«—Sí, don Artemio. Don Artemio, hay un problema urgente. Los indios esos andan agitando. Quieren que se les pague la deuda por talar sus bosques.
"-¿Qué? ¿Cuánto es? "
—Medio millón.
"-¿Nada más? Dígale al comisario ejidal que me los meta en cintura, que para eso le pago. Sólo faltaba…
«—Aquí está Mena en la antesala. ¿Qué le digo?
«—Hágalo pasar.»
Ah Padilla, no puedo abrir los ojos y verte, pero puedo ver tu pensamiento Padilla, detrás de la máscara de dolor: el hombre que agoniza se llama Artemio Cruz, nada más Artemio Cruz; sólo este hombre muere, ¿eh?, nadie más. Es como un golpe de suerte que aplaza las otras muertes. Esta vez sólo muere Artemio Cruz. Y esa muerte puede serlo en lugar de otra, quizá de la tuya, Padilla… ¡Ah! No. Tengo cosas por hacer todavía. No estén tan seguros, no…
—Te dije que se estaba haciendo.
—Déjalo descansar.
—¡Te digo que se está haciendo!
Yo las veo, de lejos. Sus dedos abren apresuradamente el segundo fondo, deslizándole de la base con respeto. No hay nada. Pero yo ya agito el brazo, señalando hacia el muro de encino, el largo
closet
que abarca todo un costado de la recámara. Ellas corren hacia allá, corren todas las puertas, corren todos los ganchos cargados de trajes azules, a rayas, de dos botones, de pelusa irlandesa, sin recordar que no son mis trajes, que mi ropa está en mi casa, corren todos los ganchos mientras yo les indico, con las dos manos que apenas puedo mover, que quizá el documento está guardado en una de las bolsas interiores derechas de algún traje. Crece la premura de Teresa y Catalina, hurgan ya sin recato, arrojan a la alfombra los sacos vacíos, hasta que los revisan todos y me dan las caras. No puedo mantener una cara más seria. Estoy parapetado por los almohadones y respiro con dificultad, pero mi mirada no pierde un solo detalle. La siento veloz y ávida. Pido con la mano que se acerquen:
—Ya recuerdo… en un zapato… ya recuerdo bien…
Verlas a las dos en cuatro patas, sobre el reguero de sacos y pantalones, ofreciéndome sus anchas caderas, moviendo las nalgas con un jadeo obsceno, entre mis zapatos, y sólo entonces la agria dulzura nubla mis ojos, me llevo la mano al corazón y cierro los párpados.
—Regina…
El murmullo de indignación y esfuerzo de las dos mujeres se va perdiendo en la oscuridad. Muevo los labios para murmurar aquel nombre. No hay mucho tiempo para recordar ya, para recordar al otro, al que amó… Regina…
«—Padilla… Padilla… Quiero comer algo ligero… No estoy muy bien del estómago. Venga a acompañarme en cuanto eso esté listo… »
¿Cómo? Seleccionas, construyes, haces, preservas, continúas: nada más… Yo…
«—Sí, hasta pronto. Mis respetos. »
—Bien hablado, señor. Es fácil aplastarlos. "
—No, Padilla, no es fácil. Pásame ese platón… ése, el de los
sandwichitos…
Yo he visto a esta gente en marcha. Cuando se deciden, es difícil contenerlos… »
¿Cómo iba la canción? Desterrado me fui para el Sur, desterrado por el gobierno y al año volví; ay qué noches tan intranquilas paso sin ti, sin ti; ni un amigo ni un pariente que se duela; sólo el amor, sólo el amor, de esa mujer, me hizo volver…
«—Por eso hay que actuar ahora, cuando el descontento contra nosotros nace, y aplastarlos de raíz. Carecen de organización y se están jugando el todo por el todo. Éntrele, éntrele a los
sandwichitos,
que hay para dos…
«—Agitación estéril…»
Tengo mi par de pistolas con su cacha de marfil para agarrarme a balazos con los del ferrocarril yo soy rielera tengo mi Juan él es mi encanto yo soy un querer: si porque me ves con botas piensas que soy militar soy un pobre rielerito del ferrocarril central.
«—No, si tienen razón. y no la tienen. Pero usted, que fue marxista allá en sus mocedades, ha de entender mejor. Usted, téngale miedo a lo que está pasando. Yo ya no…
Allí afuera está Campanela.»
¿Qué dijeron? ¿quiste? ¿hemorragia? ¿hernia? ¿oclusión? ¿perforación? ¿vólvulos? ¿cólicos?
Ah, Padilla, yo debo tocar un botón porque tú entras, Padilla, no te veo porque tengo los ojos cerrados, tengo los ojos cerrados porque no me fío ya de ese parche minúsculo, imperfecto, de mi retina: ¿qué tal si abro los ojos y la retina ya no recibe nada, ya no traslada nada al cerebro?, ¿qué tal?
—Abran la ventana.
—Te echo la culpa. Igual que mi hermano.
Sí.
Tú no sabrás, no entenderás por qué Catalina, sentada a tu lado, quiere compartir contigo ese recuerdo, ese recuerdo que quiere imponerse a todos los demás: ¿tú en esta tierra, Lorenzo en aquélla?, ¿qué es lo que quiere recordar?, ¿tú con Gonzalo en esta prisión?, ¿Lorenzo sin ti en aquella montaña?: no sabrás, no entenderás si tú eres él, si él será tú, si aquel día lo viviste sin él, con él, él por ti, tú por él. Recordarás. Sí, aquel último día tú y él estuvieron juntos —entonces no vivió aquello él por ti, o tú por él, estuvieron juntos— en aquel lugar. Él te preguntó si iban juntos hasta el mar; iban acaballo; te preguntó si irían juntos, a caballo, hasta el mar: te preguntará dónde iban a comer y te dijo —te dirá— papá, sonreirá, levantará el brazo con la escopeta y saldrá del vado con el torso desnudo, sosteniendo en alto la escopeta y las mochilas de lona. Ella no estará allí. Catalina no recordará eso. Por eso tú tratarás de recordarlo, para olvidar lo que ella quiere que tú recuerdes. Ella vivirá encerrada y temblará cuando él regrese, por unos días, a la ciudad de México, a despedirse. Si sólo regresara a despedirse. Ella lo cree. Él no lo hará. Tomará el vapor en Veracruz, se irá. Se iría. Ella deberá recordar esa alcoba donde los humores del sueño pugnan por permanecer aunque el aire de la primavera entre por el balcón abierto. Ella deberá recordar las camas separadas, los cuartos separados, las cabeceras de seda, las sábanas revueltas de los dos cuartos separados, la depresión de los colchones, la silueta persistente de los que durmieron en esas camas. Ella no podrá recordar las ancas de la yegua, semejantes a dos joyas negras, lavadas por el río legamoso. Tú sí. Al cruzar el río, tú y él distinguirán en la otra ribera un espectro de tierra levantado sobre la fermentación brumosa de la mañana. Esa lucha de la manigua oscura y el sol ardiente se incorporará en un reflejo doble de todas las cosas, en un fantasma de la humedad abrazada a la reverberación. Olerá a plátano. Será Cocuya. Catalina nunca sabrá qué fue, qué es, qué será Cocuya. Ella se sentará a esperar al borde del lecho, con el espejo en una mano y el cepillo en la otra, desganada, con el sabor de bilis en la boca, decidiendo que permanecerá así, sentada, con la mirada perdida, sin ganas de hacer nada, diciéndose que así la dejan siempre las escenas: vacía. No: sólo tú y él sentirán los cascos del caballo sobre la tierra porosa de la ribera. También, al salir del agua, sentirán la frescura mezclada con el hervor de la selva y mirarán hacia atrás: ese río lento que remueve con dulzura los líquenes de la otra orilla. Y más lejos, al fondo del sendero de tabachines en flor, pintado de nuevo, el casco de la hacienda de Cocuya asentado sobre una explanada sombreada. Catalina repetirá: «Dios mío, no merezco esto»; levantará el espejo y se preguntará si eso es lo que verá Lorenzo cuando regrese, si regresa: esa deformidad creciente del mentón y el cuello. ¿Se dará cuenta de las arrugas disfrazadas que empezarán a correrle por los párpados y las mejillas? Verá en el espejo otra cana y la arrancará. Y tú, con Lorenzo a tu lado, te internarás en la selva. Verás frente a ti la espalda desnuda de tu hijo, que también alternará las sombras del manglar con los rayos granulados del sol que atravesará el tupido techo de ramas. Las raíces nudosas de los árboles romperán la costra de la tierra, se asomarán bravas y torcidas, a lo largo del sendero abierto por el machete. Un sendero que en poco tiempo volverá a enredarse de lianas. Lorenzo trotará erguido, sin mover la cabeza, chicoteando los flancos de la yegua para espantar a las moscas zumbonas. Catalina se repetirá que no le tendrá confianza, no le tendrá confianza si no la ve como antes, como cuando era niño, y se recostará con un gemido, con los brazos abiertos, con la mirada nublada y dejará escapar de los pies las zapatillas de seda y pensará en su hijo, tan parecido al padre, tan delgado, tan oscuro. Tronarán las ramas secas bajo los cascos y se abrirá la llanura blanca con sus copetes de caña ondulante. Lorenzo apretará las espuelas. Volteará el rostro y sus labios se separarán en una sonrisa que llegará a tus ojos acompañada de un grito de alegría y el brazo levantado: brazo fuerte, piel oliva, sonrisa blanca como las de tu juventud: tú recordarás tu juventud por él y por estos lugares y no querrás decirle a Lorenzo cuánto significa para ti esta tierra porque de hacerlo quizá forzarías su afecto: recordarás para recordar dentro del recuerdo. Catalina, sobre la cama, recordarás las caricias infantiles de Lorenzo, desde los días duros de la muerte del viejo Gamaliel, recordará al niño arrodillado junto a ella, con la cabeza recostada sobre el regazo de la madre, mientras ella lo llamaba alegría de su vida, porque antes de que él naciera no, había sufrido mucho, y sin poder decirlo, porque ella tenía deberes sagrados y el niño la miraba sin comprender: porque, porque, porque: Tu traerás a Lorenzo a vivir aquí para que aprenda a querer esta tierra por sí mismo, sin necesidad de que tú le expliques los motivos del cariñoso empeño con que habrás reconstruido las paredes incendiadas de la hacienda y abierto al cultivo los suelos de la llanura. No porque, sin porque, porque. Saldrán al sol. Tú tomarás el sombrero de anchas alas, te lo pondrás sobre la cabeza. El viento arrancado por el galope a la atmósfera quieta y reverberante te llenará la boca, los ojos, la cabeza: Lorenzo se adelantará, levantando un polvo blanco, por el camino abierto entre los plantíos y detrás de él, al galope, tú tendrás la seguridad de que ambos sienten lo mismo: la carrera ensancha las venas, hace que la sangre fluya, alimenta el poder de la vista, la abre sobre esta tierra ancha y saviosa, tan distinta de las mesetas, de los desiertos que conocerás, parcelada en grandes cuadros, rojos, verdes, negros, punteada de altas palmeras, turbia y honda, olorosa a excrementos y cáscaras de fruta, que devuelve sus sentidos labrados a los sentidos despiertos, exaltados de tu hijo y de ti mismo, tú y tu hijo que corren velozmente y salvan del torpor todos los nervios, todos los músculos olvidados del cuerpo. Tus espuelas rayarán el vientre del otero, hasta sangrarlo: sabrás que Lorenzo quiere carrera. Su mirada interrogante cortará las frases de Catalina. Ella se detendrá, se preguntará hasta dónde puede llegar, se dirá que es cuestión de tiempo, de ir develando las razones poco a poco, sí, hasta que él las entienda bien. Ella sentada en el sillón y él a sus pies, con los brazos recargados sobre las rodillas. La tierra tronará bajo los cascos; tú agacharás la cabeza, como si quisieras acercarla a la oreja del caballo y acicatearlo con palabras, pero hay ese peso, ese peso del yaqui que será recostado, boca abajo, sobre las ancas de la misma bestia, el yaqui que alargará un brazo para prenderse a tu cinturón: el dolor te adormecerá: el brazo y la pierna te colgarán inertes y el yaqui seguirá abrazándote la cintura y gimiendo con el rostro congestionado: se sucederán los túmulos de roca y ustedes marcharán cobijados por las sombras, en el cañón de la montaña, descubriendo valles interiores de piedra, hondas barrancas que descansan sobre cauces abandonados, caminos de abrojos y matorrales: ¿quién recordará contigo? ¿Lorenzo sin ti en aquella montaña? ¿Gonzalo contigo en este calabozo?.
Él se envolvió en la manta azul, porque el viento helado de esas horas desmentía, con un rumor de rastrojo agitado, el calor vertical del día. Habían pasado toda la noche en campo abierto, sin comer. A menos de dos kilómetros se levantaban las coronas de basalto de la sierra, con la raíz hundida en el desierto duro. Desde tres días antes, el destacamento de exploración caminaba sin pedir rumbo ni señas, guiado sólo por el olfato del capitán, que creía conocer las mañas y las rutas de las columnas, ahora jironeadas y en fuga, de Francisco Villa. Detrás, a sesenta kilómetros de distancia, quedaron las fuerzas que sólo esperaban la llegada, a matacaballo, de un emisario del destacamento para lanzarse sobre los restos de Villa e impedirles que se unieran con tropas frescas en Chihuahua. Pero, ¿dónde estarían esos jirones del cabecilla? Él creía saberlo: en algún vericueto de la montaña, siguiendo el camino más difícil. Al cuarto día —éste— el destacamento debería internarse en la Sierra mientras las fuerzas leales a Carranza avanzaban hacia el lugar que, al alba, él y sus hombres habrían de dejar. Desde ayer, se habían agotado las bolsas de pinole. Y el sargento que al anochecer salió a caballo, cargando con las cantimploras de todo el destacamento, hacia el riachuelo que se derrumbaba por las rocas y se agotaba al primer contacto con el desierto, no lo encontró. Sí pudo ver el cauce de vetas rojizas, limpio y arrugado, vacío. Y es que dos años antes habían pasado por este mismo lugar en época de aguas y ahora sólo un astro redondo se mecía, del alba al crepúsculo, sobre las cabezas hirvientes de los soldados. Habían acampado sin prender lumbres; algún vigía podría distinguirlos desde la montaña. Además, no era necesario. Ningún alimento se cocinaría, yen la inmensidad del llano desértico, mal podría calentar a nadie una fogata aislada. Envuelto en el sarape, él se acarició el rostro delgado: la prolongación del bigote crespo en la barba de los últimos días; las incrustaciones de polvo en las comisuras de los labios, en las cejas, en el caballete de la nariz. Dieciocho hombres formaban el campo, a unos metros del jefe: él duerme o vigila solo, siempre, con un tramo de tierra que lo separa de sus hombres. Cerca, las crines de los caballos se agitaban con el viento y sus siluetas negras se recortaban sobre la piel amarilla de la tierra. Quería ascender: el nacimiento del arroyo estaba en la montaña y entre sus rocas se formaba ese derrame de frescura breve y solitario. Quería ascender: el enemigo no debía andar lejos. Su cuerpo se sintió tenso esa noche. El ayuno y la sed le ahondaron y abrieron más los ojos, esos ojos verdes de mirada pareja y fría.
La máscara teñida de polvo permaneció fija y despierta. Esperaba la primera línea del alba para ponerse en marcha: al cuarto día, de acuerdo con lo convenido. Casi nadie dormía, porque lo miraban de lejos, sentado con las rodillas dobladas, envuelto en la manta, inmóvil. Los que intentaban cerrar los ojos luchaban contra la sed, el hambre y el cansancio. Los que no miraban al capitán miraban la fila de caballos con los tupés doblados. Las bridas fueron amarradas a un mezquite grueso que emergía, como un dedo perdido, de la tierra. Hacia la tierra miraban los caballos cansados. El sol debía aparecer detrás de la montaña. Ya era tiempo.