La mujer del faro (24 page)

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Authors: Ann Rosman

BOOK: La mujer del faro
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El calor había llegado temprano y con él, las flores. El ramo de Elin se componía de rosas. La mitad proveniente del jardín de los padres de Arvid y el resto del de la abuela de Elin. Las rosas estaban unidas con madreselva, las flores típicas de la provincia de Bohus. El padre de Elin había traído clavelinas, pequeñas flores rosadas que crecían en las rocas yermas de Pater Noster. Las flores se entrelazaban entre los mechones del recogido de Elin y una guirnalda de madreselva ensortijada descansaba como una diadema de flores sobre el pelo rubio de la novia. El vestido era de color crema con mangas tres cuartos. La parte superior estaba bordada y la falda tenía una caída preciosa y una pequeña cola. Por la mañana se había puesto el colgante de su madre y el collar de perlas de Alice Stiernkvist. De esa manera, estarían presentes tanto la madre de la novia como la del novio.

Podía haber elegido una diadema de oro y piedras preciosas y Arvid se había reído al ver la madreselva. ¡Era tan típico de ella! Él nunca olvidaría su aspecto, con todas aquellas flores en el pelo, y se prometió hacerle una corona de solsticio de verano cada año.

La pequeña orquesta empezó a tocar el acompañamiento de la canción que se había convertido en la suya. Solían cantarla juntos y, por tanto, ¿qué otra podría haber que fuera más adecuada para su boda? Arvid empezó a cantar:

Las anémonas azules y las flores de almendro se extienden como una nube sobre las colinas. Los gallos cantan más allá de las fronteras.

El monte de vino nos aguarda allá donde crecen las vides, sobre la tierra rojiza, pero en el valle floreces tú.

Oh, Pierina, ¿cuándo te decidirás?

¡Pronto cumplirás diecinueve años!

¿Oyes en el valle mi madrigal de primavera?

¿Serás mía este año?

Elin contestó:

Ven, ¡tú que cantas! Ven, ¡tú que me amas!

Ven, salva las quebradas, supera los tilos.

¡Ven con el fragante viento de la primavera!

Ven a mi lado, ven, ¡susurra mi nombre!

¡Ven a mi regazo!

Juntos cantaron las últimas estrofas:

Ruiseñor, ¡canta en tu frondoso nido a quien hoy le doy mi amor!

Ninguno de los presentes pudo dejar de ver la pasión que había entre los novios, ni el cariño que se profesaban cuando se dieron el sí. Arvid tomó la mano de Elin y la miró a los ojos cuando pronunció el sí. Marta, que sostenía el ramo de la novia, se secó una lágrima cuando Arvid le puso el anillo. La postura erguida del padre y el hermano de Elin evidenciaba el orgullo que sentían. Sus dientes blancos brillaban en sus rostros morenos y curtidos. El padre le estrechó la mano solemnemente al yerno y dijo que ya no tenía un hijo, sino dos.

13

Era el sexto barco naufragado que tenía que examinar y ya no tenía esperanza de encontrar nada cuando se puso el traje de neopreno. Echó el cuerpo atrás y dejó que el peso de las botellas lo arrastrara al agua. En cuanto estuvo bajo la superficie le sobrevino la calma. Miró hacia arriba y vio a los demás que colgaban de la borda, mirando hacia las profundidades del mar. Detrás de ellos vio el cielo nocturno. Entonces volvió la mirada hacia abajo y se sumergió. Las plantas acuáticas se mecían hipnóticas. El barco no estaba muy lejos, tan sólo a cinco metros de profundidad. Si querían subir algo, la distancia sería salvable, siempre que no hubiera marejada fuerte.

Parecía que había otro pesquero, pensó, y dio unas brazadas ayudándose con las aletas para acercarse. Le encantaba la sensación de ingravidez cuando buceaba y notar cómo el cuerpo avanzaba con rapidez al utilizarlas. El barco estaba sorprendentemente intacto, comparado con los demás que había visto.

