Read La noche de los tiempos Online
Authors: Antonio Muñoz Molina
Ahora lo veo mucho mejor, aislado en ese instante de inmovilidad, cercado por gestos bruscos, por miradas hostiles, la prisa contrariada de los que saben seguro adónde van, cansados del trabajo en las oficinas, apresurándose para tomar trenes, acuciados por obligaciones y atrapados por telarañas de vínculos de los que él ahora carece, como un vagabundo o como un lunático, aunque lleve en un bolsillo su pasaporte en regla y un billete de tren en la mano izquierda, la que no sostiene la maleta, la maleta europea maltratada por los viajes pero todavía distinguida, con etiquetas de colores vivos y nombres de hoteles y de transatlánticos que también podré ver si mi atención actúa como una lente de aumento, como los ojos fatigados y ávidos de Ignacio Abel. Veo la mano que aprieta el asa de cuero, percibo la tensión excesiva con la que se cierra sobre ella, el dolor de las articulaciones que vienen repitiendo ese gesto desde hace más de dos semanas, cuando esta misma silueta de un hombre alto de edad intermedia que ahora casi se confunde entre la multitud avanzaba solitariamente de noche por una calle de Madrid en la que los faroles estaban apagados o tenían los cristales rotos o pintados de azul y sólo se filtraba luz bajo los postigos cerrados de algunas ventanas. La misma silueta, recortada de la fotografía de la estación de Pennsylvania y pegada en la perspectiva de una calle de Madrid, Alfonso XII, tal vez (le cambiaron el nombre y se llamó algún tiempo Niceto Alcalá-Zamora; ahora se lo han cambiado otra vez y se llama Reforma Agraria), la acera de los portales frente a las verjas del Retiro quince o veinte días atrás, bajando hacia la estación de mediodía, tan cerca de las paredes que la maleta choca a veces contra las esquinas, queriendo borrarse en la sombra, sobre todo si en el silencio del toque de queda se oye acercarse el motor de un automóvil que sólo puede ser una señal de peligro, aunque se lleven todos los papeles en regla, todos los certificados con sus firmas y sellos. Habría que saber la fecha exacta de la partida, pero ni él guarda la cuenta de los días que lleva de viaje, y el tiempo se aleja muy rápidamente en el pasado. Una ciudad a oscuras, sitiada por el miedo, estremecida por el rumor de una batalla, por motores de aviones que se aproximan pero que todavía no son más que un eco de tormenta lejana. Ha mirado uno de los relojes colgados de los arcos de hierro y ha calculado que desde hace varias horas es de noche en Madrid, ahora mismo, cuando él se ha detenido porque una voz lo llamaba, cuando la aguja de los minutos ha avanzado con un espasmo idéntico en todas las esferas luminosas, saltando del ocho al siete, un golpe de tiempo como un latido de urgencia en el corazón, el paso que se da en el vacío al entrar en el sueño: las cuatro menos siete minutos; a las cuatro sale el tren que debe tomar y aún no tiene idea de hacia dónde debe ir, cuál entre los caminos que se entrecruzan en la multitud como ondulaciones o corrientes en la superficie del mar es el que lo llevará a su punto de destino. Como en un sueño lúcido puedo ver ahora su cara que se vuelve, ya muy de cerca, igual que él la veía esta mañana después de limpiar con la palma de la mano el vapor en el espejo frente al que iba a afeitarse, en la habitación del hotel donde ha pasado cuatro noches y a la que es consciente de que no volverá nunca. Ahora las puertas se cierran para siempre tras él y su presencia desaparece sin huella por los lugares que atraviesa, como cuando avanza por un corredor del hotel y dobla una esquina y ya es como si no hubiera estado nunca. Lo he visto afeitándose, frente al espejo del lavabo, esta mañana, en la habitación que por fin sabía que iba a abandonar, porque hace unas horas recibió el telegrama que ahora estaba abierto sobre la mesa de noche, junto a su cartera y sus gafas de cerca y la carta que le entregaron ayer por la tarde, y que estuvo a punto de romper una vez leída.
Apreciado Ignacio espero que al recibo de ¡a presente estés bien tus hijos y yo bien y tranquilos a Dios gracias que no es poco en estos tiempos aunque tú no parece que te hayas preocupado mucho por saber de nosotros.
El telegrama contiene una petición sumaria de disculpa por los días de espera y las indicaciones sobre el tren y la hora de salida y la estación de destino a la que vendrán a recogerlo. La carta fue escrita y enviada hace casi tres meses y ha llegado hasta él en este hotel de Nueva York gracias a una sucesión de azares que no acaba de explicarse del todo, como si la hubiera guiado en la persistencia de su búsqueda la densidad misma del rencor que alienta en sus palabras (el rencor o algo más que por ahora prefiere o no sabe nombrar). Nada es ya como fue y no hay motivos para pensar que después del trastorno las cosas volverán a su curso anterior. Una carta enviada a Madrid desde un pueblo de la Sierra se pierde en el camino y tarda no dos días sino tres meses en llegar y ha pasado por una sede de la Cruz Roja de París y por una oficina de Correos española en la que alguien ha estampado varias veces un sello:
Desconocido en esta dirección.
Tan poco tiempo hace que falta Ignacio Abel de su casa de Madrid y ya es un desconocido. Veo el sobre bajo la lámpara encendida en la mesa de noche, en la habitación interior y sombría, a la que llegaba regularmente el ruido de un tren elevado. Ignacio Abel preparaba una vez más su maleta, abierta sobre la cama, y se afeitaba con más cuidado que estos últimos días, ahora que sabía que lo esperan, que hacia las seis de la tarde habrá alguien en un andén queriendo distinguir su cara entre los pasajeros que bajen en una estación con un raro nombre germánico que ahora está impreso en su billete, Rhineberg. Bajará del tren y alguien estará esperándolo y al decir su nombre le devolverá una parte de su existencia suspendida. Le importa mucho no ceder, no abandonarse; cuidar cada pormenor de resistencia íntima contra el deterioro de la soledad y el viaje; igual que se cuidan detalles en la práctica innecesarios al dibujar el proyecto de un edificio o al tallar y pulir el bloque de madera de una maqueta. Hay que afeitarse cada mañana, aunque vaya faltando el jabón y la cuchilla esté perdiendo su filo y la brocha de tejón sus pelos, uno por uno. Hay que procurar que el cuello de la camisa no aparezca oscurecido. Pero él no tiene más que tres y se van gastando de tanto lavarlas. Se gastan los puños y el cuello, las superficies más sujetas a la fricción, al roce de la piel irritada o sudada. Se deshilacha el filo del pantalón, se van deshaciendo los cordones de los zapatos y llega una vez en que al hacer el lazo uno de ellos se rompe del todo. Estaba abrochándose la camisa esta mañana y descubrió que uno de los botones se había caído, y si lo encontrara no sabría cómo volver a coserlo. Veo a Ignacio Abel como si me viera a mí mismo, con su atención maniática a todos los detalles, su deseo incesante de captarlo todo y su miedo a pasar por alto algo decisivo, su angustia por la velocidad del tiempo, por su lentitud abrumadora cuando se convierte en espera. Se palpa la cara después de afeitarse frotándola con un poco de loción del frasco casi vacío que ha traído consigo desde que salió de Madrid y yo noto el roce de mis dedos en la mía. A lo largo del viaje las cosas se deterioran o se pierden y no hay tiempo de reemplazarlas o uno no sabe cómo y tampoco sabe cuántos días le faltan para llegar a su destino, cuánto tiempo más deberá hacer que le dure el dinero cada vez más escaso, los billetes en la cartera, las monedas que se confunden en los bolsillos con calderilla de otros países, las cosas menudas que se guardan sin motivo y se acaban perdiendo en el curso de un viaje: fichas de metro o de teléfono, un billete de tren, un sello que no llegó a usarse, la entrada de un cine en el que se refugió de la lluvia viendo una película sin entender lo que decían las voces. Quiero enumerar estas cosas, como él lo hace, muchas noches, al regresar a su habitación, cuando vacía metódicamente sobre la mesa el contenido de sus bolsillos, como lo hacía en el escritorio de su despacho de Madrid, en su oficina de la Ciudad Universitaria; buscar en el fondo de los bolsillos de Ignacio Abel con el tacto de sus dedos, en el forro de su americana, en la cinta interior del sombrero; escuchar en el bolsillo de la gabardina el tintineo inútil de unas llaves que son las de su casa de Madrid; saber cada objeto y cada papel que ha ido dejando en la mesa de noche y sobre el aparador de la habitación del hotel, los que habrá guardado al salir a toda prisa hacia la estación de Pennsylvania y los que se queden atrás y sean arrojados a la basura por la limpiadora que hace la cama y abre la ventana para que entre un aire de octubre con olor a hollín y a río, a vapores de lavandería y de cocina grasienta: cosas fugaces en las que está contenido un hecho, un instante indeleble, el nombre de un cine, el recibo de una comida rápida en una cafetería, una hoja de calendario que tiene una fecha exacta en una cara y en la otra un número de teléfono garabateado a toda prisa. En el cajón de su despacho que cerraba siempre con llave guardaba las cartas y las fotografías de Judith Biely pero también cualquier objeto mínimo que tuviera que ver con ella o le hubiera pertenecido. Una caja de cerillas, un lápiz de labios, un posavasos del cabaret del hotel Palace, con el cerco del vaso del que bebía Judith. El alma de las personas no está en sus fotografías sino en las cosas menudas que tocaron, las que tuvieron el calor de las palmas de sus manos. Con la ayuda de las gafas de cerca buscó su apellido en las columnas diminutas de la guía telefónica de Manhattan, conmoviéndose al reconocerlo entre tantos nombres de desconocidos, como si hubiera visto una cara familiar en medio de una multitud, escuchado su voz. Variantes cercanas complicaban la búsqueda: Bily, Bialy, Bieley. En una de las cabinas de madera alineadas al fondo del vestíbulo del hotel solicitó el número que venía junto al apellido Biely y escuchó la señal con el corazón sobresaltado, temiendo que colgaría en el momento en que alguien contestara. Pero la operadora le dijo que no había respuesta y él se quedó sentado en la cabina con el auricular en la mano, hasta que unos golpes irritados en el cristal lo sacaron de su ensimismamiento.
Importa la precisión extrema. Nada real es vago. Ignacio Abel trae en la maleta su título de arquitecto y el diploma firmado por los profesores Walter Gropius y Karl Ludwig Rossman en Weimar en mayo de 1924. Conoce el valor de las medidas exactas y de los cálculos de resistencia de los materiales, del equilibrio entre fuerzas contrarias que mantiene en pie un edificio. Qué habrá sido del ingeniero Torroja, con el que le gustaba tanto conversar sobre los fundamentos físicos de la edificación, aprender cosas inquietantes sobre la insustancialidad última de la materia, la agitación demente de partículas en el vacío. Los dibujos esbozados en el cuaderno que lleva en uno de los bolsillos no serán nada si no se someten a la disciplina esclarecedora de la física y de la geometría. ¿Cómo eran esas palabras de Juan Ramón Jiménez que parecían la síntesis de un tratado de arquitectura?
Lo neto, lo apuntado, lo sintético, lo justo.
Ignacio Abel las tenía anotadas en un papel y las leyó en voz alta en la Residencia de Estudiantes, en la conferencia que dio el año pasado, el 7 de octubre de 1935. Nada sucede en un tiempo abstracto ni en un espacio en blanco. Un arco es una línea trazada sobre una hoja de papel y la solución de un problema matemático; peso convertido en ligereza por el juego de fuerzas contrarias; especulación visual que se transmuta en espacio habitable. Una escalera es una forma artificial tan necesaria y tan pura como la espiral de una caracola, tan orgánica como la arborescencia de los nervios de una hoja. En ese lugar donde Ignacio Abel todavía no ha estado se levantará en la cima de una colina boscosa el edificio blanco de una biblioteca que ya existe en su imaginación y en los bocetos de sus cuadernos. Bajo los arcos de hierro y las bóvedas de cristal de la estación de Pennsylvania, en el aire tamizado de polvo y humo, estremecido por un clamor de espacios cóncavos, los relojes marcan una hora precisa: la aguja de los minutos acaba de avanzar en un rápido espasmo que el ojo apenas percibe hasta las cuatro menos cinco. El billete que lleva Ignacio Abel en la mano izquierda, ligeramente sudada, es para un tren que sale a las cuatro en punto de un andén que él todavía no sabe dónde está. En el bolsillo interior de su gabardina guarda el pasaporte que esta mañana estaba sobre la mesa de noche, cerca de la cartera y de una postal ya escrita y franqueada que olvidó luego echar en el buzón del vestíbulo del hotel y que ahora lleva en un bolsillo de la americana, junto a la carta que no se decidió a romper en pequeños pedazos.
Dos hijos criándose sin padre en la edad más difícil y en esta época que nos ha tocado vivir y yo sola teniendo que sacarlos adelante.
La postal es una fotografía coloreada del Empire State Building, visto de noche, con hileras de ventanas encendidas, con un zepelín amarrado a su espléndido espolón de acero. Cada vez que ha hecho un viaje ha mandado postales diarias a sus hijos. Esta vez lo ha seguido haciendo, aunque no sabe si llegarán a su destino; escribe los nombres y la dirección como repitiendo un conjuro, como si su obstinación en enviar las postales bastara para evitar que se perdieran, como el impulso y la puntería con que se lanza una flecha o el rencor minucioso con que su mujer enumeró por escrito cada una de sus quejas.
Querida Lita, querido Miguel, aquí tenéis el edificio más alto del mundo. Hubiera querido ver Nueva York desde el cielo subido con vosotros en un zepelín.
En el cielo azul de tinta de la postal hay una luna llena amarillenta y reflectores que alumbran con sus haces cónicos la silueta futurista del dirigible. Las postales y las cartas se extravían ahora en la geografía convulsa de la guerra; o se retrasan y llegan cuando el que las esperaba ha muerto o cuando ya no vive nadie en la dirección escrita en el sobre. La carta de Adela y el telegrama han rescatado transitoriamente a Ignacio Abel de su gradual inexistencia en la habitación del hotel donde a lo largo de cuatro días el teléfono no ha sonado y nadie ha dicho su nombre y ni siquiera ha entablado con él la conversación más circunstancial. Los lleva también en algún bolsillo de la gabardina o de la americana, el telegrama de bienvenida tardía del profesor Stevens, director del departamento de Architecture and Fine Arts de Burton College, la carta en la que por un engaño visual del deseo reconoció durante unos segundos la letra de Judith Biely con la misma claridad con que ha escuchado en la estación de Pennsylvania una voz que podría ser la suya. Pero la caligrafía no se parece en nada: anoche, antes de apagar la luz, Ignacio Abel leyó entera la carta de Adela y volvió a guardarla en el sobre, dejándola sobre la mesita, junto al pasaporte y la cartera, y a las gafas de cerca, descartando sin esfuerzo la tentación de romperla en pedazos muy pequeños. En la oscuridad imperfecta de la habitación, sumergido en la ronca vibración de la ciudad, que lo envolvía como el temblor sin pausa de las máquinas del barco durante su viaje de seis días a través del Atlántico, Ignacio Abel veía deslizarse delante de sus ojos la anticuada caligrafía femenina de su mujer y las palabras de la carta adquirían en el insomnio su voz monótona de enumeración y reproche y al mismo tiempo de una especie de ternura indestructible contra la que no tenía defensas.