—Sírvales a esas pobres bábuchcas viejas algo alimenticio. Whisky en abundancia para todas, y lo que quieran. —Y vacié sobre la mesa todo mi dengo, y lo mismo hicieron los otros, oh hermanos míos. Así que les sirvieron fuegodoros dobles a aquellas damas starrias y asustadas, y ellas no sabían qué decir o hacer. Una soltó un «Gracias, muchachos» pero sin duda barruntaba que se venía algo fulero. En fin, todas recibieron su botella de Yank General; quiero decir, coñac para llevar, y pagué para que a la mañana siguiente les mandaran a todas una docena de menjunjes y café, de modo que las chinas viejas y hediondas dejaron las direcciones en el mostrador. Después, con el dengo que nos quedaba compramos, hermanos míos, todos los pasteles de carne, pretzels, bocadillos de queso, patatas fritas y barras de chocolate que había en aquel mesto, y también eso era para las viejas harpías. Entonces dijimos: —Volvemos en una minuta —y las ptitsas canturreaban—: Gracias, muchachos —y— Dios los bendiga, muchachos —y salimos sin un centavo en los carmanos.
—Uno se siente realmente dobo —dijo Pete. Se videaba que el pobre y viejo Lerdo no ponimaba un cuerno de lo que pasaba, pero no hablaba por miedo de que lo llamaran glupo y cabeza de melón. Bueno, doblamos la esquina para ir a la avenida Attlee, y encontramos abierto el negocio de golosinas y cancrillos. Hacía casi tres meses que no andábamos por ahí, y en general todo el barrio había estado muy tranquilo, y por eso los militsos armados o las patrullas de militsos no rondaban demasiado, y más bien se los veía al norte del río. Nos pusimos las máscaras: unas cosas nuevas, realmente joroschós, lo que se dice bien hechas. Eran caras de personajes históricos (te decían el nombre cuando las comprabas); la mía era Disraeli, la de Pete representaba a Elvis Presley, Georgie tenía a Enrique VIII, y el pobre y viejo Lerdo andaba con un veco poeta llamado Pebe Shelley; eran disfraces auténticos, con pelo y todo, fabricados con una vesche plástica muy especial, que cuando uno se la quitaba se la podía enrollar y meter en la bota. Entramos tres, y Pete quedó de chaso afuera, aunque en realidad no había por qué preocuparse. En cuanto nos metimos en la tienda nos acercamos a Slouse el encargado, un veco como un montón de jalea de oporto que videó en seguida la que se le venía encima y enfiló derecho para la trastienda, donde estaba el teléfono y quizá la puschca bien aceitada, con las seis mierdosas balas. El Lerdo dio la vuelta al mostrador, scorro como un pájaro, haciendo volar paquetes de cancrillos y aplastando un gran letrero de propaganda en que una filosa les mostraba a los clientes unos subos relampagueantes, y bamboleaba los grudos anunciando una nueva marca de cancrillo. Lo que se videó entonces fue una especie de pelota grande que rodaba por el interior de la tienda, detrás de la cortina, y que era el viejo Lerdo y Slouse trenzados en algo así como una lucha a muerte. Se slusaban jadeos, ronquidos y golpes detrás de la cortina, y vesches que caían, y palabrotas y el vidrio que saltaba en mil pedazos. La vieja Slouse, la mujer, estaba como petrificada detrás del mostrador. Calculamos que se pondría a crichar asesinos si le dábamos tiempo, así que pegué la vuelta al mostrador muy scorro y la sujeté, y vaya paquete joroschó que era, toda nuqueando a perfume y con los grudos flojos que se bamboleaban como flanes. Le apliqué la ruca sobre la rota para que dejase de aullar muerte y destrucción a los cuatro vientos celestiales, pero la muy perra me dio un mordisco grande y perverso y yo fui el que crichó, y ella abrió la bocaza chillando para atraer a los militsos. Bueno, hubo que tolchocarla como Dios manda con una de las pesas de la balanza, y después darle un buen golpe con una barra de abrir cajones, y ahí le salió la colorada como una vieja amiga. La tiramos al suelo y le arrancamos los platis para divertirnos un poco, y le dimos una patadita suave para que dejara de quejarse. Y al verla ahí tendida, con los grudos al aire, me pregunté si lo haría o no, pero decidí que eso era para después. De modo que limpiamos la caja, y las ganancias de la noche fueron joroschó, y después de servirnos algunos paquetes de los mejores cancrillos, hermanos míos, nos largamos a la calle.
—Era un grandísimo hijo de puta —decía el Lerdo. No me gustó el aspecto del Lerdo; estaba sucio y desarreglado, como un veco que anduvo peleando, precisamente lo que había hecho, pero uno nunca ha de
parecer
lo que hace. Tenía la corbata como si se la hubieran pisoteado, la máscara arrancada y el litso sucio de polvo, así que lo llevamos a un callejón y lo limpiamos un malenco, mojando los tastucos en saliva para sacarle la roña. Las cosas que hacíamos por el pobre Lerdo. Volvimos muy scorro al
Duque de Nueva York
, y calculé en mi reloj que a lo sumo habíamos estado afuera diez minutos. Las viejas y starrias bábuchcas todavía estaban allí, con los whiskies, los cafés y los menjunjes que les habíamos pagado, y les dijimos—: Hola, chicas, ¿qué tal? —Y otra vez la vieja canción: —Muy amables, muchachos, Dios los bendiga, chicos —y nosotros tocamos el colocolo y esta vez vino un camarero diferente y pedimos cerveza con ron, porque estábamos muertos de sed, hermanos míos, y ordenamos que sirvieran a las viejas ptitsas lo que quisieran. Luego, les hablé a las viejas bábuchcas:
—No salimos de aquí, ¿verdad? Todo el tiempo estuvimos aquí, ¿no es cierto?
Todas pescaron scorro, y respondieron.
—De veras, muchachos. Claro que los vimos siempre ahí. Dios los bendiga, chicos —y seguían dándole al trago.
En realidad, no es que importara demasiado. Pasó una media hora antes de que los militsos dieran señales de vida, y los que llegaron fueron muy jóvenes, muy sonrosados bajo los grandes schlemos de cobre. Uno dijo:
—¿Saben algo de lo que pasó esta noche en la tienda de Slouse?
—¿Nosotros? —pregunté, haciéndome el inocente—. Caramba, ¿qué pasó?
—Robo y golpes. Dos hospitalizados. ¿Dónde estuvieron esta noche?
—No me hablen en ese tono asqueroso —dije—. No me interesan esas repugnantes insinuaciones. Todo esto revela una naturaleza muy suspicaz, hermanitos míos.
—Estuvieron aquí toda la noche, muchachos —empezaron a crichar las viejas harpías—. Dios los bendiga, no hay muchachos más buenos y generosos. Se han pasado aquí toda la noche. Ni moverse los vimos.
—No hacíamos más que preguntar —dijo el otro militso joven—. Tenemos que hacer nuestro trabajo como cualquiera. —Pero antes de marcharse nos echaron una desagradable mirada de advertencia. Cuando se alejaban les propinamos un musical pedorreo con los labios. Pero me sentí un poco decepcionado; en realidad, no había contra qué pelear en serio. Todo parecía tan fácil como un bésame los scharros. De cualquier modo, la noche era todavía muy joven.
Cuando salimos del
Duque de Nueva York
videamos al lado de la iluminada vidriera principal del bar un viejo y gorgoteante pianitso o borracho, aullando las sucias canciones de sus padres y eructando blerp blerp entre un trozo y otro, como si guardase en la tripa podrida y maloliente una hedionda y vieja orquesta. Ésa es una vesche que nunca pude aguantar. Nunca pude soportar la vista de un cheloveco roñoso, tumbado, eructando y borracho, fuera la que fuese su edad, pero muy especialmente cuando era de veras starrio como éste. Estaba como aplastado contra la pared, y tenía los platis en un estado vergonzoso, arrugados y en desorden, cubiertos de cala y barro, de roña y alcohol. Bueno, lo agarramos y le encajamos unos pocos tolchocos joroschós, pero siguió cantando. La canción decía:
Y volveré a mi nena, a mi nena, cuando tú, nena mía, te hayas ido.
