Desde el cuchitril de Assad llegaban rezos apagados de la alfombra para orar, pero por lo demás reinaba el silencio. Carl había tenido mucho ajetreo y estaba agotado. El teléfono estuvo sonando durante una hora debido al puñetero artículo de la revista del corazón. Desde la directora de la policía, que quería darle unos consejos, hasta las radios locales, redactores de páginas web, escritores de revistas y todo tipo de bichos que pululaban en los márgenes del mundo mediático. Por lo visto, a la señora Sorensen del segundo piso le divertía pasarle absolutamente todas las llamadas, de modo que Carl puso el teléfono en modo silencio y activó la función de identificación de llamadas. El problema era que nunca había tenido buena memoria para los números, pero así se quitaba el muerto de encima.
El fax del pedagogo de Godhavn, Rasmussen, fue lo primero que lo sacó del sopor en el que se había sumido voluntariamente.
Tal como esperaba, John Rasmussen era un hombre educado que le agradeció la visita y lo alabó por haberse tomado la molestia de enseñarle las instalaciones. Las páginas siguientes eran los documentos prometidos y, pese a su brevedad, aquella información valía su peso en oro.
El chico a quien llamaban Átomos se llamaba realmente Lars Henrikjensen, número de registro civil 020172-0619, había nacido en 1972 y actualmente tendría treinta y cinco años. O sea, que Merete Lynggaard y él tenían más o menos la misma edad.
Un nombre de lo más corriente, Lars Henrik Jensen, pensó, cansado. ¿Por qué diablos no habían estado ni Bak ni ninguno de los de la Brigada Móvil lo suficientemente despiertos para pedir la lista de los tripulantes del transbordador de Schleswig-Holstein? A saber si habría alguna posibilidad de conseguir la lista del personal de guardia de aquella fecha.
Puso los labios en punta. Desde luego, sería un paso de gigante si resultara que en aquella época el tipo trabajaba en el transbordador de Schleswig-Holstein, pero eso era algo que esperaba poder aclarar haciendo una consulta en Scandlines. Se quedó un rato revisando de nuevo los faxes, y a continuación agarró el receptor para telefonear a la oficina principal de la compañía.
Oyó una voz antes de llegar a teclear el número. Por un instante pensó que sería Lis, del segundo piso, pero entonces resonó la voz aterciopelada de Mona Ibsen, haciendo que contuviera el aliento.
—¿Qué ha pasado? —preguntó—. Ni siquiera ha dado el tono.
Sí, también a él le gustaría saberlo. Debían de haberle pasado la llamada en el momento en que levantó el receptor.
—He visto el
Gossip
de hoy —dijo Mona Ibsen.
Carl maldijo en voz queda. Ella también. Si aquella revista de mierda supiera cuántos nuevos lectores había tenido aquella semana gracias a él, colocarían su retrato de manera permanente bajo el logotipo de la portada.
—Es una situación bastante especial, Carl. ¿Qué ha significado para ti?
—Por supuesto, no ha sido lo mejor que me ha ocurrido, no tengo problema en reconocerlo —admitió.
—Tendremos que hablar pronto —declaró ella.
Por algún motivo la oferta no sonaba tan atractiva como la vez anterior. Sin duda se debería al anillo de casada, que, colocado estratégicamente en sus antenas, provocaba interferencias.
—Me da la impresión de que Hardy y tú no vais a liberaros psicológicamente hasta que cojan a los asesinos. ¿Estás de acuerdo conmigo, Carl?
Carl sintió que la distancia entre ellos aumentaba.
—En absoluto —repuso—. No tiene nada que ver con esos imbéciles. La gente como nosotros tiene que vivir con el peligro encima todo el tiempo.
Trató con gran esfuerzo de recordar la parrafada que le había echado antes el jefe de Homicidios, pero la respiración del ser erótico al otro lado de la línea no estimulaba su memoria.
—No olvides que hay un montón de situaciones en mi pasado profesional en las que las cosas no han salido mal. Es inevitable que alguna vez te toque tener mala suerte.
—Está bien que lo digas —convino ella. O sea que Hardy había dicho algo parecido—. Pero ¿sabes qué, Carl? ¡Eso son pijadas! Espero que nos veamos regularmente para ver si podemos arreglar eso. La semana que viene ya no hablarán de ti en las revistas y tendremos tranquilidad.
En Scandlines fueron muy solícitos; como en otros casos parecidos de desapariciones de personas, tenían una carpeta sobre Merete Lynggaard y ésta estaba tan a mano que pudieron decirle inmediatamente que la lista de la tripulación de aquel día aciago la habían impreso hacía mucho, y que en su momento se envió una copia a la gente de la Brigada Móvil. Toda la tripulación, tanto de cubierta como de la sala de máquinas, fue interrogada, y por desgracia nadie pudo aportar nada que ofreciera una imagen más o menos clara de lo que le había sucedido a Merete Lynggaard durante la travesía.
El cabreo de Carl iba en aumento. ¿Qué coño habían hecho mientras tanto con aquella lista? ¿Usarla como filtro de café? Bak & Cía. y la gente de su calaña podían irse al infierno.
—Tengo un número de registro civil —dijo—. ¿Puede servirle para hacer una búsqueda?
—Hoy no, lo siento. Los del departamento de contabilidad están de cursillo.
—Vale. ¿La lista está ordenada alfabéticamente? —preguntó Carl, y no, no lo estaba. El capitán y sus colaboradores más próximos tenían que estar los primeros, como siempre. A bordo de un barco todos sabían qué lugar ocupaban en la jerarquía.
—¿Puede mirar si figura en la lista un tal Lars Erik Jensen?
Su interlocutor rió algo cansado al otro lado. Aquella lista debía de ser bastante larga.
Transcurrido tanto tiempo como el que necesitó Assad para levantarse tras otra oración, lavarse la cara con el agua de un pequeño cuenco que había en un rincón, sonarse la nariz con un estruendo elocuente y después volver a poner el agua almibarada a calentar en la cocinilla, el oficinista de Scandlines terminó su búsqueda.
—No, no había ningún Lars Henrik Jensen —declaró, y se despidió.
Aquello era desalentador de cojones.
—¿Qué haces tan cabizbajo, Carl? —se interesó Assad, sonriendo—. No pienses más en la estúpida foto de esa estúpida revista. Piensa que si te hubieras roto los brazos y las piernas habría sido peor, o sea.
El que no se consuela es porque no quiere.
—He conseguido el nombre de ese Átomos, Assad —le informó—. Tenía la sospecha de que podría haber trabajado en el barco en que desapareció Merete Lynggaard, pero no aparece en la lista. Por eso estoy deprimido.
Carl recibió una prudente palmada en la espalda.
—Pero aun así has encontrado la lista de la tripulación, o sea. Bien, Carl —dijo con el mismo tono de elogio con que se habla al niño que acaba de hacer de vientre en el orinal.
—Sí, no me ha servido de mucho, pero saldremos adelante. En el fax de Godhavn constaba también el número de registro civil de Lars Henrik Jensen, así que vamos a encontrar al tipo. Por suerte, tenemos todos los registros que nos hacen falta.
Tecleó el número en el ordenador, con Assad detrás y sintiéndose como un niño que va a abrir un regalo de Navidad. El momento en que la identidad de un sospechoso se desvelaba era el mejor momento para un agente de la Policía Criminal.
Y llegó la decepción.
—¿Qué significa eso, Carl? —preguntó Assad señalando la pantalla.
Carl soltó el ratón y miró al techo.
—Significa que no se ha encontrado ese número de registro civil. Sencillamente, que no hay ninguna persona en todo el reino de Dinamarca que tenga ese número de registro.
—¿No lo has escrito mal, entonces? ¿Estaba claro en el fax? Los comparó. Era el mismo número. —¿Será que no es el número correcto? Buena idea.
—A lo mejor lo han corregido —sugirió Assad, cogiendo el fax de la mano de Carl y mirando el número con el ceño fruncido—. Escucha, Carl. Creo que pueden haber corregido una cifra o dos. ¿Qué dices? ¿No parece como si hubieran raspado el papel aquí y aquí?
Señaló dos de los dígitos de las últimas cuatro cifras. Era difícil de apreciar, pero en la copia del fax aparecía al menos una débil sombra sobre los dos números escritos a máquina.
—Sólo con que hayan corregido dos números hay cientos de combinaciones, Assad.
—Bueno, ¿y qué? La señora Sorensen puede teclear los números de registro civil en media hora rápida si le enviamos unas flores.
Era increíble cómo había engatusado a la tía.
—Puede haber muchas más posibilidades, Assad. Si se pueden corregir dos cifras, pueden corregirse diez. Tenemos que hacer que nos envíen el original de Godhavn y mirarlo más de cerca antes de ponernos a hacer combinaciones.
Llamó por teléfono al orfanato y les pidió que enviasen por mensajero el documento original a Jefatura, pero se negaron. No querían dejar que los documentos originales saheran del sistema.
Entonces Carl les dijo por qué era tan importante.
—Es posible que hayan guardado durante años una falsificación.
La aclaración no sirvió de nada.
—No, no lo creo. Nos habríamos dado cuenta al pasar la información a las autoridades para pedir el reembolso —aseguró una voz segura de sí misma.
—Comprendo. Pero ¿y si la falsificación se hubiera dado mucho después de que el cliente abandonara el orfanato? ¿Quién diablos iba a darse cuenta? No olviden que el nuevo número de registro civil no aparece en sus registros hasta por lo menos quince años después de que Átomos se marchara.
—De todas formas, me temo que no podemos entregar el documento.
—Bien, entonces habrá que recurrir a los tribunales. No me parece amable por su parte que no quiera ayudarnos.
No olvide que es posible que estemos investigando un asesinato.
