La noche de los tiempos (5 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

BOOK: La noche de los tiempos
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Se ve a sí mismo como en una instantánea fotográfica, parado en un límite del tiempo, como lo he visto yo a él apareciendo entre la gente en la estación de Pennsylvania, o como lo veo ahora, más fácil de captar porque está inmóvil, echado hacia atrás en su asiento del tren que empieza a ponerse en marcha, exhausto, aliviado, sin quitarse todavía la gabardina, el sombrero sobre el regazo, la maleta en el asiento contiguo, los signos del deterioro visibles para un ojo muy atento, el nudo de la corbata torcido, el cuello de la camisa gastado y un poco oscuro, porque ha sudado mientras iba hacia la estación, más por el miedo a perder el tren que por el calor del día soleado de octubre, con una luz limpia y dorada que se parece extraordinariamente a la de Madrid. Cuando llegue a la estación de Rhineberg, el profesor Stevens, que lo estará esperando en el andén, y que lo conoció el año pasado en su oficina de la Ciudad Universitaria, se asombrará del cambio que perciba en él, y lo atribuirá compasivamente a las privaciones de la guerra, compasivamente pero también con cierto desagrado, con un impulso de rechazo que él sentirá sobre todo como incomodidad, la que produce la cercanía de la desgracia. Con un sentimiento muy parecido, procurando no traslucirlo en su cara, vio Ignacio Abel al profesor Rossman, aparecido de repente en Madrid, llegado de Moscú después de un viaje tortuoso por media Europa, tan cambiado que los únicos rasgos intactos de su antigua presencia eran las gafas redondas con montura de carey y la gran cartera negra que llevaba bajo el brazo. Pero esta tarde de finales de septiembre de 1935 Ignacio Abel no sabe nada todavía: es la escala de su propia ignorancia lo que ahora más le cuesta imaginar, como cuando se mira la expresión de alguien en una foto de entonces, cuando se indaga en esos gestos risueños de quienes pasean por la calle o charlan en un café y aunque miran directamente al objetivo y parece que nos están viendo a nosotros no saben traspasar el límite del tiempo, no ven lo que va a sucederles, lo que está sucediendo tal vez muy cerca sin que ellos se enteren, sin que sepan que esa fecha común en la que viven habrá cobrado una siniestra magnitud en los libros de historia. Ignacio Abel está de pie, en mangas de camisa, tan absorto sobre el tablero de dibujo que sin darse cuenta se ha quedado solo en la oficina, delante de un ventanal que da a las obras de la Ciudad Universitaria, y más allá a un horizonte de encinares disuelto por la distancia en las laderas de la Sierra. Alzando los ojos, fatigados de pronto, miró las filas de tableros vacíos, inclinados como pupitres, con planos azul pálido desplegados sobre ellos, con botes de lápices, tinteros, reglas; las mesas donde hasta unos minutos antes sonaban los teléfonos y escribían a máquina las secretarias. En algún cenicero aún humeaba un cigarrillo abandonado. Casi tan perceptiblemente como el humo flotaba todavía en el aire el rumor de las voces y de las tareas. En el centro de la sala, sobre una tarima de dos palmos de altura, estaba la maqueta de lo que aún no existía del todo al otro lado del ventanal: las avenidas arboladas, los campos de deportes, los edificios de las facultades, el del Hospital Clínico, los desniveles exactos y las ondulaciones de los terrenos. Sólo tanteándolos en la oscuridad Ignacio Abel los habría reconocido, como un ciego que percibe a través de las manos volúmenes y espacios. Algunos de aquellos modelos a escala los había dibujado y plegado él mismo, estudiando atentamente los alzados de los planos, fijándose con paciencia en la habilidad del maestro maquetista al que visitaba en su taller cada vez que había que hacerle un nuevo encargo, tan sólo por el gusto de ver cómo se movían sus manos, por percibir el olor a cartulina, a madera fresca, a pegamento. Incluso, puerilmente, había dibujado, coloreado y recortado muchos de los árboles, algunas de las figurillas humanas que caminaban por las avenidas aún inexistentes; había agregado pequeños automóviles y tranvías de juguete como los que le gustaba llevarle de regalo a su hijo (advirtió con alarma que había estado a punto de olvidarse de que hoy era su santo, San Miguel). Durante los últimos seis años había vivido muchas horas cada día entre un espacio y el otro, como trasladándose entre dos mundos paralelos regidos por leyes y escalas diversas, la Ciudad Universitaria que empezaba tan lentamente a existir gracias al trabajo de centenares de hombres y su modelo aproximado y también ilusorio que cobraba forma sobre una tarima con una perfección ajena al esfuerzo físico, con una consistencia al mismo tiempo tangible y fantástica, como la de las estaciones ferroviarias y los pueblos alpinos por los que circulaban trenes eléctricos en los escaparates de las jugueterías opulentas de Madrid. La maqueta había ido creciendo tan paso a paso como los edificios reales, aunque con grados diversos de desfase temporal. Algunas veces el bloque de cartulina pintada o de madera había ocupado su sitio exacto en la superficie que reproducía a escala los desniveles del terreno mucho tiempo antes de que el edificio que anticipaba llegara a existir; otras, había permanecido durante años en su lugar preciso del gran espacio imaginario, pero, por algún motivo, el edificio que anticipaba se había descartado, y sin embargo su modelo no llegaba a desaparecer: un porvenir ya no posible, pero de algún modo todavía existente, el espectro no de lo que fue demolido sino de lo que nunca se llegó a levantar. A diferencia de los edificios reales, los modelos a escala tenían una cualidad abstracta que sus manos apreciaban tanto como sus ojos, formas puras, superficies pulidas, incisiones de ventanas o ángulos rectos de esquinas y aleros en los que se complacían las yemas de los dedos. En una repisa de su despacho conservaba la maqueta de la escuela nacional que había diseñado hacía casi cuatro años para su barrio de Madrid: en el que había nacido, el de la Latina, no donde vivía ahora, en el de Salamanca, al otro lado de la ciudad.

