La muerte del dragón (54 page)

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Authors: Ed Greenwood & Troy Denning

BOOK: La muerte del dragón
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El fuego saltó hasta el lecho de escudos, derramándose sobre el cuerpo del rey. Azoun sufrió convulsiones, crispó las manos cuando la magia recorrió su cuerpo de la cabeza a los pies y arqueó la espalda entre súbitas descargas del rayo y de unas bolas de fuego grandes como puños. El fuego cayó al suelo, donde humeó, y los escudos crujieron al fundirse. A continuación, del fuego blanco que cubría al rey surgió un brazo luminoso como un rayo, que con ademán insolente en su lentitud fue a caer sobre el montero.

Buruin trastabilló profiriendo un grito ahogado, y fue a caer en manos de sus compañeros clérigos. Sólo los fuertes brazos de Owden Foley y del clérigo Steelhand le impidieron caer al suelo. Al ponerlo en pie, el de Malar tenía el rostro ceniciento, la mirada oscura y los ojos abiertos desmesuradamente.

Los sagrados rostros empalidecieron, las sagradas manos (algunas de ellas imbuidas de una brillante magia que dibujaba una estela allí por donde pasaran) se apresuraron a trazar signos de protección en el aire y los sagrados pies no dudaron a la hora de retroceder. A sus miradas temerosas no escapó el hecho de que más de un capitán de Cormyr había desnudado a medias el acero en un gesto de deliberada amenaza, con el rostro frío como la piedra.

—Queda constancia de su preocupación y devoción por el rey —dijo Vangerdahast a los clérigos; la corona que ceñía de nuevo en la frente le proporcionaba el aspecto de un poderoso monarca de antaño—. Ahora, háganse atrás y sirvan de testigos. Sus dioses desearían que estuvieran presentes y rezaran sus oraciones, pero mucho me temo que ha pasado ya el momento de la curación. —Frunció el entrecejo, levantó la mano en un gesto autoritario, y añadió—: El rey no tardará en expirar. No le priven de la paz en sus últimos momentos.

Titubearon los clérigos, y no pocas bocas se abrieron para protestar sin convicción, todo ello sin perder de vista a los guerreros.

El mago de la corte miró primero a Owden Foley y después a Steelhand; ante ambos inclinó levemente la cabeza en silencioso agradecimiento. Ambos clérigos respondieron al saludo, se volvieron, y apartaron a sus colegas levantando los brazos extendidos y formando con ellos una valla móvil que acabó empujando a los clérigos hasta la ladera de la colina.

Vangerdahast asintió de nuevo, satisfecho a juzgar por la expresión de su rostro, y se volvió hacia donde yacía Azoun. Alusair y sus compañeros rodeaban al rey, y sus miradas iban del rostro del mago al del monarca, y de nuevo al de Vangerdahast.

—Mi señor —dijo el mago de la corte en una voz que por un breve y fugaz instante pareció fundirse en un sollozo—: Os he obedecido y al hacerlo he recibido buenas noticias. La princesa Tanalasta ha dado a luz un hijo, a quien, según tengo entendido, se le conocerá como Azoun V. El nuevo príncipe de Cormyr traerá buen nombre al trono, cuando llegue el momento.

—Eso es... bueno —dijo el rey con voz entrecortada, aquejado de un súbito espasmo de dolor. Arqueó la espalda lívido, y sus capitanes se arrojaron hacia él como enfermeras teñidas de sangre, con intención de ayudarle a incorporarse. Ilberd Crownsilver ahogó un sollozo al ver que el rey hacía un esfuerzo por mantener el equilibrio y reunir la fuerza necesaria para sentarse.

Azoun la encontró en lo más profundo de su ser, y al levantar la mirada obsequió a sus hombres con una sonrisa fiera, casi una mueca, una sonrisa de desprecio hacia su propia debilidad. La sonrisa se ablandó hasta adquirir una auténtica calidez, y fue entonces cuando miró a su alrededor, rostro por rostro. Alusair le miraba a su vez con ojos oscuros, lívida. Abrió los labios como si quisiera hablar, pero no dijo nada.

Su padre la observó, después miró al cielo y fue a ella a quien ofreció sus siguientes palabras.

—Ha estado bien —señaló sin apartar la mirada de las nubes grises—, mas si mis afanes de nada han servido, oh, dioses, procurad que mi descendencia disfrute de tiempos mejores.

El rey se sacudió las manos que lo sostenían, y se puso en pie como un león. Se tambaleaba, cierto, pero allí estaban las manos de sus hombres para impedir que pudiera caer, aunque al parecer se arrepintieron por temor a insultarle en sus últimos momentos. Azoun observó el reino por última vez con una mirada que se apagaba poco a poco. Movió el rostro para observar a los soldados y oficiales, y lo hizo con una sonrisa en la comisura de los labios. Llevó la mano al pomo de la espada, la desenvainó y la levantó en alto. No hizo nada que diera a entender que se percatara de lo mucho que temblaba la hoja.

—No diré adiós —dijo el cuarto Azoun en regir el Reino de los Bosques a quienes se encontraban a su alrededor—, porque estaré aquí, con la brisa nocturna, observando la tierra que amo, presto el frío acero para sus enemigos, prestas las palabras de ánimo para quienes la defiendan.

Cayó la espada de sus dedos temblorosos, mas Alusair, rápida como una serpiente, la cogió en el aire y la levantó a su vez hasta volverla a poner en la mano del rey.

Azoun tembló al rodear a su hija con sus brazos.

—Llévasela a tu madre —dijo antes de besarle en la mejilla.

Sus labios rozaron su piel, entonces ahogó un gemido de dolor. Un último relámpago estalló entre sus labios y la mejilla, pero Alusair ni siquiera pestañeó, aunque el fuego de dragón la hiciera temblar como a una hoja azotada por la tormenta.

Su padre susurró «Filfaeril» entre temblor y temblor, vaciló, echó hacia atrás la cabeza y profirió el rugido de un león.

Por un instante Azoun agarró con fuerza a su hija, imbuido de una fuerza súbita hasta que el abrazo se convirtió apenas en un roce, momento en que se apartó de ella, giró sobre sus talones para mirar a quienes le observaban compungidos y levantó de nuevo la espada en el aire.

El arma empezó a arder. Las llamas azules relampaguearon y después adquirieron una tonalidad púrpura. Al alcanzar el tope de su recorrido, experimentó una transformación; fue durante un breve instante, lo suficiente como para permitir a todos los presentes jurar por el resto de sus vidas que habían visto el espectral contorno de un dragón con la cabeza vuelta hacia ellos, y las garras alrededor de la empuñadura de la espada.

Alusair vio que Vangerdahast hacía dos sutiles gestos cuando el rey levantó la espada. Cruzaron la mirada durante un breve instante, y ella se limitó a inclinar la cabeza de forma imperceptible, sin decir una sola palabra, cuando los hombres ahogaron la sorpresa ante semejante aparición.

Azoun los miró con una sonrisa de tristeza en los labios, como si fuera consciente de que aquél era el último de sus trucos; el dragón desapareció en un estallido de luz púrpura y fuego argénteo. Se volvió y dos pasos después trastabilló en dirección a su tienda. Alusair y Vangerdahast siguieron su estela, pero los demás siguieron observando el cielo, boquiabiertos.

Los hombres pestañearon ante el vacío donde habían visto el dragón y la espada, un pedazo de aire que incluso las nubes parecían empeñadas en recrear al despejarse y permitir asomar el cielo azul. Entonces prorrumpieron en un coro de suspiros apenados.

En el silencio que siguió, Azoun pronunció sus últimas palabras al caer de rodillas como un árbol cansado que decidiera hundirse, lentamente, en la tierra.

—Por la bella Cormyr —dijo en un hilo de voz—. ¡Por siempre!

—Por siempre, padre —dijo Alusair con voz temblorosa, a punto de romper a llorar—. ¡No te olvidaremos!

El rey de Cormyr sonreía cuando su rostro besó la hierba, justo antes de que cayera el último e infinito silencio. Cuando sus capitanes, su hija e incluso los clérigos rompieron a llorar, Azoun no pudo oírlos. No oía más que el eco de las trompetas, sonido que creía olvidado después de tantos años, y el toque triunfal de los cuernos que anunciaban su nacimiento por todo el castillo, hacía mucho, mucho tiempo. Alto y claro. Dioses, qué placer volver a oírlos.

46

D
espués de expirar el rey, Vangerdahast permaneció arrodillado junto a él largo rato, frotando el anillo de los deseos que lucía en el dedo mientras se preguntaba si se atrevía o no a emplearlo. Un simple gesto, unas pocas palabras, y Thatoryl Elian no se hubiera encontrado en aquellos bosques cuando Andar Obarskyr pasaba por allí. Lorelei Alavara hubiera disfrutado de una feliz vida de casada, Nalavarauthatoryl el Rojo jamás hubiera existido y Alaundo el Visionario nunca habría profetizado lo que profetizó.

Y entonces, ¿qué? Si Thatoryl Elian no hubiera estado en aquellos bosques en el mismo momento que Andar, éste no habría tenido motivo alguno para huir de ellos y hablarle de su existencia a Ondeth, por lo que Cormyr no habría existido: al menos, no tal y como él lo conocía. Vangerdahast ya había deseado en una ocasión que Nalavarauthatoryl no existiera, y le había costado las vidas de Azoun y Tanalasta, y casi la supervivencia del reino. Tal era la tentación de la magia. Al igual que cualquier otro poder, antes o después, quienes lo poseían tendían a abusar de él.

Vangerdahast cogió las manos de Azoun y las colocó una encima de la otra sobre su pecho. Al hacerlo, deslizó el anillo de los deseos en el dedo de su amigo. Los reyes morían, al igual que sus hijas, pero el reino seguía adelante. Mejor dejar las cosas tal y como estaban.

Masculló entre dientes un hechizo para ocultar el anillo de la vista.

—Vigílalo bien, amigo mío.

Sólo entonces se echó a llorar, y sus lágrimas descendieron abundantes por sus mejillas. Quitó la corona de la frente de Azoun, y se incorporó para dirigirse a los demás.

—El rey ha muerto —dijo.

Eso es todo cuanto se le ocurrió decir, puesto que también Tanalasta había muerto. El nuevo rey era un bebé que no tendría ni diez días, cosa que los demás ignoraban, por supuesto. Había mantenido la muerte de Tanalasta en secreto, al igual que tampoco se lo había dicho a Azoun, y allí estaban todos, esperando a que dijera lo que tenía que decir, con el miedo en la mirada, tristes y curiosos, tanto como suspicaces y calculadores.

Habría algunos nobles que intrigarían para disputar el derecho al trono basándose en la paternidad del bebé, por no mencionar a Sembia y los zhentarim, y otros que esperaban aprovechar los problemas de Cormyr para hacerse con cuanta tierra fuera posible. Les esperaba un largo invierno: poco grano para alimentar al pueblo, ni techo ni cobijo para resguardarlo de la nieve y la lluvia, y seguro que penetrarían por la frontera sur las habituales hordas de orcos, e incluso algunos dragones, en busca de un botín fácil. Cormyr necesitaría de un monarca fuerte en los días venideros, y Vangerdahast conocía lo bastante a Alusair como para saber que no querría permanecer sentada en Suzail, mientras sus generales libraban batallas en los cuatro puntos cardinales del reino.

—Vangerdahast, ¿qué sucede? —preguntó Owden Foley.

—Hay algo...

Las palabras se atragantaron en la garganta de Vangerdahast, y lo único que logró pronunciar fue un sollozo. Cerró los ojos, levantó la mano para pedir tiempo para recuperarse y encontrar las palabras que buscaba.

Pero éstas no fluyeron con facilidad, y por un instante no pudo hacer más que permanecer de pie y seguir llorando. Alusair y los demás también rompieron a llorar, y el mago se dio cuenta de que no estaba dando un buen ejemplo. Se llevó la mano a la corona de hierro de los trasgos, y descubrió que por fin podía quitársela, ahora que Nalavara había muerto. Se libró de ella y sostuvo una corona en cada una de sus manos, momento en que un suave murmullo se alzó en el interior de la tienda.

Vangerdahast dio un paso al frente, y a punto estaba de pedir silencio cuando una intensa lluvia empezó a caer dentro de la propia tienda. Una mano fría le cogió del brazo que sostenía la corona de Azoun.

—¿Qué vas a hacer, viejo?

Vangerdahast vio que tenía la fuerte mano de Rowen Cormaeril alrededor de la muñeca. Sintió la carne negra de la ghazneth fría al tacto, triste recordatorio del precio que uno pagaba por traicionar a Cormyr.

El mago sostuvo la mirada blanca y ardiente de Rowen, y levantó lentamente la dorada corona de Cormyr.

—Iba a entregársela a Alusair.

—¿A mí? —Alusair empalideció y sacudió la cabeza—. Oh, no, Vangerdahast, no pienso...

—Es una responsabilidad con la que tendréis que cargar, Alusair Obarskyr. —Vangerdahast libró su muñeca de la presa de Rowen, y puso la corona en manos de Alusair—. Me temo que tendréis que asumir la regencia, hasta que Azoun V tenga edad suficiente para subir al trono.

—¿Qué? —preguntó Rowen—. ¿Y Tanalasta...?

—Acabó con Boldovar —dijo el mago con tristeza—, pero al hacerlo, murió como consecuencia de las heridas sufridas.

Rowen trastabilló hacia atrás, con el rostro blanco y torcido en una mueca de dolor.

—¡No! ¿Por qué...? ¡Estás mintiendo!

Vangerdahast cerró los dedos de Alusair alrededor de la corona, y después se volvió hacia Rowen.

—Me temo que no. No tuve fuerzas para decírselo al rey, pero así es. Tanalasta se fue antes que su padre.

Un terrible sollozo escapó de los labios de la ghazneth, y después no se oyó más en la tienda excepto el golpeteo de la lluvia. Vangerdahast extendió sus brazos con intención de abrazar y consolar a Rowen.

—Amigo mío, lo sien...

Pero Vangerdahast no pudo terminar la frase, puesto que la ghazneth le apartó a un lado y se retiró al fondo de la tienda donde reinaban las sombras. Un haz de luz cegadora iluminó el suelo cuando corrió la lona que hacía las veces de puerta posterior; entonces cesó la lluvia y Rowen desapareció.

Epílogo

A
unque su nueva coraza de gala había sido confeccionada por el maestro herrero de siempre, que disponía de las mismas medidas de cuando confeccionó su maltrecha armadura de combate, Alusair se sentía torpe, vanidosa y algo desnuda. Estaba hecha del mejor acero enano, estaba acanalada, grabada y damasquinada en oro. Habían estampado en púrpura el dragón real de Cormyr en su abdomen, y había sido fundida y unida a la perfección por los armeros reales. Los artistas de la casa real la habían decorado con precisión, los pajes reales la habían pulido hasta dejarla como un espejo y los escuderos se la habían ceñido como un guante, pero Alusair habría preferido cabalgar desnuda hacia la batalla que enfundada en semejante armadura. No por primera vez, la regente de acero maldijo a Vangerdahast por haberle cargado con el peso de la corona, en lugar de tener el coraje necesario para ceñirla sobre su propia testa.

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