Ni la última frase ni la amenaza de una decisión judicial inclinaron la balanza, Carl ya lo sabía de antemano. No, apelar a la autoestima de la gente era mucho más eficaz. Porque ¿a quién le gustaba que le colgaran etiquetas mezquinas? A la gente que trabaja en la Administración, desde luego, no. La expresión «no me parece amable por su parte» estaba tan minimizada que parecía enorme. Era «la tiranía de la expresión sosegada», como le gustaba decir a uno de sus profesores de la Academia de Policía.
—Envíenos primero un
mail
pidiendo ver el original —claudicó el funcionario.
Lo había conseguido.
—¿Cómo se llamaba realmente ese Átomos, Carl? ¿Sabemos por qué le pusieron ese apodo, o sea? —preguntó Assad después, con el pie sobre un cajón abierto.
—Lars Henrik Jensen, por lo que dicen.
—Lars Henrik, es un nombre extraño. No puede haber muchos que se llamen así.
No, probablemente no en el país de Assad, pensó Carl, tentado por el sarcasmo, cuando vio que Assad se quedaba pensativo, con una expresión extraña en el semblante. Por un instante su expresión fue completamente diferente a la habitual. En cierto modo, más cercana a lo normal. Más adecuada, de alguna forma.
—¿En qué piensas, Assad? —quiso saber.
Era como si una capa de aceite cubriera sus ojos, que mostraban facetas de color cambiante. Arrugó el entrecejo y echó mano de la carpeta de Lynggaard. Pasado un rato encontró lo que buscaba.
—Eso ¿puede ser una casualidad? —preguntó, señalando una de las líneas de la parte superior del documento.
Carl miró el nombre, y fue entonces cuando vio con qué informe estaba Assad.
Por un momento Carl trató de imaginárselo todo, y entonces ocurrió. En algún lugar de su interior donde causa y efecto no se diferencian y donde la lógica y las explicaciones nunca desafían a la conciencia, donde las ideas pueden vivir en libertad sin enfrentarse, justo allí los datos encajaron y comprendió la relación.
2007
Mirar a los ojos a Daniel, el hombre hacia quien se había sentido tan atraída, no fue la mayor conmoción para ella. Tampoco que Daniel y Lasse fueran la misma persona, aunque hizo que las piernas le flaqueasen. No, saber quién era él en realidad fue lo peor que le pudo suceder. Aquello sencillamente la dejó agotada. Sólo le quedaba la pesada culpa que la había abrumado durante toda su vida adulta.
No fueron exactamente sus ojos los que reconoció Merete, sino más bien el dolor que encerraban. El dolor, la desesperación y el odio que en una fracción de segundo se adueñaron de la vida de aquel hombre. O, mejor dicho, de aquel chico, ahora ya lo sabía.
Porque Lasse apenas tenía catorce años cuando un límpido y helado día de invierno vio desde la ventanilla del coche de sus padres a una niña ansiosa por vivir e irreflexiva en otro automóvil haciendo rabiar a su hermano pequeño en el asiento trasero con tal ahínco que desvió la atención de su padre. Le robó los milisegundos necesarios para que su padre mantuviera el control, y las manos al volante. Los valiosos milisegundos de atención que podrían haber salvado la vida de cinco personas y evitado que otras tres quedasen impedidas. Sólo el chico —Lasse— y Merete salieron del accidente sanos y salvos, y precisamente por eso eran ellos dos quienes debían liquidar las cuentas.
Merete lo comprendió. Y se entregó a su destino.
Durante los meses siguientes, el hombre por quien se sintió atraída bajo el nombre de Daniel y a quien ahora detestaba como Lasse entraba todos los días a la antesala y se quedaba mirándola por los ojos de buey. Algunas veces se quedaba mirándola sin más, como si fuera una amazona enjaulada que pronto iba a librar una desigual lucha a muerte contra un grupo de cobras hambrientas, y otros días le hablaba. Raras veces preguntaba algo, no le hacía falta. Era como si supiera lo que iba a contestar.
—Cuando me miraste a los ojos desde vuestro coche en el momento en que tu padre estaba adelantándonos, pensé que eras la chica más guapa que había visto en toda mi vida —le confesó un día—. Y cuando al segundo siguiente me sonreiste sin prestar atención al jaleo que estabas montando, supe ya que te odiaba. Eso sucedió en el segundo anterior a que rodáramos y mi hermana pequeña, sentada junto a mí, se desnucara contra mi hombro. Oí crujir los huesos, ¿te das cuenta?
La miró detenidamente para hacer que bajara la vista, pero Merete no quiso. Sentía vergüenza, pero nada más. El odio era correspondido.
Después Lasse le contó su historia sobre los instantes que lo cambiaron todo. Sobre cómo su madre trató de dar a luz a los mellizos entre los restos del coche, y cómo su padre, a quien quería y veneraba, lo miró con cariño mientras moría con la boca abierta. Sobre las llamas que lamieron la pierna de su madre, atrapada bajo el asiento. Sobre su querida hermana pequeña, tan dulce y divertida, que yacía aplastada bajo él, y sobre el segundo de los mellizos en nacer, que yacía desvalido con el cordón umbilical alrededor del cuello, y el otro, en la ventanilla, gritando mientras las llamas se le acercaban.