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Authors: Audrey Niffenegger

La mujer del viajero en el tiempo (44 page)

BOOK: La mujer del viajero en el tiempo
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Por mi parte, he decidido contárselo todo. El principio, el aprendizaje, el afán de sobrevivir y el placer de saber las cosas de antemano, el terror de conocer lo que no podemos impedir, la angustia por la pérdida. Seguimos sentados en silencio, y finalmente Kendrick levanta la cabeza y me mira. En sus ojos claros advierto una tristeza que deseo mitigar; después de habérselo expuesto todo, quiero llevarme mis historias conmigo y marcharme, evitarle que tenga que reflexionar sobre todas esas cosas. Kendrick, no obstante, coge el paquete de cigarrillos, selecciona uno, lo enciende, inhala y luego exhala una nube azulada, que se vuelve blanca cuando atraviesa el reguero de luz y penetra de nuevo en las sombras.

—¿Tiene dificultad en conciliar el sueño? —me pregunta, con la voz ronca por su prolongado silencio.

—Sí.

—¿Hay algún momento del día en especial en el que usted tienda a... desaparecer?

—No... Bueno, quizá a primera hora de la mañana es más frecuente que en otros momentos.

—¿Tiene cefaleas?

—Sí.

—¿Migrañas?

—No. Dolores de cabeza por la presión. Con distorsión de la visión y percepción de auras.

—Hummm.

Kendrick se levanta y las rodillas le crujen. Camina arriba y abajo del despacho, fumando, siguiendo el borde de la alfombra. Cuando sus idas y venidas ya empiezan a ponerme nervioso, se detiene y vuelve a sentarse.

—Escuche —me dice con el ceño fruncido—, existe algo llamado genes reloj, que rigen los ritmos circadianos, nos mantienen en sincronía con el sol y toda esa clase de historias. Los hemos descubierto en diversas variedades de células que tenemos por todo el cuerpo, pero fundamentalmente van ligados a la visión, y usted parece experimentar muchos de los síntomas a través de la vista. El núcleo supraquiasmático del hipotálamo, que está ubicado en la parte superior derecha de su quiasma óptico, funciona de botón de reinicio, como si dijéramos, de su noción del tiempo... Por lo tanto, ahí es donde quiero comenzar.

—Ah, muy bien —le contesto, porque me está mirando como si esperara una respuesta por mi parte.

Kendrick vuelve a levantarse y, de unas cuantas zancadas, llega a una puerta que yo no había advertido antes, la abre y desaparece tras ella durante un minuto. Cuando vuelve, lleva puestos unos guantes de látex y sostiene una jeringa en la mano.

—Súbase la manga —me exige.

—¿Qué va a hacer? —le pregunto mientras me subo la manga hasta el codo. No me responde, saca la jeringa del envoltorio, pasa un algodón por mi brazo, me ata una goma y me pincha con destreza. Aparto los ojos. El sol se ha retirado y ha dejado la oficina en penumbra.

—¿Tiene algún seguro médico? —me pregunta, sacando la aguja y desatándome el brazo. Me pone un algodón y una tirita sobre el pinchazo.

—No. Me haré cargo de las facturas —respondo mientras aprieto los dedos contra la herida y doblo el codo.

—No, no —me interrumpe Kendrick sonriendo—. Usted se convertirá en mi experimento científico, y se subirá al carro de mi beca del Instituto Nacional de la Salud.

—¿Con qué fin?

—No perderemos el tiempo haciendo pruebas y más pruebas. —Kendrick se detiene unos segundos, con los guantes usados en la mano y el pequeño vial de sangre que acaba de extraerme—. Vamos a obtener la secuencia de su ADN.

—Creía que se tardaban años en conseguirlo.

—Es cierto, si se quiere obtener el genoma entero. Sin embargo, nosotros empezaremos observando los enclaves más probables; el cromosoma diecisiete, por ejemplo.

Kendrick tira el látex y la aguja en un contenedor etiquetado con la palabra biorriesgo, y escribe algo en el pequeño vial rojo que contiene mi sangre. Al cabo de unos segundos, vuelve a sentarse delante de mí y coloca el vial encima de la mesa, al lado de los Camel.

—Pero no se descubrirá la secuencia del genoma humano hasta el año 2000. ¿Con qué va a compararlo?

—¿En 2000? ¿Tan pronto? ¿Está seguro? Sí, supongo que sí. No obstante, y para responder a su pregunta, puedo decirle que una enfermedad que es tan... perjudicial como la suya a menudo aparece reflejada como una especie de tartamudeo, un fragmento repetido del código que, en esencia dice: «Ojo, aquí hay problemas». La enfermedad de Huntington, por ejemplo, tan solo es un puñado extra de tripletes CAG en el cromosoma cuatro.

Me levanto y estiro las extremidades. No me iría nada mal un café.

—¿Eso es todo entonces? ¿Puedo salir a jugar ya?

—Bueno, quiero hacerle un escáner cerebral, pero hoy no. Le concertaré hora en el hospital. Haremos una resonancia magnética, un TAC y unas radiografías. También le enviaré a un amigo mío, Alan Larson; tiene una unidad del sueño aquí mismo, en el campus.

—¡Qué divertido! —exclamo levantándome despacio para que la sangre no me suba de golpe al cerebro.

Kendrick ladea la cabeza para observarme. No le veo los ojos, sus gafas son unos discos opacos y relucientes vistos desde este ángulo.

—Más que divertido, resulta extraño. Es un magnífico rompecabezas, y finalmente tenemos las herramientas para descubrir...

—¿Para descubrir el qué?

—Lo que sea. Lo que sea que es usted.

Kendrick sonríe y me doy cuenta de que sus dientes son irregulares y amarillentos. Se pone en pie y me tiende la mano, que yo le estrecho en señal de agradecimiento; se sucede una pausa incómoda: volvemos a comportarnos como extraños tras haber intimado esa tarde. Salgo de su consulta, bajo las escaleras y salgo a la calle, donde el sol me ha estado esperando. Lo que sea que soy yo; y ¿qué soy? ¿Qué soy yo, en realidad?

Un zapatito diminuto

Primavera de 1996

Clare tiene 24 años, y Henry 32

C
LARE
: Cuando Henry y yo llevábamos casados unos dos años, decidimos comprobar, sin hablar demasiado de ello, si podíamos tener un bebé. Sabía que Henry no era muy optimista acerca de nuestras posibilidades de tener descendencia, y yo no me preguntaba la razón, ni en privado ni ante él, por temor a enterarme de que quizá Henry nos había visto en el futuro sin hijos, y esa idea yo no quería ni planteármela. Además, tampoco quería pensar en la posibilidad de que los problemas de Henry con los viajes a través del tiempo pudieran ser hereditarios o, de algún modo, complicar todo el asunto del bebé, tal como sucedió. Por consiguiente, me limité a no reflexionar sobre un montón de implicaciones importantes porque estaba absolutamente obsesionada con la idea del bebé: un bebé que se pareciera bastante a Henry, con el pelo negro y los ojos intensos, y quizá muy pálido, como yo, y oliera a leche y polvos talco, a piel, un bebé gordito, que gorjeara y riera por las cosas cotidianas, un diablillo, un bebé pequeñito a quien hacerle toda suerte de monerías. Soñaba con bebés. En mis sueños me subía a un árbol y descubría un zapatito diminuto en un nido; de repente, caía en la cuenta de que el gato, el libro, el bocadillo o lo que fuera que creía que tenía en brazos en realidad era un bebé; si nadaba en el lago, encontraba una colonia de bebés que crecía en el fondo.

