La muerte lenta de Luciana B. (14 page)

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Authors: Guillermo Martínez

BOOK: La muerte lenta de Luciana B.
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Se acercó a la mesa, donde yo había dejado la revista, y volvió a guardarla en el cajón. Bajó la persiana del ventanal y me hizo un gesto para que volviéramos a la biblioteca. Caminamos de regreso en silencio hasta llegar otra vez junto a los sillones. La pila de hojas había quedado sobre la mesita, pero yo no hice el primer movimiento para guardarlas.

—Y bien, ¿hay algo más que quiere preguntarme?

Había muchas cosas más que quería preguntarle pero ninguna de ellas, me daba cuenta, querría responderlas. Aun así, decidí intentar al menos una.

—Ella dice aquí que usted detestaba todo lo que tuviera que ver con la exposición pública. Yo también me acuerdo que fue durante muchos años un escritor casi invisible. Y es verdad que de pronto todo eso cambió.

Kloster asintió, como si a él mismo lo hubiera sorprendido esa transformación.

—Después de la muerte de Pauli creí que iba a enloquecer. Habría enloquecido, sin duda, si me quedaba encerrado aquí. Los reportajes, las conferencias, las invitaciones, me obligaban a salir, a vestirme, a afeitarme, a recordar quién había sido, a pensar y responder como una persona normal. Era el único hilo que me quedaba tendido con el allí afuera, donde la vida proseguía. Me prestaba a todo esto, porque sabía que apenas regresaba aquí, estaría a solas con un único pensamiento. Eran mis excursiones a la normalidad, mi manera de conservar la lucidez. Representaba un papel, por supuesto, pero cuando usted declinó toda voluntad de ser y de persistir, representar fielmente un papel puede ser la última defensa contra la locura.

Me hizo una seña para que lo siguiera.

—Venga conmigo —dijo—; hay algo más que quiero mostrarle.

Lo seguí hacia la boca del corredor donde había visto la primera foto en la penumbra. Encendió una luz y el pasillo se iluminó. Había fotos colgadas de las paredes a ambos lados, de todos los tamaños, muy próximas entre sí, en una sucesión abigarrada que convertía al pasillo en un túnel sobrecogedor, con la imagen de la hija repetida en todas las actitudes. El único orden parecía el de la superposición.

Atravesamos el pasillo y Kloster sólo dijo:

—Me gustaba sacarle fotos: son todas las que pude rescatar.

Abrió una puerta al final del pasillo y pasamos a lo que parecía un gabinete o una dependencia de servicio abandonada. Las paredes estaban desnudas; había una única silla arrimada contra una esquina y un archivo de metal sobre el que se apoyaba una pequeña máquina rectangular. Sólo cuando Kloster apagó la luz del pasillo y quedamos a oscuras advertí que se trataba de un proyector. La pared frente a nosotros se iluminó, hubo un seco chirrido mecánico y apareció, regresada milagrosamente a la vida, la hija de Kloster. Estaba inclinada a lo lejos en lo que parecía un parque, o un jardín. Se incorporaba de pronto y corría hacia la cámara, con un ramito de flores que había arrancado entre el pasto. Venía hacia nosotros agitada, feliz, y al extender el ramito se escuchaba por un momento su voz infantil: «Éstas las junté para vos, papá». Una mano se abría para recibir las flores, mientras la hija de Kloster corría otra vez alejándose hacia el jardín. El escritor, de algún modo, se las había arreglado para que la escena se repitiera y la hija se alejaba y volvía hacia él de una manera interminable, con el mismo ramo en la mano y esas palabras que en la repetición sonaban cada vez más fantasmales y siniestras: Éstas las junté para vos, papá. Miré hacia atrás. El resplandor de la pared dejaba ver algo de la cara de Kloster. Estaba absorto, rígido, sumido en la contemplación, con los ojos fijos y pétreos como los de un muerto y sólo su dedo se movía con la fijeza de un autómata para pulsar cada vez el interruptor.

—¿Qué edad tenía en esta filmación? —pregunté. Sólo quería, en el fondo, interrumpirlo, huir de esa cripta.

—Cuatro años —dijo Kloster—. Es la última imagen que tengo de ella.

Apagó el proyector y volvió a prender la luz. Regresamos a la biblioteca y fue para mí como emerger otra vez al aire puro. Kloster señaló hacia atrás.

—Los primeros meses después de su muerte los pasé encerrado en ese cuarto. Allí también empecé la novela. Temía, sobre todo, olvidarla.

Habíamos quedado otra vez frente a frente en el centro de la biblioteca. Se quedó mirando cómo me ponía mi abrigo y juntaba las hojas para guardarlas en la carpeta.

—Y bien, no me dijo todavía qué piensa hacer con esto. ¿O es que todavía le cree a ella antes que a mí?

—Por lo que usted me dijo —respondí dubitativo— no habría ninguna razón para que Luciana deba temer otra desgracia. Y esta serie de muertes, tan cerca de ella, serían algo así como un exceso del azar, un ensañamiento de la mala suerte. ¿A usted no le llaman la atención?

—No tanto. Si usted tira al aire una moneda diez veces seguidas lo más probable es que tenga una seguidilla de tres o cuatro caras o cruces repetidas. Luciana pudo tener una racha de cruces en estos años. La distribución de las desgracias, como de los dones, no es equitativa. Y quizá haya incluso en el azar, en el largo plazo, una forma superior de administrar castigos. Conrad al menos creía esto: No es la Justicia quien mejor sirve a los hombres, sino el accidente, el azar, la fortuna, aliados del paciente tiempo, los que llevan el balance parejo y escrupuloso. ¿Pero no es paradójico que tenga que recordarle yo a usted que también existe el azar? ¿No es acaso usted el que escribió una novela que se llama Los aleatorios, no era usted el defensor ardoroso de los edificios de Perec y las barajas de Calvino, que estaba tan orgulloso de oponer a la anticuada causalidad en la narrativa, al gastado determinismo acción-reacción? Y de pronto viene aquí en busca de la Causa Primera, del demonio de Laplace, de una explicación unívoca de las que tanto desdeñaba. Una novela entera dedicada al azar, pero evidentemente nunca se tomó el trabajo de lanzar una moneda al aire, no sabe que el azar también tiene sus formas y sus rachas.

Quedé en silencio por un segundo, sosteniendo la mirada despectiva de Kloster. De manera que no sólo había leído aquel artículo desgraciado sino que lo recordaba como para recitármelo de memoria. ¿No me estaba dando a su pesar y sin saberlo la prueba de su naturaleza vengativa y rencorosa? Pero también yo, al fin y al cabo, recordaba al pie de la letra las críticas adversas, también yo hubiera podido repetir algunas. Y si esto no me convertía a mí en un criminal, ¿podía imputárselo en su contra a Kloster? En todo caso, me sentí obligado a responderle algo.

—Es verdad que me aburre la causalidad clásica en literatura, pero puedo separar mis ideas literarias de la realidad. Y supongo que si murieran cuatro de mis familiares más cercanos, también yo empezaría a alarmarme y a buscar otras explicaciones...

—¿Verdaderamente puede? Quiero decir: separar sus ficciones de la realidad. Para bien o para mal, esto fue para mí lo más difícil desde que empecé esta novela. La ficción compite con la vida, decía James, y es cierto. Pero si la ficción es vida, si la ficción crea vida, también puede crear muerte. Yo era un cadáver después de enterrar a Pauli. Y aunque un cadáver ya no puede aspirar a crear vida, todavía puede crear muerte.

—¿Qué es lo que quiere decir? ¿Que en su novela también hay muertes?

—No hay otra cosa que muertes.

