La mujer del faro (26 page)

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Authors: Ann Rosman

BOOK: La mujer del faro
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–¡Bienvenida! ¡Me alegra que hayas podido venir! Soy Lycke.

Se secó la mano en una toalla que llevaba colgada del hombro antes de tendérsela.

–Estamos modificando algunas cosas en la casa, tendrás que disculpar el desorden.

Detrás de Lycke apareció un hombre joven de cabello oscuro, con una chaqueta de abrigo gris; a juzgar por su indumentaria, esta ba a punto de salir.

–Hola, soy Martin. Me acaban de echar.

–Mi encantador esposo estaba a punto de irse.

–Karin.

–Pasadlo bien, chicas. Si en algún momento os aburrís, siempre podéis empezar con el aislamiento del desván.

–¿Y si no? – dijo Lycke, y le dio un beso a su marido. Le tendió una pequeña mochila verde que parecía una tortuga-. Pañales, pi jama y papilla.

–¿Acaso creías que me la había olvidado?

–Pues sí, aunque, claro, puedo haberme equivocado -contestó Lycke.

–Muy bien -dijo Martin cogiendo la bolsa, y se marchó.

–Voy un poco retrasada en el programa, o sea que tendréis que echarme una mano y pelar las gambas para la sopa -explicó Lycke.

Seis chicas se sentaron alrededor de la mesa de la cocina y empezaron a pelar gambas y charlar. Una de ellas, Therese, se hizo notar inmediatamente, pues no paraba de hablar.

–Tessan, a lo mejor podrías tomarte con un poco de calma to das tus historias, ahora que tenemos aquí a Karin, que no te conoce -dijo Lycke.

–¿Cómo os va con la casa? – preguntó Sara-. Nosotros también estamos considerando hacer algo para aprovechar mejor la segunda planta. ¿Fue difícil conseguir el permiso de obras para elevar el techo?

Lycke abrió la boca para contestar, pero Therese se le adelantó. De pronto, se había convertido en una experta en reformas de casas.

–Lo que podéis hacer o no depende de lo que estipule el plan de desarrollo local. Pero como vuestra casa no está incluida en el plan de conservación, podéis reformarla como si fuera una casa de dos plantas normal, lo único a tener en cuenta es la distancia entre vuestro terreno y la parte superior, ¿o era la parte inferior?, de la viguería. De todos modos, el Departamento de Obras Públicas es bastante arbitrario a la hora de homologar, porque cuando Krille y yo quisimos hacer reformas…

A pesar de que Karin acababa de llegar, ya estaba harta de Therese y su Krille. Le resultaba extraño que alguien a quien conocía desde hacía apenas cinco minutos le contara toda su vida. Las licencias de obra y las cubiertas de tejado estaban muy alejadas de su realidad, ella vivía en un barco. Soy como un caracol, pensó, llevo la casa a cuestas. A la vez que le gustaba la idea, también sabía que comportaba cierta inestabilidad y desarraigo. Podía levar anclas en cualquier momento y seguir navegando, no había nada que la atara a ningún lugar, salvo los cabos que la unían a los amarres del muelle.

Ya eran las ocho y media cuando Lycke removió la olla por última vez, picó eneldo, lo echó sobre el guiso y se lo llevó al comedor.

–Al ataque. – Sonrió y le pasó el cucharón a Annelie.

Olía al pan recién hecho que estaba en una cesta cubierta con un trapo de cocina a cuadros. Karin empezaba a sentirse mareada por el vino. Además, no había comido desde la parada en el McDonald's de Lidkóping, después de la visita al palacio de Láckó, y de eso hacía mucho tiempo.

–No entiendo cómo te quedan fuerzas, Lycke -dijo Annelie-. ¡Y también has hecho pan, qué lujo!

–Si hubiera sido mi suegra, habría necesitado una semana entera. Eso de invitar a la gente de improviso no ocurre nunca -dijo Sara.

–Piensa que estás hablando de mi madre -terció Annelie, aunque añadió-: No obstante, tengo que darte la razón.

Sara se volvió hacia Karin:

–¿Nos sigues? Annelie es la hija de Siri y Waldemar. Ya los conoces. Sí, no te preocupes, estamos todas al tanto -dijo Sara a modo de respuesta ante la sorpresa de Karin-. Diane es la hermana mayor de Annelie, y Annelie y yo somos cuñadas. Yo estoy casada con su her mano Tomas.

Karin asintió con la cabeza y se secó una gota de sudor ficticia de la frente.

–Si seguís así voy a necesitar papel y boli -bromeó.

–Ya que estamos en ello, añado que Lycke está casada con Martin, al que ya conociste. Sus padres se llaman Putte y Anita y viven al otro lado del pueblo. Como ya sabrás, Marstrand es pequeño y la gente lo sabe casi todo de los demás -dijo Hanna. Parecía simpática y tenía chispa.

–Espera a que empiecen a contarte quién es prima de quién -ironizó Sara.

Karin volvió a asentir con la cabeza. De vez en cuando se veía en situaciones comprometidas como aquélla, asistiendo a la misma cena que la hija y la nuera de unas personas a las que había interrogado. Máxime teniendo en cuenta que sabía que Siri nunca había estado casada con Arvid Stiernkvist.

–Olvídalo ya. – Lycke le dio un leve codazo en el costado como si le hubiera leído el pensamiento.

–Una cena riquísima y un pan fabuloso -dijo Karin, a falta de una respuesta mejor.

–¡Me alegro! Sírvete más, por favor. – Lycke sonrió y alzó la copa de vino en un brindis.

La cafetera rugió al moler los granos de café y luego hizo un café delicioso. Lycke se esmeró en decorar la espuma de la leche de cada tazón con canela en forma de estrella. El aroma a café se propagó de la cocina al comedor. Tras la breve interrupción de dos maridos que llamaron para preguntar dónde estaban la papilla y los pijamas, pasaron a los postres.

Annelie se volvió hacia Karin.

–¿Puedo preguntarte cómo va la investigación policial?

–Puedes, pero desgraciadamente no puedo decirte gran cosa.

–Ah, ya, es secreto.

–No, no es eso, sino que no hay mucho que contar. No puede decirse que sea un secreto para nadie que se trata de Arvid Stiernkvist.

–La legendaria familia Stiernkvist. Todas las miradas se dirigieron a Lycke.

–El tío Bruno, ya sabéis -añadió, lo que provocó más de una risa.

–Sí, lo sabemos, pero Karin no -dijo Hanna-. ¿Conoces a Bruno Maimer? Oh, disculpa, me refiero al profesor Bruno Maimer.

–No. – Karin negó con la cabeza-. ¿Debería?

–¡Bueno! – exclamó Lycke.

–Sí, venga, Lycke, no te cortes. ¿Qué hay de nuevo? ¿Ha pasado algo que deberíamos saber? El tío Bruno suele aportar unas anécdotas buenísimas.

–Vale, de acuerdo -dijo Lycke, y se volvió hacia Karin-. Le llamamos tío porque es el tío paterno de mi marido. Tomad nota de esto. No podréis echarme en cara que sea familiar mío. Sea como fuere, Bruno siempre ha estado muy interesado en la historia y la arqueología. Después de estudiar historia en la Universidad de Uppsala, le ofrecieron dar clases en Edimburgo, en Escocia. Allí conoció a un arqueólogo marino escocés. Juntos empezaron a investigar embarcaciones de la Compañía Sueca de las Indias Orientales naufragadas en aguas escocesas. Hay varias de estas embarcaciones; de hecho, tengo algunas balas de cañón del
Drottningen af Sverige
que el tío Bruno me regaló.

–¿Realmente puedes llevarte cosas de un barco naufragado?

¿A quién pertenecen los hallazgos? – preguntó Hanna.

–No lo sé. Pregúntaselo al tío Bruno. Aunque creo que alguna vez habrá sido un poco flexible con el cumplimiento de las leyes -contestó Lycke.

–Imagino que sí -dijo Annelie, y se llevó una cucharada de helado a la boca.

Karin vislumbró una oportunidad.

–La legendaria familia de los Stiernkvist -les recordó.

–Exacto -dijo Lycke, y señaló con la cuchara-. El tío Bruno nos contó que cuando la mayoría no se atrevía a decir nada negativo sobre los nazis, la familia Stiernkvist ayudó a los judíos, tanto durante como después de la guerra. Creo que por entonces vivían en Londres, al menos antes del estallido. Seguramente también ganaron mucho dinero haciéndolo, pero en líneas generales creo que eran gente extraordinariamente bondadosa y, además, adinerada.

–¿Os lo podéis imaginar? Confiscaron las propiedades de los judíos. Oro, porcelanas, arte y dinero en metálico. Aquí, frente a nuestras costas, pasaban transportes con judíos noruegos de camino a los campos de exterminio, pero también embarcaciones cargadas con las pertenencias de los judíos. Los llamaban “los barcos del oro”.

Se hizo el silencio alrededor de la mesa. Las llamas de las velas oscilaban agitadas, sobre todo por el aire que espiraba Lycke, que era quien estaba sentada más cerca. De pronto, bajó la voz y paseó la mi rada por todas las mujeres sentadas a la mesa.

–Dicen que no todos los barcos del oro llegaron a su destino, que algunos se hundieron por el camino con sus tesoros. Y otros fueron secuestrados. Es todo lo que sé. Lo siento, me temo que mi aportación a la velada no ha sido precisamente reconfortante. Si queréis saber más, tendréis que hablar con el tío Bruno.

–¿Vive por aquí? – preguntó Karin, cautivada por el relato.

–Vive arriba, en Myren -dijo Hanna, y bebió un sorbo de coca-cola de su copa de vino.

–Escuchadme, todavía queda algo de postre -intervino Lycke-. Acabémoslo, o me pasaré toda la semana comiéndolo a escondidas.

–¿Myren? – repitió Karin.

–Un barrio de casas adosadas de aquí, de Koón -explicó Lycke-. En su centro hay una antigua granja de color rojo del siglo dieciocho. Allí vive el tío Bruno. Estoy convencida de que se alegrará mucho si consigue que alguien escuche sus historias.

Hanna se levantó y golpeó la copa solemnemente con la cucharilla.

–Además de agradecerte la maravillosa cena que has preparado, Lycke, yo también tengo una buena historia que contaros. Los Tégner, ya sabéis, la finííísima familia Tégner para la que hice de canguro hará ya cien años. Pues Lars, el padre de familia, se casó con Sanna que tiene diecinueve años menos que él. En todo caso, cuando Sanna cumplió los treinta el año pasado, nos invitaron a la fiesta. Sólo para que no se me olvide luego, os cuento que le regalaron una salsera de Gullholmen. Envuelta en celofán y con un enorme lazo rojo. Es obvio que está fuera de lugar regalar unos pendientes… Bueno, pero a lo que iba. Nuestra pequeña familia consiguió llegar con la ropa limpia y bien planchada a su elegante y espléndida villa recién reformada en Marstrandsón.

–Bueno, pero ¡qué velada tan maravillosa! – exclamó Annelie, e hizo un gesto distinguido con la mano y fingió dar besos en la mejilla a alguien invisible.

–Pues sí. Pero ahora os cuento. Estaba yo sentada a la mesa pasando un rato agradable cuando apareció Ida, me tiró de la manga del vestido y me dijo: “Mamá, ha pasado algo.” La seguí hasta la cocina, que, por cierto, está hecha a medida por un ebanista de Orust. Ni una sola cosa estándar a la vista. Y allí estaba mi hijo, con una cara de culpa tremenda. Detrás de él vi el extintor y, un metro más allá, el vestíbulo que parecía lleno de nieve…

Las risas parecían no tener fin cuando Hanna reveló cómo su hijo había llenado el vestíbulo de los anfitriones de espuma del extintor.

