede venir a un viejo de mi edad; un ataque no es nada del otro mundo; ya pasará; tiene que pasar; pero hay tan poco tiempo, ¿por qué no me dejan recordar eso?; sí, cuando el cuerpo era joven; una vez fue joven; fue joven… Ah, el cuerpo se muere de dolor, pero el cerebro se llena de luz: se separan, sé que se separan: porque ahora recuerdo ese rostro.
—Haga un acto de contrición:
tengo un hijo, yo lo hice: porque ahora recuerdo ese rostro: por dónde lo tomo, por dónde para que no se escape, por dónde, por Dios, por dónde, por favor, por dónde.
Tú clamarás desde lo hondo de tu memoria: tu bajarás la cabeza como si quisieras acercarla a la oreja del caballo y acicateado con palabras. Sentirás —y tu hijo deberá sentir lo mismo ese aliento feroz, humeante, ese sudor, esos nervios tensos, esa mirada vidriosa del esfuerzo. Las voces se perderán bajo el estruendo de los cascos y él gritará: «¡Nunca has podido con la yegua, papá!", "¿Quién te enseñó a montar?, ¿eh?", "¡Te digo que no puedes con la yegua!" "¡Vamos a ver!" "Debes contármelo todo, Lorenzo, como hasta ahora, igual… igual que hasta ahora… Nada debe avergonzarte si se lo cuentas a tu madre; no, no, nunca te turbes en mi presencia; soy tu mejor amigo, quizá tu único amigo… " Lo repetirá esa mañana, tendida sobre la cama, esa mañana de primavera y se repetirá todas las conversaciones que había preparado desde la niñez de su hijo, sustrayéndotela, cuidando de él el día entero, negándose a aceptar una nana, encerrando a la niña desde los seis años, en el internado religioso, para que todo el tiempo fuese para Lorenzo, para que Lorenzo se acostumbrara a esa vida cómoda, sin opciones. La velocidad te arrancará lágrimas a los ojos: abrazarás con las piernas el vientre del otero, te arrojarás violentamente sobre la crin, pero la yegua negra seguirá sacándote tres cuerpos de ventaja. Te erguirás, cansado; disminuirás el galope. Te parecerá más hermoso ver a la yegua y al joven jinete alejarse, con ese estrépito perdido en el coro de guacamayas, en los balidos que descenderán de las laderas: deberás guiñar para no perder de vista la yegua de Lorenzo, que ahora se desviará del sendero para volver a trotar hacia la espesura, de regreso al curso del río. No: sin opciones difíciles, sin necesidades alarmantes de escoger, se dirá Catalina, pensando en que tú, al principio, la habías ayudado con tu indiferencia, sin quererlo, porque tú pertenecías a otro mundo, ese mundo de trabajo y fuerza que ella conoció cuando tú tomaste las tierras de don Gamaliel, dejando que el niño se incorporara, al principio, al otro mundo de las recámaras a media luz: pendiente natural, clima de exclusiones e incorporaciones casi insensibles, fabricado por ella entre murmullos sagrados, disimulaciones quedas. La yegua de Lorenzo se desviará del sendero para volver a trotar hacia la espesura, de regreso al curso del río. El brazo levantado del muchacho indicará hacia el Oriente, por donde salió el sol, hacia la laguna separada del mar por la barra del río. Cerrarás los ojos al sentir, nuevamente, el ascenso del vapor caluroso hacia tu rostro, el descenso de la sombra fresca sobre tu cabeza. Dejarás que el caballo siga por su cuenta el camino y te mezca sobre la silla empapada. Detrás de tus párpados cerrados, se esparcirá en ondas invisibles la forma del sol y la forma de la sombra, recortará el espectro azul de la figura joven y fuerte. Habrás despertado esa mañana, como todas, con la alegría esperada. "Siempre he dado la otra mejilla", repetirá. Catalina, con el niño cerca de ella, "siempre; siempre lo he soportado todo; si no fuera por ti", y querrás esos ojos asombrados, interrogantes, que se dejarán conducir: "Algún día te contaré… " No te equivocarás al traer a Lorenzo a Cocuya desde los doce años; lo repetirás: no. Sólo para él habrás comprado las tierras, reconstruido la hacienda y lo habrás dejado en ella, niño-amo, responsable de las cosechas, abierto a la vida de los caballos y la caza, del nado y la pesca. Lo verás desde lejos, a caballo, y te dirás que ya es la imagen de tu juventud, esbelto y fuerte, moreno, con los ojos verdes hundidos en los altos pómulos. Aspirarás la podredumbre lodosa de la ribera. "Algún día te contaré… Tu padre; tu padre, Lorenzo… " Desmontarán junto a las hierbas ondulantes de la laguna. Liberados, los caballos bajarán el hocico, lamerán el agua, se lamerán el uno al otro con los belfos húmedos. Yen seguida correrán lentamente, con un trote hipnótico, separando las hierbas ancladas, agitando las crines, levantando una espuma deshecha, dejándose dorar por el sol y el reflejo del agua. Lorenzo colocará la mano sobre tu hombro. "Tu padre; tu padre, Lorenzo… Lorenzo: ¿amas en verdad a Dios Nuestro Señor? ¿Crees en todo lo que te he enseñado? ¿Sabes que la Iglesia es el cuerpo de Dios en la tierra y los sacerdotes los ministros del Señor… ? ¿Crees .. .?" Lorenzo colocará la mano sobre tu hombro. Se verán a los ojos, sonreirán. Tú tomarás del cuello a Lorenzo; el muchacho fingirá un golpe contra tu estómago; tú lo despeinarás, riendo; se abrazarán en una lucha fingida pero fuerte, entregada, jadeante, hasta caer rendidos sobre la hierba, riendo, sofocados, riendo… "Dios mío, ¿por qué te pregunto esto? No tengo derecho, en realidad no tengo derecho… No sé, de hombres santos… de verdaderos mártires… ¿Crees que se puede aprobar?… No sé por qué te pregunto… " Regresarán los caballos, cansados como ustedes y ya caminarán, tomándolos de las bridas, a lo largo del puente de arena que conduce al mar, al mar libre, Lorenzo, Artemio, al mar abierto, hacia donde correrá Lorenzo, ágil, hacia las olas que le estallan alrededor de la cintura, hacia el mar verde del trópico que le mojará los pantalones, el mar vigilado por el vuelo bajo de las gaviotas, el mar que sólo asoma su lengua cansada sobre la playa, el mar que tú, impulsivamente, tomarás en la palma de tu mano y llevarás a tus labios: el mar que sabe a cerveza amarga, huele a melón, guanábana, guayaba, membrillo, fresa: los pescadores arrastrarán sus pesadas redes hacia la arena, ustedes se acercarán, romperán con ellos las conchas de las ostras, comerán con ellos las jaibas y los langostinos y Catalina, sola, tratará de cerrar los ojos y dormir, esperará el regreso del muchacho al que no ve desde hace dos años, desde que cumplió quince y Lorenzo, al romper el caparazón rosado de los langostinos y agradecer la rebanada de limón que le pasan los pescadores, te preguntará si nunca piensas en lo que hay del otro lado del mar, porque él cree que la tierra se parece toda, que sólo el mar es distinto. Tú le dirás que hay islas. Lorenzo dirá que en el mar pasan tantas cosas, que es como si tuviéramos que ser más grandes, más completos cuando vivimos en el mar. y tú sólo quisieras, al recostarte sobre la arena y escuchar la vihuela jarocha de los pescadores, sólo quisieras explicarle que los años pasados, hace cuarenta, algo se rompió aquí, para que algo comenzara o para que algo, aún más nuevo, no empezara jamás. Bajo el sol brumoso de la aurora, en el sol duro y fundido del mediodía, sobre los senderos negros y junto a este mar, éste, quieto ahora, denso, verde, existía para ti un espectro, no real aunque verdadero, que pudo… No fue eso —la verdad misma de esas posibilidades perdidaslo que te inquietó tanto, lo que te llevó de regreso a Cocuya con Lorenzo de la mano, sino algo más difícil —lo dirás con tus ojos cerrados, con el sabor de marisco en la boca, con el son veracruzano en tus oídos, perdido en la enormidad de este atardecer— de expresar, de pensar a solas; y aunque quisieras decírselo a tu hijo, no te atreverás: él debe entender por sí mismo: tú lo escuchas entender, colocarse de cuclillas, de cara al mar abierto, con los diez dedos abiertos, bajo el cielo encapotado, súbitamente oscuro: "Sale un barco dentro de diez días. Ya tomé pasaje": el cielo y la mano de Lorenzo que se extiende a recibir las primeras gotas de la lluvia, como si las mendigara: "¿Tú no harías lo mismo, papá? Tú no te quedaste en tu casa. ¿Creer? No sé. Tú me trajiste aquí, me enseñaste todas estas cosas. Es como si hubiera vuelto a vivir tu vida, ¿me entiendes?" "Sí." "Ahora hay ese frente. Creo que es el único frente que queda. Vaya irme»… Oh, ese dolor, ay esa punzada, ay, qué ganas tendrás de levantarte, correr, olvidar el dolor caminando, trabajando, gritando, ordenando: y no te dejarán, te tomarán de los brazos, te obligarán a quedarte quieto, te obligarán, físicamente, a seguir recordando, y tú no querrás, quieres, ay, no quieres: sólo habrás soñado días tuyos: no quieres saber de un día que es más tuyo que otro cualquiera, porque será el único que alguien viva por ti, el único que podrás recordar en nombre de alguien; un día corto, terror, un día de álamos blancos, Artemio, tu día también, tu vida también… ay…
Él estaba sobre la azotea, con un rifle entre las manos, y recordaba cuando los dos salían de cacería a la laguna. Pero éste era un fusil oxidado, que no servía para la caza. Desde la azotea, se veía la fachada del obispado. Sólo quedaba el frente, como una cáscara sin pisos ni techos. Detrás de la fachada, las bombas lo habían derrumbado todo. Se podían ver unos muebles viejos, sepultados; por la calle caminaban en fila un hombre con cuello de paloma y dos mujeres vestidas de negro. Guiñaban los ojos y llevaban unos bultos entre las manos e iban con paso de asombro junto a la fachada. Bastaba verlos para reconocer a los enemigos.
