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Authors: Antonio Muñoz Molina

La noche de los tiempos (38 page)

BOOK: La noche de los tiempos
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Ver tan cerca la cara de su hijo y la de su cuñado le mostraba a Ignacio Abel la desagradable evidencia del parecido entre los dos. No sólo algunos rasgos, esbozados en el niño y crudamente visibles en el adulto, sino también una semejanza más profunda, tal vez la íntima debilidad, vinculada al recelo hacia él, padre exigente y cuñado desdeñoso o sarcàstico, cónyuge no del todo fiable de la madre y hermana, intruso en la cercanía de los dos hacia ella, igual que en el juego que estaban compartiendo esta noche cuando él llegó tan inoportunamente. No quería que Miguel creciera pareciéndose cada vez más a su tío; teniendo la misma curvatura aguileña en la nariz; el mismo vello escaso y rizado en el labio superior; la mirada entre furtiva y miope, como si una parte de él se hubiera replegado muy adentro. Víctor le había quitado la pistola sin que el niño se diera cuenta y decía algo que Ignacio Abel no escuchaba. «Venga, hombre, no te pongas así, que sólo estaba jugando conmigo.» Ignacio sentía la ira creciendo dentro de él, incontrolada y al mismo tiempo fría como las palmas de sus manos. Vio fríamente que le iba a dar una bofetada a su hijo y una parte de él se avergonzó de hacerlo y otra siguió adelante animada por el miedo del niño, ofendida por su gesto instintivo de buscar refugio en el tío, por el agravio añadido de que confiara en él para sentirse protegido de su propio padre. Fue consciente del impulso físico que sostenía y empujaba la ira pero no hizo nada por contenerlo, y la visible debilidad del hijo, su cara roja, el temblor en su labio inferior mojado, en vez de disuadirlo lo encolerizaba más. Miguel dio uno o dos pasos hacia atrás, buscando con la mirada a su tío Víctor, que se apartaba de él, después de haber guardado la pistola en la sobaquera y abrocharse la chaqueta, como para hacerla todavía más invisible, acobardado o tal vez intuyendo que cuanto más quisiera el niño refugiarse en él mayor sería la ira de su padre. «Venga, hombre», repitió, pero Ignacio Abel le indicó que se callara con un gesto seco, y él se hizo a un lado, toda su hombría ahora anulada, medroso, a pesar de las botas y el correaje y la pistola en la funda de cuero, como inseguro de que el castigo no fuera a caer también sobre él.

Miraba a Miguel a los ojos y el niño le sostenía la mirada mientras retrocedía contra el espejo del armario en el que unos segundos antes se veía como el protagonista de una película, algo mejor aún, porque las pistolas de las películas no eran de verdad. En qué momento se traspasa un límite y ya no hay remedio, ya no se puede borrar la vileza. Enorme por encima de su hijo, levantó la mano derecha y aún estuvo a punto de bajarla de nuevo sin hacer nada; de haber salido de la habitación dando un portazo y cambiar de cara en lo posible mientras avanzaba por el pasillo para unirse con malhumorado fatalismo a la celebración familiar; pudo haberle dado un grito a su cuñado Víctor diciéndole que se marchara y que si quería volver a pisar alguna vez esa casa tendría que ser sin pistola y sin camisa azul. Pero no fue eso lo que hizo. No se ahorró la vergüenza futura ni la indignidad de ocultarle a Judith Biely ese gesto de violencia que ella no le habría perdonado, que le habría hecho ver en él la sombra de alguien a quien no conocía. Lo que hizo fue levantar la mano y no dejarla detenida. La sintió bajar, cortando el aire, abierta y violenta, pesando como un arma, la palma mucho más ancha y más dura que la cara del niño. Golpeó notando el picor en la palma de la mano al mismo tiempo que el acceso de calor que la vergüenza provocaba en su cara. La de su hijo se volvió contra la pared por efecto del golpe. Los ojos llenos de lágrimas lo miraban desde abajo, como desde el interior de una madriguera, el pánico de unos segundos atrás sustituido por el resentimiento, la mejilla escarlata, una mancha en el centro de sus pantalones cortos y un hilo de orina bajando por una de sus piernas delgadas. Al darse la vuelta para salir de la habitación vio que su hija había estado observándolo todo, quieta y callada junto al pupitre donde tenía sus libros y sus cuadernos de estudio.

16

Disparos sueltos en la mañana fresca de mayo, en el aire perfumado con aromas de monte; tomillo, flores moradas de romero, anchos pétalos blancos con pistilos amarillos entre las hojas brillantes de la jara. El bosque arrasado unos años atrás para aplanar los terrenos de la Ciudad Universitaria revivía en los desmontes y en los taludes de las obras inacabadas, en los espacios baldíos que aún no eran campos de deportes. Silbidos de balas que hubieran podido confundirse con los de las golondrinas; disparos como huecos estallidos de petardos de feria, a lo lejos, más allá del repiqueteo de las máquinas de escribir y de los ventanales abiertos de la oficina técnica, a los que se asomaban delineantes y mecanógrafas queriendo averiguar de dónde venía el tiroteo, con una actitud más de curiosidad que de alarma. El aire todavía limpio, inundado de olores serranos, los ceniceros y las papeleras vacíos, el rojo muy vivo en los labios y en las uñas de las secretarias. Le gustaba esa hora de la mañana: el día intacto, el impulso del trabajo todavía no gastado por la fatiga o el tedio. Quizás el ordenanza encargado del correo se había distraído con el tumulto y se retrasaría en el reparto: vendría con su andar lento, su expresión pomposa y servil, su gran bandeja entre las manos y cuando entrara en el despacho pidiendo permiso ceremoniosamente Ignacio Abel reconocería tal vez entre las cartas oficiales un sobre con la caligrafía de Judith. Apenas se separaban ya empezaban a escribirse. Querían remediar con palabras escritas el vacío del tiempo en el que no estaban juntos; prolongar una conversación de la que nunca se cansaban, rompiendo el plazo angustioso del final de cada encuentro. Otra ráfaga ahora, no de pistolas, sino de fusiles. En qué momento el oído empezó a acostumbrarse, a distinguir. Mejor actuar como si no se hubiera escuchado nada: no levantar la cabeza del escritorio, del tablero de dibujo, mantener ocupado cada minuto de la mañana, dictando cartas, recibiendo llamadas, queriendo empeñarse contra viento y marea en que las obras no se detuvieran; le ordenaría a su secretaria que volviera a la máquina de escribir en vez de dispersar rumores sobre el tiroteo por las oficinas; llamaría al cuartel de la Guardia de Asalto pidiendo que enviaran refuerzos; aunque sería más práctico llamar al doctor Negrín, que pondría en juego su influencia política, su agotadora capacidad de activismo. Haría falta mucha más vigilancia de día y de noche en las obras ahora que los anarquistas de la CNT querían imponer de nuevo la huelga en la construcción.

Pero con Negrín tenía que haber hablado hacía tiempo, y lo retrasaba siempre. Tenía que haberle dicho que lo habían invitado a pasar el curso próximo en América y no lo había hecho; tenía que haberle pedido su parecer antes de aceptar la invitación pero no le había dicho nada; ahora tenía que decirle que la había aceptado, y seguía callando, y ni siquiera había solicitado el permiso oficial. Pero también callaba con Adela y sus hijos; le había llegado en un sobre alargado de color marfil la carta con la invitación oficial de Burton College y al verla en la bandeja de la correspondencia se había apresurado a guardarla en un bolsillo y luego en el cajón con llave donde escondía las cartas y las fotos de Judith; respondía con vaguedades cuando los niños le preguntaban por el viaje prometido, el viaje nocturno en coche-cama hacia París, la travesía del Atlántico, los trenes elevados, los rascacielos de Nueva York, los restaurantes automáticos, sobre los cuales Lita se había documentado detalladamente en las enciclopedias y en las revistas ilustradas. Retrasaba el momento incómodo de contar la explicación que había elaborado, consciente de que él mismo se había puesto en el aprieto indigno de mentir al prometer meses antes algo que nadie le pedía: a los niños no les convenía perder el curso, pensaba argumentar; el salario era más escaso de lo que había parecido al principio, ni siquiera había verdadera seguridad de que fueran a encargarle el edificio de la biblioteca (un claro en un bosque al otro lado del océano: unas pocas líneas esbozadas en las anchas hojas de un cuaderno, apenas la sombra de una forma que tal vez nunca llegara a existir, tan en suspenso como el porvenir de su vida). Descubría que la mentira era un préstamo por el que se acumulaban en un plazo muy breve intereses de usura: nuevas mentiras alargaban los plazos a un precio todavía mayor y lo dejaban a merced de acreedores cada vez más impacientes. Las obras avanzaban mucho más despacio de lo previsto (todo tan difícil, tan lento, los trámites paralizados en las oficinas, las máquinas pocas y defectuosas, los medios de carga y transporte primitivos, los hombres desganados, trabajando al sol con pañuelos de nudos sobre la cabeza, respirando con dificultad por la nariz para no soltar de la boca una colilla salivosa, mirando de soslayo por miedo a pistoleros y asaltantes); aunque la huelga de la construcción no se impusiera por completo ya estaba claro que la Ciudad Universitaria no podría inaugurarse en octubre. Marcharse antes del final, ¿no era una deslealtad hacia Negrín? Y además Judith Biely daba por seguro que él viajaría solo a América. Ignacio Abel no le mentía al decirle que deseaba eso tanto como ella: pero sí cuando le hacía suponer que su mujer y sus hijos estaban al tanto de una decisión ya irreversible. No era del todo mentira, quizás sólo una verdad aplazada: más tarde o más temprano acabaría inevitablemente teniendo esa conversación familiar tan difícil; la imaginaba con tanta claridad que era casi como si hubiera sucedido (la cara seria y agraviada de Miguel, el gesto de desengaño confirmado de Adela, la fe en él contrariada pero inamovible de su hija); como cuando suena el despertador y uno sueña que ya se ha levantado y acaba de ducharse y el sueño le permite la coartada de unos minutos más de pereza intranquila.

