La muerte de lord Edgware (9 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

BOOK: La muerte de lord Edgware
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Poirot asintió amablemente, satisfecho de que el ingenuo patriotismo de Alice Bennet le librase de tener que darle una explicación.

De pronto, Poirot se fijó en una caja de vestidos que estaba sobre una silla.

—¿Está dentro de esta caja —dijo, señalando con la mano— la ropa que llevaba miss Adams cuando salió la última noche?

—Se la puso por la mañana, pero no la traía puesta cuando regresó a la hora del té. En cambio, vino con ella por la noche.

—¡Ah! ¿Me permite usted abrirla?

Alice Bennet estaba dispuesta a consentirlo todo. Era la mujer más prudente y suspicaz del mundo; pero, una vez disipada su desconfianza, se la manejaba como a un niño.

La caja no estaba cerrada con llave. Poirot la abrió. Yo me adelanté para mirar por encima de su hombro.

—¿Lo ves, Hastings, lo ves? —murmuró excitado.

Lo que había dentro de la caja era realmente interesante.

Contenía un estuche de maquillaje, unos zapatos de tacón muy alto, un par de guantes grises y, envuelta en un papel de seda, una peluca rubia, maravillosamente hecha, reproducción exacta de la dorada cabellera de Jane Wilkinson, peinada de igual forma, con la raya en medio y rizada por detrás.

—¿Dudas ahora, Hastings? —preguntó Poirot.

Debo decir que había dudado hasta aquel momento; pero a partir de entonces no dudé más.

Poirot cerró de nuevo la caja y se volvió hacia la camarera.

—¿No sabe usted con quién comió anoche miss Adams?

—No, señor.

—¿Tampoco sabe con quién cenó y tomó el té?

—Del té no sé nada; pero sé que comió en compañía de miss Driver.

—¿Miss Driver?

—Sí; una gran amiga suya. Tiene una tienda de sombreros en Moffat Street, junto a Bond Street. Se llama «Genoveva».

Poirot anotó la dirección en su
block
de notas, debajo de la del doctor.

—Otra cosa, señora ¿Puede usted recordar algo de lo que miss Adams dijo o hizo cuando volvió a las seis? Quiero decir, algo que le pareciese a usted extraño.

La camarera quedó pensativa unos momentos.

—No puedo decírselo —concluyó—. Sólo recuerdo que, al preguntarle si quería tomar té, me contestó que ya lo había tomado.

—¡Ah! ¿Dijo que ya lo había tomado? —interrumpió Poirot—.
Pardon
, continúe.

—Después estuvo escribiendo cartas hasta la hora de acostarse.

—¿Conque estuvo escribiendo cartas? ¿Sabe usted a quién?

—Sí, señor. Una de ellas era para su hermana, que vive en Washington. Le escribía dos veces por semana. Su intención fue llevársela y echarla al correo para que pudiese salir en seguida, pero se olvidó.

—Entonces, ¿está todavía aquí?

—No, señor. La he echado ya al correo. La señorita se acordó de ella anoche, en el mismo momento de irse a la cama. Entonces le dije que la echaría yo hoy a primera hora; añadiendo otro sello y echándola en el buzón de las cartas urgentes, era lo mismo que si la hubiese echado ayer.

—¡Ah! Y ese buzón, ¿está lejos?

—No, señor. Está aquí mismo, en la esquina.

—¿Cerró la puerta del piso cuando salió?

Miss Bennet le miró, asombrada.

—No, señor. La dejé entornada, como hago siempre que voy a Correos.

Me pareció que Poirot iba a hablar, pero se contuvo.

—¿Quieren ustedes ver a la pobre señorita? Verán qué bonita está.

Y nos condujo a la alcoba.

Charlotte Adams tenía un aspecto extrañamente apacible; parecía mucho más joven que aquella noche en el Savoy. Hacía el efecto de una muchachita rendida de cansancio que estuviese durmiendo.

Mientras la miraba, el rostro de mi amigo tenía una extraña expresión y le vi hacer el signo de la cruz.


J'ai fait un serment
, Hastings —me dijo al bajar la escalera.

No le pregunté cuál había sido su promesa. Poco después dijo:

—Una cosa me tranquiliza: que no podía salvarla de ninguna manera. Cuando me enteré de la muerte de lord Edgware, ella había muerto ya. Eso me consuela, sí, me consuela mucho.

Capítulo X
-
Jenny Driver

Nuestra siguiente diligencia fue visitar al médico, cuya dirección nos había dado la camarera de Charlotte Adams. Dicho médico resultó un inquieto viejecito, de modales algo raros, que conocía a Poirot por su fama y se mostró complacidísimo de conocerle personalmente.

—¿En qué puedo serle útil, monsieur Poirot? —preguntó después que se cruzaron las cortesías de ritual.

—Esta mañana le llamaron a usted, doctor, para asistir a miss Charlotte Adams.

—¡Ah, sí, pobrecilla! ¡Una actriz tan inteligente! Fui dos veces al teatro a verla trabajar. Es una verdadera lástima que haya muerto. ¿Por qué tomarán drogas esas muchachas? No puedo comprenderlo.

—¿Supone usted que era aficionada a las drogas?

—Sería difícil asegurarlo. De todos modos, no las tomaba en inyectables, pues en su cuerpo no advertí los pinchazos. Seguramente las tomaba por vía bucal. La camarera me dijo que solía dormir bien, pero las criadas nunca saben nada de estas cosas. No tomaría veronal cada noche, pero sin duda lo tomaba de cuando en cuando.

—¿Qué le hace a usted creer eso?

—Esto.... —y buscó algo a su alrededor—. ¿Dónde diablos lo puse...? —escudriñó en un maletín—. ¡Ah! Aquí está —dijo al fin sacando un pequeño monedero de señora, de tafilete negro—. Esto es para el Juzgado, ¿comprende usted? Me lo traje para que la criada no husmease en él.

Y abriendo el bolso, sacó una cajita de oro, que tenía sobre la tapa, formadas con rubíes, las iniciales C. A. Era una joya valiosísima. El doctor la destapó. Estaba casi llena de unos polvos blancos.

—Veronal —dijo brevemente el anciano—. Ahora vean lo que hay escrito dentro de ella

En la parte interior de la caja, grabada en ella, veíase la siguiente inscripción:

A C. A. de D. PARÍS, 10 NOV. Dulces sueños

—Diez de noviembre —repitió Poirot pensativamente.

—Eso dice, y estamos en junio, lo que parece demostrar que empezó a tomar el soporífero hace lo menos seis meses, aunque, como el año no se indica, también puede ser hace dieciocho meses, o acaso dos años y medio, tal vez más...

—París, D. —repetía Poirot, ceñudo.

—Sí. ¿Le indica a usted algo eso? Yo todavía no le he preguntado qué interés le mueve a intervenir en este asunto, porque me figuro que tendrá sus motivos para hacerlo. Seguramente querrá usted averiguar si se trata de un suicidio, ¿no? Pero eso es algo que ni yo ni nadie podríamos asegurarlo. Según dijo la camarera, anoche miss Adams se encontraba perfectamente. Lo que hace suponer que se trata de un desgraciado accidente; mi opinión personal es que se trata de eso. El veronal es un soporífero desconcertante. A veces se toma una gran cantidad y no le pasa a uno nada; en cambio, en otra ocasión, se toma sólo un poquitín y mata. Es una droga peligrosa por ese motivo. No me cabe la menor duda de que el Juzgado lo calificará de muerte por accidente. Por mi parte, no puedo decirle nada más.

—¿Me permite usted examinar el monedero de la señorita?

—Desde luego, claro que sí.

Poirot vació el contenido del bolso. Había en él un pañuelo fino con las iniciales C. M. A., una borla de polvos, un lápiz de labios, un billete de una libra, algún dinero suelto y unas gafas. Estas últimas las examinó Poirot detenidamente. La montura era de oro, sencilla y severa.

—Es raro —dijo Poirot—. No sabía que miss Adams usase gafas. Acaso las necesitaba para leer.

El doctor las cogió.

—No; son gafas de miope —afirmó—. Muy potentes, por cierto. La persona que las usaba debía de tener muy mala vista.

—¿No sabe usted si miss Adams...?

—No fue cliente mía; una vez me llamaron para que examinase la

herida que tenía en un dedo la criada. Desde entonces no había vuelto más. Miss Adams, a la que vi en aquella ocasión un momento, no llevaba, desde luego, gafas.

Poirot dio las gracias al doctor y nos despedimos.

Mi amigo parecía preocupadísimo.

—¿Respecto al disfraz?

—Puede que yo esté equivocado —admitió.

—No; eso está comprobado. Me refiero a su muerte. Desde el momento en que tenía veronal en su poder, es muy posible que, sintiéndose cansada, lo tomase ayer para asegurarse una buena noche.

De pronto se detuvo, y con gran asombro de los paseantes y mío, se golpeó aparatosamente una mano contra la otra.

—¡No, no, no! —exclamó—. ¿Por qué había de ocurrir ese accidente precisamente en estos momentos? No, no se trata de ningún accidente, no es tampoco suicidio. ¡No! Ella desempeñó un papel, y con eso firmó su sentencia de muerte. Han elegido el veronal porque sabían que solía tomarlo y que tenía en su poder una caja. Pero si es así, el asesino debe de ser alguien que la conocía muy bien. ¿Quién es D.? ¡Oh!, Hastings, daría cualquier cosa por saber quién es D.

—Poirot —dije, mientras él se ponía de nuevo a gesticular—. ¿No sería mejor que nos fuésemos de aquí? Estamos llamando la atención.

—¿Qué dices? ¡Ah!, bueno, sí, es verdad. Aunque no me molesta que la gente me mire; después de todo, no pueden ver mis pensamientos.

—¡Hombre, mira que todo el mundo se ríe!

—Eso no tiene importancia.

No dije nada más. Lo único que afectaba a Poirot era que el sudor atacase la forma de su famoso bigote.

—Tomemos un taxi —dijo, moviendo su bastón.

Se detuvo uno y le indicó la dirección de «Genoveva», en Moffat Street.

Poco después nos deteníamos ante la casa. Subimos unos cuantos escalones y nos encontramos frente a una puerta en la que se veía este letrero: «Genoveva.»
«Sírvase entrar.»
Obedecimos aquella orden, encontrándonos en una pequeña habitación llena de sombreros y ante una rubia e imponente criatura que avanzó hacia nosotros, lanzando una recelosa mirada a Poirot.

—¿Miss Driver? —preguntó él.

—No sé si podrá recibirles. ¿Tienen la bondad de decirme el objeto de su visita?

—Tenga la bondad de decir a miss Driver que un amigo de miss Adams desea verla.

Apenas acababa de salir aquella belleza rubia cuando una cortina de terciopelo negro se agitó violentamente y una pequeña y vivaz mujercita, de cabellos de fuego, apareció.

—Dígame, señor. ¿De qué se trata? —preguntó.

—¿Es usted miss Driver?

—Sí. ¿Qué le ocurre a Charlotte?

—¿No se ha enterado usted de la mala noticia?

—¿Qué mala noticia es esa?

—Miss Adams murió anoche, mientras dormía, debido a una dosis excesiva de veronal.

—¡Qué cosa tan horrible! —exclamó—. ¡Pobre Charlotte, no puedo creerlo! ¡Si ayer mismo estaba llena de vida!

—Desgraciadamente, es verdad, señorita —dijo Poirot—. Y ahora dígame —miró el reloj—: Es la una, precisamente la hora de comer; le ruego, pues, que nos conceda el honor de venir a comer con nosotros; deseo hacerle algunas preguntas.

La joven le miró de arriba abajo. Era una muchacha deportiva; por lo nerviosa me recordaba algo a un
foxterrier
.

—¿Y quiénes son ustedes, vamos a ver? —preguntó bruscamente.

—Mi nombre es Hércules Poirot y mi amigo es el capitán Hastings. Me incliné cortésmente. La mirada de la joven iba de uno a otro.

—He oído hablar de usted —dijo secamente—. Está bien; iré con ustedes —llamó a la rubia—: ¡Dorothy!

—Diga, Jenny.

—Si mistress Lester viniese a buscar el modelo de Hose Descartes que le estamos haciendo, enséñele diferentes plumas. Hasta luego; supongo que no estaremos mucho tiempo fuera

Descolgó un sombrerito negro, se lo puso en una oreja, empolvóse furiosamente la nariz y luego miró a Poirot.

—¡Lista! —dijo bruscamente.

Cinco minutos más tarde estábamos sentados en un pequeño restaurante en Dovert Street. Poirot ordenó al camarero que nos sirviera con prontitud unos combinados.

—Ahora —dijo Jenny Driver —quiero saber qué significa todo esto. ¿En qué lío se enredó Charlotte?

—¿Estaba enredada en algo?

—Vamos a ver, ¿quién hace las preguntas, usted o yo?

—Creo que debería ser yo —dijo Poirot sonriendo—. Según tengo entendido, usted y miss Adams eran muy buenas amigas.

—Es verdad.


Eh bien
, yo le garantizo a usted, señorita, que cuanto hago es sólo en beneficio de su difunta amiga. Tenga la seguridad de que es así.

Hubo unos momentos de silencio mientras Jenny Driver reflexionaba.

—Le creo —dijo—. Ahora hable usted. ¿Qué quiere saber?

—Creo que su amiga comió ayer con usted.

—Sí.

—¿Le explicó por casualidad los planes que tenía para la noche?

—No habló precisamente de la noche.

—Pero ¿le dijo algo?

—Sí; algo que quizá es lo que andan ustedes buscando, pero comprenderán que ella me lo dijo confidencialmente.

—Es natural.

—En fin, yo se lo contaré a mi manera.

—Como usted guste, señorita.

—Verán, Charlotte estaba muy excitada; no se ponía así a menudo, porque su carácter no era ese. En definitiva, no me dijo nada, pues

había prometido guardar silencio, pero algo dejó traslucir. Se trataba de algo así como de un bromazo.

—¿Un bromazo?

—Eso fue lo que me dijo, aunque no añadió cómo, cuándo ni dónde. Sólo... —se detuvo un momento—. Bueno; Charlotte, ¿saben ustedes?, no era de esa clase de gente que se divierte gastando bromas a los demás. Era una de esas muchachas serias, de cerebro equilibrado, que solo piensan en trabajar. Lo que yo supongo es que alguien quería utilizar su habilidad. Es una suposición mía nada más; no es que ella me lo dijera, ¿comprenden ustedes?

—Ya comprendo. ¿Qué fue lo que usted pensó?

—Pensé, porque la conocía muy bien, que allí había dinero de por medio. Nada, en realidad, era capaz de entusiarmarle, excepto el dinero. Ella era así. Fue una de las cabezas mejor equilibradas para los negocios. Seguramente no hubiera estado tan animada ni tan alegre si no se hubiese tratado de dinero. Una gran cantidad de dinero, desde luego. Mi impresión fue que había hecho alguna apuesta y que estaba completamente segura de ganarla. Quizá esto no fuera cierto; no intento que crean ustedes que Charlotte solía hacer apuestas. Nunca supe que hubiese hecho ninguna; pero, en fin, sea lo que fuere, estoy segura de que se trataba de dinero.

—¿No se lo dijo a usted?

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