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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

La mujer que arañaba las paredes (35 page)

BOOK: La mujer que arañaba las paredes
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Carl sacudió la cabeza para sí. ¿Sería posible que hubiera olvidado pedir que se comparasen las listas de llamadas? Tendría que empezar a usar un cuaderno antes de que el Alzheimer lo atacara en serio.

—Desde luego —respondió con firme naturalidad. Tal vez así se descubriera una cronología que permitiera establecer una pauta en el desarrollo y término de la relación entre Merete Lynggaard y el falso Daniel Hale.

—Pero necesitará un par de días, Carl. Lis no tiene tiempo ahora, y dice que va a ser bastante difícil cuando ha pasado tanto tiempo, o sea. Puede que no saquemos nada en limpio —dijo con expresión triste.

—Venga, Assad, dime quién ha sido capaz de hacer un trabajo tan impresionante —insistió Carl mientras sopesaba la agenda de Merete en la mano.

Pero Assad no quería.

Carl iba a explicarle que andar con secretos no iba a hacer ningún bien a sus probabilidades de mantener el puesto, pero entonces sonó el teléfono.

Era el responsable de Egely, y su aversión por Carl rezumaba del receptor.

—Sepa usted que Uffe Lynggaard abandonó la residencia el viernes poco después de que usted lo sometiera a terribles ultrajes. No sabemos dónde está. La policía de Frederikssund está sobre aviso, pero si le ha ocurrido algo grave, Carl Mørck, ya me encargaré de arruinar su carrera.

Después colgó bruscamente, dejando a Carl ante un silencio resonante.

A los dos minutos llamó el jefe de Homicidios y le pidió que apareciera por su despacho. No hacían falta más explicaciones, Carl conocía el tono.

Tenía que subir al segundo piso, y además enseguida.

33

2007

La pesadilla empezó ya en el quiosco de la estación de Allerød. El número especial de
Gossip
para Semana Santa llegaba un día antes de lo normal, y todos los que tenían un mínimo contacto con Carl sabían que había precisamente una foto de él, el subcomisario Carl Mørck, en una esquina de la primera plana justo debajo de la noticia estrella acerca de la inminente boda entre el príncipe y su novia francesa.

Un par de vecinos, incómodos, hicieron como que no lo veían mientras compraban bocadillos y fruta. «Agente de la policía amenaza a periodista», atronaba el titular, y debajo, en letra pequeña, ponía: «La verdad sobre el tiroteo de Amagen».

El hombre del quiosco pareció decepcionado cuando Carl no quiso invertir personalmente en la noticia, pero ya le valía a Pelle Hyttested, y no iba a contribuir a que se sacara los garbanzos a su costa.

En el tren le dirigieron muchas miradas, y Carl volvió a sentir la presión del pecho.

En Jefatura no mejoraron las cosas. Había terminado el día anterior teniendo que dar explicaciones en el despacho del jefe a causa de la huida de Uffe Lynggaard, y ahora volvían a reclamarlo de arriba.

—¿Qué miráis, papanatas? —gruñó a un par de agentes que no parecían estar precisamente tristes por él.

—Verás, Carl, la cuestión es qué voy a hacer contigo —comenzó Marcus Jacobsen—. Me temo que la semana que viene los titulares van a decir que has sometido a maltrato psicológico a una persona retardada. Te das cuenta de lo que puede inventar la prensa si Uffe Lynggaard muere, ¿verdad?

Señaló el interior de la revista. Había un artículo con una foto de Carl enfadado que un fotógrafo le había hecho unos años antes. Carl recordaba perfectamente cómo expulsó a patadas a la prensa de la zona acordonada en torno al lugar del crimen, y lo furiosos que se pusieron los periodistas.

—Te lo pregunto de nuevo: ¿qué hacemos contigo, Carl?

Carl cogió la revista y ojeó cabreado el contenido del texto inserto entre los colorines de la página. Aquellos periodistas chismosos eran unos descastados, especialistas en arrastrar a un hombre por el fango.

—No he hecho ninguna declaración acerca de ese caso a nadie de
Gossip
—aseguró—. Lo único que dije fue que habría dado mi vida por Hardy y Anker, nada más. No les hagas caso, Marcus, o pon a trabajar a uno de los abogados.

Alejó la revista de un empujón y se levantó. Lo que había dicho no era más que la pura verdad. ¿Qué carajo pensaba hacer Marcus ante aquello? ¿Despedirlo, tal vez? Conseguiría sin duda unos buenos titulares.

Su jefe lo miró resignado.

—Han llamado del magacín policíaco
Comisaría 2
de la segunda cadena, querían hablar contigo. Les he dicho que ya podían ir olvidándolo.

—Vale —dijo Carl. Seguramente al jefe no le quedó otra opción.

—Me han preguntado si había algo de cierto en el artículo de
Gossip
acerca de ti y él tiroteo de Amager.

—Vaya. Me gustaría saber qué les has respondido.

—Les he dicho que todo eso eran chorradas sin fundamento.

—Bien, de acuerdo —aprobó Carl, asintiendo enérgicamente con la cabeza—. ¿Tú también lo crees?

