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Authors: Audrey Niffenegger

La mujer del viajero en el tiempo (43 page)

BOOK: La mujer del viajero en el tiempo
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—¿Diga? —pregunta en voz queda, y luego me pasa el auricular.

—¿Cómo lo sabía usted? ¿Cómo diablos lo sabía? —Kendrick habla casi en susurros.

—Lo siento. Lo siento muchísimo.

Durante un minuto los dos permanecemos en silencio. Creo que Kendrick está llorando.

—Venga a mi despacho.

—¿Cuándo?

—Mañana —dice él, y luego cuelga el teléfono.

Domingo 7 de abril de 1996

Henry tiene 32 y 8 años, y Clare 24

H
ENRY
: Clare y yo nos dirigimos a Hyde Park en coche. Llevamos casi todo el camino en silencio. Llueve, y los limpiaparabrisas aportan la nota rítmica del agua que se desparrama al estrellarse contra el coche y el viento.

Como si retomáramos una conversación que no estábamos precisamente manteniendo, Clare dice:

—No me parece justo.

—¿El qué? ¿Lo de Kendrick?

—Sí.

—La naturaleza no es justa.

—Ah... no. Quiero decir que sí, que es triste lo del bebé, pero en realidad me refería a nosotros. No me parece justo que saquemos partido de esta situación.

—¿Te refieres a que es poco deportivo?

—Exacto.

Suspiro. Aparece el letrero que anuncia la calle Cincuenta y siete, Clare cambia de carril y se detiene en el arcén.

—Estoy de acuerdo contigo, pero ya es demasiado tarde. Yo intentaba...

—En fin, de todos modos ya es demasiado tarde.

—Precisamente.

Volvemos a sumirnos en el silencio. Guío a Clare entre un amasijo de calles de dirección única y apenas tardamos unos minutos en detenernos frente al edificio de oficinas de Kendrick.

—Buena suerte.

—Gracias. —Estoy nervioso.

—Muéstrate agradable —me dice Clare, y me besa.

Nos miramos, todas nuestras esperanzas se tiñen del sentimiento de culpabilidad que experimentamos ante Kendrick. Clare sonríe, y desvía la mirada. Salgo del coche y observo cómo se aleja con el coche por la calle Cincuenta y nueve y cruza el Midway. Tiene que hacer un recado en la galería Smart.

La puerta principal no está cerrada con llave y subo en el ascensor hasta la tercera planta. No hay nadie en la sala de espera de Kendrick, la atravieso y recorro el pasillo. La puerta de su despacho está abierta, las luces, apagadas. Kendrick está de pie, tras su escritorio; me da la espalda, desde la ventana contempla la lluviosa calle a sus pies. Me detengo en el umbral y permanezco callado durante un buen rato. Al final, entro en el despacho.

Kendrick se vuelve, y el cambio que advierto en su rostro me deja estupefacto. El incidente no ha hecho estragos en él, más bien es como si lo hubiera vaciado, lo hubiera desposeído de algo con lo que antes contaba: la seguridad, la confianza, la decisión. La verdad es que estoy tan acostumbrado a vivir en un trapecio metafísico que olvido que otras personas tienden a disfrutar de un terreno más sólido.

—Henry DeTamble —dice Kendrick.

—Hola.

—¿Por qué acudió a mí?

—Porque ya había acudido a usted. No podía elegir.

—¿Me está hablando del destino?

—Llámelo como quiera. Las cosas se vuelven muy circulares cuando se trata de todo lo que concierne a mi persona. La causa y el efecto se confunden.

Kendrick se sienta al escritorio y la butaca cruje. El único sonido que se percibe es el de la lluvia. Rebusca en el bolsillo, encuentra los cigarrillos y me mira. Me encojo de hombros. Kendrick enciende uno, y fuma durante un rato mientras yo lo observo.

—¿Cómo lo supo?

—Ya se lo dije antes. Vi el certificado de nacimiento.

—¿Cuándo?

—En 1999.

—Imposible.

—Pues entonces, explíquemelo usted.

Kendrick niega con la cabeza.

