La mujer que caía (15 page)

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Authors: Pat Murphy

BOOK: La mujer que caía
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Enderezó los hombros, aún sonriendo.

—Llevó tiempo para que mis palabras llegaran a oídos de todos. Los h'menob suavizaron la profecía, pero no pudieron negarla ni destruirme, pues cualquiera de las dos cosas habría deparado mala fortuna. Así que la gente comenzó a marcharse de la ciudad, a internarse en los bosques. Los alfareros derribaron las estatuas que habían erigido, los albañiles abandonaron sus herramientas y dejaron los templos sin terminar. Los labriegos se marcharon, entonces no hubo quién cuidara los campos, y sobrevino el hambre. Y la peste. Una ciudad tarda en desmoronarse. Pero sucedió. En éste y en otros centros. Mis enemigos fueron destruidos porque intentaron destruirme. Ésa fue la orden del katún. Tal fue lo que Ix Chebel Yax dijo que sucedería.

Se echó a reír y el sonido fue como el batir de las ramas bajo el viento furioso.

—Los h'menob dijeron que estaba loca. Estaba loca por haber dicho palabras que no deseaban escuchar, por no haberme dejado controlar. No podían pasearme como a un perro amordazado. Y por eso dijeron que estaba loca.

El imperio maya fue destruido y las ciudades, abandonadas por la profecía iracunda de una diosa vengativa.

—Tú sabes que no estoy loca —aseveró—. Tú y yo nos comprendemos. Tenemos mucho en común.

Alguien golpeó el marco de mi puerta.

—Tuve enemigos... —repitió Zuhuy-kak suavemente.

—¿Liz? —reconocí el tono inquisidor de mi hija.

—Sí. —Zuhuy-kak se había ido, se había desvanecido en las sombras—. Pasa.

Diane se detuvo apenas traspuso el umbral; parecía no estar segura de ser bienvenida.

Llevaba aún el cabello alrededor de los hombros y a la luz del farol los ojos parecían inmensos. Tenía el aspecto de un niño perdido vagando por la oscuridad.

—¿Qué te ocurre? —le pregunté.

—No podía dormir —se excusó—. Vi tu luz. —Se encogió de hombros, y luego olisqueó el aire—. ¿Qué es ese olor?

Noté que todavía olía a incienso.

—Cera de la vela —atiné a decir—. Y un dejo de loción insecticida.

—Saqué un cigarrillo del paquete y lo encendí.

Seguía de pie ante la puerta, incómoda.

—Siéntate —le dije.

Se acomodó torpemente en un extremo de mi baúl.

—Me siento inquieta. A veces me sucede. Si duermo cuando estoy así, tengo pesadillas —Otra vez se encogió de hombros—. Así que no fui a dormir. ¿Por qué estás despierta todavía?

—Ya me iba a acostar. Después de este cigarrillo.

—No quería interrumpirte. Quiero decir que si estabas trabajando en algo...

Balbuceaba ligeramente. Había estado bebiendo con Tony. Eso explicaba por qué había tenido la valentía de venir a visitarme, a pesar de la incomodidad que le impedía sentarse si no la invitaba expresamente.

—No hay problema. ¿Barbara ya se ha acostado?

—Hace un rato. Todo el campamento parece estar en silencio.

—Cuando eras pequeña no te gustaba estar en sitios desconocidos —dije, sorprendida por el súbito recuerdo—. Llorabas dondequiera que fuéramos. Y de niña solías tener pesadillas.

Se levantaba por las noches y en su camisón de franela parecía más diminuta aún. Yo la llevaba de regreso a su cama, la acunaba, me acurrucaba a su lado y oía el ir y venir de su respiración.

Diane hizo un gesto de incertidumbre, y se inclinó hacia delante.

—Sigo teniendo pesadillas. Siempre me cuesta dormir en una cama nueva. Al llegar a la universidad estuve un mes entero con insomnio. Se lo comenté a papá y me recetó píldoras para dormir. No las tomo a menudo.