—Carl, escucha. Llevas mucho tiempo en el cuerpo. ¿Cuántas veces han acorralado a un compañero tuyo? Piensa en la primera vez que andabas de patrulla nocturna en Randers o dondequiera que fuese y de repente te topaste con una cuadrilla de palurdos borrachos a los que no les gustaba tu uniforme. ¿Recuerdas la sensación? Y con los años se producen de vez en cuando situaciones mil veces peores que ésa. Me ha pasado a mí, les ha pasado a Lars Bjørn y a Bak, y a un montón de viejos compañeros que hoy en día se dedican a otras cosas. Peligro para sus vidas. Con hachas y martillos, barras metálicas, cuchillos, botellas de cerveza rotas, escopetas de caza y otras armas de fuego. ¿Y quién sabe hasta cuándo se puede aguantar y cuándo no se puede más? Es imposible saberlo, ¿no? Todos nosotros las hemos pasado putas alguna vez. Si no, no eres un policía como es debido, ¿verdad? A veces tenemos que ir hasta donde cubre, es nuestro trabajo.

Carl asintió en silencio y notó que sentía la presión del pecho de otra manera.

—¿Cuál es la conclusión de todo eso, jefe? —preguntó, señalando el semanario—. ¿Cuál es tu opinión? ¿Qué piensas de eso?

El jefe de Homicidios miró a Carl con sosiego, y sin decir ni una palabra abrió la ventana que daba al Tívoli, se inclinó hacia delante, cogió la revista e hizo como que se limpiaba el culo con ella, se volvió hacia la ventana y la arrojó a la calle.

Imposible decirlo más claramente.

Carl sonrió para sí. Un transeúnte iba a conseguir un programa de la tele gratis.

Asintió con la cabeza a su jefe. Había sido de lo más conmovedor.

—Estoy a punto de aportar más información sobre el caso Lynggaard —declaró en justa correspondencia, y se quedó esperando a que le dijeran que podía irse.

El jefe de Homicidios movió la cabeza arriba y abajo en reconocimiento. Era en esa clase de situaciones cuando se veía por qué era tan apreciado y por qué había podido conservar a su encantadora mujer durante más de treinta años.

—Y Carl, recuerda que sigues sin haberte apuntado al cursillo de promoción —añadió—. Quiero que lo hagas antes de pasado mañana, ¿entendido?

Carl asintió con la cabeza, pero aquello no significaba nada. Si el jefe insistía en la formación complementaria, tendría que darse una vuelta por el sindicato.

Los cuatro minutos que duró el trayecto desde el despacho del jefe de Homicidios hasta el sótano fueron un tormento de miradas burlonas y actitudes de reprobación. Eres una vergüenza para nosotros, decían algunas de las miradas; que os den, pensó él. Mejor harían dándole su apoyo. Si lo hicieran, no se sentiría como si un buey bien cebado estuviera dándole cornadas en el pecho.

Incluso Assad había leído el artículo en el sótano, pero al menos él le dio una palmada en la espalda. Pensaba que la foto de la portada estaba bien hecha, pero que la revista era muy cara. Era estimulante conocer otros puntos de vista.

A las diez en punto llamaron de recepción.

—Hay un hombre que dice que está citado contigo —informó el policía de guardia con frialdad—. ¿Esperas a un tal John Rasmussen?

—Sí, enviadlo al sótano.

Cinco minutos más tarde oyeron pasos vacilantes en el pasillo, seguidos de una voz cautelosa. —¡Hola! ¿Hay alguien?

Carl atravesó con desgana el vano de la puerta y vio frente a sí a un anacronismo vestido con jersey islandés, pantalones de pana y demás parafernalia del sesenta y ocho.

—Soy John Rasmussen, el que era pedagogo en Godhavn. Tenemos una cita —se presentó, extendiendo la mano con una singular mirada acechante—. Oiga, ¿no es usted el que aparece hoy en la portada de una revista?

Era para volverse loco. La gente vestida como él debería abstenerse de mirar esas cosas.

De entrada, quedó claro que John Rasmussen recordaba a Átomos, y por eso acordaron repasar el caso antes de la visita guiada. Aquello daba a Carl la oportunidad de quitárselo de encima con una mini visita a la planta baja y después una ojeada rápida a los patios interiores.

El hombre parecía simpático, aunque minucioso. En opinión de Carl, no era en absoluto el tipo de persona adecuada para entretener a golfos inadaptados. Pero seguramente había muchas cosas que Carl no sabía acerca de los golfos inadaptados.

—Le enviaré por fax lo que tenemos en el orfanato, ya lo he consultado con la secretaría y podemos hacerlo. Aunque he de decirle que no es gran cosa. El expediente de Átomos desapareció hace unos años, y cuando lo encontramos detrás de una estantería faltaban al menos la mitad de los informes —dijo sacudiendo la cabeza, y al hacerlo la piel floja de su cuello bailó de un lado a otro.

—¿Por qué lo llevaron a su orfanato?

El hombre se encogió de hombros.

—Ya sabe, problemas en casa, y después alojarlo en una familia adoptiva quizá no fuera la mejor opción. Después llega la reacción, y a veces se pasa de rosca. Por lo visto era un buen chico, pero tenía poco que hacer y demasiado coco. Una mala combinación. Se ve constantemente en los guetos de trabajadores inmigrantes. Esos jóvenes tienen que desfogar la energía contenida.

—¿Era delincuente?

—En cierto modo, sí, supongo, pero eran cosas sin importancia, creo. Sí, bueno, era capaz de cabrearse mucho, pero no recuerdo que estuviera en Godhavn por violento.

No, no recuerdo nada así; claro que han pasado ya más de veinte años, ¿verdad? Carl sacó el cuaderno.

—Voy a hacerle unas preguntas rápidas, y le agradecería que respondiera de manera breve. Si no puede responder, pasamos a la siguiente. Siempre puede volver a la pregunta si encuentra después la respuesta. ¿De acuerdo?

El hombre saludó amablemente con la cabeza a Assad, que le ofreció uno de sus ardientes y pegajosos brebajes en una tacita pintada con flores amarillas. El hombre la aceptó sonriendo. Ya se arrepentiría, ya.

Después miró a Carl.

—Sí —asintió—, de acuerdo.

—¿Nombre del chico?

—Parece que se llamaba Lars Erik o Lars Henrik, algo así. El apellido era corriente, creo que Petersen, pero ya lo escribiré en el fax.

—¿Por qué lo llamaban Atomos?

—Tenía que ver con el trabajo de su padre. Por alguna razón, tenía a su padre en un pedestal. Lo había perdido unos años antes, pero creo que su padre había sido ingeniero y había hecho algo para la estación de pruebas atómicas de Riso, o algo así. Pero podrá investigar eso cuando tenga el nombre y el número de registro civil del chico.

—¿Siguen teniendo el número de registro civil?

—Sí, había desaparecido con otras cosas de la carpeta, pero teníamos un sistema de contabilidad relativo a las subvenciones de los municipios y del estado, y ahora se ha incorporado al expediente.

—¿Cuánto tiempo estuvo el chico en la institución?

—Creo que unos tres o cuatro años.

—Eso es bastante tiempo, teniendo en cuenta su edad, ¿no?

—Sí y no. Sucede a veces. No podía seguir en el sistema. No quería ir a otra familia adoptiva, y su propia familia no estuvo en condiciones de albergarlo hasta entonces.

—¿Han tenido noticias suyas? ¿Sabe qué ha sido de él?

—Lo vi casualmente varios años después, y parecía que le iban bien las cosas. Fue en Helsingor, creo. Debía de trabajar de camarero o de primer oficial, algo así. Al menos iba vestido de uniforme.

—¿Quiere decir que era marino?

—Sí, creo que sí. Algo así.

Tengo que pedir la lista de la tripulación del transbordador de Schleswig-Holstein a Scandlines, pensó Carl. A saber si se la pidieron los de la Brigada Móvil. Carl volvió a ver frente a sí el rostro contrito de Bak en el despacho del jefe, el jueves anterior.

—Un momento —interrumpió al hombre, y gritó a Assad que subiera al despacho de Bak y le preguntara si habían pedido la lista de la tripulación del transbordador en el que desapareció Merete Lynggaard y, en caso afirmativo, a ver dónde estaba.

—¿Merete Lynggaard? ¿Esto tiene que ver con ella? —preguntó el hombre con mirada embelesada antes de dar un enorme sorbo de té espeso.

Carl le dirigió una sonrisa que irradiaba lo contento que le ponía que se lo hubiera preguntado. Y después siguió sin más con el turno de preguntas, sin responder.

—¿El chico tenía rasgos de psicópata? ¿Recuerda si era capaz de mostrar empatia?

El pedagogo miró sediento su taza vacía. Por lo visto era de los que pusieron a prueba las papilas gustativas en los macrobióticos años sesenta. Después arqueó sus cejas grises.

—Muchos de los chicos que nos vienen tienen trastornos emocionales. Naturalmente, a algunos de ellos se les hace un diagnóstico, pero no recuerdo si fue el caso con Átomos. Creo que sí era capaz de mostrar empatia. Al menos solía estar preocupado por su madre.

—¿Tenía alguna razón para ello? ¿Era drogadicta o algo así?

—No, qué va. Creo recordar que estaba bastante enferma. Por eso tuvo que esperar tanto tiempo para volver con su familia.

La visita guiada posterior fue breve. John Rasmussen resultó ser un observador incansable que comentaba cuanto veía. Si hubiera dependido de él, habrían pasado revista a cada metro cuadrado del edificio de Jefatura. Ningún detalle era nimio para el hombre, de modo que Carl hizo como si tuviera un busca en el bolsillo que había empezado a pitar.

—Lo siento. Es la señal de que ha habido un asesinato —declaró con cara seria, que contagió enseguida al pedagogo—. Me temo que debemos dejarlo. Muchas gracias, John Rasmussen. Entonces, espero que me envíe un fax antes de un par de horas, ¿de acuerdo?

En el despacho de Carl el silencio era prácticamente total. Ante él había una nota donde ponía que Bak no sabía nada de ninguna lista de tripulación. ¿Qué coño había esperado?

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