Authors: Ann Rosman
–Realizaremos más pruebas…-La boca del médico se movía, pero Putte no estaba seguro del significado de sus palabras, que no penetraban en su cerebro-: Tratamiento… radiación… órganos vitales… citostáticos…
Una hora más tarde, se encontraba en el aparcamiento del hospital sin saber muy bien qué hacer. Cuando aquella misma mañana había cruzado las puertas de cristal automáticas, era un hombre lleno de esperanza y con un futuro por delante; ahora, al salir, era otro. El olor a asfalto de las obras en los alrededores le provocó náuseas. No recordaba haberse sentido nunca tan mal por culpa de
un olor. Ya con otros ojos, alzó la mirada al cielo. Una golondrina sobrevolaba el aparcamiento cuando de pronto empezó a bajar en picado, en dirección a la entrada del hospital. El sol primaveral brillaba y las campanillas de invierno y los crocos brotaban de la tierra húmeda a pesar de que estaban en el lado norte.
Se puso en cuclillas y miró la tierra negra del arriate que había frente a la entrada de urgencias. Recogió un puñado de tierra y cerró los dedos alrededor del mantillo húmedo. “Polvo eres y en polvo te convertirás.” No sabía de dónde había salido esa asociación, pero lo llevó a soltar la tierra rápidamente. Se incorporó y se limpió las manos en los pantalones oscuros, ensuciándolos, pero ése era un problema muy menor. Él nunca había sido un dechado de virtudes, de eso era muy consciente. Aunque, si se arrepentía e intentaba arreglar las cosas antes de que fuera demasiado tarde, sin duda se le tendría en cuenta. ¿O no? La cuestión era si ya era demasiado tarde. Había un montón de cosas de las que tenía que hacerse cargo y no sabía cuánta arena quedaba en su reloj.
Se dirigió al coche con paso decidido. Pulsó el mando a distancia, abrió la puerta y se sentó. Arrancó y salió de la plaza de aparcamiento marcha atrás, antes de mover la palanca de cambio a la posición D, de
drive
. De pronto, apareció un hombre empujando una silla de ruedas en la que iba una mujer extremadamente obesa. Llevaba un vestido con un estampado de pequeñas flores muy desfavorecedor; recordaba más a una tienda de campaña que a una prenda de vestir. ¿Cómo diablos había conseguido caber en aquella silla de ruedas?, fue lo primero que le vino a la cabeza a Putte, pero al punto recordó que había decidido ser una persona mejor e intentó sentir simpatía por aquella señora que tal vez estaba enferma. Desde luego, pesada sí era, pues la silla avanzaba muy despacio. En lugar de frenar y dejar que cruzaran el paso de peatones del hospital, Putte pisó el acelerador. El hombre hizo recular la silla de ruedas precipitadamente y lo maldijo con el puño en alto. La mujer berreó a pleno pulmón. Seguro que a ellos les queda más tiempo que a mí, pensó, y salió del aparcamiento.
Putte miró el sobre escrito a mano. Luego le dio la vuelta y echó un vistazo al remitente. Rolf Larsson. El nombre no le sonaba. No ocurría demasiado a menudo que recibiera una carta como las de antes. Ahora se utilizaban más los emails, que, al fin y al cabo, no eran lo
mismo. Una carta era como más auténtica, parecía escrita con mayor esmero y consideración. No era sólo el gesto de darle al
enviar
.
Sus zapatos dejaron unas pisadas sucias en el suelo de gres. Abrió el sobre de camino a la cocina. Contenía una breve carta y otro sobre. Leyó las escasas líneas manuscritas de pie en el umbral de la cocina: “Estimado PerUno.” Sin duda, el remitente no lo conocía. Nadie lo llamaba nunca PerUno. “En 2004, mi padre compró los bienes de la herencia tras la muerte del capitán de barco Karl-Axel Strómmer. Cuando mi padre murió recientemente, revisé sus cosas y encontré una carta dirigida a usted. La adjunto. Si tiene alguna pregunta que hacerme, me encontrará en este número…” Putte se quitó los zapatos y no le prestó atención al número de teléfono. En vez de eso, dirigió la mirada al otro sobre. Su nombre estaba escrito con esmero en una caligrafía anticuada y sinuosa.
PerUno Lindblom. Qué solemne. No quería romper el sobre y fue a la biblioteca a por el abridor de cartas que guardaba en el escritorio de estilo inglés. La maqueta de barco que Karl-Axel le había regalado cuando obtuvo su título de capitán de buque mercante colgaba del techo en dos ganchos de latón. Lo habían colgado juntos, Karl-Axel y él, después de largas discusiones sobre la dirección que debería señalar la proa. ¿El barco iba al norte, hacia Lysekil o algún otro puerto de Bohuslán, o hacia el oeste, quizá a Dinamarca o Inglaterra? ¿O tal vez rumbo sur, hacia Alemania? Habían tardado medio día en determinar la carga, el destino y los supuestos vientos estacionales que se encontraría en su ruta. Al mismo tiempo, siguieron reformando la habitación, que antes había sido la de uno de los niños, para convertirla en biblioteca. Karl-Axel y él habían montado los revestimientos de madera oscura. El trabajo los tuvo ocupados mucho tiempo y a Anita le había parecido innecesario malgastar medio día en discutir la ruta del barco en miniatura, en lugar de terminar la habitación. Desde entonces, Putte no había cambiado nada, lo único que había hecho era instalar un faro con regulador de voltaje, también siguiendo las instrucciones de Karl-Axel, solamente para que iluminase la embarcación.
Putte lo recordaba como si fuera ayer. A los quince años había abandonado a su madre llorando y se había hecho a la mar. Su primer viaje fue a Río. El enorme buque blanco hacía escala en Gote burgo cuando él se enroló.
Svenska Amerika Liniens M/S Ryholm
.
Mientras subía por la pasarela, un hombre sonriente le dio la bienvenida a bordo. Primer oficial de puente Karl-Axel Strómmer. Estaba bronceado y era musculoso, aparte del marinero más competente que Putte había conocido. Lo acompañaba en las guardias cuando
a Karl-Axel le tocaba gobernar el buque. Putte se había criado sin padre y Karl-Axel nunca tuvo hijos. Los dos se entendieron inmediatamente y Karl-Axel le enseñó al chico todo lo que sabía. Desde aquel día, habían hecho el camino juntos, y cuando Putte finalmente consiguió el título de primer oficial, acompañó a Karl-Axel, que por entonces ya era capitán, en sus viajes.
Karl-Axel nunca fundó una familia. Algunas navidades las celebraba en casa de Anita y Putte, pero era como si el desasosiego se apoderase de él en cuanto bajo los pies tenía algo que no fuera una embarcación balanceándose o dormía en algún lugar que no fuera un barco. Con los años, su barba se había tornado blanca y los niños empezaron a llamarlo abuelo. Eso lo había conmovido tanto que a veces tenía que “salir a limpiar la pipa”, como decía entonces. A Putte le costaba creer que por las venas del anciano corriera otra cosa que no fuera agua salada.
Siempre había pensado que Karl-Axel fijaría su residencia en algún lugar cálido, con vistas al mar y acceso a un pequeño barco. Un corte seco dejó al descubierto la parte interior forrada del sobre verde claro. Sacó la carta y empezó a leer. Luego la releyó. Karl-Axel, qué viejo zorro eres, pensó al dirigirse a la vieja maqueta de barco. Fue muy fácil desmontar el puente de mando. Putte lo dejó sobre el escritorio y encendió el foco para ver mejor. En el lugar del puente había una tachuela de latón de la cual colgaba un cordel fino y embreado que desaparecía en el interior de la embarcación. Tiro de él con mucho cuidado. Cada vez que tiraba, se oía una rozadura que provenía del casco. Al final del cordel, apareció un papel amarillento pulcramente doblado. Logró sacarlo ayudándose con el abrecartas. Lo desdobló despacio y leyó.
