. la has acarreado durante toda tu vida: esa cosa:
eres un hijo de la chingada
del ultraje que lavaste ultrajando a otros hombres
del olvido que necesitas para recordar
de esa cadena sin fin de nuestra injusticia
te fatigas
me fatigas; me vences; me obligas a descender contigo a ese infierno; quieres recordar otras cosas, no eso: me obligas a olvidar que las cosas serán, nunca que son, nunca que fueron: me vences con la chingada
te fatigas
reposa
sueña con tu inocencia
di que intentaste, que tratarás: que un día la violación te pagará con la misma moneda, te devolverá su otra cara: cuando quieras ultrajar como joven lo que debías agradecer como viejo: el día en que te darás cuenta de algo, del fin de algo: un día en que amanecerás —te venzo— y te verás al espejo y verás, al fin, que habrás dejado algo atrás: lo recordarás: el primer día sin juventud, primer día de un nuevo tiempo: fíjalo, lo fijarás, como una estatua, para poder verlo en redondo: apartarás las cortinas para que entre esa brisa temprana: ah, cómo te llenará, ah, te hará olvidar ese olor de incienso, ese olor que te persigue, ah, cómo te limpiará: no te permitirá insinuar siquiera la duda: no te conducirá al filo de esa primera duda.
Él apartó las cortinas y respiró el aire limpio. Había entrado la brisa temprana, agitando las cortinas para anunciarse. Miró hacia afuera: estas horas del amanecer eran las mejores, las más despejadas, las de una primavera diaria. No tardaría en sofocarlas el sol palpitante. Pero a las siete de la mañana, la playa frente al balcón se iluminaba con una paz fresca y un contorno silencioso. Las olas apenas murmuraban y las voces de los escasos bañistas no alcanzaban a distraer el encuentro solitario del sol naciente, el océano tranquilo y la arena peinada por la marea. Apartó las cortinas y respiró el aire limpio. Tres chiquillos caminaban por la playa con sus cubetas, recogiendo los tesoros de la noche: estrellas, caracoles, maderos pulidos. Un velero se bamboleaba cerca de la costa; el cielo transparente se proyectaba sobre la tierra a través de un filtro del verde más pálido. Ningún automóvil corría por la avenida que separaba al hotel de la playa.
Dejó caer la cortina y caminó hacia el baño de azulejos moriscos. Miró en el espejo ese rostro hinchado por un sueño que, sin embargo, era tan breve, tan distinto. Cerró la puerta con suavidad. Abrió los grifos y taponó el lavabo. Arrojó la camisa del pijama sobre la tapa del excusado. Escogió una hoja nueva, la despojó de su envoltura de papel ceroso y la colocó en el rastrillo dorado. Luego dejó caer la navaja en el agua caliente, humedeció una toalla y se cubrió el rostro con ella. El vapor empañó el cristal. Lo limpió con una mano y encendió el cilindro de luz neón colocado sobre el espejo. Exprimió el tubo de un nuevo producto norteamericano, la crema de afeitar de aplicación directa; embarró la sustancia blanca y refrescante sobre las mejillas, el mentón y el cuello. Se quemó los dedos al sacar la navaja del agua. Hizo un gesto de molestia y con la mano izquierda extendió una mejilla y comenzó a afeitarse, de arriba abajo, con esmero, torciendo la boca. El vapor le hacía sudar; sentía correr las gotas por las costillas. Ahora se descañonaba lentamente y después se acariciaba el mentón para asegurarse de la suavidad. Volvió a abrir los grifos, a empapar la toalla, a cubrirse la cara con ella. Se limpió las orejas y se roció el rostro con una loción excitante que le hizo exhalar con placer. Limpió la hoja y volvió a colocarla en el rastrillo, y éste en su estuche de cuero. Tiró del tapón y contempló, por un instante, la succión del charco gris de jabón y vello emplastado. Observó las facciones: quiso descubrir al mismo de siempre, porque al limpiar de nuevo el vaho que empañaba el cristal, sintió sin saberlo —en esa hora temprana, de quehaceres insignificantes pero indispensables, de malestares