La mujer del faro (12 page)

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Authors: Ann Rosman

BOOK: La mujer del faro
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–Qué bonita es su casa. Tiene mucho estilo -dijo al final.

–Sí, desde que los niños se fueron disponemos de más tiempo, para nosotros y para la casa. Aunque desde entonces han ido llegando los nietos.

–¿Cuántos hijos tiene?

–Tres. Un hijo y dos hijas. Nuestro yerno trabaja de agente inmobiliario y está muy solicitado. Él…

Las puertas de los armarios de la cocina estaban pintadas de un color fuerte que Karin llamaba “rojo inglés”. Se dijo que aquel tono in tenso contrastaba mucho con la mujer que acababa de enterarse de que habían encontrado el cadáver de su primer marido. Karin sabía por experiencia que las personas a quienes acaban de comunicar la muer te de un pariente reaccionan de maneras muy diferentes. No obstante, en este caso la conmoción no incluía la muerte en sí. Sólo el hecho de que lo hubieran encontrado después de tanto tiempo y, además, en la despensa de Pater Noster. Los pensamientos de Karin volvieron a la cocina cuando Siri sirvió el té, cogió la bandeja y se dirigió al salón. En mitad de la alfombra se detuvo. Folke y Waldemar la miraron.

–Las cucharillas -dijo Siri confusa-. Me he dejado las cucharillas.

–Ya voy yo.

Karin volvió a la cocina y vio las cucharillas sobre la encimera. Ésta era de madera maciza y tenía una cocina empotrada. Algunas botellas se alineaban sobre una fuente de cerámica cuadrada con gatos pintados. Aceite de oliva Grappolini extra virgen, vinagre balsámico curado extra y aceite a la trufa. Karin cogió las cucharillas, pero una se le escapó y cayó al suelo. Se arrodilló para recogerla y vio el bidón de cinco litros de aceite de oliva del supermercado Hemkóp que había debajo de la encimera. En ese momento, le resultó más bien cómico que hubieran encontrado al difunto marido de Siri en una despensa. De todos los lugares, era el más inadecuado para encontrar un cadáver. Volvió al salón con las cucharillas.

–¿Cree que podrá soportar un par de preguntas más? – le preguntó a Siri, que daba sorbitos a su té.

–Es que hace tanto tiempo de aquello… -contestó, y dejó la taza sobre la bandeja con cuidado.

–¿Recuerda la fecha en que se casaron?

–No… sí, el tres de agosto de 1963… -contestó algo confusa. Karin se inclinó y le acarició el brazo.

–Tranquila. Es fácil olvidar algo después de tanto tiempo.

–¡Yo no he olvidado nada! Sé que el pastor se llamaba Simón Nevelius. ¿Cuánta gente hay capaz de recordar algo así? – bufó Siri, ofendida, y apartó el brazo con gesto rápido.

–Disculpe, pero tenemos que preguntárselo para intentar averiguar qué pasó. Sabemos que se llevó a cabo una investigación cuan

do acababa de ocurrir todo, pero, si no le importa, nos gustaría que nos lo contara usted.

Siri les habló sin titubear del accidente de navegación. Las palabras salieron de su boca con premura y precisión. Que iban cuatro a bordo, pero que dos se habían caído al mar en el fiordo de Marstrand y habían desaparecido.

–Como ya le he dicho antes, encontramos el cadáver en Pater Noster. ¿Tiene alguna idea de cómo pudo acabar allí?

Siri negó con la cabeza y dijo:

–A lo mejor consiguió llegar a tierra firme, o tal vez se ahogó y el mar arrastró su cuerpo hasta las rocas. No lo sé. Pero ¿qué hacía su cuerpo en la despensa?

Karin decidió ignorar la pregunta y, en su lugar, considerar las posibilidades que tenían de identificar al hombre sin que Siri fuera a reconocer el cadáver.

–Si bien es cierto que tenemos la alianza, nos gustaría saber si recuerda a qué dentista iba su marido.