Que se le fueran los días y las semanas sin actuar ni decir nada y se acercara el verano y faltara cada vez menos tiempo para el viaje era una circunstancia menos grave porque sólo él tenía conciencia de ella: como un cajero a quien parece menos delito su desfalco porque aún no ha sido descubierto (pero había sido igual cuando iba a marcharse a Alemania, doce años atrás: el niño enfermo, casi recién nacido, el derrumbe de Adela después del parto, y él mientras tanto con la carta de confirmación de su viaje en el bolsillo, sin decir nada, esperando qué). La sólida apariencia de normalidad era por sí misma un pobre antídoto contra el desastre. Trabajar cada día, presentar a los demás un aspecto intachable, comprobar que el paisaje de los edificios y las avenidas al otro lado de los ventanales se parecía un poco más a la gran maqueta utópica de la Ciudad Universitaria, con sus edificios abstractos en medio de arboledas y campos de deportes, con sus avenidas rectas y sus senderos sinuosos por los que caminarían alguna vez grupos joviales de estudiantes: a pesar de la lentitud del trabajo, de la escasez de dinero y las dilaciones de los trámites, de los propagandistas apocalípticos de la huelga y de la revolución libertaria que se presentaban en los tajos blandiendo banderas rojas y negras y pistolas automáticas. Levantarse cada mañana y desayunar con Adela y con los niños leyendo el periódico y acordándose de Judith Biely desnuda en la impunidad de su conciencia, mientras por los balcones abiertos entraba el fresco de la mañana de mayo, perfumado por las flores de las acacias jóvenes; mientras latía en secreto su deseo por Judith (la llamaría en cuanto saliera de casa, en la primera cabina de teléfono; mejor aún, se encerraría ahora mismo en el despacho y le pediría en voz baja que se reuniera con él cuanto antes, donde fuera, en la casa de citas, en cualquier café, en el Retiro) y crecían como un tumor apenas intuido el peso de las decisiones aplazadas, los intereses de la usura. Cuanto mayor era el trastorno más le urgía no dar indicios; no perder el control de lo que los demás veían. Salir a la calle sin pensar en la posibilidad de que un pistolero estuviera aguardando cerca del portal. Permanecer en el despacho tan ocupado en un cálculo o en la corrección de un dibujo que ni siquiera unos disparos le hicieran levantar la cabeza más de un momento. No salir al pasillo en busca del ordenanza de ademanes untuosos con la bandeja del correo. No quedarse mirando el teléfono como si el simple esfuerzo de la atención pudiera suscitar un timbrazo que sería el de una llamada de Judith. Se armó de valor para llamar por teléfono al doctor Negrín al Congreso de los Diputados y una secretaria le concedió el alivio de decirle que don Juan no estaba, que le daría su recado en cuanto llegara. Había cesado el tiroteo; ahora se acercaba desde lejos la sirena de una ambulancia o de una camioneta de la Guardia de Asalto. La secretaria entró sin llamar en el despacho, muy agitada, hablando atropelladamente, y a Ignacio Abel casi no le dio tiempo a esconder la carta que había empezado a escribirle a Judith Biely bajo una carpeta de documentos.

—Los anarquistas, don Ignacio, un piquete de huelga. Han llegado en un coche, como en las películas, delante de la Facultad de Medicina, y se han liado a tiros con los obreros del turno de la mañana, llamándolos fascistas y traidores a la clase obrera. Pero les han respondido desde las ventanas unos muchachos de la milicia socialista que estaban de vigilancia...

—¿No estaba la policía?

—Qué iba a estar. Han llegado cuando los pistoleros ya habían huido, como de costumbre. Tenía usted que haber visto a los muchachos de la milicia, cómo les respondían. Los cristales del coche estaban hechos astillas. Y qué charco de sangre han dejado al marcharse. Alguno de ellos se habrá llevado lo suyo.

Hablaban del tiroteo en corrillos de los que se levantaba un rumor excitado, como hablarían el lunes por la mañana de los partidos de fútbol del domingo o de un match de boxeo: sólo un herido leve entre los trabajadores, a pesar del escándalo de los disparos y de los cristales rotos, pero seguro que uno o dos de ellos estarían muy graves, según la abundancia de la sangre que había chorreado del automóvil en el que huían; la sangre de un rojo tan brillante, no el líquido negro de las películas: oscura y densa muy pronto, absorbida por la tierra, borrada por los rastrillos de unos peones que esparcieron cemento antes de regresar a su trabajo, custodiados por esos hombres jóvenes de la milicia que llamaban con reverencia La Motorizada, nombre fantástico que procedía del hecho de que en los desfiles algunos de ellos patrullaban en motocicletas viejas con sidecar. «Uno por lo menos estará muerto, seguro», dijo el ordenanza del correo, la bandeja de cartas olvidada sobre una mesa, entre ellas tal vez una que Judith Biely hubiera escrito y franqueado ayer mismo, tan sólo una hora después de separarse de él, aún con el rescoldo de su cercanía y ya angustiada por la incertidumbre de la próxima cita, «lo llevaron al coche entre dos y no se tenía en pie, y tenía toda la cara y la camisa llenas de sangre». Si llegaba a morir lo enterrarían entre un vendaval de banderas, el ataúd cubierto con una bandera roja y negra, avanzando sobre una masa de cabezas y manos ansiosas por tocarlo, por sostenerlo en alto, llevado como una barca sobre la corriente de un río que inundaba la calle entera. Cantarían himnos, agitarían puños cerrados, gritarían roncas promesas de reparación y venganza, insultos contra los balcones clausurados de las viviendas burguesas. Pero un disparo o el petardeo de un motor podían provocar en la multitud una ondulación de ira y pánico que se abatía sobre ella como un ciclón sobre un campo de trigo: más disparos, ahora verdaderos, relinchos de caballos de la Guardia de Asalto, cristales rotos, tranvías y coches volcados. Alguien quedaba muerto sobre los adoquines y empezaba a repetirse un poco más enardecida la litúrgica colectiva de la muerte: alguien que asistía al entierro o que había tenido la mala suerte de interferir en la trayectoria de una bala; un pistolero falangista que había disparado desde un coche en marcha en torno al cual se cerraba de pronto la crecida de la muchedumbre. También este muerto tendría su entierro con un gentío idéntico, con otros himnos y otras banderas, con discursos de voces roncas y vivas y mueras delante de una fosa abierta. En los entierros de los muertos de izquierdas había bosques de banderas rojas y puños levantados y desfiles de milicianos jóvenes uniformados; de los otros entierros se levantaba el humo del incienso esparcido por los sacerdotes y el clamor del rezo del rosario. Lo asombroso era que nadie más pareciera darse cuenta de la similitud extraordinaria entre los rituales funerarios de quienes se declaraban enemigos, la celebración exaltada del coraje y del sacrificio, el agrio rechazo del mundo real y presente en nombre del Paraíso sobre la Tierra o del Reino de los Cielos: como si quisieran acelerar la llegada del Juicio Final y odiaran mucho más en el fondo a los incrédulos y a los tibios que a los iluminados del bando enemigo. Después del entierro del policía de escolta de Jiménez de Asúa la multitud que regresaba del cementerio asalta una iglesia que acaba envuelta en llamas; vienen los bomberos a apagar el fuego y son recibidos a tiros; muere un bombero de un disparo y al día siguiente hay otro entierro, esta vez con camisas azules y curas con casullas, con humo de incienso y clamores de rosario. En esos días de mayo, en el mundo remoto de hace sólo unos meses que rememora incrédulamente Ignacio Abel, Madrid es una ciudad de entierros y corridas de toros. Por la calle de Alcalá suben casi cada tarde muchedumbres camino de la plaza de toros o del cementerio del Este. De los cortejos de los entierros y de las masas de la afición taurina se levantan polvaredas idénticas, bramidos igual de sobrecogedores. Al día siguiente de una corrida en la misma plaza se celebra un mitin político y el eco metálico de los altavoces y el de los himnos y los vivas y los mueras llega con igual lejanía al domicilio familiar de Ignacio Abel y al cuarto alquilado en el que se refugia junto a Judith Biely.

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