Se metió en el puente de mando. Una vieja radio verde estaba amarrada al mamparo, cubierta de percebes que ondeaban con sus brazos plumíferos en busca de comida. La escotilla de la bodega se había atascado y era imposible moverla. Seguramente el óxido la había soldado a la cubierta. Nadó alrededor del barco un rato sin encontrar nada de interés y tomó impulso para volver a la superficie. Las aletas levantaron limo de la embarcación y, por alguna razón, echó la vista atrás. Entonces vio algo. Se detuvo sorprendido y volvió a acercarse. No era frecuente encontrar ángulos rectos en la naturaleza. Parecía una especie de caja. ¡Un arca! ¡Era una maldita arca!

Al sonreír, notó lo fría que estaba el agua en el resquicio entre las gafas de bucear y el traje de neopreno. Se puso a temblar, en parte por el frío, en parte por la emoción. ¡Había encontrado el tesoro! Sacó la cámara e hizo una foto. De pronto, se le aceleró la respiración, y golpeó el indicador para ver cuánto oxígeno le quedaba. Sabía que consumía mucho más cuando estaba agotado o excitado, como en ese momento, pero según el indicador no había motivo de alarma.

Se puso a cavar con las manos alrededor del arca y consiguió dejarla al descubierto como para ver que se trataba de un cofre de metal ladeado. Siguió cavando un poco en busca de algún mecanismo de apertura. Los símbolos en la tapa del arca no dejaban lugar a dudas. Había dos, uno encima del otro. En la parte superior, una calavera, y otro más preocupante: una cruz gamada.

Marstrand, 1 de agosto de 1963 Siri no se había tomado bien la noticia del compromiso de Arvid y Elin. De hecho, se lo había tomado tan mal que él ni siquiera se había atrevido a contarle que también se habían casado. Tal vez las cosas habrían sido distintas de habérselo contado entonces, pero no lo hizo.

Siri le había propuesto con voz temblorosa de desesperación que salieran a navegar y Arvid había accedido por compasión. El barco con los cuatro pasajeros abandonó Marstrand en dirección sur con viento de popa. El sol brillaba sobre los muchos invitados a la fiesta que tenía lugar en la villa del médico en Klóverón. La casa

tenía vistas sobre el canal de Albrektsund y la zona del otro lado, llamada Halsen, la Garganta.

Se oyeron risas alegres cuando el velero pasó por delante y una música armoniosa se extendió sobre las aguas desde el cenador amarillo donde tocaba un cuarteto de cuerda. En la orilla del canal, un fotógrafo retrataba a todos los invitados por parejas.

El viento, cálido y suave, a duras penas los llevó hasta Saló. Elin estaba mareada y agradeció desembarcar en cuanto pudo. Sin embargo, todavía no se notaba su embarazo. Arvid había reducido su jornada laboral para cuidar a su esposa, que se sentía terriblemente mal los primeros meses. Parecía muy delgada y frágil sentada en la roca y envuelta en una manta cuando Siri le sirvió un café. A Arvid no le caía bien el hombre que acompañaba a Siri; no porque se mostrara desagradable, sino por el hecho de que estaba casado.

–Dime una cosa, Arvid -le había susurrado Elin al oído-.

¿Realmente ella tiene que llamarlo cariño todo el rato?

–A lo mejor es su segundo apellido, Blixten Cariño. – Arvid sonrió. Blixten, que era como lo llamaba todo el mundo, ocupaba una posición importante en la pequeña sociedad.

Siri se había esforzado con sus deliciosos bocadillos y pasteles. Elin mordisqueaba los trocitos de manzana que se había traído cuando nadie la miraba. Había bajado de peso, pero el médico le había dicho que pronto desaparecería el malestar. Arvid se había inquietado, y esperaba que le pasara cuanto antes. Elin se volvió asqueada cuando percibió el aroma del café y Arvid se acabó discretamente su taza. Siri se desabrochó la blusa innecesariamente y se echó sobre una roca para tomar el sol. Elin y Arvid dieron un paseo, pero él alcanzó a ver cómo Siri y su acompañante masculino subían a bordo cuando creyeron que Elin y él ya no podían verlos.

El viento había cambiado a suroeste en el tiempo que habían estado en la isla y zarparon, al principio rumbo oeste, luego rumbo norte, pasando por todas las islas hasta llegar al islote de Kládesholmen, donde viraron. Arvid no se sentía demasiado bien; no era sólo la preocupación por su mujer, sino que se notaba el cuerpo pesado y torpe y le costaba moverse, incluso respirar.

No dijo nada por miedo a inquietar a Elin, pero Siri lo miró preocupada. Unas nubes negras azuladas se habían acumulado en el horizonte y la fuerza del viento había aumentado cuando se disponían a cruzar el fiordo de Marstrand. Las olas eran amenazadoramente oscuras y el viento amainó por un instante, como si se detuviera para recuperar el resuello.

Entonces ocurrió. Él se había dado la vuelta y no llegó a ver cómo pasó, pero de pronto Elin había caído al agua. Oyó sus gritos y sin dudarlo un segundo se lanzó detrás de ella.

–¡Arvid, no! – le había gritado Siri, pero su acompañante la retuvo con firmeza.

Arvid notó náuseas al tiempo que Elin desaparecía engullida por una ola. Se obligó a nadar e intentó no perderla de vista.

–El barco -jadeó ella cuando él finalmente llegó a su lado.

Arvid miró alrededor, pero los ojos no le obedecían. Le pareció ver un barco, ¿o era una isla? Miró en todas direcciones. La boca se le llenó de agua, pero cuando la escupió vio que no era agua, sino vómito. Se le contrajo el estómago y, aunque ordenó a sus brazos y piernas que nadaran, los sentía pesados y no conseguía moverlos, no querían obedecerle. Sin embargo, Elin estaba a su lado, con la cabeza fuera del agua, y eso era lo único que importaba.

Las manos de Markus volaban sobre el teclado. Las verdades repiqueteaban como salidas de una metralleta y se ponían firmes línea tras línea en el documento. Revisó el resultado brutal y adjuntó la fotografía.

Dios mío, pensó. No sabía qué esperaba encontrar en su viaje a Suecia, pero desde luego no era eso. Sus manos temblaban cuando sacó el teléfono móvil y se conectó para mandarle el artículo a Heidi. Tenía que salir de allí cuanto antes, el día siguiente a más tardar. Era demasiado peligroso quedarse.

Releyó lo que había escrito una última vez y apretó
enviar
. Ninguna señal. Acercó el móvil a la ventana un poco más y consiguió que aparecieran tres rayitas en la pantalla: aunque débil, con esa cobertura podía funcionar.

–¿Hola? ¿Markus? – La familiar voz lo hizo sonreír. Sara. Interrumpió la conexión y escondió el ordenador bajo la cama.

No había conseguido enviar el correo electrónico, tendría que intentarlo más tarde, tal vez desde el ordenador de Sara.

Karin despertó temprano. Los rayos de sol intentaban penetrar los pequeños y sucios ojos de buey del barco. La ventaja de las ventanas medio enteladas por la suciedad era que nadie podía fisgar por ellas, pero el inconveniente era que tampoco podías mirar afuera. Después del desayuno, Karin puso manos a la obra y empezó con la limpieza general. Echó el jabón de siempre en un cubo con agua caliente y se puso los guantes de goma. El olor se propagó por todo el barco. Sacó todos los colchones y edredones a cubierta y levantó todos los bancos y pañoles. Fregó todo y luego lo secó.

