La mujer del faro (36 page)

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Authors: Ann Rosman

BOOK: La mujer del faro
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—Sin embargo, difícilmente podía saber qué página tenía que mirar —dijo Robban, más para Karin que para Anita.

—No, no parece probable que abriese el cuaderno por la página correcta directamente y, aunque lo hubiera hecho, los nuevos versos no lo ayudarían —concluyó Anita.

—¿Hay algo más que deberíamos saber? —preguntó Robban.

Anita lo pensó, pero al final negó con la cabeza.

—No, no lo creo.

Antes de que se fueran, Anita le dio el cuaderno de bitácora a Karin. Por un breve instante, las dos lo sostuvieron y Anita la miró sin decir nada. Era evidente que era más que un simple libro lo que les confiaba. Karin le pidió que llamara si aparecía alguien preguntando por el cuaderno de bitácora. La dejaron sentada a la mesa de la cocina, todavía con el anorak puesto. Robban le había preparado una taza de té y Karin había dejado una nota con los teléfonos móviles de los dos, por si se le ocurría alguna otra cosa. Al salir, Karin llamó a Lycke, que le prometió que iría inmediatamente.

—Por cierto, ¿te referías a piratas piratas, o se trata de una expresión que se utiliza en el mundo náutico o algo así? —preguntó Robban.

—Piratas piratas. ¿Nunca has visto a Burt Lancaster en
El temible burlón
? —contestó Karin, recordando la fotografía en blanco y negro del pirata rubio de torso descubierto que en su adolescencia había recortado de una revista.

—Sí, esa película es un clásico, incluso para un marinero de agua dulce como yo.

—En
garde
!-—dijo Karin y señaló juguetona al vientre musculado de Robban. Le lanzó unos mandobles con una espada imaginaria.

Él no se movió. Estaba debajo de la araña del precioso vestíbulo y parecía perplejo.

—¿Me estás diciendo en serio que estamos tratando con piratas?

Robban sabía que, de vez en cuando, cuando se sentía presionada, Karin recurría al sentido del humor. En cierto modo, lanzar bromas medio surrealistas la ayudaba a enfocar y despejar sus dudas. Él prefería una habitación en silencio, a pesar de que estaba acostumbrado a trabajar con alboroto alrededor, sobre todo desde que era padre, o cuando se veía obligado a escuchar los argumentos de Folke mientras intentaba trabajar.

—De acuerdo —dijo Karin—. La pregunta es qué hacemos a partir de ahora. Tenemos a otro desaparecido, y no precisamente por voluntad propia. Si alguien se lo ha llevado, me atrevo a adivinar adonde se dirigen ahora mismo.

—¿A ese lugar entre las islas Systrarna y Elloven?

—Se trata de alguien que cree saber dónde se encuentra el barco naufragado. —Entonces cayó—. Y si ya está al corriente del tatuaje de Arvid, no necesita a Putte para nada. Basta con saber interpretar el tatuaje adecuadamente. ¿Lo habías pensado?

Oslo, primavera de 1964

El niño nació cuando el invierno se convertía en primavera. Estaba acurrucado en su pecho y Elin le acarició el pelo, que era igual que el suyo. Los ojos y la nariz eran de Arvid. Ojalá hubiera podido estar presente el día que nació su hijo. Nunca lo había echado tanto de menos. Se encerró en sí misma y ni siquiera la señora Hovdan consiguió llegar a ella.

Cuando anochecía y el niño se despertaba con hambre, solía sentarse en el sillón al lado de la ventana. La pálida luna los iluminaba y ella miraba hacia la oscuridad, hacia el cielo estrellado, preguntándose por qué Dios le había quitado a Arvid. Lloraba cuando hablaba con Dios, pero Él nunca le respondió. Había amenazado con no bautizar al niño, pero a Dios parecía darle igual. En cambio, a la señora Hovdan no.

—Ya está bien de tonterías —le había dicho, y había reservado hora en la iglesia.

Bautizaron al niño con el nombre de su abuelo materno, Axel, y el de su padre, Arvid, como segundo nombre.

Tres años más tarde, una noche en que el niño estaba a punto de acostarse, preguntó:

—¿Dónde está mi padre?

Ella sabía que esa pregunta llegaría tarde o temprano, y se había planteado muchas veces qué contestaría. Sin embargo, la sobresaltó cuando finalmente le fue formulada.

—Papá está en el cielo —respondió. A pesar de que habían pasado los años, volvió a sentir aquel nudo en el estómago, que creció al ponerle palabras. ¿Arvid los estaría viendo, podría ver a su maravilloso hijo y los fabulosos restaurantes que ella regentaba?

—¿Podemos saludarle? —preguntó el niño.

Elin abrió el cajón de la cómoda y sacó el álbum de fotos. Lo abrió con cuidado y le mostró las fotografías al niño. El abuelo con su uniforme de farero en Hamneskár. La crinolina de Pater Noster en el fondo. Las rocas, el mar. Marstrand. Un primer plano de Arvid trenzando una cesta de langostas sentado en una roca, al lado de la casa del farero. Casi podía oler el aroma a mar y algas.

Cuando Elin volvió a trabajar, la señora Hovdan se hizo cargo del niño. Los trató a ambos como si fueran de su familia.

—¡Abuela! —gritaba el pequeño, alegre, cuando ella lo recogía después del colegio.

En verano se iba con el abuelo. La señora Hovdan lo acompañaba.

Con el tiempo, se supo que Elin era la propietaria de los cinco restaurantes más exitosos de la ciudad y, más tarde, adquirió tres cafés. Al principio, fueron muchos los que cortejaron a la bella viuda sueca, y muchas las especulaciones sobre quién sería su nuevo esposo. Elin no se preocupaba. Nadie alcanzaría nunca la importancia de Arvid en su corazón. Por lo demás, no le faltaba el dinero y todo el tiempo libre que tenía lo pasaba con su hijo.

Al principio pensó en volver a Marstrand, pero aquel lugar pertenecía a otro tiempo, a otra vida. Se había forjado una nueva existencia en la ciudad, a pesar de que su cuerpo ansiaba volver a subirse a un barco, gobernar un timón y tensar una escota. Ya llegaría la señal, había pensado alguna vez sin creer realmente que fuera a ser así. Elin siempre había estado orgullosa de haber nacido Strómmer, una familia que la gente consideraba buena y honrada. Le repugnaba la idea del ojo por ojo, diente por diente. Cuando finalmente le llegó la señal, años más tarde, ya sabía muy bien lo que debía hacer, y también creía saber lo que Arvid y su hermano Karl-Axel habrían hecho.

20

—Creo que deberíamos intentar acercamos a Systrarna y Elloven —le dijo Karin a Robban. Y como por arte de magia, apareció la embarcación del práctico deslizándose a través del puerto con Lasse al timón—. ¡Perfecto! Con un poco de suerte él me llevará —añadió, y agitó la mano para que el práctico se acercara al muelle.

—¿Sola? —preguntó Robban.

—Sí, puede que no sea el mejor plan del mundo, pero mientras tanto tú irás a hacerte el simpático con Marta Striedbeck para sonsacarla sobre Systrarna y Elloven. Francamente, creo que sabe mucho más de lo que nos ha dicho. Cuéntale que Putte ha desaparecido y lo demás.

—¿Lo demáss?

—Sí, para que acabe de comprender lo serio que es esto. Llamaré a Carsten para que envíe un barco patrulla y algunos refuerzos.

—Pero no sabemos con certeza si hay algo allí —dijo Robban.

—Es cierto, pero tenemos un submarinista muerto y una persona desaparecida que, encima, ha encontrado un cuaderno de bitácora muy solicitado. Por tanto, no resulta tan descabellado suponer que sí hay algo. Además, corremos el riesgo de que lo que buscamos desaparezca si no nos damos prisa. —Sonrió.