—Robert siempre prefirió los remedios externos —dije con sequedad—. Siempre trataba el síntoma, jamás la causa. —Me detuve, di una calada al cigarrillo y observé el rostro de Diane.

—¿Cuál es la causa? —inquirió.

—Si lo supiera, yo también dormiría mejor. Asintió, mirando la oscuridad, y evitando mi mirada.

—Dime... —comenzó, se detuvo y volvió a intentarlo—. Dime cómo empezaste a volverte loca.

La choza estaba en silencio. Era un silencio cristalino que parecía a punto de resquebrajarse. Un pozo de oscuridad se había tendido a sus pies.

—Robert decía que estaba loca —respondí en voz baja—. Jamás estuve de acuerdo.

—¿Entonces crees que no lo estuviste?

—Opino que muchas personas que llamamos insanas sólo están en el sitio incorrecto en el momento incorrecto. —Me encogí de hombros—. Me oponía a las normas de la sociedad, y por eso Robert me definía como loca. Aquí nadie me llama loca. —La estudié bajo la pálida luz. Tenía el rostro vuelto hacia el suelo y el cabello ocultaba su expresión—

. ¿Por qué lo preguntas? —Quería acercarme a ella, tomarla del hombro y acariciarle el cabello, pero no pude conseguir moverme.

—Creo... antes de partir pensé que me estaba volviendo loca. Pensé que era una locura venir hasta aquí. —Su voz era grave—. Cuando papá murió y renuncié a mi trabajo, no sabía qué hacer. No dejaba de caminar y caminar. Iba de una habitación a la otra, y llevaba y traía cosas de los estantes a la mesa, y de la mesa a los estantes.

Caminaba y caminaba, sin ningún propósito en especial. —Una de sus manos frotaba la otra, rascando una picadura de mosquito y levantando una roncha roja—. Pensé en quitarme la vida, con tal de poder descansar.

Di una larga calada al cigarrillo.

—Cuando Robert me internó, los doctores tuvieron que curarme los pies. Tenía llagas infectadas, en las plantas y a ambos lados de los pies. Los doctores me preguntaron por qué no había dejado de caminar cuando comenzaron a dolerme. —Me encogí de hombros—. Quería irme y no podía. Caminar me parecía una reacción razonable.

Me miró y dijo:

—¿Venir hasta aquí ha sido una reacción razonable para mí?

—Supongo que sí —le dije.

Lanzó una sonrisa tímida.

—La noche anterior fue la primera vez que dormí en semanas. Soñé, pero pude dormir toda la noche.

Miré el reloj que había sobre un estante. Las agujas luminosas indicaban la medianoche.

—Iré contigo hasta tu choza —dije—. Mañana tendrás que salir de inspección temprano.

Asintió lentamente pero no se movió.

—Tú y Tony echasteis a Carlos de mi grupo.

—Sí —comenté—. Pensamos que Barbara ya tenía suficiente gente y que John necesitaba algo más de ayuda.

Su expresión no varió.

—Quiero decirte algo: he cuidado de mí misma durante mucho tiempo. No soy ninguna estúpida.

—Lo sé. Yo...

—No es que no aprecie tu preocupación. Pero me haces sentir como una tonta. —

Observaba mi rostro.

—No era ésa mi intención. No pude leerle en los ojos.

—Muy bien.

—Te acompañaré hasta tu choza.

—No hace falta —se defendió—. Sé cómo llegar —Desapareció tras la puerta y me dejó sola con las sombras.

Tony y yo fuimos hasta la Estructura 701 el martes por la mañana. Caminábamos lentamente, y las sombras de las mujeres mayas se cruzaban por el camino. Llevaban ofrendas al templo: cestas llenas de maíz, vasijas de balche recién fermentado, ropas tejidas, pellejos curados de ciervo... Sin duda eran preparativos para alguna fiesta. Traté de espiar a dos ancianas que conversaban sobre el mal comportamiento de sus vecinos, particularmente sobre el mal manejo de los asuntos domésticos que hacía una mujer.

Pero las mujeres hablaban rápido, y Tony no dejaba de interrumpirme con comentarios sobre el tiempo y la excavación, y no pude seguir la conversación.

Las sombras se desvanecieron cuando llegamos a la plaza. El sol se hacía sentir. Los tres obreros que habían retirado la piedra de su lugar estaban de pie a la sombra, fumando y bebiendo agua de un calabacín mientras Tony y yo nos agachábamos ante la laja vuelta de lado, cepillando el polvo seco, adherido a la superficie de la piedra. Por abajo, la laja estaba tallada con una serie de jeroglíficos.

Las piedras de los cuatro lados del área que había cubierto la losa parecían haber sido paredes. El centro era un montón de guijarros y material de relleno.

—Apuesto a que es un pasadizo, intencionadamente obstruido. —Miré a Tony—. Que conduce a un sepulcro lleno de vasijas, jade y artefactos de obsidiana.

—Supongo que querrás algunos hombres de los montículos de las viviendas para proseguir con la excavación...

—Supones bien... Frunció el ceño.

—Máscaras de jade —imaginé—. Discos de oro batido. Vasijas dentro de un contexto conocido.

—Una cámara vacía y muchísimo tiempo perdido —predijo sombríamente.

Busqué mi amuleto de la suerte en el bolsillo.

—Lanzaré la moneda al aire. Si es cara, tomaré dos hombres de los montículos y los del grupo de Salvador. Si es cruz...

—Olvídalo —dijo, meneando la cabeza—. Cuando arrojas una moneda, siempre pierdo. Si no la hubiera arrojado yo mismo, diría que es una engañifa. —Hizo un gesto de impotencia—. Llévate a los hombres y veremos qué encuentras.

Le sonreí.

—Eso sí que es una buena idea...

Por la tarde caminé hasta la estela caída y elaboré planes para levantarla. Ese proyecto requeriría equipo adicional y obreros que en ese momento estaban excavando en los montículos de las viviendas. Tony protestaría, pero lograría convencerlo.

Esa noche trabajé junto a Tony descifrando los jeroglíficos que había copiado de la superficie de la laja que había cubierto lo que yo insistía en llamar la tumba. Los jeroglíficos citaban una fecha que, según el período largo de los mayas, correspondía al año 948, alrededor de la época en que el pueblo había abandonado la ciudad. Eso concordaba con la historia de Zuhuy-kak.

Los hombres comenzaron la excavación y yo me senté a hacer lo que más difícil me resultaba: aguardar hasta ver qué encontrábamos.

Notas para Ciudad de las Piedras,
de Elizabeth Butler

La sociedad define lo normal y la locura, y luego dice que todo aquel que ponga en duda la definición está loco. En nuestra sociedad, por ejemplo, los actos destructivos hacia la propia persona son considerados muestra de locura, tal como sucede con la mutilación del propio cuerpo y el suicidio. El que se abre las muñecas debe ser encerrado, como corresponde a los locos.

En la sociedad maya, el suicidio era un acto perfectamente respetable. La diosa patrona del suicidio se llama Ixtab. Generalmente se la representa como una mujer que pende en el vacío, sostenida sólo por el lazo alrededor del cuello. Sus ojos están cerrados; sus manos relajadas, y su expresión, calma, como si estuviera contemplando extasiada alguna visión interna. Ixtab escolta directamente hasta el paraíso a la gente que muere por suicidio o que se sacrifica. La automutilación también era parte esencial de muchos rituales: perforarse los lóbulos de las orejas, los labios y la lengua para que sangraran profusamente era un acto de sabiduría.

Los dioses de los mayas eran muy exigentes; mucho más que el distante patriarca que venera la mayoría de los cristianos. Los dioses de los mayas gobernaban las actividades de cada día, y en cada jornada debía alabarse y propiciarse a determinadas deidades.

Y un maya que ignorara los dictados de los dioses y decidiera comportarse según su parecer sería tan loco para su sociedad como lo sería el residente de Los Ángeles que ignorara el código de circulación y decidiera conducir a su aire.

La comparación tal vez les resulte frívola. Acaso ustedes piensen que el código de circulación está para protegernos, y que es peligroso ignorarlo. Si se lo preguntaran a un antiguo maya, les explicaría que las reglas de conducta legada por los dioses son para protección de la gente. Ignorarlas sería sumamente peligroso. Sería peligroso, por ejemplo, no ofrecer parte de la miel a Bacab Hobnil, dios de las abejas; sería insensato ofender a Yuntzilob yendo de caza en el día inapropiado.

El panteón de deidades mayas nos resulta peculiar. Según nuestros parámetros, el suicidio y los sacrificios humanos son inaceptables. Tendemos a omitir las peculiaridades de nuestra propia cultura. Aceptamos que miles de niños usen aparatos para corregir la dentadura, pero consideramos extraños a los mayas por perforar los dientes para embellecerlos. Cada cultura define su propia idiosincrasia y luego olvida que lo ha hecho.

Capítulo 10: DIANE

«El crepúsculo es la hendidura que divide a los mundos».

CARLOS CASTANEDA,

Las enseñanzas de Don Juan

Cuando llegué a mi choza trepé a la hamaca. Me dolían los huesos tras el largo día de caminata. Recuerdo que me rasqué unas picaduras de mosquito, que pensé en levantarme para buscar agua y que luego caí en una oscuridad silenciosa y honda como el fondo del cenote. Me despertó la bocina. Bajo la brillante luz del sol no recordé mis sueños nocturnos.

El segundo día de excavación fue idéntico al anterior. Seguimos un nuevo camino transversal hasta el lugar donde habíamos hallado la estela. Estábamos pegajosos y teníamos calor; nos acosaban los insectos, nos amenazaban las hormigas.

Laboriosamente trazamos el mapa del sitio donde habíamos encontrado la estela.

Utilizando una soga y pequeños banderines de alambre a modo de señaladores, dividimos el área en cuadrados y Barbara designó algunos de ellos como muestra al azar para buscar vasijas y piedras labradas. Tuve la mala suerte de escoger una zona cubierta de arbustos espinosos que no dejaban de molestarme. Al terminar el rastreo, tenía los brazos surcados de rasguños.

Cuando mi madre llegó estábamos descansando a la sombra. Venía avanzando alegremente por el monte, apartando a un lado las ramas punzantes con el bastón que tenía en una mano y espantando las moscas con la otra. La seguía un obrero y conversaban en maya mientras caminaban.

—Hola —nos saludó.

Barbara abrió un ojo y miró por debajo del ala del sombrero.

—Hace demasiado calor para estar tan alegre —sentenció.

—He venido por el sache —dijo mi madre—. Es mucho más fácil de llegar.

Barbara rezongó.

—Lo sé. Pero como tenemos que regresar por el monte, no me importa.

—Intuyo que hoy no habéis hallado nada maravilloso —aventuró mi madre.

—Hemos decidido limitarnos a un hallazgo maravilloso cada dos días —continuó Barbara—. No queremos excedernos. —Barbara abrió el otro ojo y se encaminó a mostrarle la estela a mi madre.

Las observé con los ojos entrecerrados por la luz. No podía oír su conversación; sólo el sonido de sus voces subiendo y bajando a lo lejos. Mi madre se valió del bastón para apartar las ramas y se aproximó al monumento caído. Quería ponerme de pie y unirme a ellas, pero creía que eso sería una intromisión. Barbara y mi madre parecían congeniar.

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