Pero cuando el Lerdo le dio unos cuantos puñetazos en la hedionda rota de borracho, paró el canto y se puso a crichar:
—Vamos, péguenme, cobardes hijos de puta... no quiero vivir en este mundo podrido.
Le dije al Lerdo que se apartase un poco, porque a veces me gustaba slusar lo que algunos de estos decrépitos starrios decían de la vida y el mundo.
—Bueno, ¿y qué tiene de podrido? —le dije.
—Es un mundo podrido porque permite que los jóvenes golpeen a los viejos como ustedes hicieron, y ya no hay ley ni orden. —Estaba crichando muy alto y agitaba las rucas, y decía palabras realmente joroschós, sólo que además le venía de las quischcas ese blurp blurp, como si adentro tuviese algo en órbita, o como si lo interrumpieran bruscamente haciendo chumchum, y el veco amenazaba con los puños y gritaba: —Ya no es mundo para un viejo, y por eso no les temo ni así, chiquitos míos, porque estoy demasiado borracho para sentir los golpes si me pegan, y si me matan, ¿qué más quiero? —Smecamos, divertidos, y el viejo continuó: —¿Qué clase de mundo es éste? Hombres en la luna y hombres que giran alrededor de la tierra como mariposas alrededor de una lámpara, y ya no importa la ley y el orden en la tierra. Así que hagan lo que se les ocurra, sucios y cobardes matones. —Y para remate nos regaló un poco de música labial— Prrrrrrrrrzzzzzzrrr —la misma que les habíamos ofrecido a los jóvenes militsos, y reanudó el canto:
Oh, patria, patria querida, luché por ti y te di la paz y la victoria.
De modo que lo cracamos bien, sonriendo entretanto, pero siguió cantando. Le hicimos una zancadilla y cayó pesadamente, y como un surtidor brotó un chorro grande de vómito de cerveza. Era repugnante, así que comenzamos el tratamiento de la bota, una patada cada uno; y entonces de la roñosa y vieja rota le brotó sangre, no música ni vómito. Al fin seguimos nuestro camino.
Cerca de la central eléctrica municipal nos topamos con Billyboy y sus cinco drugos. Ahora bien, en esos tiempos, hermanos míos, los grupos eran de cuatro o cinco: cuatro, un número cómodo para ir en auto; y seis, el límite máximo de una pandilla. A veces las pandillas se juntaban, formando ejércitos malencos para la guerra nocturna, pero en general era mejor moverse por ahí con poca gente. Nada más que verle el litso gordo y sonriente a Billyboy me enfermaba, y siempre despedía ese vaho de aceite muy rancio que se ha usado para freír una y otra vez —y olía así aunque estuviera vestido con sus mejores platis, como ahora. Nos videaron al mismo tiempo que nosotros a ellos, y ahora nos medíamos en completo silencio. Esto sería la cosa verdadera y real, usaríamos el nocho, el usy y la britba, no sólo los puños y las botas. Billyboy y sus drugos interrumpieron lo que tenían entre manos, que era prepararse para hacerle algo a una llorosa y joven débochca a la que tenían allí, y que no pasaría de los diez años, y estaba crichando con la ropa todavía puesta. Billyboy la sostenía de una ruca, y su lugarteniente Leo de la otra. Probablemente estaban en la parte de los slovos sucios, antes de iniciar un trozo malenco de ultraviolencia. Cuando nos videaron llegar, soltaron a la pequeña ptitsa lloriqueante —de donde ella venía había muchas más— y la chica corrió con las delgadas piernas blancas relampagueando en la oscuridad, siempre gritando oh oh oh. Yo dije, con una sonrisa amplia y druga:
—Bueno, que me cuelguen si no es ese gordo maloliente, el cabrón Billy y toda la porquería. ¿Cómo estás, botellón de aceite de cocina barato? Acércate, que te daré una en los yarblocos, si es que los tienes, eunuco grasiento.
Y ahí nomás empezamos.
Como ya dije, éramos cuatro y ellos seis, pero aunque obtuso, el pobre y viejo Lerdo valía por tres de los otros cuando había que pelear sucio y fuerte. El Lerdo tenía un usy o cadena verdaderamente joroschó, una cosa que le envolvía dos veces la cintura, y entonces la soltó y comenzó a revolearla de lo lindo en los ojos o glasos. Pete y Georgie tenían buenos y afilados nochos, y yo por mi parte llevaba una magnífica y starria britba, afilada y joroschó, que en ese tiempo en mis manos cortaba y relampagueaba con arte consumado. Y ahí estábamos dratsando en la sombra, y la vieja luna con sus hombres acababa de aparecer, y las estrellas relucían como cuchillos que deseaban intervenir en la dratsa. Al fin conseguí tajearle el frente de los platis a uno de los drugos de Billyboy, un corte limpio que ni siquiera rozó el ploto bajo la tela. Así, en medio de la dratsa este drugo de Billyboy de pronto se encontró abierto como la vaina de un guisante, la barriga desnuda y los pobres y viejos yarblocos al aire, y como se vio así todo rasreceado, agitaba los brazos y gritaba, de modo que descuidó la guardia, y el viejo Lerdo con su cadena hizo juisssss y le pegó justo en los glasos, y el drugo de Billyboy salió trastabillando y crarcando como enloquecido. Nos estábamos arreglando muy joroschó, y poco después bajamos al número uno de Billyboy, enceguecido por un cadenazo del viejo Lerdo, y que se arrastraba y aullaba como un animal. Una buena patada en la golová lo sacó de la carrera.
Como siempre, de los cuatro fue el Lerdo el que salió con una apariencia más maltrecha, la cara toda ensangrentada y los platis un desastre, pero los demás estábamos frescos y compuestos. Yo quería alcanzarlo al gordo y maloliente Billyboy, y ahora bailoteaba con mi britba, como el barbero de un barco que navega en mar muy picado, y trataba de hacerle unos buenos tajos en el litso grasiento y sucio. Billyboy tenía un nocho largo, pero era un poco demasiado lento y pesado para bredar seriamente a nadie. Hermanos míos, qué satisfacción valsar —izquierda dos tres, derecha dos tres— y un tajo en la mejilla izquierda, y otro en la derecha, y de pronto parece que bajan al mismo tiempo dos cortinas de sangre, una a cada lado de la trompa gorda, grasienta y aceitosa en la noche estrellada. La sangre caía como cortinas rojas, pero uno podía videar que Billyboy no sentía nada, y avanzaba pesado como un oso hediondo y gordo, apuntándome con el nocho.
De pronto slusamos las sirenas y supimos que los militsos se acercaban con las puschcas apuntando por las ventanillas de los automóviles policiales. La pequeña débochca lloriqueante seguramente les había pasado el dato, como que había una cabina para llamar a los militsos poco más allá de la central eléctrica municipal. —No temas, ya te atraparé —grité—, cabrón maloliente. Te cortaré dulcemente los yarblocos. —Se alejaron lentos y jadeantes, en dirección al río, excepto el número uno, Leo, que se quedó durmiendo la mona en el suelo, y nosotros nos fuimos para el otro lado. A la vuelta de la esquina más próxima había un callejón, oscuro y vacío y abierto en los dos extremos, y allí tomamos aliento, al principio jadeantes y después más tranquilos, hasta que al fin pudimos respirar normalmente. Era como descansar entre los pies de dos montañas terroríficas y muy enormes, que eran los bloques de casas, y por las ventanas podía videarse un bailoteo de luces azules. Seguramente la tele. Esa noche pasaban lo que solían llamar un programa mundial, porque todos los habitantes del mundo podían ver si lo deseaban el mismo programa; y el público era casi siempre los liudos de edad madura de la clase media. Presentaban a algún famoso cómico, un cheloveco perfectamente estúpido, o una cantante negra, y todo esto, hermanos míos, lo soltaban al espacio exterior usando satélites especiales para la tele. Esperamos jadeantes, y alcanzamos a slusar las sirenas de los militsos que se alejaban hacia el este, y entonces vimos que todo estaba bien. Pero el pobre y viejo Lerdo miraba sin parar las estrellas y los planetas y la luna, y tenía la rota abierta como un chico que nunca videó nada igual, y de pronto dijo: