Mírame ya, óyeme, alumbra mis ojos, no me duerma en la muerte / Porque el día que de él comas ciertamente morirás / No te alegres de la muerte de uno, acuérdate de que todos morimos / La muerte y el infierno fueron arrojados al estanque de fuego y ésta fue la segunda muerte / Lo que temo, eso me llega, lo que me atemoriza, eso me posee / ¡Cuán amarga es tu memoria para el hombre que se siente satisfecho con sus riquezas! / ¿Se te han abierto las puertas de la muerte? / Por la mujer tuvo principio el pecado y por ella morimos todos / ¿Has visto las puertas de la región tenebrosa? / Bueno es tu fallo para el indigente y agotado de fuerzas / ¿Y qué frutos obtuvieron entonces? Aquellos de los que ahora se avergüenzan, porque su fin es la muerte / Porque el apetito de la carne es muerte:
palabra de Dios, vida, profesión de la muerte,
de profundis clamavi, domine,
omnes eodem cogimur, omnium versatur urna
quae quasi saxum Tantalum semper impendet
quid quisque vitet, nunquam homini satis cautum
est in horas
mors tanem inclusum protrahet inde caput
nascentes morimur, finisque ab origine pendet
atque in se sua per vestigia volvitur annus
omnia te vita peifuncta sequentur
coro, sepulcro; voces, pira; tú imaginarás, en la zona olvídate de tu conciencia, esos ritos, esas ceremonias, esos ocasos: entierro, cremación, bálsamo: expuesto en lo alto de una torre, para que no la tierra, sino el aire te descomponga; encerrado en la tumba con tus esclavos muertos; llorado por plañideras contratadas; enterrado con tus objetos más preciados, tu compañía, tus joyas negras: vela, vigilia,
requiem aeternam, dona eis Domine
de profundis clamavi, Domine
la voz de Laura, que hablaba de estas cosas, sentada en el suelo, con las rodillas dobladas, con el pequeño libro encuadernado entre las manos… dice que todo puede sernos mortal, aun lo que nos da vida… dice que no pudiendo curar la muerte, la miseria, la ignorancia, haríamos bien, para ser felices, en no pensar en ellas… dice que sólo la muerte súbita es de temerse; por eso los confesores viven en casa de los poderosos… dice sé hombre; teme a la muerte fuera del peligro, no en el peligro… dice que la premeditación de la muerte es premeditación de la libertad… dice qué mudos pasos traes, oh muerte fría… dice mal te perdonarán a ti las horas; las horas que limando están los días… dice mostrándome cortado el nudo estrecho… dice ¿que no es mi puerta de doblados metales fabricada? .. dice mil muertes se me hará, pues mi vida misma espero… dice que querer hombre vivir cuando Dios quiere que muera dice ¿a qué los tesoros, vasallos, sirvientes ?
¿a qué? ¿a qué? que entonen, que canten, que plañan: no tocarán las tallas suntuosas, las taraceas opulentas, las molduras de yeso y oro, las cajoneras de hueso y carey, las chapas y aldabas, los cofres con cuarterones y bocallaves de hierro, los olorosos escaños de ayacahuite, las sillerías de coro, los copetes y faldones barrocos, los respaldos combados, los travesaños torneados, las mascarones policromos, los tachones de bronce, los cueros labrados, las patas cabriolas de garra y bola, las casullas de hilo de plata, los sillones de damasco, los sofás de terciopelo, las mesas de refectorio, los cilindros y las ánforas, los tableros biselados, las camas de baldaquín y lienzo, los postes estriados, los escudos y las orlas, los tapetes de merino, las llaves de fierro, los óleos cuarteados, las sedas y las cachemiras, las lanas y las tafetas, los cristales y los candiles, las vajillas pintadas a mano, las vigas calurosas, eso no lo tocarán: eso será tuyo: alargarás la mano: un día cualquiera, que sin embargo será un día excepcional; hace tres, cuatro años; no recordarás; recordarás por recordar; no, recordarás porque lo primero que recuerdas, cuando tratas de recordar, es un día separado, un día de ceremonia, un día separado de los demás por los números rojos; y éste será el día —tú mismo lo pensarás entonces— en que todos los nombres, personas, palabras, hechos de un ciclo fermentan y hacen crujir la costra de la tierra; será una noche en la que tú celebrarás el nuevo año; tus dedos artríticos tomarán el pasamanos de fierro con dificultad; clavarás la otra mano en el fondo de la bolsa del saco y descenderás pesadamente: alargarás la mano.
Él tomó el pasamanos de fierro con dificultad. Clavó la otra mano en el fondo de la bolsa del saco de casa y descendió pesadamente, sin mirar los nichos dedicados a las vírgenes mexicanas.
Guadalupe, Zapopan, Remedios. El sol poniente, al entrar por los vitrales, doró los estofados cálidos, las faldas amponas semejantes a velámenes de plata; enrojeció la madera quemada de las vigas; alumbró medio rostro del hombre. Vestía ya el pantalón, la camisa y la corbata de
smoking:
cubierto por la bata roja, parecía un prestidigitador viejo y cansado: imaginó la repetición, esa noche, de los actos que alguna vez pudieron revelarse con un encanto singular; hoy, reconocería con fastidio los mismos rostros, las mismas frases que año con año daban el tono a la fiesta de San Silvestre en la enorme residencia de Coyoacán.
Los pasos sonaron huecos sobre el piso de tezontle. Ligeramente apretados dentro de las zapatillas de charol negro, los pies se arrastraron con esa pesantez tambaleante que ya no podía evitar. Alto, columpiado sobre los talones indecisos, con el pecho grueso y las manos colgándole, nerviosas, surcadas de venas gruesas también, recorrió con lentitud los pasillos enjalbegados, pisando los hondos tapetes de lana, mirándose en los espejos patinados y en los cristales dispersos de las cómodas coloniales, rozando con los dedos las chapas y aldabas, los cofres con cuarterones y bocallaves de hierro, los olores escaños de ayacahuite, las taraceas opulentas. Un criado le abrió la puerta del gran salón; el viejo se detuvo por última vez frente a un espejo y se arregló la corbata de moño. Se. alisó, con la palma de la mano, los escasos cabellos grises, rizados, que rodeaban la frente alta. Apretó la quijada para acomodar bien los dientes postizos y entró al salón de piso pulido, vasta explanada de cedros brillantes despojada de los tapetes para permitir el baile, abierta sobre el jaram de pelusa y terrazas de ladrillo, adornada con cuadros de la Colonia: San Sebastián, Santa Lucía, San Jerónimo, San Miguel.
Al fondo, lo esperaban los fotógrafos, reunidos alrededor del sillón de damasco verde, bajo el candil de cincuenta luces sostenido desde el techo. Sonaron las siete en el reloj colocado sobre la chimenea abierta junto a los taburetes de cuero arrimados al hogar encendido durante estos días de frío. Saludó con la cabeza y tomó asiento en el sillón, arreglándose la pechera tiesa y los puños de piqué. Otro criado se acercó con los dos mastines grises, de belfos rosados y ojos melancólicos y colocó las correas lijosas entre las manos del amo. Los collares de los perros, tachonados de bronce, brillaron con luces contrastadas. Levantó la cabeza y apretó los dientes de nuevo. Los fogonazos alumbraron con tonalidades de calla gran cabeza gris. A medida que le solicitaban nuevas poses, él insistía en alisarse el pelo y recorrer con los dedos las dos bolsas pesadas que le colgaban de las aletas de la nariz y se perdían en el cuello. Sólo los pómulos altos mantenían la dureza de siempre, aunque los recorrieron las redecillas de arrugas nacidas en los párpados cada día más hundidos, como si quisieran proteger esa mirada entre divertida y amarga, esos iris verdosos escondidos entre los pliegues de carne suelta.
Uno de los mastines ladró y quiso desprenderse de la sujeción. Un fogonazo se disparó en el momento en que él era sacado bruscamente, con una expresión de desconcierto rígido, del sillón por la fuerza del perro. Los demás fotógrafos miraron con severidad al que había tomado la placa. El responsable extrajo el rectángulo negro de la cámara y lo entregó, en silencio, a otro fotógrafo.
Cuando salieron los fotógrafos, él alargó la mano temblorosa y tomó un cigarrillo con filtro de la caja de plata colocada sobre la mesa rústica. Encendió la llama del
briquet
con dificultad y recorrió lentamente, asintiendo con la cabeza, la hagiografía de óleos viejos, barnizados, manchados por grandes espacios muertos de luz directa que cegaban los detalles centrales de las obras pero que, en recompensa, daban un relieve opaco a los rincones de tono amarillo y sombra rojiza. Acarició el damasco y aspiró el humo filtrado. El criado se acercó sin hacer ruido y le preguntó si podía servirle algo. Él asintió y pidió un
martini
muy seco. El criado apartó dos hojas de cedro labrado para descubrir la espejería empotrada, el aparador de etiquetas de colores y líquidos enfrascados: ópalo verde esmeralda, rojo, blanco cristalino:
Chartreuse, Peppermint, Acquavit, Vermouth, Courvoissier, Long John, Calvados, Armagnac, Beherovka, Perinod
y las hileras de vasos de cristal, grueso y cortado, delgado y tintineante. Recibió la copa. Indicó al criado que fuese a la bodega para escoger las tres marcas de la cena. Estiró las piernas y pensó en el detalle con que había cuidado la construcción y las comodidades de ésta, su verdadera casa. Catalina podía vivir en el caserón de Las Lomas, ayuno de personalidad, idéntico a todas las residencias de millonarios. Él prefirió encontrar estos viejos muros, con sus dos siglos de cantera y tezontle, que de una manera misteriosa lo acercaban a episodios del pasado, a una imagen de la tierra que no quería perder del todo. Sí, se daba cuenta de que había en todo ello una sustitución, un pase de magia. y sin embargo las maderas, la piedra, las rejas, las molduras, las mesas de refectorio, la ebanistería, los peinazos y entrepaños, la labor de torno de las sillas conspiraban para devolverle realmente, con un ligerísimo perfume de nostalgia, escenas, aires, sensaciones táctiles de la juventud.
Lilia se quejaba; pero Lilia jamás comprendería. ¿Qué podía decirle a esta muchacha un techo de vigas antiguas? ¿Qué, una ventana enrejada con opacidades de herrumbre? ¿Qué, el tacto suntuoso de la casulIa sobre la chimenea, escamada de oro, bordada con hilos de plata? ¿Qué, el olor de ayacahuite de los arcones? ¿Qué, el brillo lavado de la cocina de azulejo poblano? ¿Qué, la sillería arzobispal del comedor? Tan rica, tan sensual, tan suntuosa era la posesión de estos objetos como la del dinero y los signos más evidentes de la plenitud. Ah, sí, qué gusto redondo, qué sensualidad de las cosas inanimadas, qué placer, qué goce aislado… Sólo una vez al año participaban de todo esto los invitados a la célebre recepción de San Silvestre… Día de goces multiplicados, porque los huéspedes debían aceptar ésta como su verdadera casa y pensar en la Catalina solitaria que, reunida con ellos, con Teresa, el Gerardo, cenaba a esas horas en la residencia de Las Lomas… Mientras él presentaba a Lilia y abría las puertas de un comedor azul, vajilla azul, lino azul, paredes azules… donde los vinos se derraman y los platones corren colmados de carnes raras, peces rosados y mariscos olorosos, hierbas secretas, dulces amasados…
¿Era necesario interrumpir su descanso? El chancleteo desidioso de Lilia sobre el piso. Sus uñas sin pintar sobre la puerta del salón. El rostro embarrado de grasa. Desea saber si el vestido rosa le va bien para la noche. No quiere desentonar como el año pasado, provocar ese enojo desdeñoso. ¡Ah, ya está bebiendo! ¿Por qué no le invita una copa? Le está cansando esa falta de confianza, esa cantina cerrada con candado, ese criado impertinente que le niega el derecho de entrar a la bodega. ¿Se aburre? Como si él no lo supiera. Quisiera estar vieja, fea, para que él la despachara de una vez y la dejara vivir a gusto. ¿Que nadie la detiene? ¿Y luego el dinero, el lujo, la casota? Mucho dinero, mucho lujo, pero sin alegría, sin diversiones, sin el derecho de beber una copita siquiera. Claro, si lo quiere mucho. Se lo ha dicho mil veces. Las mujeres se acostumbran a todo; depende del cariño que les den. Igual puede acostumbrarlas un amor juvenil que un amor paternal. Claro que le tiene cariño; no faltaba más… Ya van para ocho años de vivir juntos y él no hizo escenas, no la regañó… Nada más la obligó… ¡Pero qué bien le vendría otra cana al aire…. ¿ que. ¿ la imaginaba tan tonta?…. Ya, Ya, nunca ha sabido aguantar una broma. De acuerdo, pero se da cuenta de las cosas… Nadie dura eternamente… Patas de gallo alrededor de los ojos… Los cuerpos… Sólo que él también está acostumbrado a ella, ¿verdad que sí? A su edad le costaría volver a empezar. Por más millones… cuesta trabajo y se pierde mucho tiempo buscando a una mujer… las condenadas… conocen tantas salidas, les gusta tanto hacerse las remolonas… prolongar los momentos iniciales… la negativa, la duda, la espera, la tentación, ¡ay, todo eso!… y hacer tontos a los viejos… Claro que ella es más cómoda… y no se queja, no, qué va. Hasta le halaga la vanidad que vengan a rendirle cada Año Nuevo… y lo quiere, sí, se lo jura, ya está demasiado acostumbrada a él… ¡pero cómo se aburre!. .. a ver, ¿qué hay de malo en tener unas cuantas amigas íntimas, en salir de vez en cuando a divertirse, en… en tomar una copita allá cada semana .. .?
Él permaneció inmóvil. No le concedía este derecho de hostigarlo y sin embargo… una lasitud tibia y abúlica… ajena por completo a su carácter… le obligaba a permanecer allí… con el
martini
entre los dedos endurecidos… escuchando las sandeces de esta mujer cada día más vulgar e… e no, era apetecible aún… aunque insoportable ¿Cómo la iba a dominar?… Todo lo que dominaba obedecía, ahora, sólo a cierta prolongación virtual, inerte… de la fuerza de sus años jóvenes… Lilia podría abandonarle… le oprimió el corazón… No bastaba para conjurar eso…ese miedo… Quizá no habría otra oportunidad quedarse solo… Movió con dificultad los dedos, el antebrazo, el codo y el cenicero cayó sobre la alfombra y derramó las colillas mojadas y amarillas en un cabo, el polvo de capa blanca, escama gris, entraña negra. Se agachó, respirando con dificultad.
—No te agaches. Ahorita llamo a Serafín.
—Sí.
Quizá… Tedio. Pero asco, repulsión… Siempre, imaginando de mano de la duda… Una ternura involuntaria le hizo volver el rostro para mirarla…
Lo observaba, desde el marco de la puerta… Rencorosa, dulce… El pelo teñido de rubio ceniza y esa piel morena… Tampoco ella podría regresar…. jamás lo recuperaría y eso los igualaba por más que la edad o el carácter los separara… Escenas ¿para qué?… Se sintió fatigado. Nada más… Decidieron la voluntad y el destino… Nada más… No más cosas, más recuerdos, más nombres que los conocidos… Volvió a acariciar el damasco… Las colillas, la ceniza derramada no olían bien. y Lilia, detenida allí con el rostro grasoso.