—No puedo. He intentado encontrar una explicación, y no puedo. Todo era... correcto. La hora, el día, el peso, la... anormalidad. —Me mira con desesperación—. ¿Y si hubiéramos decidido llamarlo de otra manera... Alex, Fred, Sam...?

Imito su mismo gesto de negación, pero me detengo al darme cuenta de ello.

—Pero no lo hicieron. No me arriesgaré tanto como para afirmar que no pudieron hacerlo, pero la verdad es que no lo hicieron. Lo único que hice fue informarle. No soy vidente.

—¿Tiene hijos?

—No —No quiero discutir el tema, aunque al final tendré que hacerlo—. Siento mucho lo de Colin, pero la verdad es que es un muchacho formidable.

Kendrick no aparta la mirada de mí.

—He descubierto dónde estaba el error. El resultado de nuestros análisis se traspapeló con el de otra pareja llamada Kenwick.

—¿Qué habrían hecho ustedes si lo hubieran sabido?

—No lo sé —me dice, apartando la mirada—. Mi esposa y yo somos católicos, por lo tanto imagino que el resultado final habría sido el mismo. Es irónico, no obstante...

—Sí.

Kendrick apaga el cigarrillo y enciende otro. Me resigno a sufrir uno de esos dolores de cabeza inducidos por el humo.

—¿Cómo funciona?

—¿El qué?

—Esta supuesta historia de viajar a través del tiempo que se supone le ocurre a usted —dice en un tono irritado—. ¿Pronuncia palabras mágicas? ¿Se sube a una máquina?

Intento que mi explicación suene plausible.

—No. No hago nada. Tan solo sucede. No puedo controlarlo, yo... Todo es normal y, de repente, me encuentro en otro lugar, en otra época. Como si hubiera cambiado de canal. De pronto descubro que me encuentro en otro tiempo y lugar.

—Ya, y ¿qué quiere que haga yo?

—Quiero que descubra el porqué, y que acabe con mi problema —le digo, inclinándome hacia delante para dar mayor énfasis a mis palabras.

Kendrick sonríe, pero su sonrisa no es amigable.

—¿Por qué iba usted a querer hacer algo así? A mí me parece que puede serle muy útil saber tantas cosas que los demás no sabemos.

—Es peligroso. Tarde o temprano me matará.

—Lamento decirle que eso no me importa lo más mínimo.

No tiene ningún sentido continuar. Me levanto y me dirijo hacia la puerta.

—Adiós, doctor Kendrick.

Desando el pasillo despacio, dándole la oportunidad de llamarme, pero eso no sucede. Mientras estoy en el ascensor pienso con tristeza que si las cosas no han salido bien es porque así tenía que ser, y que tarde o temprano se enderezarán. Cuando abro la puerta, veo a Clare esperándome en el coche, aparcado al otro lado de la calle. Vuelve la cabeza y advierto una expresión tan esperanzada en su rostro que me embarga la tristeza, temo contárselo, y cuando me decido a cruzar la calle para reunirme con ella, los oídos empiezan a zumbarme, pierdo el equilibrio y caigo, pero en lugar de golpearme contra la acera, me desplomo sobre una moqueta, y me quedo echado, hasta que oigo una voz familiar de niño que me pregunta:

—Henry, ¿estás bien?

Levanto la vista y me veo, con ocho años de edad, incorporado en la cama y observándome.

—Estoy perfectamente, Henry. —No parece convencido—. De verdad, estoy bien.

—¿Te apetece una taza de Ovaltine?

—Claro.

Henry salta de la cama, cruza la habitación tambaleándose y sale al pasillo. Es medianoche. Revuelve en la cocina durante un rato y, al final, regresa con dos tazas de chocolate deshecho, que bebemos despacio, en silencio. Cuando terminamos, Henry se lleva las tazas a la cocina y las lava. Resulta más prudente no dejar pistas. Una vez todo ordenado, el chiquillo vuelve al dormitorio.

—¿Qué ocurre? —le pregunto.

—Nada importante. Hoy hemos ido a ver a otro médico.

—Vaya, yo también. ¿A cuál?

—He olvidado su nombre. Un viejo con las orejas muy peludas.

—¿Qué tal ha ido?

Henry se encoge de hombros.

—No me ha creído.

—Ya; sería mejor que lo dejarais correr. Ninguno de esos médicos te creerá jamás. Bueno, el que me ha visitado hoy me ha creído, supongo, pero no ha querido ayudarme.

—¿Y eso por qué?

—Imagino que no le gusto demasiado.

—Ah. Oye, ¿quieres unas mantas?

—Hummm, bueno, quizá solo una.

Estiro la colcha de la cama de Henry y me acurruco en el suelo.

—Buenas noches, que duermas bien.

Veo el destello de los blancos dientes de mi pequeño yo en la penumbra azulada del dormitorio, antes de que mi álter ego se vuelva y se haga un ovillo como los niños dormidos, mientras yo me quedo mirando fijamente el techo de mi antiguo cuarto, deseando regresar junto a Clare.

C
LARE
: Henry sale del edificio con la mirada triste, de repente grita y se desvanece. Salto del coche y corro hacia el lugar donde estaba Henry hace tan solo un instante, aunque por supuesto ahora únicamente hay un montón de ropa. Recojo todas sus prendas y me detengo unos segundos en medio de la calle para que los latidos de mi corazón retornen a la normalidad. Es entonces cuando veo el rostro de un hombre mirándome desde una ventana del tercer piso. Luego desaparece. Regreso al automóvil, entro y me quedo sentada, con la mirada perdida en la camisa azul claro y los pantalones negros de Henry, preguntándome si tiene algún sentido quedarme ahí. Llevo
Retorno a Brideshead
en el bolso, así que decido que me quedaré un ratito por si Henry no tarda en reaparecer. Cuando me vuelvo para buscar el libro, veo a un hombre pelirrojo que corre hacia el coche. Se detiene frente a la portezuela del copiloto y atisba hacia el interior. Debe de ser Kendrick. Abro el seguro y entra en el automóvil, pero no sabe muy bien qué decirme.

—Hola —le saludo yo para romper el hielo—. Usted debe de ser David Kendrick. Me llamo Clare DeTamble.

—Sí... —Se le ve absolutamente acalorado—. Sí, sí. Su marido...

—Acaba de desaparecer a plena luz del día.

—¡Exacto!

—Parece sorprendido.

—Hombre...

—¿Acaso no se lo ha contado? Es algo que suele ocurrirle a menudo. —Hasta ahora no me impresiona demasiado este tipo, pero persevero—. Siento mucho lo de su bebé, pero Henry dice que es un muchacho encantador, que dibuja francamente bien y posee muchísima imaginación. Además, su hija tiene un gran talento, y todo saldrá bien. Ya lo verá.

Se le escapa un grito ahogado.

—No tenemos una hija. Solo a... Colin.

—Pero la tendrán. Se llama Nadia.

—Ha sido una conmoción terrible. Mi esposa está muy afectada...

—Todo se arreglará. De verdad.

Para mi sorpresa este extraño personaje empieza a llorar, sacudiendo los hombros y ocultando la cabeza entre las manos. Al cabo de unos minutos, más tranquilo, se incorpora. Le ofrezco un pañuelo de papel, y él se suena la nariz.

—Lo siento muchísimo —empieza a decirme.

—No importa. ¿Qué ocurrió ahí dentro entre usted y Henry? No fue bien, ¿verdad?

—¿Cómo lo sabe?

—Estaba sometido a una gran presión, y por eso perdió pie en el presente.

—¿Dónde está? —Kendrick mira a su alrededor, como si yo hubiera escondido a Henry en el asiento trasero.

—No lo sé. Aquí no, desde luego. Esperábamos que usted pudiera ayudarnos, pero supongo que eso no será posible.

—Bueno, no sé cómo podría yo...