—¡Eh, a la otra acera!
Les gritó desde ese lugar en la azotea y el hombre levantó el rostro y el sol le cegó los anteojos. Agitó el brazo para indicarles que cruzaran la calle y evitaran el peligro de la fachada que parecía a punto de derrumbarse. Cruzaron la calle y a lo lejos sonaron las salvas de la artillería de los fascistas —se escuchaban huecas cuando retumbaban en las hondonadas de la montaña y agudas cuando silbaban en el aire—. Después se sentó sobre un saco de arena. A su lado estaba Miguel. No se apartaba para nada de la ametralladora. Vieron desde la azotea las calles desiertas de la población. Había cráteres en las calles, postes de telégrafos rotos y cables enmarañados —ese eco interminable de las salvas y el pac-pac-pac de algunos fusiles, las baldosas secas y frías—: sólo la fachada del antiguo obispado quedaba en pie en esa calle.
—Sólo nos queda una cinta de cartuchos para la ametralladora —le dijo a Miguel y Miguel contestó: —Esperemos hasta el atardecer. Después…
Se recargaron contra el muro y encendieron cigarrillos. Miguel se abufandó hasta esconder la barba rubia. Allá lejos, las montañas estaban nevadas; la nieve había bajado mucho, aunque el sol brillaba. En la mañana, la sierra se recortaba y parecía avanzar hacia ellos. Después, al atardecer, se retiraría; ya no podrían verse los senderos y los pinos de las laderas. Al final del día, sería sólo una masa lejana y morada.
Pero ese mediodía, Miguel miró al sol y guiñó los ojos y le dijo: —Si no fuera por los cañones y el paqueo, se diría que estamos en paz. Son hermosos estos días de invierno. Mira hasta dónde ha bajado la nieve.
Él miró las arrugas blancas y hondas que corrían de los párpados de Miguel a la mejilla barbada; esas arrugas eran como la nieve de su rostro. No las olvidaría, porque en ellas había aprendido a ver la alegría, el valor, la rabia, la serenidad. A veces habían ganado, antes de que volvieran a arrojarlos hacia atrás. A veces sólo habían perdido. Pero antes de ganar o perder, ya estaba en las líneas de la cara de Miguel la actitud que debían tener. Aprendió mucho en la cara de Miguel. Sólo le faltaba verlo llorar.
Apagó el cigarro sobre el piso y la punta se regó como un fuete de centellas y le preguntó a Miguel por qué estaban perdiendo y él señaló hacia las montañas de la frontera y dijo: —Porque nuestras ametralladoras no pasaron por ahí.
También Miguel apagó el cigarro y comenzó a canturrear:
Los cuatro generales, los cuatro generales,
los cuatro generales, mamita mía,
que se han alzado…
y él contestó, recargado también contra los sacos de arena:
Para la Nochebuena, mamita mía,
serán ahorcados, serán ahorcados…
Cantaron mucho, para matar el tiempo. Había muchas horas como esta, en las que vigilaban y no pasaba nada y entonces cantaban. No anunciaban que iban a cantar. Tampoco sentían vergüenza de cantar en voz alta enfrente de los demás. Igual que cuando reían sin motivo y jugaban a las peleas y también cantaban en la playa cerca de Cocuya, con los pescadores. Sólo que ahora cantaban para darse ánimo, aunque la letra pareciera una burla, porque los cuatro generales no fueron ahorcados, sino que los tenían copados en este pueblo y frente a ellos estaba la frontera de la montaña. Ya no tenían a dónde ir.
El sol empezó a esconderse temprano, como a las cuatro de la tarde, y él acarició su viejo fusil naranjero, con su mango pintado de amarillo, y se puso la gorra. Se abufandó, igual que Miguel. Desde hace días, quería proponerle una cosa. Sus botas estaban gastadas, pero todavía aguantaban. Miguel, en cambio, andaba con unas alpargatas viejas, envueltas en trapos y amarradas con cordeles. Quería decirle que podían alternar las botas: un día él y otro día yo. Pero no se atrevía. Las arrugas de la cara le decían que no debía hacerlo. Ahora se soplaron las manos, porque ya sabían lo que es pasar una noche de invierno sobre la azotea. Entonces, del fondo de la calle, como si hubiera salido de unos de
esos
cráteres, apareció corriendo un soldado nuestro, republicano. Agitaba los brazos y por fin cayó, boca abajo. Detrás de él, varios soldados republicanos golpeaban con las botas las aceras bombardeadas. Aquel cañoneo, que parecía tan lejano, se acercó de un solo golpe y desde la calle uno de los soldados gritó: