Read La Muerte de Artemio Cruz Online

Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Cuento, Relato

La Muerte de Artemio Cruz (18 page)

BOOK: La Muerte de Artemio Cruz
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Él veía los dos cuerpos, sentados lado a lado, parejamente oscuros y parejamente lisos, hechos de una sola línea sin interrupciones, de la cabeza a los pies extendidos. Inmóviles pero tensos con una espera segura; identificados en su novedad, en su afán apenas disimulado de probarse, de exponerse. Sorbió los popotes y se puso las gafas negras, que unidas a la gorra de visera casi disfrazaban el rostro.

Hablaban. Terminaban de chupar el hueso del durazno y dirían:

«Sabe bien», o quizá,

«Me gusta… »,

algo que nadie había dicho antes, dicho por cuerpos, por presencias que estrenaban la vida. Dirían…

—¿Por qué no nos hemos visto antes? Yo siempre ando por el Club…

—No, yo no… Anda, vamos a tirar los huesos. A la una…

Los vio arrojar los huesos a un tiempo, con una risa que no llegó hasta él; vio la fuerza de los brazos.

—¡Te gané! —dijo Xavier cuando los huesos se estrellaron sin ruido, lejos del yate. Ella rió. Volvieron a acomodarse.

—¿Te gusta esquiar?

—No sé.

—Ándale, te enseño…

¿Qué dirían? Tosió y acercó el carro para prepararse otra bebida. Xavier averiguaría la clase de pareja que formaban Lilia y él. Ella contaría su pequeña y sórdida historia. Él se encogería de hombros, la obligaría a preferir el cuerpo de lobo, por lo menos para una noche, para variar. Pero amarse… amarse…

—Es cuestión de mantener los brazos rígidos, ¿ves?, no .doblar los brazos…

—Primero veo cómo lo haces tú…

—Cómo no. Deja que lleguemos a la playita.

¡Ah, sí! Ser joven y rico.

El yate se detuvo a unos metros de la playa escondida. Se meció, cansado, y dejó escapar su aliento de gasolina, manchando el mar de cristales verdes y fondo blanco. Xavier tomó los esquíes y los arrojó al agua; después se zambulló, emergió sonriendo y los calzó.

—¡Tírame la cuerda!

La muchacha buscó la agarradera y la arrojó al joven. El yate volvió a arrancar y Xavier se levantó del agua, siguiendo la estela de la nave con un brazo de saludo en alto mientras Lilia lo contemplaba y él bebía el
gin-and-toníc:
esa franja de mar que separaba a los jóvenes los acercaba de una manera misteriosa; los unía más que una cópula apretada y los fijaba en una cercanía inmóvil, como si el yate no surcara el Pacífico, como si Xavier fuese una estatua esculpida para siempre, arrastrada por la nave, como si Lilia se hubiese detenido sobre una, cualquiera, de las olas que en apariencia carecían de sustancia propia, se levantaban, se estrellaban, morían, volvían a integrarse otras las mismas— siempre en movimiento y siempre idénticas, fuera del tiempo, espejo de sí mismas, de las olas del origen, del milenio perdido y del milenio por venir. Hundió el cuerpo en ese sillón bajo y cómodo. ¿Qué iba a elegir ahora? ¿Cómo escaparía a ese azar colmado de necesidades que huían del dominio de su voluntad?

Xavier soltó la agarradera y cayó al mar frente a la playa. Lilia se zambulló sin mirarlo, sin mirarlo a él. Pero la explicación llegaría. ¿Cuál? ¿Lilia le explicaría a él? ¿Xavier le pediría una explicación a Lilia? ¿Lilia le daría una explicación a Xavier? Cuando la cabeza de Lilia, iluminada en mil vetas extrañas por el sol y el mar, apareció en el agua junto a la del joven, supo que nadie, salvo él, osaría pedir una explicación; que allá abajo, en el mar tranquilo de esta rada transparente, nadie buscaría las razones o detendría el encuentro fatal, nadie corrompería lo que era, lo que debía ser. ¿Qué cosa se levantaba entre los jóvenes? ¿Este cuerpo hundido en la silla, vestido con camisa de polo, pantalón de franela y gorra de visera? ¿Esta mirada impotente? Allá abajo, los cuerpos nadaban en silencio y la borda le impedía ver lo que sucedía. Xavier chifló. El yate arrancó y Lilia apareció, por un instante, sobre la superficie del mar. Cayó; el yate se detuvo. Las risas redondas, abiertas, llegaron hasta su oído. Nunca la había escuchado reír así. Como si acabara de nacer, como si no hubiera atrás, siempre atrás, lápidas de historia e historias, sacos de vergüenza, hechos cometidos por ella, por él.