–Pues la verdad es que no lo sé. – Sostenía la taza entre ambas manos sin beber; las manos le temblaban ligeramente.

Waldemar se inclinó y, con delicadeza, le quitó la taza y la dejó en la bandeja.

–¿Tiene alguna fotografía de Arvid, una foto de la boda, por ejemplo?

Siri parecía ausente y simuló que seguía cavilando para sus adentros cuando contestó:

–¿Dónde puede haber alguna foto? ¿En el desván, tal vez? Bueno, podría echar un vistazo allí, a ver qué encuentro. Pero ¿no cree que podría identificarlo yo misma?

Karin pensó en el aspecto que tenía el cadáver y escogió sus palabras con tacto.

–Un cuerpo cambia bastante después del fallecimiento. No es seguro que pueda identificarlo y tal vez sea preferible poder recordarlo tal como era en vida.

Siri asintió quedamente con la cabeza y de pronto pareció recordar que también era la anfitriona.

–¡Bueno, pero si no se han tomado el té! – Echó un vistazo a su reloj y dio un respingo-. ¡Dios mío! Vamos a una fiesta de aniversario, sesenta años, en casa de los Waldrin a las siete, y necesitamos tiempo para arreglarnos.

Karin miró el reloj. Eran las tres. ¿Realmente necesitaban cuatro horas para emperifollarse?

–¿Supongo que habrán oído hablar de la familia Waldrin?

–Y sin esperar respuesta, añadió-: Gente maravillosa. Multimillonarios, sí, pero increíblemente naturales y sencillos. Los conocemos muy bien. Todo Marstrand estará ahí.

Karin dudó que todo Marstrand fuera a asistir al festejo. Sin embargo, no pudo resistirse y preguntó:

–O sea que ofrecen una fiesta de puertas abiertas para todo Marstrand. Qué amables.

–No, por Dios, no, por supuesto que no. Pero toda la gente que conocemos está invitada -contestó Siri y, sin siquiera coger aire, preguntó-: ¿Hace mucho frío fuera?

–Hace un tiempo típico de primavera. Variable. Frío al viento, pero calor al sol -contestó Karin.

–Entonces será mejor que lleve mis pieles, no me conviene enfriarme.

Karin no creía que el frío tuviera nada que ver con la elección de vestuario.

–Mira que no acordarse ipso tacto de la fecha de su boda -dijo Folke cuando volvieron al coche para regresar a Goteburgo. Era un hombre con sentido para los detalles, pero, lamentablemente, no para manejarse en contextos más amplios. O al menos así lo veía Karin.

–Aunque al final la recordó. Y no olvides que se acordaba del nombre del pastor oficiante. ¿Tú te acuerdas de eso, Folke?

Él lo pensó antes de admitir:

–No, la verdad es que no.

Contra todo pronóstico, Karin encontró un aparcamiento enfrente del piso de Gamla Varvsgatan. Era lunes por la tarde y semana par, por lo que tocaba barrer Karl Johansgatan, que atravesaba todo el barrio de Majoma. De vez en cuando, se saltaban la limpieza, pero, en cambio, lo que muy pocas veces fallaba eran las multas de aparcamiento si se dejaba el coche donde se suponía que había que barrer. Dos minutos después de que Karin aparcara, tres coches con sus conductores estresados doblaron la esquina, buscando sitio en vano.

¡Qué suerte había tenido al salir del trabajo antes que de costumbre!

Metió la llave en la cerradura y abrió la puerta. No se molestó en encender la luz del recibidor, recogió el correo del suelo, se dirigió a la cocina y lo dejó sobre la encimera, al lado de la cafetera. El aparato no era suyo, sino de Göran. Colgó la chaqueta en el respaldo de una silla y abrió uno de los armarios. Los platos eran de él y los vasos de ella , o sea que estaba claro. Pero ¿qué haría con lo que les habían regalado o habían comprado juntos? Cerró el armario y se sentó. No, era demasiado deprimente quedarse en el piso.

Podía darse una vuelta hasta el velero amarrado en el viejo puerto de Lángedrag. Aunque si cogía el coche hasta allí, sería imposible encontrar sitio para aparcar a la vuelta. Da igual, pensó. ¿Qué gracia tiene tener coche si no lo puedes usar?

Media hora más tarde, aparcó en el puerto viejo de Lángedrag y subió al velero. En cuanto estaba a bordo, se le pasaba todo.

–Hola, barco -dijo quedamente, y dio una palmadita en la fría cubierta metálica. Aquel velero era suyo, y eso era una suerte. Nunca había podido separarse de él-. Hoy sólo seremos tú y yo -añadió, sentada en cuclillas con la mano apoyada en la cubierta-. Göran ya no saldrá a navegar con nosotros. – Miró alrededor para asegurarse de que nadie la oía. Sin duda, podía ganarse fácil mente fama de chiflada si alguien la veía hablando con su barco.

Abrió las escotillas y bajó las dos escalas de madera. Olía ligeramente a gasóleo y queroseno. Los olores relajaron su cuerpo.

Empapó en alcohol una bolita de algodón que luego metió en la estufa redonda de acero inoxidable. El modelo, de la marca Reflex, era bueno y daba un calor muy agradable. Además, estaba colocada en un lugar muy ingenioso, en medio del barco, y tenía un fuego protegido por una pequeña rejilla que le permitía cocinar. La rejilla iba especialmente bien cuando hacía mal tiempo, porque impedía que la olla volcara con los vaivenes del casco. Ya había abierto el gasóleo y cuando metió el encendedor, aquél empezó a arder alegremente. Llenó el hervidor de agua y lo colocó sobre el fuego. Luego se echó en uno de los sofás y disfrutó del sedante balanceo.

El silbido del hervidor la despertó. Deshizo la mochila y se preparó unos bocadillos con el pan que había llevado. El té y los bocadillos siempre sabían mejor en el barco. Fuera había oscurecido y el quinqué de queroseno sobre la mesa esparcía una luz agradable.

Puso un CD. Evert Taube en versión de SvenBertil. Alargó la mano para coger la carta náutica que había en la mesa de navegación. Göran solía decirle que era una desordenada y que las cartas náuticas no se dejaban sóbrela mesa estando amarrados en puerto, pero a Karin siempre le había parecido un detalle entrañable. Pasó el dedo por la carta desde Lysekil, pasando por el interior, hacia Malo, y luego, de nuevo mar adentro, en dirección a Káringón y Gullholmen. Luego siguió rumbo sur, pasando por Kládesholmen, el faro de Idegran, que era como decían “pino” en Bohus, y por el fiordo de Marstrand. Cerró los ojos y se imaginó los lugares. Leyó los nombres de los fior

dos, las islas y los islotes, mientras SvenBertil cantaba las fantásticas canciones de su padre.

¿Quién viene remando hacia aquí en medio de la tormenta? Una señorita, señor Flinck, llega sola en la barca.

Sopla el viento, el viento del noroeste ruge.

Karin había oído esas canciones desde que era niña. En su infancia había pasado los veranos en el velero de la familia y por las noches solía meterse en la cabina junto con sus padres para planificar la ruta del día siguiente. Ya pasaba de su hora de dormir, pero como mostraba tanto interés, sus padres la dejaban quedarse despierta.

Su padre conocía muy bien la historia de la provincia de Bohus, V las islas cobraban vida en la carta náutica cuando le hablaba de / ellas. La provincia de Bohus era mía cámara del tesoro para la que su padre le había dado la llave. El barco de sus padres parecía más bien un pesquero que un velero y, de hecho, había sido un barco de arrastre. Los viejos pescadores alzaban los puños, amenazantes, en los puertos al ver pasar a los veraneantes en sus botes de plástico, mientras que dejaban pasar de buen grado aquel barco de arrastre azul que, aunque de plástico, también tenía dos velas rojas y ajadas y el aspecto tradicional adecuado. Su padre solía hablar con los pescadores, y Karin escuchaba e intentaba entender aquel dialecto, mientras recogía caracolas y piedras. Solía encontrar las caracolas más bonitas precisamente donde los viejos limpiaban sus redes.

Sonrió al recordar aquellos tiempos. El tío Áke de Lilla Kornó, que cada solsticio de verano tocaba el acordeón y había guardado durante todo un invierno el jersey que ella se había olvidado para devolvérselo al verano siguiente. Fritz, el capitán de puerto de Ramsó, al sur de Kosteróarna, que nunca hacía ascos a un buen whisky antes de caerse redondo a bordo del siguiente barco visitante. La tía Gerda de Kalvó, que hacía pan en su horno de piedra e invitaba a Karin y su hermano cuando iban a comprarle cangrejos a su marido Sture. Aquellos viejos pescadores y sus esposas habían sido los últimos de su género, y con la mayoría de ellos en la tumba desapareció toda una época. Ya ninguno de los pocos supervivientes salía a pescar.

Habían encontrado el barco del tío Sture a la deriva un precioso día de octubre. A sus ochenta y siete años, había querido vaciar la mitad de sus cestas de bogavantes y debió de caerse al agua en el intento. Nunca encontraron el cuerpo del pescador. El padre de Karin había dicho entonces que seguramente el tío Sture había querido

que sucediera así. Al verano siguiente, Karin se negó a bañarse, porque no paraba de pensar en el tío, que estaría en algún sitio bajo el agua. Cuando pensaba en Arvid Stiernkvist y Pater Noster, volvía a experimentar esa misma extraña sensación.

Entonces fue cuando cayó en la cuenta. Aquél podría ser su hogar: el velero. Allí viviría. De hecho, conocía a varias personas que vivían a bordo de sus barcos. Miró alrededor. Era un KnockerImram, un barco francés de acero poco común, de 32 pies de eslora. En realidad, aquella embarcación de apenas diez metros de largo y tres de ancho contenía todo lo que necesitaba, salvo una ducha y una lavadora. Debajo de la cubierta, bajando la escalera, había una mesa de navegación a la izquierda y un lavabo a la derecha. A continuación, había una pequeña cocina a la izquierda y una estufa a la derecha. En medio, había una mesa con bancos a ambos lados, suficientemente largos para dormir sobre ellos. En la parte delantera, en el camarote de proa, había una especie de cama triangular y en la popa, además, dos literas. Disponía de espacio suficiente de almacenamiento y de una pequeña nevera de buena capacidad si la llenaba con orden y criterio.

Abrió el mueble bar de la cocina y escogió con exigencia entre las botellas de whisky de malta. Al final, se decantó por un Ardbeg de diecisiete años. En su día lo había comprado en la destilería de la isla de Islay, en la costa oeste de Escocia. Con este barco, pensó. Y con Göran. Se sirvió una copa y añadió una pizca de agua. Decidió brin dar por su nuevo hogar y roció unas gotas en la cabina. Luego se puso unos zapatos y salió a cubierta, donde volvió a rociar unas gotas, esta vez en el agua del muelle. Soy ridicula, pensó, aunque el ritual le sentó bien.

Se quedó sentada un instante sobre la cabina, mirando el cielo estrellado antes de bajar, moderar la estufa y lavarse los dientes en la pequeña cocina. Puso el despertador del móvil a una hora más temprana de lo habitual, para que le diera tiempo de pasar por el piso y darse una ducha antes de ir a trabajar. La oscuridad que se hizo cuando apagó el quinqué le resultó acogedora y agradable. Avanzó a tientas hasta el camarote de proa y se deslizó debajo del techo. Las sábanas estaban frías y húmedas y Karin se acurrucó en posición fetal. Unos minutos más tarde, cuando ya había entrado en calor, se durmió con el sonido de la lluvia que repiqueteaba contra la cubierta.

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