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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

La muerte de lord Edgware (5 page)

BOOK: La muerte de lord Edgware
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—Excepto a Hércules Poirot.

—No te burles de mí —replicó serenamente—. Vamos a pasear por el malecón, pues quiero poner en orden mis ideas.

Permanecí en discreto silencio hasta que Poirot me dijo:

—Esa dichosa carta me intriga. Es un problema con cuatro soluciones.

—¿Nada menos que cuatro?

—Sí. La primera de esas soluciones es que pudo perderse en Correos. Eso sucede a veces, pero no a menudo. Desde luego, no es cosa corriente. De haberse puesto la dirección equivocada, hace ya mucho tiempo que hubiese sido devuelta a lord Edgware. Luego no es esto. Hay que desechar esta solución, aunque tal vez sea la única verdadera. Vamos a la segunda solución: lady Edgware miente al decir que no la recibió, cosa realmente muy posible. Esa señora es capaz de decir el embuste mayor del mundo, en provecho propio, con el más infantil candor. Pero no veo qué beneficio podría reportarle una mentira así, sabiendo que su marido estaba dispuesto a divorciarse de ella. ¿Por qué entonces enviarme a mí a pedírselo? Esto no tiene ni pies ni cabeza. Tercera solución: el que miente es lord Edgware. De mentir alguien, es más lógico que sea él. Pero tampoco veo el porqué de esa mentira. ¿Para qué inventar la existencia de esa carta, enviada hace seis meses? ¿Por qué no aceptar, sencillamente, mi proposición? No; yo creo que envió la carta..., aunque no comprendo su rápido cambio de idea. Y llegamos, Hastings, a la cuarta solución: es posible que alguien la sustrajese. Ahora nos metemos en un interesante campo de suposiciones, porque esa carta pudo ser sustraída en dos sitios: en América o en Inglaterra. Quienquiera que fuese el ladrón, sería alguien que no quería la solución de ese matrimonio. Amigo mío, daría cualquier cosa por saber lo que se oculta tras este asunto. Hay algo o alguien... —se detuvo un momento y continuó—, alguien que todavía no ha entrado en escena.

Capítulo V
-
El asesinato

El día siguiente era treinta de junio. Serían las nueve y media de la mañana cuando nos anunciaron al inspector de Policía Japp.


Ah, ce bon Japp!
—dijo Poirot—. Veremos qué quiere.

—¿Qué ha de querer, hombre? Ayuda —dije rápidamente—. Sin duda se encuentra hecho un lío por algún asunto extraño, y acude a ti.

Yo no sentía por Japp la misma indulgencia que Poirot. Y no porque me molestara que viniese a hacer trabajar el cerebro de mi amigo; después de todo, a Poirot le gustaban los sucesos misteriosos. Lo que verdaderamente me irritaba era que, después de prestarle ayuda sacándolo de los atolladeros, dijese que era lo mismo que a él se le había ocurrido. Me gusta la gente franca. Se lo dije así mismo a Poirot, y él me contestó:

-Eres de la raza de los bulldogs, Hastings. Sin embargo, debes recordar que el pobre Japp ha de defender su posición. Además, esas pretensiones suyas son una cosa natural y humana. La superficialidad es una tontería, pero le sirve a la gente para conservar el
amour propre
.

A pesar de todo, yo estaba deseando saber el motivo de la visita de Japp. Éste, al entrar, nos saludó cordialmente:

—Veo que están ustedes a punto de desayunar. Qué, ¿todavía no ponen las gallinas huevos cuadrados para usted, monsieur Poirot?

Era una alusión a ciertas palabras de Poirot, referentes a los diversos tamaños de los huevos, cosa que molestaba a su sentido de la simetría.

—Todavía no —dijo Poirot sonriendo—. ¿Qué le trae por aquí
tan
temprano, amigo Japp?

—No es tan temprano, y menos para mí, que llevo ya mis dos buenas horas de trabajo. En cuanto a lo que me trae aquí es, sencillamente, un asesinato —Japp añadió—: Lord Edgware ha sido asesinado, en su casa de Regent Gate, ayer noche. Murió de una puñalada que le asestó en la nuca su mujer.

——¡Su mujer! —exclamé.

Recordé, de pronto, las palabras pronunciadas por Bryan Martin la mañana anterior. ¿Tuvo acaso el presentimiento de lo que iba a ocurrir? También recordé la frase de Jane de «hacerle pegar cinco tiros». Bryan Martin la había llamado amoral. Realmente, lo parecía. Dura, egoísta y estúpida; ¡cuan certero había sido el juicio del actor! Mientras yo pensaba todo esto, Japp seguía hablando:

—Sí; la conocida actriz Jane Wilkinson. Se casó con él hace unos tres años. Parece ser que no se llevaban muy bien, motivo por el cual ella le abandonó.

Poirot no volvía de su asombro.

—¿Qué le hace suponer a usted que fue ella quien lo mató?

—¡Oh! No cabe la menor duda; la reconocieron los criados. No hay en ello el menor secreto; fue allí en un taxi...

—Un taxi... —repetía involuntariamente, recordando las palabras que pronunció Jane aquella noche en el Savoy.

—...tocó el timbre —prosiguió el inspector Japp— y preguntó por lord Edgware. Eran las diez. El criado le dijo que iba a anunciarla. «¡Oh! —replicó ella tranquilamente—, no hay necesidad, soy lady Edgware; supongo que estará en la biblioteca.» Al decir esto, se dirigió hacia aquel lugar, abrió la puerta, entró en la habitación y cerró tras sí. Al criado le pareció extraño; pero no pudiendo poner ningún reparo a la señora, subió, de nuevo a las habitaciones superiores. Diez minutos más tarde oyó cerrarse la puerta de la calle. De todos modos no estuvo mucho rato. Serían las once cuando el criado cerró las puertas. Abrió la de la biblioteca; pero como la habitación estaba a oscuras, supuso que lord Edgware se habría acostado ya. Hoy, por la mañana, una sirvienta descubrió el cadáver, que tenía en la nuca una herida de arma blanca.

—¿No se oyó nada, ningún grito?

—Dicen que no. Esa biblioteca tiene unas puertas que aíslan toda clase de ruido, como ya debe de saber usted; también hay que contar con el barullo de la calle. Además, le asestaron un golpe de tal forma, que la muerte debió ser instantánea. Según dice el forense, parece que el arma le atravesó la medula, o algo por el estilo, y que si se logra acertar el punto exacto, la muerte sobreviene de un modo fulminante.

—Pero eso requiere una gran destreza y un perfecto conocimiento del lugar preciso donde debe clavarse el arma, lo cual indica que el agresor tiene, por lo menos, ciertos conocimientos de cirugía.

—Sí; es verdad. Ese es un detalle que le favorece, aunque no creo que le sirva de gran cosa.

—Sin embargo, creo que es una suerte para ella

—No tanta suerte, porque, de todos modos, la ahorcarán.

—Pero esa mujer, sin duda, está loca... La manera de ir a casa de su marido, dar su nombre y todo cuanto hizo, sólo es propio de una persona que está rayando en la demencia.

—Desde luego, es muy raro. Probablemente iría allí sin intención de hacer daño, pero se enzarzarían en una discusión y entonces, exaltada, cogería un cortaplumas y se lo clavaría.

—¡Ah! ¿Fue un cortaplumas?

—O algo así, según ha dicho el doctor. En fin, sea lo que fuere, se lo ha llevado, pues el arma con que se cometió el crimen ha desaparecido.

Poirot movió la cabeza; no estaba convencido.

—No, Japp, no fue así. Conozco a lady Edgware y es incapaz de perder la cabeza de ese modo. Además, no es probable que llevase ningún cortaplumas. Son pocas las mujeres que usan tales objetos, y seguramente Jane Wilkinson no es una de ellas.

—¿Y dice usted que la conoce?

—Sí; la conozco.

No dijo nada más. Japp le miraba inquisitivamente.

—Bueno —dijo al fin Poirot—. Al grano: ¿qué le ha traído por aquí? Porque supongo que no habrá sido sólo el deseo de pasar un rato con un viejo amigo. Tiene usted todos los hilos del crimen, sabe quién es el culpable y seguramente conoce el motivo del asesinato. Por cierto, que no me lo ha dicho todavía. ¿Cuál fue la causa que impulsó a Jane Wilkinson a cometer el crimen?

—Quería casarse con otro. Esto lo dijo ella misma hace una semana. También se le oyó proferir amenazas contra su marido, asegurando que cualquier día cogería un taxi e iría a casa de lord Edgware para pegarle cinco tiros.

—¡Ah! —dijo Poirot—. Parece que está usted muy bien informado. Sin duda, alguien ha sido muy locuaz con usted.

Me pareció que sus ojos formulaban una pregunta; pero, si fue así, Japp no se dio por aludido.

—Debemos oírlo todo, monsieur Poirot —dijo, impaciente.

Poirot asintió y salió en busca del diario. Este había sido hojeado por Japp durante la espera. De un modo mecánico, Poirot lo ordenó y empezó a pasar la vista por él. Aunque sus ojos parecían fijos en el periódico, su cerebro estaba ausente, tratando de componer algún extraño rompecabezas.

—Todavía no me ha contestado usted —dijo al poco rato—. ¿Cuál es el motivo de su visita?

—El haberme enterado de que usted estuvo ayer por la mañana en Regent Gate. En cuanto he sabido eso, me he dicho: «Lord Edgware llamó a Poirot. ¿Por qué? ¿Sospechaba algo? ¿Qué temía? Antes de hacer nada en definitiva, será mejor hablar con él.»

—¿Qué quiere usted decir con ese «nada en definitiva»? Se refiere al arresto de lady Edgware, ¿verdad?

—Sí.

—¿No la ha visto todavía?

—¡Usted dirá! Lo primero que he hecho ha sido ir al Savoy. No iba a exponerme a que escapase.

—¡Ah! —dijo Poirot—. Entonces usted... —se detuvo. Sus ojos, que habían estado durante ese tiempo fijos pensativamente en el papel, adquirieron en aquel momento una expresión distinta. Levantó la cabeza y añadió en otro tono—: ¿Y qué le ha dicho a usted?

—Le he hecho las preguntas de rigor, aunque no esperaba ninguna declaración de importancia.

- ¿Y qué más? Siga usted.

Se puso hecha una loca. Se retorció los brazos, se llevó las manos a la garganta y al fin se desmayó. ¡Ah! Eso sí, debo confesar que lo hizo admirablemente, fue una magnífica escena de cine.

—¿De modo —dijo Poirot— que usted cree que esa crisis nerviosa ha sido una comedia?

—Pero ¿acaso ha creído usted que a mí se me puede engañar de esa manera? ¡Que si era fingida!

—Sí —dijo Poirot pensativamente—; eso es muy posible. ¿Qué más?

—¡Oh! Después empezó, fingiendo de nuevo, claro está, a exhalar quejidos y ayes lastimeros, siendo necesario hacerle aspirar sales y no sé cuántas cosas raras más. Por fin, se rehizo lo suficiente para llamar a su abogado, asegurando que no pronunciaría ni una sola palabra sin que él estuviese presente. Un momento antes se retorcía en espasmos histéricos, e inmediatamente después llamó a su abogado. ¿Le parece a usted lógico ese proceder?

—En este caso, yo diría que es completamente lógico —dijo lentamente.

—¿Por ser ella la culpable, quiere usted decir?

—No es eso. Lo que yo quiero decir es que cuanto hizo obedeció a su temperamento. Al principio se condujo ante usted como una viuda de melodrama al enterarse de que habían asesinado a su marido. Luego, satisfecha ya su naturaleza teatral, aparece su natural sagacidad, que le hace llamar a su abogado. El que haya representado ante usted una especie de drama no prueba su crimen; indica, simplemente, que ha nacido para actriz...