De pronto, empecé a ver criaturas por todos lados: una niña pelirroja con un gorrito para protegerla del sol que estornudaba en A&P; un niñito chino que me contemplaba fijamente, hijo de los propietarios de El Wok Dorado (cuna de los maravillosos rollitos de primavera vegetarianos); un bebé dormido y casi calvo en una película de Batman. En unos probadores de un JCPenney una mujer muy confiada llegó incluso a dejarme sostener a su hija de tres meses; y de lo único que fui capaz fue de seguir sentada en esa butaca de vinilo beis rosado, a riesgo de saltar y alejarme corriendo como una loca, abrazando a ese minúsculo y suave ser contra mis pechos.

Mi cuerpo deseaba un bebé. Me sentía vacía y quería estar llena. Deseaba alguien a quien poder amar y que permaneciera conmigo, que se quedara junto a mí y estuviera ahí siempre. Además, quería que Henry viviera en ese niño, para que cuando desapareciera, no se marchara definitivamente, sino que una parte de él siguiera conmigo... Una garantía en caso de incendio o inundaciones, un acto de Dios.

Domingo, 2 de octubre de 1966

Henry tiene 33 años

H
ENRY
: Estoy sentado, muy cómodo y satisfecho, en un árbol de Appleton, en Wisconsin, en 1966, comiendo un bocadillo de atún y vestido con una camiseta blanca y unos chinos que he robado de una preciosa colada que se secaba al sol. En algún lugar de Chicago tengo tres años; mi madre sigue viva y esta cronojodienda todavía no ha empezado. Saludo a mi pequeño yo del pasado, y el pensar en mí mismo de niño me lleva a rememorar de un modo espontáneo a Clare y nuestros esfuerzos por concebir. Por un lado, estoy en ascuas; quiero dar un hijo a Clare, verla madurar como la pulpa del melón, Deméter en toda su gloria. Deseo un bebé normal que haga lo que suelen hacer los bebés normales y corrientes: chupar, agarrar, cagar, dormir, reír; dar vueltas sobre sí mismo, incorporarse, caminar, hablar farfullando tonterías. Quiero ver a mi padre acunando a un nieto pequeñito con desconcierto; le he reportado tan poca felicidad... que eso sería la gran enmienda, un bálsamo; y también un bálsamo para Clare. Cuando ella se viera privada de mi presencia, una parte de mí se quedaría a su lado.

Ahora bien... Ahora bien. Sé, sin saberlo, que todo esto es harto improbable. Sé que un hijo mío o una hija se convertirían, con toda seguridad, en El Más Proclive a Desaparecer Espontáneamente. Un bebé mágico y evanescente que se evaporaría como si se lo hubieran llevado las hadas. Incluso cuando rezo, jadeando con gritos ahogados sobre Clare en el momento supremo del deseo, por que el milagro del sexo de algún modo nos brinde un bebé, una parte de mi persona reza con la misma vehemencia para que nos ahorre la experiencia. Recuerdo la historia de
El amuleto fatal
, y los tres deseos que iban derivándose mutuamente de un modo tan natural y horrible. Me pregunto si nuestro deseo será de un orden similar.

Soy un cobarde. Un hombre más honesto que yo cogería a Clare por los hombros y le diría: «Amor mío, todo esto es un error; aceptémoslo y sigamos adelante, seamos felices». Pero sé que Clare jamás aceptaría esa decisión, y siempre estaría triste. Por eso espero, contra la misma esperanza, contra la razón, y hago el amor con Clare como si algo bueno pudiera salir de todo eso.

Uno

Lunes 3 de junio de 1996

Clare tiene 25 años

C
LARE
: La primera vez que ocurre Henry no está en casa. Es la octava semana de embarazo. El bebé tiene el tamaño de una ciruela, carita, manos y un corazón que palpita. Cae la tarde, avanza el verano, y mientras lavo los platos veo unas nubes de color magenta y naranja en el oeste. Henry ha desaparecido hace dos horas. Salió a regar el césped y al cabo de media hora, cuando me he dado cuenta de que el aspersor todavía no funcionaba, me he acercado a la puerta trasera y he visto un montón de ropa junto a la pérgola de parra que delataba su ausencia. He salido al jardín para recoger los téjanos, la ropa interior y la raída camiseta de Henry con el lema mata tu televisor, los he doblado y los he dejado sobre la cama. Tras considerar si debía conectar el aspersor, he decidido no hacerlo, pensando que a Henry no le gustaría aparecer en el patio trasero y quedarse empapado.