–Todos los zapatos y abrigos de los invitados… Sí, ya me entendéis. Encima, estábamos en enero, o sea que incluso había algún que otro abrigo de pieles… Tuve que contarle al anfitrión lo que había ocurrido y el pobre se alteró tanto que llamó a su nueva esposa Agneta, lo que decididamente fue una pifia mayúscula, pues es el nombre de su primera mujer…

Hacía mucho tiempo que Karin no lo pasaba tan bien. Cuando ya estaba de regreso en el barco, cepillándose los dientes, no pudo evitar volver a reírse al pensar en todas las historias que le habían contado aquella noche. Lycke daba una imagen de familia estable y bien avenida. Sintió una punzada en el pecho. Karin era la única soltera, todas las demás estaban casadas y tenían hijos. Por un breve instante, allí de pie en el Andante, se sintió triste y abandonada, pero pronto llegó a la conclusión de que la rutina diaria de Sara no era especialmente envidiable. Un día fantástico, pensó. Y mejor sola que… ¿Cómo era lo que cantaba Susanne Alfvengren? Se detuvo en medio del cepillado y de pronto lo recordó. “Es preferible la soledad a solas que la soledad de dos.” Markus realizó su ritual de siempre antes de una inmersión. Se sentaba en un lugar apartado, en este caso el baño de la embarcación, y escuchaba música. El MP3 era pequeño y rojo, el color del amor. Eso le hizo pensar en Sara. En otro momento, en otro lugar, podrían haber sido pareja. Los momentos robados que habían compartido eran de gran valor para él y, a pesar de que hacía poco que se conocían, ella sabía más de él que nadie. Lo sabía todo, y cuando se sentaron a contemplar las piezas del puzle de sus vidas, comprobaron que varias de ellas encajaban entre sí.

Movieron y giraron las piezas, leyeron los viejos documentos que Sara había encontrado en una de las cajas del sótano de Siri y Waldemar y los cotejaron con lo que Markus ya sabía hasta que, al final, tuvieron la verdad ante sus ojos.

Con la ayuda de Sara, también consiguió esclarecer el pasado de su madre y cómo ocurrió el accidente de navegación. Sara se había acordado de pronto de la alianza que había caído del bolso de Siri aquel día, hacía ya varias semanas. Se dieron cuenta de que tendrían que encontrarla y Sara creía saber cómo hacerlo.

La sensación de desasosiego en el estómago se negaba a desaparecer. No le había dado tiempo a enviar el correo electrónico y sabía demasiado sobre el grupo del barco para que se sintieran cómodos con él volviendo a Alemania. La ventaja era que no sabían todo lo que él sabía. En cuanto llegaran a puerto, haría las maletas y se iría sin decirle nada a nadie, salvo a Sara. Ella siempre tendría un lugar en su corazón. Se preguntó si Tomas sabía lo afortunado que era. Si algún día Markus llegaba a casarse, sería con alguien de su categoría. Ojalá la hubiera conocido antes de que ella y Tomas fueran pareja.

En la cabina del barco, Blixten encendió un cigarrillo y descubrió la cámara que Markus se había dejado en la bolsa roja impermeable sobre el pañol. El alemán solía llevarla encima allá adonde fuera, aunque aquella noche estaba muy callado y distraído.

–¿Qué creéis que ha fotografiado? – preguntó Blixten.

–¿Chicas guapas? ¿A nosotros? – Se oyeron risas aisladas procedentes de los hombres de a bordo. Aquella noche, el fiordo de Marstrand estaba agitado y hacían falta las risas para liberar la tensión que se respiraba en el barco. Las olas rompientes rugían a su alrededor.

–¡Mirad, si soy yo! – exclamó uno de los hombres cuando los píxels se ordenaron y crearon una imagen en la pantalla LCD de la cámara.

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