—De todas maneras, no puede ser muy inocente.

—Está usted muy seguro —dijo Poirot—, y creo que no debería estarlo tanto. Dice usted que no ha hecho ninguna declaración, ¿verdad?

Japp hizo un gesto.

—No quiso decir ni una palabra sin que estuviese presente su abogado. La camarera lo llamó por teléfono. Yo pensé, cuerdamente, que para obrar con mayor seguridad debía informarse lo mejor posible de todo cuanto ocurrió antes del crimen. Por eso dejé a dos de mis hombres con ella y me vine hacia aquí en su busca.

—¿Y ahora está usted ya seguro?

—Claro que lo estoy; pero me gusta tener en mi poder todos los datos posibles. Se va a hablar mucho de este suceso. Todos los diarios van a llenar con él columnas y columnas; ya sabe usted lo que son los periódicos.

—Hombre, a propósito —dijo Poirot—. Ya que habla usted de periódicos, ¿qué me dice de esto? Se ve, amigo mío, que no ha leído usted hoy la prensa muy detenidamente.

Y le tendió el diario por encima de la mesa, indicándole con el dedo el lugar de las crónicas de sociedad. Japp leyó en voz alta:

—«Sir Montagu Corner dio una magnífica cena, ayer noche, en su casa de Chiswick. Entre los invitados se encontraban sir George y lady Du Fisse, míster James Blunt, el conocidísimo crítico sir Oscar Hammerfeldt, de los Overton Film Studios; miss Jane Wilkinson (lady Edgware) y otros.» ,

Por un momento, Japp quedó desconcertado.

—¿Qué tiene esto que ver con el crimen? La gacetilla debió de enviarse a los diarios anticipadamente, ya lo verá usted. Lady Edgware no debió de asistir a esa cena, o llegaría con retraso: a las once o más tarde, acaso. Apañado está usted si cree todo lo que dicen. los periódi-cos. Eso que es usted una de las personas que mejor debían saberlo.

—Tiene razón; pero de todos modos es raro, ¿no le parece a usted?

—Sin embargo, ocurre muy a menudo —hizo una pausa y después añadió—: Sé por experiencia que es usted callado como una ostra; pero en
gracia
a nuestra amistad tendrá usted a bien explicarme algo, ¿verdad? Vamos a ver, ¿me quiere usted decir para qué le llamó lord Edgware?

—Lord Edgware no me llamó; fui yo quien solicité de él una entrevista.

—¿Sí? ¿Para qué?

Poirot dudó un momento.

—Contestaré a su pregunta —dijo lentamente—, pero sólo cuando yo lo crea oportuno.

Japp lanzó un gemido. En aquel momento no sentía gran simpatía por él. A veces Poirot se ponía insoportable.

—Si usted me lo permite, voy a telefonear a cierta persona —dijo mi amigo.

—¿De quién se trata? —preguntó el inspector.

—De míster Bryan Martin.

—¿El artista de cine? ¿Y qué tiene que ver ese hombre con todo esto?

—Creo que le parecerán a usted interesantes las explicaciones de ese señor... Y hasta puede que le sirvan de ayuda —y añadió, dirigiéndose a mí—: ¿Quieres hacer el favor de telefonear tú?

Cogí el listín y busqué el número. El actor vivía es una casa cerca de St. James Park. Llamé:

—Victoria, cuatro-nueve-cuatro-nueve-nueve.

Al cabo de unos minutos me contestó la adormilada voz de Bryan Martin:

—Dígame, ¿quién habla?

—¿Qué le digo? —pregunté, tapando el auricular con la mano.

—Dile —dijo Poirot— que han asesinado a lord Edgware y que le agradecería mucho que viniese en seguida.

Repetí las palabras de mi amigo y percibí una exclamación:

—¡Dios mío!, por fin lo ha hecho. Voy en seguida.

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