A continuación subió a la embarcación del práctico e hizo las presentaciones. Lasse se ofreció para llevar a Robban de Mastrandsón a Koón para que no tuviera que coger el ferry. Robban se lo agradeció y durante la breve travesía observó con interés el equipamiento del práctico. Saltó a tierra en Koón, tan ágil como una nevera, junto al astillero de Ringen. Sacó el móvil y fotografió a Karin en la popa del práctico. Luego escribió un mensaje: “Nos Lo estamos pasando fenomenal navegando por el archipiélago. Saludos de Robert y Karin”, y se lo envió a Folke. En el preciso instante que tomó la foto, el viento hizo volar una lona verde de la cubierta de popa, dejando a la vista un enorme cortador de pernos.

El despacho de Carsten llevaba tiempo cerrado. Folke miró el reloj. Era hora de volver a casa. Ordenó el escritorio meticulosamente. Los bolígrafos en su cubilete y la libreta en el segundo cajón. Luego dejó a la vista un grueso montón de papeles que parecían importantes. Justo cuando se disponía a apagar el ordenador, pasó Jerker por su mesa.

—Éstos —dijo, señalando una bolsa llena de ropa maltrecha— son los restos de lo que llevaba puesto Arvid.

—¿Ah sí? —dijo Folke.

Jerker vació la bolsa sobre la mesa.

—Pero ¿qué haces? ¿Y qué es lo que huele tan mal? —preguntó Folke.

—Eso quería comentarte. Hemos terminado el examen técnico. Todo es de muy buena calidad, salvo la bufanda, que no encaja ni por asomo. Aparte de que es fea, su material no es nada bueno. Además, está llena de manchas.

—¿Manchas? —Folke estudió la bufanda. Se había soltado un hilo, o al menos eso parecía. Encendió la lámpara de la mesa, que acababa de apagar, y la dirigió a la prenda. Entonces resolló y tiró del hilo suelto para ir deshaciendo el tejido, siempre con la mirada fija en el hilo.

—¿Qué demonios...? —Jerker se alarmó—. ¿Qué coño estás haciendo, Folke? Tenemos que devolver la ropa a los familiares. Esa bruja se pondrá hecha un basilisco.

—¡Maldita sea! —exclamó Folke—. ¡Esto es importante!

—Vale, tranquilo... —Jerker posó una mano en el hombro de su compañero—. ¿Estás bien?

—Morse, es lenguaje morse. Los puntos negros del hilo de lana están puestos en clave. ¡Mira! —Folke, que había sido telegrafista de la Armada, estaba seguro.

Se levantó con tal celeridad que derramó el café sobre el escritorio. El cartapacio absorbió una parte del líquido, pero el resto empapó el montón de papeles. Folke salió presuroso con el hilo en la mano en dirección al despacho de Carsten y abrió la puerta de un tirón. Jerker lo siguió sin pérdida de tiempo. Carsten miró asombrado cómo Folke entraba en tromba, con una mirada de poseso y un hilo de lana en la mano. Tras él apareció Jerker con una bolsa llena de ropa.

—¿Dónde están Karin y Robban? —gritó Folke—. ¿Dónde?

Karin, sentada en el asiento del práctico detrás de Lasse, estaba a punto de llamar a Carsten cuando sonó su móvil.

—Teníais razón. Ha venido alguien preguntando por el cuaderno de bitácora —dijo la voz de Anita.

—¿Quién? —preguntó Karin, excitada.

—Sten Widstrand, nuestro viejo agente de policía. Eso explicaría por qué Putte llamó a su pirata favorito Pierre François cuando ése no es su nombre, sino simplemente François. Intentaba advertirme contra Sten. Pierre significa “piedra” en francés, lo mismo que
sten
en sueco. Sten me dijo que os estaba echando una mano en la investigación y que venía por el cuaderno de bitácora.

—Vaya, ¿eso dijo? —murmuró Karin, al tiempo que oía una voz a sus espaldas:

—Tengo que pedirte que cuelgues.

Karin se volvió y vio primero a Waldemar y luego el arma que empuñaba: una pistola como las utilizadas por los nazis durante la guerra. Karin la reconoció gracias a todos los documentales que había visto. Los oficiales solían llevar ese modelo. Dejó el teléfono sobre el asiento contiguo e intentó pensar. Nada de pánico, se dijo, muéstrate racional, gana tiempo y simpatías.

—Ahí no. Dámelo —dijo Waldemar, e hizo un gesto hacia el teléfono. Karin lo cogió y se lo dio.

—¿De qué va todo esto? —preguntó con aire ingenuo, intentando aparentar que no sabía nada.

—¿No lo sabes? —preguntó Waldemar.

Karin negó con la cabeza y miró a Lasse, que estaba sentado con la mirada fija al frente.

—Esas reservas pertenecen al Tercer Reich —explicó Waldemar. Su voz sonó inexpresiva y metálica, como el arma que sostenía.

—¿Reservas? —preguntó Karin con cautela, al tiempo que Lasse se acercaba al muelle para que alguien subiese a bordo.

El práctico parecía el de siempre, nadie que lo estuviera viendo podría sospechar lo que estaba ocurriendo allí. La embarcación tenía muchos cristales, pero Waldemar sostenía la pistola muy baja y, desde fuera, era poco probable que se viera la cabeza de Karin. Lasse dio un paso atrás cuando se abrió la puerta y entró Sten Widstrand. Se movía con una ligereza asombrosa. Karin se preguntó si lo de las muletas había sido una artimaña. Si no, disponía de un medicamento realmente eficaz contra el dolor.

—¿No estamos complicando las cosas innecesariamente? —dijo Sten mirándola.

—Así siempre podremos negociar —contestó Waldemar, y cogió el timón—. Aquí tienes, Mollstedt. —Le entregó un rollo de cinta americana gris a Lasse y luego la pistola a Sten.

Lasse utilizó la cinta para maniatar a Karin con las manos a la espalda. Ella no sabía si oponer resistencia. Mejor hablar, decidió. Hacerse notar como un ser humano de carne y hueso, no sólo como un estorbo que quitar de en medio. ¿Cuánto tardaría Robban en hablar con Carsten y descubrir que ella no había llamado pidiendo refuerzos? Rogó que fuera pronto.

—¿Adonde nos dirigimos? —preguntó, sin saber qué más decir.

El ambiente a bordo era tenso y, cuando salieron de la bocana norte, las olas empezaron a mover el barco peligrosamente. Se dirigen a Pater Noster o al punto entre Systrarna y Elloven, pensó Karin. Al fin y al cabo, Waldemar conocía la posición, al menos someramente. Ella misma le había dado la latitud y la longitud.

—¿Habéis encontrado algo? —preguntó, a falta de algo mejor—. Me refiero a algo ahí fuera.

Los hombres se miraron. Cuanto más supiera, más peligrosa sería, pero si no la veían como un ser humano sería aún peor. Por otro lado, si se lo contaban todo sólo podría deberse a dos razones: una, que estaban seguros de salirse con la suya; y dos... Prefirió no pensar en esta segunda alternativa.

La oscuridad se cernió sobre el barco y sobre la mente de Karin. Intentó espantarla a medida que arreciaba el viento.

Aquella noche, a las 20.47 horas, la embarcación del práctico entró sigilosamente y sin luces de posición en la dársena de Hamneskár. Poco después fueron estibadas ocho arcas desde un barco auxiliar. Las olas rompientes rugían contra el malecón. El fiordo de Marstrand estaba encolerizado y Karin se vio empapada de agua salada cuando Waldemar la arrastró a la cubierta y la empujó a tierra. Alzó la mirada hacia el cielo, donde las estrellas empezaban a titilar. ¡Di algo!, se ordenó. ¡Habla y no te quedes como una pasmada! Sin embargo, las palabras se le habían terminado. Entonces se puso a canturrear.

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