—¿Eh? —pregunté, porque no ponimaba muy bien lo que me decía.
—Perfectamente —dijo Rubinstein, con golosa starria—. Ahora te dejamos. Tenemos que hacer. Después vendremos a verte. Pasa el tiempo lo mejor posible.
—Una cosa —tosió Z. Dolin cashl cashl cashl—. Habrás observado lo que se movió en la torturada memoria de nuestro amigo. F. Alexander. ¿Tal vez, por casualidad...? Quiero decir, ¿tú...? En fin, ya sabes lo que quiero decir. No ahondaremos el asunto.
—Ya he pagado —repliqué—. Bogo sabe bien que pagué por todo. Pagué no sólo por mí sino por esos brachnos que se decían mis drugos. —Me sentía irritado, y empecé a tener náuseas.— Me recostaré un poco —dije—. Pasé cosas terribles, de veras.
—Así es —dijo D. B. da Silva, exhibiendo los treinta subos—. Descansa.
Y se marcharon, hermanos. Fueron a ocuparse de sus asuntos, que según me pareció eran la política y toda esa cala, y yo me recosté, completamente odinoco y muy tranquilo. Ahí estaba acostado, con la corbata suelta. También me había descalzado los sabogos, y me sentía muy aturdido y sin saber qué clase de chisna me esperaba. Y toda clase de cosas me pasaban por la golová, cosas de los diferentes chelovecos que había conocido en la escuela y en la staja, y de las diferentes vesches que me habían ocurrido, y de que en todo el bolche mundo no había un solo veco en quien uno pudiese confiar. Y entonces medio me dormí, hermanos.
Cuando me desperté pude slusar música que atravesaba la pared, de veras gronca, y eso fue lo que terminó de despertarme. Era una sinfonía que conocía realmente joroschó pero no había slusado durante muchos años, la Tercera Sinfonía del veco danés Otto Skadelig, una pieza muy gronca y violenta, sobre todo el primer movimiento, justo lo que estaban tocando ahora. Slusé unos dos segundos, interesado y gustoso, y de pronto todo se me vino encima, empezó el dolor y la náusea, y el gemido me salía de lo más profundo de las quischcas. Y ahí estaba yo, que tanto había querido la música, arrastrándome fuera de la cama y gimiendo oh oh oh, y después bang bang bang en la pared, mientras crichaba: —¡Basta, basta, paren eso! —Pero siguió, y parecía que más fuerte. Y yo seguí golpeando la pared hasta que me quedaron los nudillos todos pelados y manchados de crobo rojo rojo, y crichaba y crichaba, pero la música no paraba nunca. Entonces pensé que tenía que escapar, así que salí del malenco dormitorio y fui scorro a la puerta de entrada, pero la habían cerrado con llave por fuera y no conseguí salir. Y mientras tanto la música se hacía cada vez más gronca, como si tuvieran la intención de torturarme, oh hermanos míos. De modo que me metí los dedos en los ucos, hasta el fondo, pero los trombones y los timbales resonaban bastante groncos. Así que les criché otra vez que parasen y otra vez golpes y golpes y golpes en la pared, pero no conseguí nada.— Oh, ¿qué puedo hacer? —jujujué para mí mismo—. Oh, Bogo del Cielo, Señor, ayúdame. —Recorría todas las habitaciones, queriendo escapar del dolor y las náuseas, tratando de no oír la música y sintiendo el gemido que me venía de las tripas, y entonces, arriba de la pila de libros y papeles y de toda esa cala que estaba sobre la mesa, vi lo que tenía que hacer y lo que yo había querido hacer hasta que me lo impidieron los vecos de la biblio pública y después el Lerdo y Billyboy disfrazados de militsos, y lo que yo había querido hacer era eliminarme, snufar, desaparecer para siempre de este mundo perverso y cruel. Lo que vi fue el slovo MUERTE en la tapa de un folleto, aunque sólo se trataba de las palabras MUERTE AL GOBIERNO. Y como si hubiera sido el Destino había otro folleto malenco que mostraba una ventana abierta en la tapa, y decía: «Abra la ventana al aire fresco, a las nuevas ideas, a un nuevo modo de vivir». Y entonces comprendí que era como decirme que acabase todo saltando. Tal vez un momento de dolor, y después el sueño para siempre siempre siempre.
