La noche de los tiempos (41 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

BOOK: La noche de los tiempos
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—Es que ya se lo tengo dicho, don Ignacio, la República es muy bonita pero no da de comer.

—¿Y dan de comer las huelgas a tiros y las iglesias incendiadas?

—A mí eso no me lo tiene usted que decir, don Ignacio. Yo tengo muchos años, como usted sabe, y las he visto de muchos colores, pero hasta la presente no me ha ido mal en la vida. Tengo una casita decente aquí al lado y una huertecilla en el pueblo, y mi señora y mis hijas cosen en las máquinas Singer y se ganan un jornal que no es peor que el mío. Como sé leer y escribir y tengo buena cabeza para los números pude llegar a capataz, y en mi casa se han podido pasar estrecheces, pero no miseria. Al chico menor gracias a usted lo tengo colocado de escribiente ahí al lado, en las oficinas del Canal, y aunque me gana poco es aplicado y por las noches estudia para delineante, que ojalá pueda encontrar un puesto en las oficinas de la Ciudad Universitaria el día de mañana, si usted le echa una mano. Pero hay otros que están mucho peor, don Ignacio, y no tienen paciencia ni tienen juicio, y si los tienen pueden perderlos cuando por falta de trabajo y de un poco de justicia ven morirse de hambre a sus hijos, o pierden la casa porque no pueden pagarla y se ven tirados bajo los puentes o pasando las noches en los quicios de las puertas.

—Todo no puede hacerse de golpe, Eutimio. —Ahora era su propia voz la que le sonaba falsa, aunque estuviera diciendo algo razonable: tan razonable como estéril tal vez—. La República tiene sólo cinco años, el Frente Popular ganó hace tres meses.

—¿Y quiénes somos usted o yo para decirle a nadie que tenga paciencia? ¿O que se espere unos meses para darle de comer a sus hijos, o para llevarlos al médico? Ninguno de los dos nos vamos a acostar sin cenar esta noche, y perdone que me compare.

—¿Y poniendo bombas y matando a gente se va a remediar algo? ¿Levantándose en armas contra la República, como en Asturias? ¿Amenazando cada día con romper la baraja y establecer la dictadura del proletariado?

—La clase obrera tiene que defenderse, don Ignacio. —Eutimio le hizo un gesto para que bajara la voz—. Si no fuera por esos muchachos que están de vigilancia ahí afuera a lo mejor usted y yo no podíamos tomarnos tranquilos nuestro vaso de vino.

—Parece que ustedes no entienden, Eutimio. —Nada más decirlo se dio cuenta de que ese plural era ofensivo, pero se estaba enardeciendo, y le brotaba un sentimiento desagradable pero poderoso de superioridad—. Hay leyes que están por encima de todos. Hay policía, hay jueces. No estamos en el Oeste, ni en Chicago, como parece creer todo el mundo. Uno no se levanta en armas contra el gobierno legítimo porque no le gusta el resultado de las elecciones. Uno no va por ahí con una pistola tomándose la justicia por su mano.

—Que no soy tonto, don Ignacio. —Eutimio había dejado el vaso vacío de vino sobre la mesa y lo miraba muy serio, agraviado, ladeando al mismo tiempo la cabeza para asegurarse de que nadie los oía—. Eso que dice usted de las leyes está muy bien, pero a estas alturas ya no se lo cree nadie. Dígaselo a los militares sediciosos que no paran de conspirar y a los jueces que sueltan a los pistoleros falangistas que matan obreros.

—¿Y entonces qué hacemos? ¿Armarnos todos? ¿«Un hombre, una pistola» en vez de «Un hombre, un voto»?

—Lo que podemos hacer yo no lo sé, don Ignacio. A lo mejor el remedio nos lo va a traer la gente más joven que tiene ideales más fuertes que nosotros. Cuando yo era un muchacho y oía a Pablo Iglesias y a los oradores de entonces hablando de la sociedad sin clases se me saltaban las lágrimas. Y ahora ya ve usted, en vez de la sociedad sin clases lo que me hace ilusión es mi huertecillo, y que no me falte el jornal. A lo mejor usted tampoco se imaginaba de muchacho que iba a disfrutar tanto guiando un automóvil y viviendo en un piso con ascensor del barrio de Salamanca...

—Ya estamos otra vez.

—No me pierda la paciencia, don Ignacio. Ni el respeto tampoco, si me lo permite. Y no me levante la voz, que a lo mejor dice algo que a otras personas no les guste oír. La gente joven viene empujando con un brío que nosotros ya no entendemos. Mi chico mismo, que nunca rompió un plato, que siempre fue de casa al trabajo y del trabajo a casa, se me hizo el año pasado de la Juventud Comunista. Un disgusto para un padre, pero fíjese que ahora se han unido con las Juventudes nuestras, lo cual me deja más tranquilo. A lo mejor usted y yo nos conformamos con que sea algo mejor este mundo que conocemos, que al fin y al cabo es el nuestro. Pero ellos lo que quieren es traer otro mundo. ¿No ha leído lo que ponen en los carteles? «Llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones...»

Literatura de nuevo, pensaba, pero no lo dijo, por miedo a ofender a Eutimio. Literatura barata, morralla de periódicos, versos de tercera, a veces cantados en himnos, para mayor efecto. Un país entero, un continente entero infectados de literatura mediocre, beodos de músicas chabacanas, de marchas de zarzuela y pasodobles taurinos. Pensaba de pronto, en la taberna con pobre luz eléctrica y olor a vino malo, con el suelo sucio de serrín mojado y colillas, que no sentía en el fondo de su alma demasiada simpatía hacia sus semejantes, que necesitaba la vaguedad y la protección de una cierta distancia para congraciarse con ellos, para emocionarse con principios y palabras de emancipación como las que había oído de niño en las reuniones de su padre. Pensaba que lo que de verdad quería era irse de España: sin preparación, sin aviso, sin remordimiento, poner tierra por medio, subir a un expreso nocturno junto a Judith Biely y despertar en una capital portuaria desde la que partiera ese mismo día un buque hacia América, desaparecer sin rastro, libre de cualquier vínculo, tan separado del mundo exterior y de toda la trama angustiosa de las obligaciones de su vida como cuando se abrazaba a ella después de haberla desnudado y hundía la cara en su cuello respirando su olor hasta lo más hondo de los pulmones, como si respirara por anticipado el aire de otro país y de otra vida, con los ojos cerrados, mientras se filtraba por los visillos la claridad laboral de la mañana y los sonidos de la ciudad llegaban debilitados a la intimidad breve y mercenaria que los acogía en casa de Madame Mathilde.

A la mañana siguiente, cuando lo vio llegar a la oficina, Eutimio bajó ligeramente la cabeza y le hizo un gesto de saludo sin mirarlo a los ojos.

17

Time on our hands,
dijo Judith, antes de colgar el teléfono, de confirmar la hora del encuentro, del arranque del viaje, casi huida soñada, para que no hubiera duda ni confusión posible, y a él le gustó la poesía implícita en la expresión común, como tantas veces que aprendía nuevos giros de ella o que le explicaba alguno en español. Tiempo en nuestras manos, por una vez rebosando de ellas como el agua fresca de un caño poderoso entre las manos ahuecadas en las que se hundirá gozosamente la cara o se mojarán los labios de quien por fin puede saciar la sed; cuatro días y cuatro noches enteros de tiempo exclusivamente suyo, no compartido con nadie, no contaminado por la indignidad de esconderse, no medido en minutos o en horas, un tesoro de tiempo cuya magnitud les costaba imaginar. Pero tampoco sabían imaginarse juntos lejos de Madrid, en otro escenario que no fuera el de la ciudad que los había unido y que los apresaba, sometiéndolos al maleficio de la prisa y de la clandestinidad, horas robadas a las obligaciones, ni siquiera eso a veces, minutos furtivos arañados para hacer una llamada de teléfono o mandar una postal, un telegrama, para empezar una carta y tener que esconderla por culpa de una interrupción, deslizándola entre papeles oficiales, guardándola en ese cajón del despacho de su casa que Ignacio Abel siempre cerraba con una llave diminuta.
Time on our hands,
recuerda ahora, repite en voz baja, mirando las dos manos inertes sobre los muslos, sobre los faldones de la gabardina que no se quitó al subir al tren; las manos inútiles para otra cosa que no sea palpar bolsillos en busca de algún documento o rozar la cara cada mañana después del afeitado, para apretar el asa oscurecida de sudor de la maleta o abrochar botones o descubrir que un botón se ha caído y sólo queda de él un rastro de hilos o que los cordones de los zapatos se están deshinchando o ha empezado a descolgarse el bolsillo derecho de la chaqueta. Al menos tuvimos eso, piensa, ese regalo, no el anticipo de algo que vendría después sino un favor casi último antes de que lo inevitable sucediera, tres días enteros, casi cuatro incluyendo los largos viajes, de jueves a domingo, la carretera recta y blanca desplegándose ante el automóvil cuando salieron de Madrid hacia el sur, todavía amaneciendo, y al final del viaje la casa sobre los acantilados de arena, el olor del Atlántico entrando en ella tan poderosamente como entra ahora el del Hudson por la ventanilla del tren: las manos llenas de tiempo, llenas de la cercanía codiciosa del otro, buscando bajo la ropa en cuanto dieron unos pasos en el interior de la casa en penumbra, sin abrir todavía ninguna ventana, sin haber sacado las maletas del coche, exhaustos después de tantas horas en la carretera y sin embargo muertos de deseo, incapaces ya de seguir aplazándolo. No era lo mismo decir
tiempo de sobra
: por más que tuvieran nunca les sobraría ni un minuto, no se permitirían el lujo de desperdiciarlo, y en cualquier caso esas palabras no expresaban la sensación física de una abundancia inmerecida que llena las manos, como las monedas o los diamantes de un tesoro de cuento,
tiempo a manos llenas.
Pero por mucho que se aprieten los dedos y se junten las dos manos curvadas como un cuenco el agua siempre se escapará de ellas, segundo a segundo el tiempo escurriéndose igual que granos mínimos de arena, relucientes como cristales en la luz matinal de la playa a la que descendían por unos peldaños de madera, sin ver a nadie en toda su amplitud, supervivientes únicos de un cataclismo que los hubiera dejado solos en el mundo, desertores de todo, de sus dos vidas y hasta de sus nombres que los identificaban y los ataban a ellas, renegados de cualquier lazo o lealtad que no fueran los que los unían entre sí, padres, hijos, cónyuges, amigos, obligaciones, principios, apóstatas de cualquier creencia.

Si al menos hubieras tenido verdadero coraje, piensa ahora, mirando las dos manos baldías que no tocan a nadie, las manos de venas tortuosas y uñas mal cortadas y ligeramente sucias, si te hubieras atrevido a una verdadera apostasía y no a un simulacro, a una huida verdadera y no a una ficción. Incluso los cuatro días enteros y las cuatro noches se les deshacen rápidamente en nada a los amantes que hasta entonces no han podido pasar más que unas pocas horas seguidas juntos, no han sabido lo que era abrir los ojos con la primera luz del día y encontrar al otro, asistir a su sueño complacido y a su despertar. Tan poco tiempo siempre, las horas contadas, deshaciéndose en una arena de minutos y segundos fugaces, el reloj sonando, el mecanismo ruidoso en el despertador de la mesilla de noche o el más sutil en la muñeca, atado a ella como un cepo de cautiverio, segundo a segundo, las dentelladas diminutas socavando las casas de tiempo en las que se escondían para estar juntos, sus refugios clandestinos, casi siempre precarios, siempre en peligro de ser invadidos, por muy hondo que quisieran esconderse el uno junto al otro y el uno en el otro, cancelando el mundo exterior en el fanatismo de un abrazo con los ojos cerrados. Pasos en el corredor de la casa de citas, puertas que en cualquier momento podrían abrirse, muros demasiado livianos al otro lado de los cuales se oían voces, los gemidos de otros amantes clandestinos, habitantes como ellos de la ciudad secreta, el Madrid sumergido y venal de los reservados, las habitaciones alquiladas por horas, los parques a oscuras, el sórdido territorio fronterizo en el que confluían el adulterio y la prostitución. Vivían asediados por acreedores, por ladrones y mendigos de tiempo, por prestamistas rapaces y turbios traficantes de horas. El tiempo fosforecía en las agujas del despertador, sobre la mesa de noche, en la habitación en casa de Madame Mathilde, en la penumbra forzosa de las cortinas echadas en mitad de la mañana. El tictac sonaba como el medidor de un taxi: si se retrasaban sólo unos minutos en salir de la habitación alquilada oirían pasos en el corredor y golpes en la puerta; si querían algo más de tiempo debían comprarlo a un precio aún más abusivo. El tiempo huía en espasmos numéricos como la distancia en el cuentakilómetros del coche mientras viajaban hacia el sur como si no tuvieran que volver nunca, fugitivos de todo durante cuatro días. El tiempo de cada espera se dilataba y hasta se detenía por culpa de la incertidumbre, por la angustia de que el otro no se presentara. El relámpago de la llegada abolía durante unos minutos el paso del tiempo, dejándolo en suspenso en un espejismo de abundancia. El tiempo ilícito tenía que ser comprado, minuto tras minuto, obtenido como en dosis de opio o de morfina a través del gesto rápido con que un camarero de pajarita y chaquetilla negra les entregaba la llave de un reservado a la vez que recibía en la otra mano la propina. El bien tan escaso del tiempo se perdía esperando un taxi, viajando interminablemente en un tranvía muy lento, conduciendo en medio del tráfico, marcando un número en el teléfono y esperando a que la rueda vuelva a su punto de partida para marcar el siguiente: cuánto tiempo desperdiciado esperando una respuesta, escuchando un timbre que suena al otro lado en una habitación vacía, impacientándose porque una telefonista tarda en contestar o en pasar la llamada, los dedos inquietos tamborileando en una mesa, la mirada vigilante por si se acerca alguien al fondo del pasillo, una hemorragia de tiempo, gota a gota o a borbotones. Fue Philip Van Doren quien les regaló los cuatro días enteros al ofrecerles la casa que había comprado o estaba a punto de comprar en la costa de Cádiz, sin verla siquiera, conociéndola tan sólo por planos y fotografías; quien parecía complacerse en ampararlos, en incitarlos el uno hacia el otro desde una distancia benévola, en intervenir en nombre del azar, como había hecho al dejarlos solos en su despacho aquella tarde de octubre. La casa de tiempo que Ignacio Abel hubiera querido construir para que nada más que Judith y él mismo la habitaran existió de verdad durante sólo cuatro días; entre la tarde del jueves y la madrugada del lunes: blanca, de volúmenes cúbicos, perfilándose horizontal sobre un acantilado, sus formas variables en las fotografías que Van Doren desplegaba ante él, sobre el mantel de la mesa del Ritz en la que los había invitado a cenar, en un reservado, acatando de manera implícita la conveniencia de que Ignacio Abel no fuera visto en público con su amante, mientras que de la calle, de la plaza de Neptuno, llegaba amortiguado el estrépito de una batalla a pedradas y a tiros entre guardias de Asalto y huelguistas de la construcción: silbatos, cristales rotos, sirenas. Se había apartado de las muñecas las bocamangas del jersey con gestos impacientes y disponía las fotos sobre la mesa como en un juego de naipes, alzando las cejas depiladas, chupando con deleite un habano, una sonrisa en sus labios carnosos, en la boca demasiado pequeña, incongruente con su recia mandíbula cuadrada y sus dedos velludos. «Mi querido profesor Abel, no se sienta obligado a decir que no. No le ofrezco un favor, sino que le pido su opinión profesional. Como si le pidiera un informe sobre un cuadro antes de comprarlo. Vea la casa y dígame en qué estado se encuentra. Viva en ella unos días. Me aseguran que está plenamente abastecida de todo lo necesario, pero no creo que la haya habitado nadie todavía. Se la hizo construir un conocido mío alemán cargado de dinero que de pronto no está seguro de que le convenga seguir viviendo y haciendo negocios en España. Me atrevo a suponer que a Judith no le importará acompañarlo. Les vendrá bien escapar del calor de Madrid y del clima político todavía más irrespirable. Ahora que de nuevo hay huelga no será prudente que se le vea a usted llegar cada mañana a la Ciudad Universitaria. ¿Cree usted que se sublevarán por fin los militares, profesor Abel? ¿O se les adelantarán las izquierdas en un nuevo ensayo general de revolución bolchevique? ¿O se irá todo el mundo de veraneo y no pasará nada, como me dijo el ministro de Comunicaciones hace sólo unos días?»

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