En ese preciso instante Henry aparece exactamente en el mismo sitio donde se ha volatilizado. Tiene un coche a unos seis metros de distancia, el conductor pisa el freno y Henry se lanza contra el capó de nuestro coche. El hombre baja el cristal de la ventanilla y Henry se incorpora y le dedica una leve reverencia, lo cual desata los gritos del automovilista, que por fin se calma y se aleja por la carretera. La sangre me ha subido a la cabeza. Miro a Kendrick, que está sin habla. Salgo del coche en un arrebato y Henry baja del capó.

—Hola, Clare. Ha ido de un pelo, ¿eh?

Lo rodeo con mis brazos; está temblando.

—¿Tienes mi ropa?

—Sí, te la he guardado. Ah... Por cierto, Kendrick está aquí.

—¿Qué? ¿Dónde?

—En el coche.

—¿Por qué?

—Te vio desaparecer y creo que eso le ha trastocado el juicio.

Henry mete la cabeza en la portezuela del copiloto.

—Hola.

Agarra su ropa y empieza a vestirse. Kendrick sale del automóvil y empieza a pasear alrededor de nosotros.

—¿Dónde estaba?

—En 1971. Tomaba Ovaltine conmigo mismo a los ocho años, en mi antiguo dormitorio, a la una de la mañana. Estuve ahí durante una hora aproximadamente. ¿Por qué lo pregunta? —Henry mira a Kendrick con frialdad mientras se anuda la corbata.

—Increíble.

—Puede seguir diciendo lo mismo las veces que quiera, pero por desgracia es cierto.

—¿Quiere decir que se convirtió en usted mismo a los ocho años?

—No. Quiero decir que me encontraba en mi antiguo dormitorio del piso de mi padre en 1971, con mi aspecto de ahora, a los treinta y dos años, junto a mí mismo a los ocho, bebiendo Ovaltine. Estuvimos charlando sobre la incredulidad de la profesión médica. —Henry da la vuelta al coche y abre la portezuela—. Clare, larguémonos. Esto es absurdo.

—Adiós, doctor Kendrick —digo mientras me dirijo al asiento del conductor—. Buena suerte con Colin.

—Esperen... —Kendrick calla, intenta controlarse—. ¿Es una enfermedad genética?

—Sí —contesta Henry—. Es una enfermedad genética, y estamos intentando tener un hijo.

Kendrick sonríe con tristeza.

—Es algo francamente arriesgado.

—Estamos acostumbrados a correr riesgos —le respondo con una sonrisa—. Adiós.

Henry y yo subimos al coche, arranco y nos alejamos. Me detengo más tarde en el arcén del paseo de la Ribera del Lago y miro a hurtadillas a Henry, quien, para mi sorpresa, está sonriendo de oreja a oreja.

—¿Qué es lo que te satisface tanto?

—Kendrick. Ha mordido el anzuelo.

—¿Tú crees?

—Desde luego.

—Bien, fantástico; pero me ha parecido un tanto duro de entendederas.

—No lo creas.

—Muy bien.

Reiniciamos la marcha en silencio, en un silencio de una naturaleza absolutamente distinta al de la ida. Kendrick llama a Henry esa misma noche, y conciertan una entrevista para iniciar la tarea de descubrir el modo de mantener a Henry en el presente.

Viernes 12 de abril de 1996

Henry tiene 32 años

H
ENRY
: Kendrick se sienta con la cabeza inclinada. Mueve los pulgares alrededor del perímetro de sus palmas, como si quisieran escaparle de las manos. Al caer la tarde, el despacho se ha iluminado con una luz dorada. Kendrick ha permanecido todo el rato sentado, inmóvil, salvo por esos pulgares giratorios, escuchándome hablar. La alfombra roja hindú, las patas de acero de las butacas de sarga beis llamean con la luz; los cigarrillos de Kendrick, un paquete de Camel, están intactos desde que empecé a hablar. La luz del sol ha elegido posarse sobre la montura dorada de sus gafas redondas; el perfil de la oreja derecha del doctor fulgura en rojo, el cabello que recuerda al pelaje de un zorro y la piel rosada están tan bruñidos por la luz, como los crisantemos amarillos que hay en el cuenco de latón situado sobre la mesa que nos separa. Kendrick se ha pasado toda la tarde sentado en su butaca, escuchándome.

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