La música seguía brotando de todos los bronces y tambores y violines, a kilómetros de distancia, a través de la pared. La ventana del dormitorio estaba abierta. Me acerqué, y vi que había bastante altura hasta los autos y los ómnibus y los chelovecos que caminaban abajo. Criché al mundo: —Adiós, adiós, que Bogo los perdone por haber arruinado una vida. —Me subí al reborde, y la música seguía sonando a mi izquierda, y cerré los glasos y sentí el viento frío en el litso, y salté.
Salté, oh hermanos míos, y pegué fuerte en la vereda, pero no snufé, oh no. Si hubiese snufado no estaría aquí para escribir lo que escribí. Parece que no salté desde una altura suficiente para matarme. Pero me rompí la espalda y las muñecas y las nogas y sentí un dolor muy bolche antes de desmayarme, hermanos, y vi los litsos sorprendidos y desconcertados de los chelovecos de la calle que me miraban desde arriba. Y justo antes de desmayarme videé muy claro que en todo el horrible mundo no había un solo cheloveco que me apoyase, y que la música a través de la pared había sido preparada por los que se suponía eran mis nuevos drugos, y que querían una vesche así para imponer la política que a ellos les interesaba, horrible y vanidosa. Todo eso se me pasó por la golová en un millonésimo de minuta antes que desaparecieran el mundo y el cielo y los litsos de los chelovecos que me miraban desde arriba.
Cuando volví a la chisna, después de un hueco negro negro que a lo mejor duró un millón de años, yo estaba en un hospital, todo blanco y con ese vono de los hospitales, todo ácido y pulido y limpio. Esas vesches antisépticas que usan en los hospitales tendrían que tener un vono de veras joroschó a cebollas fritas o a flores. Muy despacio empecé a entender quién era yo, y me tenían todo envuelto en cosas blancas, y no podía sentir nada en el ploto, ni dolor ni sensación ni otras vesches. Me habían vendado la golová, y tenía como unos pedazos de tela pegados al litso, y las rucas también todas vendadas, y pedacitos de madera atados a los dedos, algo así como si fueran flores que hay que tener derechas, y mis pobres y viejas nogas también estaban estiradas, y por todos lados vendas y jaulas de alambre, y en la ruca derecha, cerca del plecho, el crobo rojo rojo goteaba de un frasco boca abajo. Pero yo no sentía nada, oh hermanos míos. Había una enfermera sentada al lado de mi cama, y leía un libro impreso con letras muy oscuras, y se podía videar que era un cuento porque había un montón de comas invertidas, y mientras leía respiraba fuerte uh uh uh por la emoción, así que seguramente era un cuento acerca del viejo unodós unodós. Esta enfermera era una débochca de veras joroschó, con una rota muy roja y largas pestañas en los glasos, y debajo del uniforme muy almidonado se podía videar que tenía unos grudos realmente joroschó. Así que le dije: —¿Qué tal, hermanita? Ven y acuéstate un ratito con tu malenco drugo en esta cama. —Pero los slovos no me salieron nada joroschó, era como si yo tuviera la rota toda rígida, y sentí con la yasicca que algunos de mis subos ya no estaban. Pero la enfermera pegó un salto y el libro cayó al suelo, y ella dijo:
—Oh, recuperó el sentido.
Era mucho hablar para una malenca ptitsa como ella, y quise decírselo, pero los slovos no se formaron, y sólo salió algo como er er er. La enfermera se marchó y me dejó odinoco, y entonces pude videar que estaba en un malenco cuarto para mí solo, y no en una de esas salas largas como la que conocí cuando era málchico muy pequeño, llena de vecos starrios moribundos que tosían, de modo que uno deseaba sanarse pronto. Difteria era lo que yo tenía entonces, oh hermanos míos.
