Quizá la paz significaría buenas oportunidades de trabajo. En su recorrido en crucigrama por el territorio de México, sólo había asistido a la destrucción. Pero se destruían campos que podrían sembrarse de nuevo. En el Bajío, una vez, vio un campo precioso, junto al cual podría construirse una casa de arcadas y patios floreados y vigilar las siembras. Ver cómo crece una semilla, cuidarla, atender el brote de la planta, recoger los frutos. Podría ser una buena vida, una buena vida…
«No te duermas, estate listo… »
Se pellizcó el muslo. Los músculos de la nuca le tiraron la cabeza hacia atrás.
Ningún ruido descendía de lo alto. Podía explorar. Se apoyó en la viga ascendente para alcanzar, con el pie, las postillas rocosas del boquete. Se fue columpiando, con el brazo fuerte, de postilla en postilla, hasta clavar las uñas en la plataforma superior. Emergió su cabeza. Estaba en el tiro caliente. Pero ahora parecía más oscuro y sofocado que antes. Caminó hacia la cueva de distribución. La reconoció porque al lado del tiro mal ventilado estaba el otro, el del ventarrón. Pero más lejos, la luz no entraba por la abertura original. ¿Habría anochecido? ¿Habría perdido la cuenta de las horas?
A ciegas, sus manos buscaron la entrada. No era la noche la que la había clausurado, sino una barricada de rocas pesadas, levantadas por los villistas antes de partir. Lo habían sellado en esta tumba de vetas agotadas.
Sintió en los nervios del estómago eso: que estaba aplastado. Automáticamente, ensanchó las ventanillas de la nariz en un esfuerzo imaginario de respiración. Se llevó los dedos a las sienes y las acarició. El otro tiro, el ventilado. Ese aire venía de afuera, subía del desierto, lo chicoteaba el sol. Corrió hacia el segundo pasaje. Su nariz se pegó a ese aire dulce, corriente, y con las manos apoyadas sobre los muros fue dando traspiés en la oscuridad. Una gota le mojó la mano. Acercó la boca abierta al muro, buscando el origen del agua. En el techo negro goteaban esas perlas lentas, aisladas. Recogió otra con la lengua; esperó la tercera, la cuarta. Colgó la cabeza. El tiro parecía terminar. Husmeó el aire. Venía de abajo, lo sentía alrededor de los tobillos. Se arrodilló, buscó con las manos. De esa abertura invisible, de allí surgía: era el tiro encajonado lo que le daba una fuerza mayor que la del origen. Las piedras estaban sueltas. Comenzó a tirar de ellas, hasta que la rendija se amplió y, al cabo, se derrumbó: una nueva galería, iluminada por venas plateadas, se abría detrás del derrumbe. Coló el cuerpo y, en el nuevo pasaje, se dio cuenta de que no podía caminar de pie: sólo cabía de estómago. Así fue arrastrándose, sin saber a dónde conducía su carrera de reptil. Vetas grises, reflejos dorados de las espiguillas de oficial: sólo estas luces disparejas iluminaban su lentitud de culebra amortajada. Los ojos reflejaban los rincones más negros de la oscuridad y un hilo de saliva le corría por el mentón. Sintió la boca llena de tamarindos: acaso el recuerdo involuntario de una fruta que aun en la memoria agita las glándulas salivales, quizá el mensajero exacto de un olor desprendido de una huerta lejana y que, acarreado por el aire inmóvil del desierto, habría llegado hasta el estrecho pasaje. El olfato despierto percibió algo más. Una bocanada completa de aire. Un pulmón lleno. Un sabor inconfundible de tierra cercana: inconfundible para uno que llevaba tanto tiempo encerrado en el gusto de roca. La galería baja iba en descenso; ahora se detenía abruptamente y caía, a tajo, sobre un ancho espacio interior y un suelo de arena. Se descolgó de la galería alta y se dejó caer en el lecho blanco, Algunos brazos vegetales habían entrado hasta aquí. ¿Por dónde?
«Sí, ahora vuelve a subir. ¡Pero si es luz! Parecía un reflejo de la arena ¡y es luz!»
Corrió, con el pecho lleno, hacia la abertura bañada de sol.
Corrió sin escuchar ni ver. Sin escuchar el guitarreo lento y la voz que lo coreaba, una voz guanga y sensual de soldado cansado.
Las muchachas durangueñas se visten [de azul y verde, de las ocho en adelante, la que no [pellizca muerde…
Sin ver el pequeño fuego sobre el cual se mecía el esqueleto de la cabra cazada en la montaña y los dedos que le arrebataban jirones de pellejo.
Cayó, sin escuchar ni ver, sobre la primera franja de tierra iluminada, Cómo iba a ver, bajo ese sol de las tres de la tarde, derretido, que iluminaba como un hongo de cal el
sarakof
del hombre que reía y le alargaba la mano.
—Ándele, capitán, que nos va a hacer llegar tarde. Mire no más cómo le entra el yaqui al rancho. y ahora sí, las cantimploras pueden usarse.
Las muchachas chihuahuenses ya no [saben ni qué hacer,
pidiendo a Dios que haya un hombre [que las sepa bien querer…
El prisionero levantó el rostro y antes de ver al grupo reclinado del coronel Zagal, dejó que los ojos se le perdieran en el paisaje seco, de pedruscos y órganos espinosos, largo y lento, silencioso y aplomado. Después, se incorporó y llegó hasta el pequeño campamento. El yaqui lo miraba fijamente. Él alargó el brazo, arrancó un jirón chamuscado del lomo de la cabra y se sentó a comer.
Perales.
Era un pueblo de adobes, que en poco se distinguía de los demás. Sólo una cuadra, la que pasaba frente a la presidencia municipal, estaba empedrada. Las demás eran de polvo aplanado por los pies desnudos de los niños, los tarsos de los guajolotes que se esponjaban en las bocacalles, las patas de la jauría de perros que a veces dormían al sol y a veces corrían todos juntos, ladrando, sin rumbo. Quizá había una o dos casas buenas, con portones grandes y chapas de fierro y canales de latón: eran siempre la del agiotista y la del jefe político (cuando uno y otro no eran el mismo), ahora huyendo de la justicia expedita de Pancho Villa. Las tropas habían ocupado las dos residencias llenando los patios —escondidos detrás de los largos muros que daban su rostro de fortaleza a la calle— de caballada y paja, cajas de parque y herramientas: lo que la División del Norte, derrotada, lograba salvar en su marcha hacia el origen. El color del pueblo era pardo; sólo la fachada de la presidencia lucía un tono rosa, que en seguida se perdía, por los costados y los patios, en el mismo tono grisáceo de la tierra. Había un aguaje cercano; por eso se fundó el pueblo, cuya riqueza se limitaba a unos cuantos pavos y gallinas, unas cuantas milpas secas cultivadas sobre las callejas de polvo, un par de forjas, una carpintería, una tienda de abarrotes y algunas industrias domésticas. Se vivía de milagro. Se vivía en silencio. Como en la mayoría de las aldeas mexicanas, era difícil saber dónde se escondían sus moradores. En la mañana como en la tarde, en la tarde como en la noche, podría quizá escucharse el golpe de un martillo, insistente, o el chillido de un recién nacido, pero sería difícil encontrarse en las calles ardientes con un ser vivo. Los niños se asomaban a veces, pequeñísimos, descalzos. También la tropa permanecía detrás de los muros de las casas incautadas o escondida en los patios de la presidencia, que era hacia donde se encaminaba la columna fatigada. Cuando desmontaron, un piquete se acercó y el coronel Zagal señaló al indio yaqui.
—Ése al calabozo. Usted venga conmigo, Cruz.
Ahora el coronel no reía. Abrió las puertas del despacho encalado y con una manga se secó el sudor de la frente. Se aflojó el cinturón y se sentó. El prisionero lo contempló de pie.
—Jálese una silla, capitán, y vamos platicando a gusto. ¿Quiere un cigarro?
El prisionero lo tomó y el fuego del mechero acercó los dos rostros.
—Bueno —volvió a sonreír Zagal—, si la cosa es muy sencilla. Usted podría decirnos cuáles son los planes de los que nos vienen persiguiendo y nosotros lo pondríamos en libertad. Le soy franco. Sabemos que estamos perdidos, pero así y todo nos queremos defender. Usted es buen soldado y entiende esto.
—Seguro. Por eso mismo no voy a hablar.
—Sí. Pero sería muy poco lo que tendría que contarnos. Usted y todos esos muertos que se quedaron en el cañón formaban un destacamento de exploración, eso se veía claro. Eso quiere decir que el grueso de las tropas no andaba lejos. Hasta se olieron la ruta que hemos tomado hacia el norte. Pero como ustedes no conocen bien ese paso por la montaña, seguro que han tenido que atravesar todo el llano y eso toma varios días. Ahora: ¿cuántos son, hay tropas que se hayan adelantado por tren, en cuánto calcula usted sus provisiones de parque, cuántas piezas de artillería vienen arrastrando? ¿Qué táctica han decidido? ¿Dónde se van a juntar las brigadas sueltas que nos vienen siguiendo la pista? Fíjese qué sencillo: usted me cuenta todo esto y sale libre, Palabra que sí.
—¿De cuándo acá esas garantías?
—Caramba, capitán, si de todas maneras vamos a perder. Yo le soy franco. La División está desintegrada. Se ha fraccionado en bandas que se perderán por las montañas, cada vez más deshilachadas, porque a lo largo del camino se van quedando en sus pueblos, en sus rancherías. Estamos cansados. Son muchos años de pelear, desde que nos levantamos contra don Porfirio. Luego peleamos con Madera, luego contra los colorados de Orozco, luego contra los pelones de Huerta, luego contra ustedes los carranclanes de Carranza. Son muchos años. Ya nos cansamos. Nuestras gentes son como las lagartijas, van tomando el color de la tierra, se meten a las chozas de donde salieron, vuelven a vestirse de peones y vuelven a esperar la hora de seguir peleando, aunque sea dentro de cien años. Ellos ya saben que esta vez perdimos, igual que los zapatistas en el Sur. Ganaran ustedes. ¿Para qué ha de morírsenos usted cuando la pelea está ganada por los suyos? Déjenos perder dando la batalla. Nomás eso le pido. Déjenos perder con tantito honor.
—Pancho Villa no está en este pueblo.
—No. Él va más adelante. Y la gente se nos va quedando. Ya somos muy pocos.
—¿Qué garantías me dan?
—Lo dejamos vivo aquí en la cárcel hasta que sus amigos lo rescaten.
—Eso, si los nuestros ganan. Si no…
—Si los derrotamos, le doy un caballo para que se largue.
—y así puedan fusilarme por la espalda cuando salga corriendo.
—Usted dirá…
—No. No tengo nada que contar.
—En el calabozo están su amigo el yaqui y el licenciado Bernal, un enviado de Carranza. Espere usted con ellos la orden de fusilamiento.
Zagal se incorporó.
Ninguno de los dos tenía sentimientos. Eso, cada cual, en su bando, lo había perdido, limado por los hechos cotidianos, por el remache sin tregua de su lucha ciega. Habían hablado automáticamente, sin comprometer sus emociones. Zagal solicitaba la información y daba la oportunidad de escoger entre la libertad y el paredón, el prisionero negaba la información: pero no como Zagal y Cruz, sino como engranajes de dos máquinas de guerra opuestas. Por esto, la noticia del fusilamiento era recibida por el prisionero con indiferencia absoluta. Una indiferencia, justamente, que le obligaba a darse cuenta de la tranquilidad monstruosa con que aceptaba su propia muerte. Entonces también él se puso de pie y cuadró la quijada.
—Coronel Zagal, llevamos mucho tiempo obedeciendo órdenes, sin darnos tiempo para hacer algo ¿cómo le diré?, algo que diga: esto lo hago como Artemio Cruz; ésta me la juego yo solo, no como oficial del ejército. Si me ha de matar, máteme como Artemio Cruz. Ya lo dijo usted que esto se va a terminar, que estamos cansados. Yo no quiero morir como el último sacrificado de una causa victoriosa y usted tampoco ha de querer morir como el último de una causa perdida. Sea usted hombre, coronel, y déjeme serlo. Le propongo que nos batamos con pistolas. Trace una raya en el patio y salgamos los dos armados de dos esquinas opuestas. Si usted logra herirme antes de que yo cruce la raya, me remata. Si yo la cruzo sin que usted me pegue, me deja libre.
—¡Cabo Payán! —gritó Zagal con un brillo en los ojos—. Condúzcalo a la celda.
Luego le dio la cara al prisionero. —No se les avisará la hora de la ejecución, de manera que estén listos. Como puede ser dentro de una hora, puede ser mañana o pasado. Usted no más piense en lo que le dije.
Por los barrotes entraba el sol poniente y recortaba en amarillo las siluetas de esos dos hombres, uno de pie, el otro recostado. Tobías trató de murmurar un saludo; el otro, el que se paseaba nerviosamente, se acercó a él en cuanto la puerta de la celda rechinó y las llaves del cabo de guardia rasparon la cerradura.
_. ¿Usted es el capitán Artemio Cruz? Yo soy Gonzalo Bernal, enviado del Primer Jefe Venustiano Carranza.
Vestía traje de civil: un traje de casimir café con cinturón postizo en la parte trasera. Y él lo observó como a todos los civiles que de vez en cuando se arrimaban al núcleo sudoroso de los que peleaban: con una mirada rápida de burla e indiferencia, hasta que Bernal continuó, pasándose un pañuelo por la frente amplia y el bigote rubio:
—Está muy mal el indio. Tiene una pierna rota.
El capitán se encogió de hombros. —Para lo que va a durar.
—¿Qué sabe usted? —preguntó Bernal y detuvo el pañuelo sobre los labios, de manera que las palabras salieron sofocadas.
—Nos van a tronar a todos. Pero no dicen a qué horas. No habíamos de morirnos de catarro.
—¿No hay esperanzas de que lleguen los nuestros antes?
Ahora fue el capitán el que se detuvo —había estado girando, observando el techo, las paredes, la ventanilla embarrotada, el suelo de polvo: la búsqueda instintiva del boquete por donde huir— y miró a un nuevo enemigo: el delator plantado en la celda.
Preguntó: — ¿Qué no hay agua?
—Se la bebió el yaqui.
El indio gimió. Él se acercó al rostro cobrizo recargado contra la cabecera de piedra de esa banca desnuda que servía de cama y asiento. Su mejilla se detuvo junto a la de Tobías y por primera vez, con una fuerza que lo obligó a retirarse, sintió la presencia de ese rostro que nunca había sido más que una plasta oscura, parte de la tropa, más reconocible en la integridad nerviosa y rápida de su cuerpo guerrero que en esta serenidad, este dolor. Tobías tenía un rostro; él lo vio. Centenares de rayas blancas —rayas de risa y enojo y ojos guiñados contra el sol— recorrían las esquinas del párpado y cuadriculaban los anchos pómulos. Los labios gruesos y prominentes sonreían con dulzura y en los ojos pardos, angostos, había algo semejante a un pozo de luz turbia, encantada, dispuesta.
—Verdad que has llegado —dijo Tobías en su lengua, aprendida por el capitán en el trato diario con las tropas de la sierra sinaloense.