—¿Y no le preocupa que se torne... inverosímil?

Me sentí algo estúpido, e infame: el afán de verosimilitud en las novelas de Kloster era algo de lo que yo mismo me había burlado.

—Usted no entiende. Y no podría entenderlo. Basta con que yo lo crea. No es una novela para publicar. No es una novela para convencer a nadie. Es, digamos, una fe personal.

—Pero en su novela —insistí—, ¿sostiene también la hipótesis del azar?

—Yo no sostengo la hipótesis del azar. Lo que digo es que en todo caso usted debería sostenerla. O al menos, considerarla. Pero supongo que puede haber otras explicaciones, para un escritor con suficiente imaginación. Hasta un policía como Ramoneda pudo concebir otra posibilidad.

—¡Por favor! Lo único que puede pensar un policía argentino: que la víctima sea al mismo tiempo el sospechoso principal. ¿Por qué haría Luciana algo así?

—Por el motivo más obvio: la culpa. Porque sabe que es culpable y se está dando a sí misma el castigo que cree que se merece. Porque su padre, que era un fanático religioso, le inculcó el látigo y la flagelación. Porque está loca, sí, pero hasta un extremo que ni usted ni yo imaginamos. Y además, ¿no era ella la experta en hongos? ¿No es ella la que estudió biología y conocía sustancias que podían pasarse por alto en un examen forense? ¿No es ella también la que fue encerrada por su hermano y sabía de su relación con esa mujer?

Kloster exponía esto sin ningún énfasis, con la frialdad ecuánime de un jugador de ajedrez que examina las variantes de los contrincantes desde afuera de la mesa. Me quedé callado y volvió a señalarme la carpeta transparente bajo mi brazo.

—Y bien, ¿qué hará finalmente con esas hojas? Todavía no me lo dijo.

—Las voy a guardar en un cajón por ahora —dije— y voy a esperar: mientras no aparezcan más cruces en la seguidilla, quedarán ahí.

—Pero eso es bastante injusto —dijo Kloster, como si tuviera que hacer entrar en razones a un chico caprichoso—. Si mal no recuerdo, Luciana tenía una abuela que ya era muy vieja hace diez años. Estaba internada en un geriátrico. Y si no murió todavía, podría ocurrirle en cualquier momento.

No pude notar en su expresión ni en su voz el menor asomo de una amenaza. Sólo parecía estar exponiendo una objeción lógica.

—No contaría, por supuesto, una muerte natural —dije.

—Pero ¿no se da cuenta todavía? Para Luciana, ninguna muerte sería natural. Aun si su abuela muriera durante el sueño creería que yo me descolgué por una chimenea para asfixiarla con la almohada. Si puede imaginar que enveneno tazas de café y siembro hongos tóxicos y libero presos de la cárcel, nada puede detenerla.

—Pero yo puedo juzgar por mí mismo y sé la diferencia entre una seguidilla de cuatro cruces y una de siete.

—El número siete... —dijo Kloster, como si algo lo hubiera hartado—. Usted no debería caer en el mismo error. Hay por lo visto una lección que Luciana no recibió de su padre sobre los simbolismos bíblicos. La raíz hebrea de «siete» tiene que ver con la completitud y la perfección de los ciclos. Ésa es la manera en que se utiliza el número siete en el Antiguo Testamento. Cuando Dios advierte a los que quieran matar a Caín no está hablando de una cantidad literal, de una proporción numérica, sino de una venganza que será completa y perfecta.

—¿Y no le parece que la muerte de cuatro familiares es una venganza ya suficientemente completa?

Kloster me miró como si sostuviéramos una fría pulseada y reconociera mi esfuerzo, pero no estuviera dispuesto a ceder en nada.