Según parece ahora no podía mantenerme consciente mucho tiempo, pues volví a dormirme casi en seguida, muy scorro, pero dos minutos más tarde tuve la seguridad de que esta ptitsa enfermera había vuelto con varios chelovecos de chaquetas blancas, y que me videaban con el ceño muy fruncido, haciendo hum hum hum frente a Vuestro Humilde Narrador. Y estoy seguro que con ellos estaba el viejo chaplino de la staja goborando: —Oh, hijo mío, hijo mío —y despidiendo un vono muy rancio de whisky y diciendo luego: —Pero no quise quedarme allí, oh no. De ningún modo podía aceptar lo que estos brachnos les están haciendo a los pobres prestúpnicos. Así que me fui y ahora predico sermones denunciando todo, mi pequeño y bienamado hijo en J. C.
Más tarde desperté de nuevo, y alrededor de la cama estaban los tres, los vecos de la casa de donde yo había saltado, es decir D. E. da Silva, qué sé yo cuántos Rubinstein y Z. Dolin. —Amigo —estaba diciendo uno de esos vecos, pero no pude videar o slusar joroschó quién era—, amiguito —seguía diciendo la golosa—, la gente arde de indignación. Has destruido las posibilidades de reelección de esos horribles e infatuados villanos. Has prestado un buen servicio a la Libertad. —Traté de decir:
—Si hubiese muerto habría sido todavía mejor para ustedes, brachnos políticos, ¿verdad, drugos falsos y traidores? —Pero lo único que me salió fue er er er. Entonces me pareció que uno de los tres desplegaba un montón de recortes de gasettas, y pude videarme en una horrible fotografía, todo cubierto de crobo y tendido en una camilla que llevaban dos vecos, y me pareció recordar algo así como fogonazos que seguramente eran de los vecos fotógrafos. Con un glaso pude leer los titulares de los recortes, que temblaban en la ruca del cheloveco, cosas como NIÑO VÍCTIMA DEL CRIMINAL PLAN DE REFORMA y GOBIERNO ASESINO, y aparecía la foto de un veco que me pareció conocido, y decía QUE LO ECHEN, y seguro que era el ministro del Inferior o Interior. En eso la ptitsa enfermera dijo:
—No tienen que excitarlo tanto. No hagan nada que lo ponga nervioso. Ahora, vamos, salgan de aquí. —Intenté hablar:
—Que los echen —pero otra vez salió er er er. En fin, los tres vecos políticos se marcharon. Y yo también me fui, pero de regreso a mi mundo, a la oscuridad total que se interrumpía únicamente con sueños raros que yo no sabía si eran sueños o no, oh hermanos míos. Por ejemplo, se me ocurrió que todo mi cuerpo o ploto se vaciaba de algo que era como agua sucia, y que después lo llenaban con agua limpia. Y después tenía sueños realmente hermosos y joroschós, y estaba en el auto de un veco que yo había crastado, y recorría el mundo odinoco, atropellando liudos y oyéndolos crichar que se morían, y yo no sentía náuseas ni dolor. Y también otros sueños en que les hacía el viejo unodós a las débochcas, obligándolas a tirarse en el suelo y que me la aguantaran bien, y todos alrededor mirando, golpeando las rucas y vivando como besuños. Y ahí me desperté otra vez y eran mi pe y mi eme que venían a videar al hijo enfermo, y mi eme hacía bujú realmente joroschó. Yo ya podía goborar mucho mejor, y les dije:
—Bueno bueno bueno bueno bueno, ¿qué pasa? ¿Qué les hace pensar que son bienvenidos? —Mi papá dijo con un aire medio avergonzado:
—Saliste en los diarios, hijo. Dicen que te hicieron mucho daño. Explican que el gobierno te obligó a que trataras de matarte. Y en cierto modo también fue culpa nuestra, hijo. En fin, tu casa es tu casa, hijo. —Y mi ma seguía haciendo bujuju, y fea como bésame los scharros. De modo que les dije:
—¿Y cómo está el nuevo hijo, Joe? Bien, sanito y próspero, espero y deseo. —Mi ma dijo:
—Oh, Alex, Alex. Ouuuuuu. —Y mi papapa continuó:
—Una cosa muy triste, hijo. Tuvo problemas con la policía y lo golpearon.