Por todos. Ésa era la palabra intolerable. Cometidos por todos. La mueca agria no pudo contener esa palabra que le desbordaba. Que rompía todos los resortes del poder y la culpa, del dominio singular de otros, de alguien, de una muchacha en su poder, comprada por él, para hacerlos ingresar a un mundo ancho de actos comunes, destinos similares, experiencias sin etiquetas de posesión. ¿Entonces esa mujer no había sido marcada para siempre? ¿No sería, para siempre, una mujer poseída ocasionalmente por él? ¿No sería ésa su definición y su fatalidad: ser lo que fue porque en un momento dado fue suya? ¿Podía Lilia amar como si él nunca hubiese existido?

Se incorporó, caminó hacia la popa y gritó: —Se hace tarde. Hay que regresar al Club para comer a tiempo.

Sintió su propio rostro, toda su figura, rígidos y cubiertos de un almidón pálido cuando se dio cuenta de que su grito no era escuchado por nadie, pues mal podían oír dos cuerpos ligeros que nadaban bajo el agua opalina, paralelos, sin tocarse, como si flotaran en una segunda capa de aire.

Xavier Adame los dejó en el muelle y volvió al yate: quería seguir esquiando. Se despidió desde la proa. Agitó la blusa y en sus ojos no había nada de lo que él hubiese querido ver. Como durante el almuerzo a la orilla de la rada, bajo el techo de palma, hubiese querido ver lo que no encontró en los ojos castaños de Lilia. Xavier no había preguntado. Lilia no había contado esa triste historia de melodrama que él saboreaba para sus adentros mientras distinguía los sabores mezclados del
Viechysoisse.
Ese matrimonio de clase media, con el lépero de siempre, el machito, el castigador, el pobre diablo; el divorcio y la putería. Quisiera contárselo —ah, quizá debiera contárselo— a Xavier. Le costaba recordar la historia, sin embargo, porque había huido de los ojos de Lilia, esta tarde, como si durante la mañana el pasado hubiese huido de la vida de la mujer.

Pero el presente no podía huir porque lo estaban viviendo, sentados sobre esos sillones de paja y comiendo mecánicamente el almuerzo especialmente ordenado:
Viehysoisse,
langosta,
Côtes du Rhone, Baked Alaska.
Estaba sentada allí, pagada por él. Detuvo el pequeño tenedor de mariscos antes de llegar a la boca: pagada por él, pero se le escapaba. No podía tenerla más. Esa tarde, esa misma noche, buscaría a Xavier, se encontrarían en secreto, ya habían fijado la cita. y los ojos de Lilia, perdidos en el paisaje de veleros y agua dormida, no decían nada. Pero él podría sacárselo, hacer una escena… Se sintió falso, incómodo y Siguió comiendo la langosta… Ahora cuál camino… un encuentro fatal que se sobrepone a su voluntad… Ah, el lunes todo terminaría, no la volvería a ver, no volvería a buscarla a oscuras, desnudo, seguro de encontrar esa tibieza reclinada entre las sábanas, no volvería…

—¿No tienes sueño? —murmuró Lilia cuando les sirvieron el postre-o ¿No te da mucha modorra el vino?

—Sí. Un poco. Sírvete.

—No; no quiero helado… Quisiera dormir la siesta.

Al llegar al hotel, Lilia se despidió con una seña de los dedos y él atravesó la avenida y pidió a un muchacho que le colocase una silla bajo la sombra de las palmeras. Le costó encender el cigarrillo: un viento invisible, sin localización en la tarde calurosa, se empeñaba en apagarle los fósforos. Ahora algunas parejas jóvenes sesteaban cerca de él, abrazadas, algunas entrelazando las piernas, otras con las cabezas escondidas debajo de las toallas. Comenzó a desear que Lilia bajase y recostara su cabeza sobre las rodillas enfraneladas, delgadas, duras. Sufría o se sentía herido, molesto, inseguro. Sufría con el misterio de ese amor que no podía tocar. Sufría con el recuerdo de esa complicidad inmediata, sin palabras, pactada ante su mirada con actitudes que en sí nada decían, pero que en presencia de ese hombre, de ese hombre hundido en una silla de lona, hundido detrás de la visera, las gafas oscuras… Una de las jóvenes recostadas se desperezó con un ritmo lánguido en los brazos y empezó a chorrear, con la mano, una lluvia de arena fina sobre el cuello de su compañero. Gritó cuando el joven saltó fingiendo cólera y la tomó del talle. Los dos rodaron por la arena; ella se levantó y corrió; él detrás, hasta volver a tomarla, jadeante, nerviosa y llevarla en brazos hacia el mar. Él se despojó de las zapatillas italianas y sintió la arena caliente bajo la planta de los pies. Recorrer la playa, hasta su fin, solo. Caminar con la mirada puesta en sus propias huellas, sin advertir que la marea las iba borrando y que cada nueva pisada era el único, efímero testimonio de sí misma.

El sol estaba a la altura de los ojos.

Los amantes salieron del mar —él, confuso, no pudo medir el tiempo de ese coito prolongado, casi a la vista de la playa, pero arropado en la sábanas del mar argentino del Poniente— y aquel alarde juguetón con el que entraron al agua sólo era, esta vez, dos cabezas unidas en silencio y la mirada baja de esa muchacha espléndida, morena, joven… Joven. Los jóvenes volvieron a recostarse, tan cerca de él, y a taparse las cabezas con la misma toalla. También se cubrían de la noche, la lenta noche del trópico. El negro que alquilaba las sillas empezó a recogerlas. Él se levantó y caminó hacia el hotel.

Decidió darse un chapuzón en la piscina antes de subir. Entró al desvestidor situado junto a la alberca y volvió a quitarse, sentado sobre un banco, las zapatillas. Los
closets
de fierro donde se guardaba la ropa de los huéspedes lo escondían. Se escucharon unos pasos húmedos sobre el tapete de goma, a espaldas de él; unas voces sin respiración rieron; se secaron los cuerpos con las toallas. Él se quitó la camisa de polo. Del otro lado
del locker,
se levantó un olor penetrante de sudor, tabaco negro yagua de colonia. Una fumarola voló hacia el techo.

—Hoy no aparecieron la bella y la bestia.

—No hoy no.

—Está cuerísimo la vieja…

—Lástima. El pajarraco ese no le ha de cumplir.

—De repente se muere de apoplejía.

—Sí. Apúrate.

Volvieron a salir. Él calzó las zapatillas y salió poniéndose la camisa.

Subió por la escalera a la recámara. Abrió la puerta. No tenía de qué sorprenderse. Allí estaba la cama revuelta de la siesta, pero Lilia no. Se detuvo a la mitad del cuarto. El ventilador giraba como un zopilote capturado. Afuera, en la terraza, otra noche de grillos y luciérnagas. Otra noche. Cerró la ventana para impedir que el olor escapara. Sus sentidos tomaron ese aroma de perfume recién derramado, sudor, toallas mojadas, cosméticos. No eran esos sus nombres. La almohada, aÚn hundida, era jardín, fruta, tierra mojada, mar. Se movió lentamente hacia el cajón donde ella… Tomó entre las manos el sostén de seda, lo acercó a la mejilla. La barba naciente lo raspó. Debía estar preparado. Debía bañarse, afeitarse de nuevo para esta noche. Soltó la prenda y caminó con un nuevo paso, otra vez contento, hacia el baño.

Prendió la luz. Abrió el grifo del agua caliente. Arrojó la camisa sobre la tapa del excusado. Abrió el botiquín. Vio esas cosas de los dos. Tubos de pasta dental, crema de afeitar mentolada, peines de carey,
cold cream,
tubo de aspirina, pastillas contra la acidez, tapones higiénicos, agua de lavanda, hojas de afeitar azules, brillantina, colorete, píldoras contra los espasmos, gargarizante amarillo, preservativos, leche de magnesia, bandas adhesivas, botella de yodo, frasco de
shampoo,
pinzas, tijeras para las uñas, lápiz labial, gotas para los ojos, tubo nasal de eucalipto, jarabe para la tos, desodorante. Tomó la navaja. Estaba llena de vellos castaños, gruesos, prendidos entre la hoja y el rastrillo. Se detuvo con la navaja entre las manos. La acercó a los labios y cerró, involuntariamente, los ojos. Al abrirlos, ese viejo de ojos inyectados, de pómulos grises, de labios marchitos, que ya no era el otro, el reflejo aprendido, le devolvió una mueca desde el espejo.

Yo los veo. Han entrado. Se abre, se cierra la puerta de caoba y los pasos no se escuchan sobre el tapete hondo. Han cerrado las ventanas. Han corrido, con un siseo, las cortinas grises. Yo quisiera pedirles que las abrieran, que abrieran las ventanas. Hay un mundo afuera. Hay este viento alto, de meseta, que agita unos árboles negros y delgados. Hay que respirar. .. Han entrado.

—Acércate, hijita, que te reconozca. Dile tu nombre.

Huele bien. Ella huele bonito. Ah, sí, aún puedo distinguir las mejillas encendidas, los ojos brillantes, toda la figura joven, graciosa, que a pasos cortados se acerca a mi lecho.

—Soy… soy Gloria…

—Esa mañana lo esperaba con alegría. Cruzamos el río a caballo.

—¿Ves en qué terminó? ¿Ves, ves? Igual que mi hermano. Así terminó.

—¿Te sientes aliviada? Hazlo.

— Ego te absolvo…

El ruido fresco y dulce de billetes y bonos nuevos cuando los toma la mano de un hombre como yo. El arranque suave de un automóvil de lujo, especialmente construido, con clima artificial, bar, teléfono, cojines para la cintura y taburetes para los pies ¿eh, cura, eh?, ¿también allá arriba, eh? y ese cielo que es el poder sobre los hombres, incontables, de rostros escondidos, de nombres olvidados: apellidos de las mil nóminas de la mina, la fábrica, el periódico: ese rostro anónimo que me lleva mañanitas el día de mi santo, que me esconde los ojos debajo del casco cuando visito las excavaciones, que me doblega la nuca en signo de cortesía cuando recorro los campos, que me caricaturiza en las revistas de oposición: ¿eh, eh? Eso sí existe, eso sí es mío. Eso sí es ser Dios, ¿eh?, ser temido y odiado y lo que sea, eso sí es ser Dios, de verdad, ¿eh? Dígame cómo salvo todo eso y lo dejo cumplir todas sus ceremonias, me doy golpes en el pecho, camino de rodillas hasta un santuario, bebo vinagre y me corono de espinas. Dígame cómo salvo todo eso, porque el espíritu…

… del hijo, y del espíritu santo, amén…

Allí sigue, de rodillas, con la cara lavada. Trato de darle la espalda. El dolor de costado me lo impide. Aaaay. Ya habrá terminado. Estaré absuelto. Quiero dormir. Allí viene la punzada. Allí viene. Aaaah-ay. Y las mujeres. No, no éstas. Las mujeres. Las que aman. ¿Cómo? Sí. No. No sé. He olvidado ese rostro. Por Dios, he olvidado el rostro. Era mío, cómo lo voy a olvidar.

«—Padilla… Padilla… Llámeme al jefe de información y a la cronista de sociales.»

Tu voz, Padilla, la recepción hueca de tu voz a través de ese interfón…

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