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Authors: Pat Murphy

La mujer que caía (17 page)

BOOK: La mujer que caía
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—¿Qué hora es? —susurré. Maggie y Robin aún dormían.

—Las siete y media —respondió en un murmullo. Se reclinó en la hamaca, con una mano detrás de la cabeza. Tenía el ceño fruncido—. Ya ni siquiera puedo dormir hasta tarde —rezongó—. Es ridículo.

Nos vestimos en silencio, empaquetamos ropa limpia y nos fuimos de la choza. Nos detuvimos en el barril de agua para asearnos, y en el aire cálido de la mañana el ruido del agua contra la tina de metal se oyó sonoramente. El campamento dormía; la única señal de vida era la delgada humareda que se elevaba de la cocina de María.

—Ah —dijo Barbara—. Tal vez podamos convencer a María para que nos invite a una taza de café.

Me detuve a cierta distancia cuando Barbara se acercó a la puerta de la cocina. La mirada que María nos lanzó distaba de ser amistosa. Teresa se escondió tras la falda de su madre. Barbara se alejó de la cocina, con el ceño fruncido.

—Creo que tendremos que tomar café en Mérida. María dice que esta mañana no ha preparado café.

Seguí a Barbara hasta el coche. Miré por encima del hombro y alcancé a distinguir a Teresa, que nos observaba desde la puerta de la cocina.

—Creo que a María no le gusto —comenté.

—Desde luego que no. Tampoco yo le agrado. Tú y yo somos mujeres jóvenes, pero llevamos pantalones y estamos casi todo el tiempo con hombres. —Barbara meneó la cabeza—. No nos comportamos correctamente. No nos aprueba.

—Pero habla con Liz.

—Tampoco Liz le agrada. Ninguno de nosotros goza de su aprobación.

Asentí. Me tranquilizaba la seguridad de Barbara de que no era la única a quien María reprobaba.

El escarabajo Volkswagen desvencijado de Barbara saltaba a cada bache o loma del camino de salida del campamento. Pillaba todos los hoyos posibles, se hundía en ellos y emergía triunfal del otro lado. Barbara conducía con jovial entusiasmo y a innecesaria velocidad; cada vez que veía la ruta libre para acelerar pisaba el pedal a fondo, y sólo tocaba un poco el freno cuando el coche se daba contra algún escollo.

—¿Qué prisa tienes? —le grité por encima del rugido del motor.

—Estoy cansada de moverme con lentitud, eso es todo —me respondió con un aullido.

Giró bruscamente para evitar un hoyo, se enterró en otro sin remedio, encendió el motor y siguió andando—. Estoy cansada de polvo y moscas. —Se topó con otro agujero—.

Quiero darme una ducha caliente, tomar un café, desayunar, ver luces brillantes y estar con algún hombre que sepa hablar de algo que no sea cacharros viejos. —Apartó la mirada del camino y me sonrió con pícara malicia—. Quiero buscar problemas. —

Atravesamos otro hoyo.

—Conozco a una persona en Mérida que tal vez sepa dónde hallarlos —le grité—.

Alguien que conocí en el avión.

—¿Hombre o mujer?

—Hombre.

—Claro. No hay que perder el tiempo. —No supe si se refería a mí o al hombre. De todas formas, daba lo mismo—. ¿Es guapo?

Pensé un momento. Mi recuerdo de Marcos era algo difuso, pero me había resultado presentable.

—No está mal.

—Bien. Seguro que tiene algún amigo. Siempre lo tienen.

Llegamos a la avenida principal, aquel camino que me había resultado tan angosto durante mi travesía al campamento. Ahora me parecía una autopista. El coche tomó velocidad y bajamos las ventanillas para dejar que entrara el aire. Al pasar a un camión cargado de obreros que se dirigían a saber dónde, saludamos con la mano y tocamos la bocina como colegiales que se hubiesen fugado del internado para ir de excursión al campo. Pasamos cerca de un conjunto de casitas y saludamos a una mujer que tendía la ropa y a un grupo de niños que jugaban en el camino.

—Primero una ducha caliente. Luego, el desayuno —propuso Barbara a gritos.

—Fantástico —acepté. Todo era fantástico. El viento, la ruta, la promesa del desayuno.

El hotel era un viejo establecimiento, a unas calles de la plaza principal de Mérida y a metros del Parque Hidalgo, el sitio que Marcos había mencionado. Algo venido a menos.

El conserje hablaba muy mal el inglés. En el vestíbulo había un gato enjuto y negro que parecía vivir allí. La baranda de la escalera de caracol tenía un bello ornamento tallado, pero le hacía falta un poco de lustre. Y las baldosas azules y doradas del suelo pedían escoba y cepillo. Detrás de las macetas con palmeras se ocultaba el polvo. Pero el sol se filtraba por el arco abierto que conducía justo al Parque Hidalgo y sobre el mostrador de la conserjería había flores frescas.

Dejamos nuestros datos y antes de desayunar nos dimos una ducha caliente. Mientras Barbara se duchaba, me senté en una de las camas gemelas, y me froté las piernas con loción alrededor de las picaduras de mosquitos y de los rasguños. Por primera vez en una semana llevaba sandalias y falda en lugar de pantalones vaqueros y botas, y sentía el cabello limpio. El ventilador del techo giraba con un traqueteo constante. Barbara cantaba en la ducha.

El Parque Hidalgo era una pequeña plaza con suelo de ladrillos. Unos árboles altos y de hojas anchas arrojaban su sombra y unos capullitos amarillos sobre los hombres que pasaban el día sentados en los bancos de la plaza. En el centro, se alzaba una estatua de bronce de un hombre de pie sobre un pedestal blanco de piedra. Jamás logré aprender su nombre.

Desayunamos en una cafetería de paso, al lado del hotel que había junto al parque.

Mesas de metal ornamentado, sombrillas con flecos, manteles rojos y blancos, y una camarera corpulenta que parecía disgustada.

—¿Hamacas? —preguntó un hombre robusto con un gorro amarillo de béisbol. Sobre un hombro llevaba un atado de hamacas envueltas en plástico. Sobre el otro, una hamaca suelta, que abrió para que la examináramos.

—¿Usted se llama Emilio? —le pregunté—. Busco a un vendedor de hamacas llamado Emilio. —Sacudió la cabeza pesadamente y se marchó a otra mesa, donde hubiera turistas con necesidades más simples. Barbara echó un vistazo a las páginas de una guía turística de Mérida, que había cogido del vestíbulo del hotel. Indicaba el camino al zoológico, al mercado, a las ruinas de Chichén Itzá, a los mejores lugares para almorzar y bailar. Leía en voz alta las informaciones que le parecían interesantes.

—A la plaza principal la llaman zócalo —me contó.

Asentí, mirando el trajín de la gente por la calle. El café era bueno y me sentía satisfecha. No me había dado cuenta de que el hecho de estar en una excavación me había puesto nerviosa hasta ahora, que conseguía distenderme.

—¿Te interesa un viaje a Chichén Itzá? —me preguntó—. En coche tardaremos una hora desde aquí.

—Tal vez mañana —le dije.

—Podríamos ir a Casa Montejo, la mansión que construyeron los españoles en 1549 —propuso—. O visitar la catedral. O ir al mercado.

—Lo que quieras.

Decidimos ir al mercado, calculando que tendríamos tiempo de pasar por la catedral de regreso y aun de dormir la siesta antes de cenar.

Estábamos terminando el café del desayuno cuando vi a Marcos en el otro extremo de la cafetería. Le hice un gesto a Barbara.

—Es más apuesto de lo que recordaba —le dije.

Era un hombre delgado y joven, de huesos menudos, ojos castaños, dientes blancos y pómulos altos y oscuros. Sonreía mientras observaba cómo un vendedor de hamacas —supuse que sería Emilio— mostraba una a un matrimonio norteamericano: la mujer llevaba un vestido liviano y el hombre, una camisa hawaiana. Emilio había tendido un extremo de la hamaca sobre el brazo de una de las sillas de hierro forjado. Vaciló por un instante, sosteniendo la hamaca bajo el brazo, y luego la abrió con un gesto elegante, del mismo modo que un camarero descorcha una botella de vino. El ademán transmitía la importancia del acto y el valor del producto. La hamaca era de un carmesí intenso que retenía la luz del sol.

Entonces Marcos nos vio y se sentó en nuestra mesa.

—Hola —me dijo—. ¿Cómo estás? —Apañó una silla. Vimos a Emilio cerrar su venta; la pareja de norteamericanos se marchó con dos hamacas y Emilio echó al bolsillo un buen puñado de billetes.

Se aproximó a la mesa y arrojó el fardo sobre una silla.

—Hoy va a ser un buen día —predijo—. Estoy de suerte. —Era una cabeza más bajo que yo, compacto y de hombros anchos. Ojos oscuros, tez morena, y una sonrisa que podría haber sido la de un chico norteamericano de no ser por la funda de oro que asomaba detrás de uno de los dientes.

—Conque son las amigas de Marcos... —el encanto fácil del vendedor nato—, ¿quieren comprar una hamaca? Les haré un buen precio.

—Ya tenemos hamacas —desistió Barbara—. En realidad, estamos hartas de ellas.

—¿Cómo es posible que alguien se canse de las hamacas? —preguntó Emilio, y Barbara se molestó en explicarle al detalle por qué estaba tan harta de las hamacas.

—Compra una para llevar de obsequio —sugirió Emilio y luego nos invitó a una rueda de cafés, con la misma gracia con que exhibía una hamaca. Hablamos de los turistas y del tiempo mientras transcurría la mañana. Emilio y Marcos parecían estar en la cafetería como en su casa, y tener confianza con la camarera. A la entrada de un cine cercano se comenzaba a formar una hilera de personas. El aire tibio olía a palomitas.

Al cabo de un rato, Emilio intentaba convencer a Barbara de que visitara una caverna aislada en un lugar llamado Homún. Un río subterráneo en una gruta de caliza con estalactitas.

—Hermoso —dijo—. Realmente hermoso.

Marcos me miró.

—¿Qué piensas? —me preguntó en español y luego en inglés.

—Nada en especial. Me encogí de hombros.

—Parecías estar pensando en algo...

Repetí el gesto. Emilio empleaba ambas manos para describir las estalactitas de la caverna. Barbara no parecía muy convencida.

—En el avión se te veía muy triste. ¿Qué te ocurría? —quiso saber Marcos.

No dije nada. Hice un movimiento evasivo.

Miró a Emilio, que cada vez adquiría más elocuencia en sus intentos de persuadir a Barbara; según él, una visita a la caverna solitaria de Homún era una actividad perfecta para cualquier joven americana de vacaciones veraniegas.

—Ya estoy cansado de estar sentado —dijo Marcos—. Vamos. Caminemos un rato y regresemos luego. —Dejamos a Barbara y Emilio conversando de ríos subterráneos.

En Mérida se pasea. Afuera, por los parquecitos, donde la brisa es más fresca que el aire que arrojan por doquier los ventiladores de los techos... Deambulamos por la esquina principal.

—¿Qué hacías en Los Ángeles? —le pregunté a Marcos.

—Fui a visitar a mi tío. Como no había trabajo, volví. Aquí tampoco hay trabajo, pero tengo amigos.

Señalaba el camino por la esquina, entre los pequeños carruajes tirados por caballos en los que paseaban los turistas.

—¿Por qué estabas triste? —inquirió—. Puedes decírmelo. Me encogí de hombros y le conté que había venido a la excavación para encontrar a mi madre, y que hacía años que no la veía. Me escuchó y asintió.

—¿Qué quieres de tu madre? Abrí las manos sin decir nada.

—No sabes lo que quieres.

—Creo que no.

—Hoy por la noche juego a baloncesto con la universidad. ¿Quieres acompañarme?

—¿Baloncesto? Veamos qué opina Barbara. Me tomó de la mano.

—Aunque ella no quiera venir, hazlo tú. Verás cómo juego, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

De regreso en el café, Emilio le preguntaba a Barbara qué pensábamos hacer ese día.

—Ir al mercado —dijo—. Pasear por Mérida.

—¿Y mañana? —insistió—. ¿Qué hacéis mañana?

—Hablábamos de ir a Chichén Itzá —vaciló—. Pero está lejos.

—Yo os llevaré —se ofreció Emilio—. No hay problema. Llevaré hamacas para vender.

¿De acuerdo? —Barbara se echó a reír, pero Emilio no se dio por vencido—. Te diré qué haremos. Si queréis ir a Chichén Itzá, mañana por la mañana nos encontramos aquí. Yo os llevaré. Lo pasaremos bien. —Sonrió, mostrando el diente de oro.

Terminamos el café, y Emilio y Marcos se marcharon al zócalo a vender su mercadería.

Barbara y yo fuimos al mercado, y para llegar seguimos la calle 60, de calzada y aceras estrechas. Todas las calles eran angostas. Las casas y los comercios se apretujaban contra la calle, pared contra pared, presentando un sólido frente al mundo.

Abrimos una puerta y entramos en un recinto colmado de conversaciones masculinas y olor a cerveza. Un joven de pie en la entrada nos sonrió, pero no le devolvimos la sonrisa.

Sí sonreíamos a los niños, a las mujeres, a los perros... Los pequeños se mostraban cordiales, los perros y las mujeres, no.

Un hombre de mediana edad vendía cocos en un carrito. Le observamos perforar el extremo de una cascara, pinchar la fruta redonda y blanca e introducir una pajita.

Compramos un coco cada una y bebimos la leche dulzona mientras andábamos.

Reconocí el mercado, pero no el trayecto entre el hacinamiento depuestos. Echamos un vistazo por los largos pasillos que conducían a la oscuridad. En la penumbra que se producía allí donde no llegaba la luz del sol vi cajas de fruta y verdura, jaulas de pollos y carne colgada. Barbara consultó su guía turística y me llevó hasta el lugar donde se vendía la ropa. Quedaba en un extremo del mercado iluminado por el sol. Cada puesto resplandecía de mantones, vestidos, camisas, faldas.

—Me gusta éste —dije a Barbara, señalando un hermoso mantón de color burdeos con un motivo de flores pintadas.

La mujer que entendía el puesto nos saludó, sonriente y calculadora. Llevaba pendientes de oro que hacían juego con los dientes y parecía fascinada por mi cabello y decidida a venderme el mantón. Regateé en mal español, y creo que terminé pagando demasiado por la prenda. Barbara compró un vestido blanco bordado a cuadros azul oscuro. Ya eran más de las tres cuando nos encaminamos al hotel.

—Es hora de dormir la siesta —propuse.

—Detengámonos en la catedral —replicó Barbara—. Nos queda de camino y estará fresco.

Puse una moneda en la mano de la mendiga que estaba en el arco de la entrada. Me bendijo con la señal de la cruz.

El interior era oscuro y frío. Por las ventanas altas y octogonales se filtraba la luz.

Varias columnas blancas se elevaban hasta un techo abovedado, trabajado con piedra tallada que no podía apreciarse en la oscuridad. Al final del pasillo pendía cansado de la cruz un Cristo enjuto. En los bancos delanteros unas ancianas se postraban de rodillas.

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