gástricos y hambres indefinidas, de olores indeseados que rodeaban la vida inconsciente del sueño— que había pasado mucho tiempo sin que, mirándose todos los días al espejo de un baño, se viera. Rectángulo de azogue y vidrio y Único retrato verídico de este rostro de ojos verdes y boca enérgica, frente ancha y pómulos salientes. Abrió la boca y sacó la lengua raspada de islotes blancos; luego buscó en el reflejo los huecos de los dientes perdidos. Abrió el botiquín y tomó los puentes que dormían en el fondo de un vaso con agua. Los enjuagó rápidamente y, dando la espalda al espejo, se los colocó. Embarró la pasta verdosa sobre el cepillo y se limpió los dientes. Hizo gárgaras y se desprendió del pantalón del pijama. Abrió los grifos de la regadera. Tomó la temperatura con la palma de la mano y sintió el chorro desigual sobre la nuca, mientras pasaba el jabón sobre el cuerpo magro, de costillas salientes, el estómago fláccido y los músculos que aún conservaban cierta tirantez nerviosa, pero que ahora tendían a colgarse hacia adentro, de una manera que le parecía grotesca, si él no mantenía una vigilancia enérgica y postiza… y sólo cuando era observado, como estos días, por esas miradas impertinentes del hotel y la playa. Dio la cara a la regadera, cerró los grifos y se frotó con la toalla. Volvió a sentirse contento cuando se fregó el pecho y las axilas con el agua de lavanda y pasó el peine sobre la cabellera crespa. Tomó del closet el calzón de baño azul y la camisa blanca de polo. Calzó las zapatillas italianas de lona y cuerda y abrió con lentitud la puerta del baño.
La brisa continuaba agitando las cortinas y el sol no acababa de brillar: sería una lástima, una verdadera lástima que el día se echara a perder. En septiembre nunca se sabe. Miró hacia la cama matrimonial. Lilia seguía durmiendo, con esa postura espontánea, libre: la cabeza apoyada en el hombro y el brazo extendido sobre la almohada, la espalda al aire y una rodilla doblada, fuera de la sábana. Se acercó al cuerpo joven, sobre el cual esa luz primera jugaba grácilmente, iluminando el vello dorado de los brazos y los rincones húmedos de los párpados, los labios, la axila pajiza. Se agachó para mirar las perlas de sudor sobre los labios y sentir la tibieza que ascendía del cuerpo de un animalillo en reposo, tostado por el sol, inocentemente impúdico. Extendió los brazos, con el deseo de voltearla y ver el frente del cuerpo. Los labios entreabiertos se cerraron y la muchacha suspiró. Él bajó a desayunar.
Cuando terminó el café, se limpió los labios con la servilleta y miró a su alrededor. Siempre, a esta hora, parecían desayunar los niños, acompañados de las nanas. Las cabezas lisas y húmedas eran de los que no habían resistido la tentación de un baño antes del desayuno y ahora se disponían a regresar, con las trusas mojadas, a la playa que acogía ese tiempo sin tiempo en el que sólo la imaginación de cada niño daría el ritmo querido a las horas, largas o cortas, de castillos y murallas en construcción, de alegres prólogos de enterramiento, de paseos chapoteados y juegos revolcados, de cuerpos tendidos sin tiempo al tiempo del sol, de griterías en la envoltura intangible del agua. Era extraño verlos, tan niños, buscando ya en el espacio abierto la guarida singular de un entierro ficticio, de un palacio de arena. Ahora se retiraban los niños y entraban los huéspedes adultos del hotel.
Encendió un cigarrillo y se dispuso a ese mareo leve que de unos meses a esta parte acompañaba siempre a la primera bocanada del día. Dirigió la mirada lejos del comedor, hacia la curva de la playa recortada que se iba serpenteando en espuma desde el extremo del océano abierto hasta la media luna más recogida de la bahía, ahora punteada de veleros y un rumor ascendente de actividad. Un matrimonio conocido pasó a su lado y le saludó con un gesto. Él inclinó la cabeza y volvió a tomar una bocanada de humo.