He preparado unos macarrones con queso y un poco de ensalada, que luego me he comido. También me he tragado las vitaminas y un vaso enorme de leche descremada. Canturreo mientras lavo los platos, imagino que el pequeño ser que llevo en mi interior oye mi cantinela, archiva mis cantos para referencia futura en algún nivel celular, sutil, y mientras sigo en pie, lavando a conciencia mi cuenco de ensalada, noto un ligero retortijón en mis entrañas, en algún lugar alojado cerca de la pelvis. Diez minutos después me siento en la sala de estar a mis anchas para leer a Louis DeBernières y vuelvo a notarlo, una breve punzada en mi sistema interno. Hago caso omiso del dolor. No pasa nada. Ya hace más de dos horas que Henry se ha marchado. Me preocupo durante un par de segundos, pero luego decido ignorar eso también. No empiezo a inquietarme de verdad hasta que transcurre otra media hora aproximadamente, porque entonces las sensaciones extrañas ya se parecen a los espasmos menstruales, e incluso noto la sensación pegajosa de la sangre entre las piernas. Me levanto y me dirijo al baño, me bajo las braguitas y veo un montón de sangre; oh, Dios mío.

Llamo a Charisse. Gómez contesta al teléfono. Intento que mi voz parezca normal y pregunto por ella, que se pone al aparato y me dice de inmediato:

—¿Qué ocurre?

—Estoy sangrando.

—¿Dónde está Henry?

—No lo sé.

—¿Cómo son las pérdidas?

—Como las de la regla. —El dolor se intensifica y me siento en el suelo—. ¿Puedes llevarme al Masónico de Illinois?

—Ahora mismo voy, Clare.

Charisse cuelga y yo dejo el auricular con suavidad, como si pudiera herir sus sentimientos por el hecho de devolverlo a su sitio con excesiva brusquedad. Me pongo en pie con cuidado, busco el bolso. Quiero dejar una nota a Henry, pero no sé qué escribir. Al final, anoto: «He ido al Masónico de Illinois (espasmos). Charisse me ha llevado en coche. 19.20 horas. C». Abro la puerta trasera para Henry. Dejo la nota junto al teléfono. Unos minutos después Charisse llega a la puerta principal. Subimos al coche, que conduce Gómez. Intercambiamos pocas palabras. Me siento delante y miro por la ventanilla. De Western a Wellington, pasando por Belmont y Sheffield. Todo me resulta inopinadamente distinto y real, como si necesitara recordar, como si tuviera que pasar un examen. Gómez entra en la zona de carga y descarga para dirigirse a urgencias. Charisse y yo bajamos del coche. Vuelvo la cabeza y miro a Gómez, que me sonríe brevemente y se aleja con un rugido del motor para aparcar. Atravesamos puertas que se abren de manera automática cuando nuestros pies presionan el suelo, como en un cuento de hadas, como si nos esperaran. El dolor se había retirado como una marea baja, pero ahora vuelve a desplazarse hacia la orilla, renovado y fiero. Hay unas cuantas personas sentadas, miserables y diminutas, en la sala intensamente iluminada, esperando su turno, conteniendo su dolor con la cabeza inclinada y los brazos cruzados, y me acomodo hundida entre ellas. Charisse se dirije al hombre que está tras el mostrador de urgencias. No logro oír lo que dice, pero cuando él le pregunta: «¿Un aborto?», me doy cuenta de que eso es precisamente lo que me está ocurriendo, así es como se llama, y la palabra se extiende por mi cerebro hasta que llena todas las grietas de mi mente, hasta que puebla todos y cada uno de mis pensamientos. Empiezo a llorar.

BOOK: La mujer del viajero en el tiempo
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