—¿De veras? —dije—. ¿De veras? Un cheloveco tan bueno y tan virtuoso... Sinceramente, estoy sorprendido.
—No se metía con nadie —dijo mi pe—, y la policía le dijo que no se quedara allí. Estaba en una esquina, hijo, esperando a una chica. Y le dijeron que se moviera, y él dijo que tenía derecho a estar allí, y entonces se le fueron encima y lo golpearon mucho.
—Terrible —dije—. De veras terrible. ¿y dónde está ahora el pobre chico?
—Ouuuuu —sollozó mi ma—. Volvió a su caaaaasa. —Sí —dijo papá—. Volvió a su pueblo para curarse.
Aquí tuvieron que darle el empleo a otro.
—Así que ahora —dije— ustedes quieren que yo vuelva a casa, y que todo quede como antes.
—Sí, hijo —contestó mi papapa—. Por favor, hijo. —Lo pensaré —dije—. Lo pensaré con mucho cuidado.
—Ouuuuu —seguía mi ma.
—Oh, basta —dije—, o te daré algo apropiado para chillar y crichar. Un buen puntapié en los subos, eso es lo que necesitas. —Y cuando se lo dije, hermanos míos, me sentí de veras un malenco mejor, como si el crobo rojo rojo y nuevo me estuviese subiendo y bajando por todo el ploto. Realmente, tenía que pensarlo. Era como si para sentirme mejor tuviese que sentirme peor.
—No le hables así a tu madre, hijo —dijo mi papapa—. Después de todo, ella te trajo al mundo.
—Sí —contesté—, y qué grasño mundo vonoso. —Cerré fuerte los glasos, como si me dolieran, y dije: —Ahora váyanse. Pensaré en eso de volver. Pero las cosas tendrán que ser muy distintas.
—Sí, hijo —contestó mi pe—. Lo que tú digas.
—Tendrán que entender de una vez —continué— quién es el amo.
—Ouuuuu —seguía mi ma.
—Muy bien, hijo —dijo mi papapa—. Las cosas se harán como tú digas. Pero ahora cúrate.
Cuando se marcharon me quedé tendido y pensé un poco en diferentes vesches, como diferentes visiones que me pasaban por la golová, y cuando volvió la ptitsa enfermera y me arregló las sábanas de la cama, le dije:
—¿Cuánto tiempo hace que estoy aquí?
—Cerca de una semana —dijo ella.
—¿Y qué me hicieron?
—Bueno —explicó ella—, tenía muchas fracturas y golpes, conmoción grave, y había perdido mucha sangre. Tuvieron que arreglarle todo eso, ¿no es así?
—Pero —dije— ¿me hicieron algo en la golová? Quiero decir, ¿estuvieron toqueteándome adentro en el cerebro?
—Lo que hayan hecho —dijo la ptitsa— es para bien suyo.
Pero un par de días después vinieron dos vecos doctores, jovencitos y con sonrisas muy sladquinas, y traían un libro de imágenes. Uno de ellos dijo: —Queremos que mire estas cosas y nos cuente lo que piensa. ¿De acuerdo?
—¿Qué pasa, druguitos? —pregunté—. ¿Qué nueva idea besuña se traen ahora? —Los dos se miraron con una sonrisa avergonzada y se sentaron a cada lado de la cama y abrieron el libro. En la primera página se videaba la fotografía de un nido con huevos.
—¿Qué le parece? —preguntó uno de los vecos doctores.
—Un nido de pájaros —contesté—, lleno de huevos. Muy muy lindos.
—¿Y qué le gustaría hacer con esos huevos? —preguntó el otro.
—Oh —dije—, romperlos. Juntarlos todos y tirarlos contra una pared o una piedra, y videar cómo se rompen realmente joroschó.
—Bien, bien —dijeron los dos, y volvieron la página. Era como el retrato de una de esas aves grandes y bolches llamadas pavos reales, con todas las plumas desplegadas, mostrando vanidosa todos los colorines—. ¿Sí? —dijo uno de estos vecos.