Tres horas más tarde, el barco estaba limpio, por dentro y por fuera. Karin se había sentado al sol sobre la cabina, con una taza de café. No eran más de las diez. El tiempo había cambiado y hacía más calor, y eso le permitía desabrocharse el jersey para que el sol bañara su pálida piel invernal. El sol entraba por los ojos de buey recién lavados y una armónica que había sobre el banco de la cocinita lanzaba reflejos en el techo. Era de Göran, y cuando la echó a la basura fue como desprenderse de sus últimos restos. Había llamado cuatro veces durante la noche y Karin había contestado la última, aunque no le contó dónde estaba. Si no la hubiera despertado con sus llamadas, tal vez le habría devuelto su armónica.

El puerto estaba lleno de vida y movimiento; y el aire, colmado de aroma a pintura, gasolina y gasóleo. Había gente corriendo por los muelles y los vecinos se prestaban herramientas. Las defensas, deshinchadas durante el invierno, y los cabos abandonaron su guarida después del largo letargo.

Una larga caravana de pequeñas embarcaciones cargadas en remolques se dirigía a la rampa desde donde serían botadas, una tras otra. Las de mayor envergadura las seguirían, ayudadas por la grúa azul del astillero de Ringen. Sus ilusionados propietarios subían a bordo y ponían en marcha los motores. Las señoras llegaban cargadas con los niños y la cesta de la comida. Karin sabía que también había mujeres propietarias de barcos, pero por mucho que revisara las estadísticas, la gran mayoría pertenecía a hombres.

Los viejos, principalmente hombres mayores residentes en el pueblo, estaban sentados en el mentidero, amenizando el espectáculo con sus comentarios acerbos. La primavera pasada habían sido nueve vejetes, ahora sólo quedaban siete. Láddan, el Cajas, y BomPelle, Pelle el Botavara, observaban las botaduras desde arriba. O al menos eso esperaba el resto de los ancianos. En el pasado, Láddan había estado metido en negocios dudosos, y la pregunta era cuán escrupuloso se mostraría san Pedro. Láddan había sido pescador y debía su apodo a que, en los años cuarenta, había sacado una caja del mar mientras pescaba. Todavía hoy se especulaba con el contenido de aquella famosa caja. A BomPelle le habían puesto su apodo un día que había salido a navegar. Su mujer, Britta, había llevado el timón del barco y, en cierto momento, le había avisado que iba a virar, pero Pelle no la oyó. Su esposa giró la caña del timón y la botavara le dio a Pelle en toda la cabeza. Recibió siete puntos tendido sobre la vela que su mujer colocó sobre la cubierta de proa. La cicatriz que corría por su frente era un recordatorio permanente.

Karin miró, pero sobre todo oyó, a un hombre cuya lancha motora se negaba a ponerse en marcha. Su mujer se llamaba Eva, hecho que no escapó a nadie que estuviera en el puerto en aquel momento. Eva había intentado sin éxito convencerle de que sacara las fijaciones. El marido se había negado, alegando que le había costado sus buenos miles de coronas tener el barco en dique seco durante el invierno. Por tanto, el motor tenía que arrancar, sí o sí. Sin embargo, el motor no lo hizo y el hombre empezó a expresarse con epítetos que llevaron a una madre con dos hijos a recoger la cesta de la comida y alejarse de allí. Karin sonrió. Los viejos señalaron con sus bastones y comentaron.

–¿Creéis que es de Tjórn, o qué? – dijo uno, lo que hizo que los demás estallaran en risas.

Todavía hay esperanza de que llegue el verano este año también, pensó Karin.

Había pasado una noche intranquila, no sólo por culpa de la llamada de Göran. Era algo que había soñado. Sentada sobre la cabina, intentaba recordar qué era. Poco a poco, el hilo conductor fue asomando desde su inconsciente, hasta que por fin salió a la superficie. Karin cerró los ojos y visualizó al hombre del alzacuellos que había visto en sueños. Un sacerdote.

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