—Yo sólo puedo conocer mi dolor—dijo—. ¿No es ése, en el fondo, todo el problema del castigo? Un dilema, como diría Wittgenstein, del lenguaje privado. No sé a cuántas otras muertes equivale la muerte de una hija. De todas maneras, no es algo que depende de mí, algo que yo pueda detener. Como le dije: únicamente me dedico a escribir una novela. Pero en fin, veo que no he conseguido convencerlo. Y para mí se está haciendo algo tarde: estoy por recibir ahora a una chica de un colegio secundario que quiere entrevistarme, para un periódico escolar...

Kloster se detuvo, quizá porque advirtió un gesto de sorpresa o alarma en mi cara. Yo, que no había incluido entre las páginas que le había dado a leer los temores de Luciana sobre su hermana, quedé paralizado, a la espera de que me dijera algo más sobre esa chica que esperaba. Pero él sólo me indicó la escalera, de una manera inapelable, para que bajara y me fuera de una vez.

Mientras descendía los escalones me di vuelta todavía y lo vi de pie en lo alto, como si quisiera cerciorarse de que yo realmente me iría.

—Usted me dijo por teléfono que también quería preguntarme algo —recordé de pronto—, pero no me hizo ninguna pregunta.

Kloster hizo un gesto parecido a un saludo.

—No se preocupe: lo que yo quería saber ya me lo respondió.

Capítulo 8

Apenas salí a la calle busqué un teléfono público. No llevaba encima mi agenda pero llamé a Informaciones y pedí el teléfono de Luciana por su nombre y dirección. Después de unos segundos la voz de una máquina me dictó los dígitos y los marqué de inmediato, antes de que desaparecieran en mi memoria.

—Acabo de hablar con Kloster —le dije, apenas escuché su voz—. Me despidió porque estaba por recibir a una chica de un periódico escolar. ¿Es posible que sea tu hermana?

Hubo del otro lado un silencio de incertidumbre y vértigo que duró sólo un instante.

—Sí, Dios mío, sí —dijo con voz desmayada—. Pensé que se le había quitado esa idea de la cabeza. Pero evidentemente hizo todo a mis espaldas. Salió recién, no quiso decirme adónde iba pero alcancé a ver que ponía un libro de Kloster en el bolso. Un libro que ya había leído, eso me pareció extraño. Seguramente lo lleva para que se lo firme —su voz dio un vuelco de desesperación—. Podría tomar un taxi, pero ya es tarde, no creo que pueda alcanzarla. ¿Desde dónde me estás llamando ahora?

—Estoy a la vuelta de la casa de él, en un teléfono público.

—Entonces tal vez todavía vos podrías esperarla y detenerla... Hasta que yo llegue. ¿Harías eso por mí? Ahora mismo bajo a tomar un taxi.

—No, no voy a hacer nada de eso —dije con mi tono más firme—. Antes tendríamos que hablar otra vez vos y yo. Estoy seguro de que Kloster no va a intentar nada estúpido en su propia casa. Hay un bar en la esquina y creo que desde allí se ve la entrada de la casa. Lo que puedo hacer, en todo caso, es quedarme a vigilar la puerta hasta que llegues y volvamos a conversar. Voy a esperarte sentado junto a una ventana.

—Está bien —se resignó—. Ya salgo. Sólo espero que Kloster no te haya convencido también a vos.

Entré en el bar, que a esa hora estaba casi vacío, y me senté junto a una de las ventanas de la ochava, desde donde alcanzaba a ver, en la vereda de enfrente, la puerta de Kloster. No había ni siquiera pedido mi café cuando vi pasar, casi pegado al vidrio, un bolsito en bandolera que hubiera reconocido en cualquier lugar. Estiré la cabeza para mirar hacia fuera pero la chica había cruzado y un colectivo detenido en el semáforo me impedía seguirla a través de la calle. Cuando el colectivo finalmente arrancó ya no había rastros de Valentina y el portón de Kloster se estaba cerrando. No había podido ver de ella más que ese bolsito heredado de Luciana, y una manga de su abrigo azul oscuro.

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