La jornada de trabajo también había terminado más allá de los ventanales de la oficina técnica, donde Ignacio Abel se disponía a marcharse, ajustándose la corbata, guardando papeles en la cartera. Los obreros abandonaban en grupos los tajos, enfilando veredas entre los desmontes camino de lejanas paradas de metro y de tranvía. Cabezas bajas, ropas de colores terrosos, zurrones de comida al hombro. Ignacio Abel reconoció con una oleada de afecto muy antiguo la figura de Eutimio Gómez, el capataz de las obras de la Facultad de Medicina, que se volvía alzando la cabeza hacia donde él estaba y le saludaba con la mano. Eutimio era alto, fuerte, gallardo a pesar de los años, con la verticalidad lenta y flexible de un chopo. Cuando era muy joven había trabajado como aprendiz de estuquista en la cuadrilla del padre de Ignacio Abel. Entre los pilares de cemento de algún edificio en el que aún no se habían levantado los tabiques se distinguía brillando al sol oblicuo de la tarde el fúsil de un vigilante de uniforme. Una camioneta de guardias de Asalto avanzaba despacio a lo largo de la avenida principal, que se llamaría de la República cuando estuviera terminada. En cuanto anocheciera empezarían a merodear por el perímetro de las obras cuadrillas de ladrones de materiales y saboteadores dispuestos a volcar o incendiar las máquinas, a las que echaban la culpa de que hubiera menos jornales, alentados por un milenarismo primitivo, como el de los tejedores que incendiaban en otro siglo los telares de vapor. Excavadoras, apisonadoras, máquinas de asfaltar, hormigoneras, ahora inmóviles, cobraban una presencia tan sólida como la de los edificios donde ya se habían cubierto aguas, sobre los cuales ondeaban en la tarde luminosa de finales de septiembre hermosas banderas tricolores.

Antes de salir, Ignacio Abel tachó la fecha con un lápiz rojo en el calendario que había detrás de su mesa, simétrico al otro del año siguiente en el que había una sola fecha señalada, el día de octubre en el que estaba prevista la inauguración de la Ciudad Universitaria, cuando la maqueta y el paisaje real anticipado en ella alcanzaran un parecido casi idéntico. Números negros y rojos medían el tiempo en blanco de su vida inmediata, imponiéndole una cuadrícula de días laborales y una línea recta como la trayectoria de una flecha, al mismo tiempo angustiosa y tranquilizadora. Tan veloz el tiempo, tan lento y difícil el trabajo, el proceso mediante el cual las líneas pulcras de un plano o los volúmenes sin peso de una maqueta se convertían en cimientos, en muros, en cubiertas de tejados. El tiempo desvanecido de cada uno de los días de su vida en los últimos seis años: números alojados en los recuadros como ventanas iguales de los calendarios, en el espacio curvo de la esfera del reloj, el que llevaba en su pulsera y el que ahora mismo marcaba las seis en la pared de la oficina. «El presidente de la República quiere estar seguro de que habrá inauguración antes de que termine su mandato», había tronado en el teléfono el doctor Negrín, secretario de las obras. Que traigan más máquinas, que contraten más obreros, que lleguen más rápidamente los materiales, que no sea tan lento cada trámite, tan difícil cada paso, que no se paralice todo cada vez que hay un cambio de gobierno, pensó Ignacio Abel, pero no dijo nada. «Se hará lo que se pueda, don Juan», dijo, y la voz de Negrín sonó más rotunda aún en el teléfono, sus vocales canarias tan poderosas como su misma presencia física. «Lo que se pueda no, Abel, se hará lo que tenga que hacerse.» Colgó de un golpe, su mano grande abarcando entero el auricular, imaginaba Ignacio Abel, sus gestos de un vigor enfático, como si avanzara siempre contra el viento en la cubierta de un buque.

Le gustaba ese momento de quietud justo al final de la jornada: la quietud honda de los lugares donde se ha trabajado mucho, el silencio que sigue al rugido y la trepidación de las máquinas, a los timbres de los teléfonos, a los gritos de los hombres, la soledad de un espacio en el que hasta hace muy poco se agitaba una multitud, cada uno ocupado en lo suyo, cumpliendo, con su tarea experta y precisa, una fracción del gran empeño general. Hijo de un maestro de obras, habituado de niño a tratar con albañiles y a trabajar él mismo con sus manos, Ignacio Abel conservaba un apego práctico y sentimental por los saberes específicos de los oficios, que se convertían en rasgos de carácter en cada hombre que los cultivaba. El delineante que pasaba a tinta un ángulo recto en un plano; el albañil que extendía una base de cemento fresco y la alisaba con el palustre antes de poner sobre ella el ladrillo; el ebanista que pulía la curva de un pasamanos; el vidriero que cortaba con sus dimensiones exactas la hoja de cristal para una ventana; el maestro que se había asegurado con una plomada y un cordel de la verticalidad de un muro; el cantero que tallaba un adoquín o el bloque de piedra de un bordillo o el plinto de una columna. Ahora sus manos demasiado delicadas no habrían soportado el roce de los materiales, y nunca habían llegado a adquirir la sabiduría del tacto que él observaba de niño en su padre y en los hombres que trabajaban con él. Sus dedos rozaban la cartulina suave y el papel, manejaban reglas, compases, lápices de dibujo, pinceles de acuarela; tecleaban velozmente en una máquina de escribir, marcaban con destreza números de teléfono; se cerraban en torno a la curvada laca negra de su estilográfica, con la que trazaba rápidas firmas que eran órdenes y tenían resultados concretos. Pero en alguna parte le quedaba una memoria táctil que añoraba el trato franco de las manos con las herramientas y las cosas. Tenía una habilidad extraordinaria para montar y desmontar los mecanos y los juguetes de sus hijos; sobre su mesa de trabajo había siempre casas, barcos, pájaros de papel; hacía fotos con una pequeña Leica para documentar cada fase en la construcción de un edificio y las revelaba él mismo en un diminuto cuarto oscuro que había instalado en su casa, con gran intriga y admiración de sus hijos, sobre todo de Miguel, que tenía la imaginación veleidosa, a diferencia de su hermana, y al ver la cámara de su padre decidía que de mayor iba a ser uno de esos fotógrafos que viajaban a los lugares más lejanos del mundo para captar las imágenes que publicaban a toda página las revistas ilustradas.

Con una grata sensación de cansancio y alivio, de trabajo cumplido, atravesó el espacio desierto de la oficina y salió al exterior, recibiendo en la cara el aire fresco que venía de la Sierra, con un matiz anticipado de los olores del otoño. Olor de pinos y encinas, de jara, de tomillo, de tierra ligeramente húmeda. Para seguir percibiéndolo dejó abierta la ventanilla de su pequeño Fiat cuando lo puso en marcha. A un paso de Madrid la Ciudad Universitaria tendría a la vez una armonía geométrica de trazado urbano y una amplitud de horizontes perfilados por laderas boscosas. En no muchos años las espesuras de los árboles serían el contrapunto de las líneas rectas de la arquitectura. El ritmo mecánico de los trabajos, la impaciencia de imprimir sobre la realidad las formas de las maquetas y de los planos, se correspondía con la lentitud del crecimiento orgánico. Lo recién terminado sólo alcanzaba verdadera nobleza con el uso y con la resistencia perdurable a la intemperie, con el desgaste causado por el viento y la lluvia, por los pasos humanos, por las voces que al principio resuenan con ecos demasiado crudos en los espacios donde todavía queda un olor a yeso y a pintura, a madera, a barniz fresco. Gran amigo de las novedades técnicas, Ignacio Abel había instalado en el coche una radio. Pero ahora prefería no conectarla, para que nada lo distrajera del placer de conducir lentamente por las avenidas rectas y despejadas de la ciudad futura, supervisando obras y máquinas, el progreso de los últimos días, dejándose llevar por una mezcla de contemplación atenta y de ensoñación, porque veía con mirada experta lo que tenía delante de los ojos y también lo que aún no llegaba todavía a existir, lo que ya estaba completo en los planos y en los volúmenes a escala de la gran maqueta instalada en el centro de la sala principal de la oficina técnica. En medio del desorden de lo inacabado resaltaba más el edificio de la Facultad de Filosofía, inaugurado apenas dos años atrás, todavía con el resplandor de lo nuevo, la piedra clara y el ladrillo rojo brillando al sol tan luminosamente como la bandera de la fachada y como las ropas de los estudiantes que entraban y salían del vestíbulo, las chicas sobre todo, con sus melenas cortas y sus faldas ceñidas, con blusas casi de verano contra las que apretaban cuadernos y libros. Dentro de unos años su hija Lita sería muy probablemente una de ellas.

Veía sus figuras de colores vivos hacerse más pequeñas en el espejo retrovisor cuando se alejaba en dirección a Madrid, aunque no tenía prisa y no eligió el camino más rápido. Le gustaba costear la ciudad por el oeste y luego por el norte, a lo largo del monte del Pardo, por la llanura de repente sin límites en la que arrancaba la carretera de Burgos, y sobre la que se extendía la Sierra como una mole formidable y sin peso, de color azul oscuro y violeta, coronada por cataratas inmóviles de nubes. Madrid, tan cerca, desaparecía en la llanura, surgía de nuevo como un horizonte aldeano de casas bajas y encaladas, de extensiones estériles, de agujas de iglesias. Se cruzaba con muy pocos coches en la carretera, una línea recta más clara que los terrenos pardos sobre los que había sido trazada, con arbolillos débiles en los arcenes. Había sobre todo carros tirados por mulos, algunos rebosantes de canastos de uvas recién vendimiadas, otros cargados hasta una altura inverosímil de chatarra y desperdicios, porque estaba acercándose al barrio extremo de los traperos y los basureros. Hileras de casuchas junto a la carretera, largos bardales de tierra encalada, puertas oscuras como bocas de cuevas junto a las que se agrupaban mujeres desgreñadas y atónitas y niños de cabezas rapadas que miraban pasar el coche con las bocas muy abiertas, con moscas en las comisuras húmedas. Columnas de humo subiendo de los hornos de los tejares, emanando de la fermentación de las montañas de basura. Para aislarse del hedor cerró la ventanilla. En la amplitud diáfana del cielo volaban hacia el sur las primeras bandadas de pájaros migratorios. El sol más pálido del final de septiembre hacía relucir los tallos secos en los barbechos. A Ignacio Abel los primeros síntomas indudables del otoño le deparaban un estado de expectación ilusionada que no tenía ninguna causa precisa y que tal vez no era más que la reverberación en el tiempo de una lejana felicidad escolar de cuadernos nuevos y lápices, el puro tirón de un porvenir intacto surgido en la infancia y sostenido hasta las primeras claudicaciones de la vida adulta.

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