Aumentaron los ruidos del comedor: los cubiertos sobre los platos, las cucharillas batidas dentro de las tazas, las botellas destapadas y el burbujeo de agua mineral, las sillas acomodadas, las conversaciones de las parejas, de los grupos de turistas. Y el rumor creciente del oleaje, que no se resignaba a que lo venciera el rumor humano. Desde la mesa, se veía la explanada del nuevo frente moderno de Acapulco, levantado con premura para satisfacer la comodidad del gran número de viajeros norteamericanos a los que la guerra había privado de Waikiki, Portofino o Biarritz, y también para ocultar el traspatio chaparro, lodoso, de los pescadores desnudos y sus chozas con niños barrigones, perros sarnosos, riachuelos de aguas negras, triquina y bacilos. Siempre los dos tiempos, en esta comunidad jánica, de rostro doble, tan lejana de lo que fue y tan lejana de lo que quiere ser.
Fumaba, sentado, con un ligero entumecimiento en las piernas que ya no toleraban, ni siquiera a las once de la mañana, esta ropa veraniega. Se frotó disimuladamente la rodilla. Debía ser un frío dentro de él, porque la mañana estallaba en una sola luz redonda y el cráneo del sol hervía con un penacho naranja. Y Lilia entraba, con los ojos escondidos detrás de gafas oscuras. Él se puso de pie y acercó la silla a la muchacha. Hizo una seña al mozo. Notó el cuchicheo del matrimonio conocido. Lilia pidió papaya y café.
—¿Dormiste bien?
La muchacha asintió, sonrió sin separar los labios y acarició la mano morena del hombre, recortada sobre el mantel.
—¿No habrán llegado los periódicos de México? —dijo mientras recortaba en trocitos la rebanada de fruta— ¿Por qué no miras?
—Sí. Apúrate, que a las doce nos espera el yate.
—¿Dónde vamos a comer?
—En el Club.
El hombre caminó hacia la administración. Sí, sería un día como el de ayer, de conversación difícil, de preguntas y respuestas ociosas. Pero la noche, sin palabras, era otra cosa. ¿Por qué iba a pedir más? El contrato, tácito, no exigía verdadero amor, ni siquiera una semblanza de interés personal. Quería una chica para las vacaciones. La tenía. El lunes todo terminaría, no la volvería a ver. ¿Quién iba a exigir más? Compró los diarios y subió a ponerse unos pantalones de franela.
En el automóvil, Lilia se metió en los periódicos y comentó algunas noticias de cine. Cruzó las piernas bronceadas y dejó que una zapatilla se le descolgara. Él encendió el tercer cigarrillo de la mañana, no le dijo que ese periódico lo editaba él, se distrajo observando los anuncios que coronaban los nuevos edificios y esa extraña transición del hotel de quince pisos y el restaurante de hamburguesas a la montaña rapada, de entrañas descubiertas por la pala mecánica, que caía con su vientre rojizo sobre la carretera.
Cuando Lilia saltó graciosamente a la cubierta y él trató de equilibrarse y al fin dio pie en el yate, el otro ya estaba allí y fue quien les dio la mano para que pasaran del muelle bamboleante.
—Xavier Adame.
Casi desnudo, con un traje de baño muy corto y el rostro oscuro, aceitado alrededor de los ojos azules y las cejas espesas y juguetonas. Tendió la mano con un movimiento de lobo inocente: audaz, cándido, secreto.
—Don Rodrigo dijo que si no les importaba compartir el barco conmigo.
Él asintió y buscó un lugar en la cabina sombreada. Adame le decía a Lilia:
—… el viejo me lo tenía ofrecido desde hace una semana y luego se le olvidó…
Lilia sonrió y extendió la toalla sobre la popa asoleada.
—¿No apeteces nada? —le preguntó el hombre a Lilia cuando el mozo de a bordo se acercó con el carro de las bebidas y las botanas.
Lilia, acostada, dijo que no con un dedo. Él acercó el carro y picoteó las almendras mientras el mozo le preparaba un
gin-and-tonic.
Xavier Adame había desaparecido sobre el toldo de la cabina. Se escucharon sus pisadas firmes, un diálogo rápido con alguien que estaba sobre el muelle, después el movimiento del cuerpo al recostarse sobre el toldo.
El pequeño yate salió lentamente de la bahía. Él tomó su gorra con visera transparente y se reclinó a beber el
gin-and-tonic.
Frente a él, el sol se untaba sobre Lilia. La muchacha deshizo el nudo del sostén y ofreció la espalda. Todo el cuerpo hizo un gesto de alegría. Levantó los brazos y se anudó el pelo suelto, de un cobrizo brillante, sobre la nuca. Un sudor finísimo le corría por el cuello, lubricando la carne suave y redonda de los brazos y la espalda lisa, de separación acentuada. La miraba desde el fondo de la cabina. Ahora se dormiría en la misma postura de la mañana. Recargada sobre el hombro, con una rodilla doblada. Vio que se había afeitado la axila. El motor arrancó y las olas se abrieron en dos crestas veloces, levantando una llovizna salada, pareja, cortada, que caía sobre el cuerpo de Lilia. El agua de mar mojó el pantaloncillo de baño y lo pegó sobre las caderas y lo encajó entre las nalgas. Las gaviotas se acercaron, chirriando, a la nave veloz y él sorbió lentamente los popotes de su bebida. Ese cuerpo joven, lejos de excitarlo, lo llenaba de contención, de una especie de austeridad malévola. Jugaba, sentado sobre la silla de lona al fondo de la cabina, al aplazamiento de sus deseos, a su almacenamiento para la noche silenciosa y solitaria, cuando los cuerpos desaparecían en la oscuridad y no podían ser objeto de comparaciones. En la noche, sólo tendría para ella las manos experimentadas, amantes de la lentitud y la sorpresa. Bajó la mirada y vio esas manos morenas, de venas verdosas, prominentes que suplían el vigor y la impaciencia de otras edades.
Se encontraban en mar abierto. La costa deshabitada, de matorrales desgreñados y bastiones de roca, levantaba sobre sí misma un reverberar ardiente. El yate dio un viraje en el mar picado y una ola se estrelló, empapó el cuerpo de Lilia: gritó alegremente y levantó el busto, detenido por esos botones rosados que parecían atornillar los senos duros. Volvió a recostarse. El mozo se acercó con una bandeja olorosa de ciruelas magulladas, duraznos y naranjas peladas. Él cerró los ojos y dio paso a una sonrisa difícil, impuesta por el pensamiento: ese cuerpo lúbrico, ese talle estrecho, esos muslos llenos, también llevaban escondidos en una célula ahora minúscula, el cáncer del tiempo. Maravilla efímera, ¿en qué se distinguiría, al cabo de los años, de este otro cuerpo que ahora la poseía? Cadáver al sol chorreando aceites y sudor, sudando su juventud rápida, perdida en un abrir y cerrar de ojos, capilaridad marchita, muslos que se ajarían con los partos y la pura, angustiosa permanencia sobre la tierra y sus rutinas elementales, siempre repetidas, exhaustas de originalidad. Abrió los ojos. La miró.
Xavier se descolgó del toldo. Él vio aparecer las piernas velludas, luego el nudo del sexo escondido, en fin los pechos ardientes. Sí: caminaba como lobo, al agacharse para entrar a la cabina abierta y tomar dos duraznos del platón depositado sobre una fuente de hielo. Le dirigió una sonrisa y salió con la fruta empuñada. Se puso en cuclillas frente a Lilia, con las piernas abiertas frente al rostro de la muchacha; le tocó el hombro. Lilia sonrió y tomó uno de los duraznos ofrecidos con unas palabras que él no pudo entender, sofocadas por el motor, la brisa, las olas veloces. Ahora esas dos bocas mascaban a un tiempo y el jugo les escurría por las barbillas. Si al menos… Sí. El joven cerró las piernas y se recargó, extendiéndolas, a babor. Levantó los ojos sonrientes, frunciendo el ceño, al cielo blanco del mediodía. Lilia lo miraba y movía los labios. Xavier indicó algo, movió el brazo y señaló hacia la costa. Lilia trataba de mirar hacia allá, tapándose los senos. Xavier se volvió a acercar y ambos rieron cuando él le amarró el sostén de tela y ella se sentó con el busto húmedo y dibujado y se tapó la frente con una mano para ver lo que él señalaba en la línea lejana de una playuela caída, como una concha amarilla, entre el espesor de la selva. Xavier se puso de pie y gritó una orden al lanchero. El yate dio un nuevo viraje y enfiló hacia la playa. La joven también se recostó a babor y acercó el bolso para ofrecerle un cigarrillo a Xavier. Hablaban.