Entre los cerros de Neptuno y la montaña del Monzón, sus cimas a veces nevadas y siempre mudando de color.
A través de la nebulosa de aguanieve y lluvia te damos la bienvenida al hogar de tu infancia de blancos destellos.
La belleza de la novia es manifiesta. El novio está a su lado, orgulloso, mas nunca se le ve llegar.
Una herramienta de tiempos pretéritos cerca del lugar donde tantos descansan en paz.
Le dio la vuelta al papel amarillento. Nada. Al principio se sintió desconcertado, pero luego la expectación creció en su interior. Un mapa del tesoro. Típico de Karl-Axel, pensó. Le encantaba buscar tesoros y a menudo le había hablado de piratas y riquezas escondidas. Había sido un narrador de historias maravilloso, con sus gestos aparatosos y su talento para imitar diferentes acentos y dialectos. Entonces, Putte volvió a leer el poema, o lo que fuera aquello. La montaña del Monzón, eso le sonaba. Sin embargo, el monzón era un viento. ¿A lo mejor había una montaña con ese nombre? Lo que sí existía era un modelo de barco que se llamaba Monzón o, mejor dicho, Monsun, pero no encajaba… Sonó el móvil y Putte dejó el papel a un lado.
A lo largo del día, leyó los versos varias veces, sin acercarse a la solución de la adivinanza. Tal vez debería hacer una búsqueda en internet. Los chicos le habían mostrado en varias ocasiones cómo se hacía, pero él no acababa de entender aquellos buscadores o como se llamaran. Él prefería buscar en las enciclopedias de toda la vida, internet le parecía poco fiable y, además, la conexión no siempre funcionaba. En el mundo de Putte, los ordenadores no eran más que objetos caprichosos. Los chavales solían reírse de él e intercambiar miradas cuando decía cosas así. En cambio, Putte sabía quién era infalible cuando se trataba de cultura general y concursos de preguntas: su esposa Anita. Las horas transcurrieron hasta que ella finalmente llegó a casa. Le planteó el acertijo como “una curiosidad”, sin contarle lo que era, aunque él tampoco lo sabía.
–Vuelve a leerlo, esta vez despacio -pidió Anita, cuando se lo hubo leído una vez.
Putte lo hizo. Su esposa fijó la mirada en la esquina del estucado del comedor, al tiempo que hacía girar la copa de vino tinto.
–Los cerros de Neptuno y la montaña del Monzón -repitió para sí. Se quitó las zapatillas de una patada y posó los pies en la silla de comedor que tenía al lado.
–El monzón es un viento, como ya sabrás -dijo Putte-. Neptuno es el dios del mar. Pero y todo lo demás, ¿qué significa?
–Los cerros de Neptuno y la montaña del Monzón, debe de re ferirse al mar.
–El mar -repitió él-, sí, podría ser, desde luego.
–¿De qué se trata? – preguntó Anita mientras retiraba la mesa. Putte se quedó pensando qué contestarle. Cuando ella volvió de la cocina con café y unos trozos de chocolate en una fuente, él ya se había decidido.
–Creo que es una especie de mapa del tesoro que Karl-Axel preparó.
Su mujer se rió, pero se contuvo al ver el semblante de Putte.
–¿Lo dices en serio?
Él asintió con la cabeza y le pasó la carta. Tuvo la sensación de que, en aquel preciso instante, estaba ocurriendo algo, como si se abriera una puerta o se vieran por primera vez. Tal vez era así, quizá no se habían visto hasta entonces, y realmente llevaban mucho tiempo sin verse, puede que el día a día se hubiese precipitado en una espiral y, de pronto, descubrieran que los años habían pasado y los chicos se habían hecho mayores. Estuvieron hablando hasta bien entrada la noche y Putte tuvo que ir a por nuevas velas para el candelabro de plata de cinco brazos. Ni ella ni él recordaban el tiempo transcurrido desde la última vez que habían hablado así. Cuando las primeras luces del alba alcanzaron el muelle de piedra de Marstrandsón, Putte y Anita se fueron a dormir juntos.
Sara se despertó con el cuerpo revolucionado, como si hubiera estado corriendo y no lograse desacelerar. Echó un vistazo a los números rojos de la radio despertador: 3.38. Algo la había despertado. Entonces oyó que Markus, el periodista alemán que había alquilado el apartamento del sótano, cerraba la puerta principal. ¿Llegaba a casa a esas horas de la noche? La vida nocturna durante marzo en Marstrand no era para tirar cohetes, sobre todo en un día laborable.
Todavía le quedaban unas maravillosas horas de sueño, un sueño que realmente necesitaba. Pero si se había tomado una pastilla para dormir antes de acostarse, ¿por qué se había despertado? ¿Debería haberse tomado dos? Tomas dormía profundamente y su respiración era regular. A su lado dormía su hijo, boca arriba, con los brazos extendidos a ambos lados. El chupete se le había caído de la boca. Sara levantó el edredón, pero no lo encontró. Cerró los ojos y volvió a posar la cabeza sobre la almohada. Intentó imitar la respiración profunda de Tomas, suponiendo que eso la ayudaría a relajarse y así podría dormirse. Vuelve a mí ahora mismo, sueño. Con un poco de suerte, debería poder dormir dos horas más, hasta que Linus y Linnéa le reclamaran la papilla.
Volvió a mirar el reloj: 4:14. Retiró el edredón y bajó los pies al frío parquet. Luego buscó las zapatillas y se las puso. Linnéa dormía apaciblemente en la cuna. Los pensamientos se confundían en la cabeza de Sara. Se puso el albornoz y salió del dormitorio. La lluvia repicaba contra el pasillo acristalado. Se oyó un coche con la radio puesta a un volumen impropio. El repartidor de periódicos solía
aparcar en mitad de la calle y luego corría en medio de la oscuridad y la lluvia hasta los tres buzones de las casas más cercanas. Eficiente, pensó Sara cuando oyó que el buzón se cerraba de golpe. Así ahorra tiempo y, además, sigue escuchando la radio.
Eficiente era precisamente lo que ella había sido en el trabajo, hasta que su cuerpo dijo no, basta ya, y se paró. Tan increíblemente eficiente que la habían tenido que sustituir por tres asesores. Desde entonces, intentaba volver lenta, muy lentamente, a la vida. La sensación de prisa constante no la abandonaba, a pesar de que llevaba en casa más de once meses y no tenía ningún horario que cumplir. Tenía que acompañar a los niños a la guardería a las nueve y luego recogerlos a las tres, pero, por lo demás, no tenía nada programado.
¿Qué podía costarle eso?, se preguntó, aunque ya conocía la respuesta: muchísimo.
Vestida con un pijama de franela, se había quedado de pie en medio del pasillo acristalado, incapaz de encontrar el sosiego necesario para sentarse. Se sentía atrapada. La presión en el pecho, ya tan conocida, llegó con tal fuerza que la postró de rodillas y la obligó a tomar aire a jadeos. Le dolía. Se sentía insignificante y sola en el mundo. La ansiedad cayó sobre ella sin piedad, alojándose en cada una de sus células. ¿Y el sentido?, le preguntaba. ¿Qué sentido tiene tu vida? Carece de sentido, ¿verdad? Vas a morir, todos moriremos, ¿no es así? Los pensamientos se arremolinaban, y visualizó a Linus, Linnéa y Tomas con los ojos cerrados y los rostros pálidos y flácidos. Ellos también morirían, sus seres queridos, lo que más amaba.