La noche de los tiempos (83 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

BOOK: La noche de los tiempos
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Desde tan lejos los ve, confabulados en el círculo familiar, en torno a una mesa camilla, como en esas fotos en las que él nunca aparece aunque rondara cerca, en el salón de la casa de Segovia, con cuadros tenebrosos de santos en las paredes, don Francisco de Asís y doña Cecilia y Adela y sus dos hijos y tal vez también el tío sacerdote, que no estando él se atreverá a darles estampas religiosas a los chicos y a sugerirles que recen de noche y que vayan a confesar y a comulgar, aunque sólo sea para darles una alegría a los abuelitos; los ve como un muerto que regresara invisible, como una de esas ánimas del Purgatorio en las que doña Cecilia dice creer, a las que enciende lamparillas de aceite que según ella se apagan cuando las roza el paso de un ánima, el ala de un ángel.
Pero lo más sagrado de todo no son los sacramentos y el amor que tú y yo nos hemos tenido no es un engaño mío porque dos hijos como dos soles son la prueba.
Rezan todos el rosario, murmurando, las cabezas bajas, Miguel y Lita haciéndose guiños furtivos o dándose patadas por debajo de la mesa, don Francisco de Asís y doña Cecilia y Adela ofreciendo sus oraciones y jaculatorias por el hijo y hermano que no saben si estará vivo o muerto, y quizás también por él y el yerno desaparecido desde el 19 de julio, aunque con algo de reparo, porque les desconcierta o les parece inadecuado rezar por alguien que no tiene creencias: pero han de dar ejemplo a los chicos, severos en el casi luto por dos ausentes de los que hace meses que no saben nada, el hijo y hermano, el marido y yerno al que Adela escribió esa carta atravesada de rencor que ha tardado tanto tiempo en llegar a su destino y sin embargo ha acertado con una puntería de flecha envenenada.
Qué tendrá de malo que tus hijos que son tan míos como tuyos o más todavía porque yo los he parido y los he criado y he estado con ellos y me he pasado las noches sin pegar ojo cuando se morían de fiebre qué daño puede hacerles que se eduquen en ¡a fe católica.
Los adoctrinarán, habrán caído de nuevo en manos de curas y monjas, los forzarán a confesar y a comulgar los domingos y tal vez los señalen en la escuela siniestra en la que habrán empezado el nuevo curso, niños laicos hijos de un enemigo que no saben repetir en voz alta las oraciones ni cantar los himnos eclesiásticos, y menos aún los himnos fascistas que también les estarán enseñando.

Tendido en la cama en la que el agotamiento y el silencio lo sumen en una inmovilidad hechizada mientras que la memoria cobra una agudeza afilada por la añoranza y la culpa que tiene algo de adivinación Ignacio Abel viaja con la liviandad de los sueños a la casa de la Sierra junto a la que ya no pasan los trenes y desde la que tal vez se oyen los tiroteos del frente, entre el rumor de los pinos y las matas de jara. Quizás ha quedado abandonada o la han convertido en cuartel, igual que la Residencia de Estudiantes, un cuartel de los otros, de esa especie abstracta y no del todo humana a la que los periódicos llaman el Enemigo, con una palabra, cae ahora en la cuenta, de inspiración teológica. En su antiguo colegio ahora convertido en un solar de ruinas calcinadas los curas llamaban el Enemigo al demonio y advertían que era preciso escribirlo siempre con mayúscula. El Enemigo ocupará ahora el jardín descuidado que para sus hijos fue una selva donde escenificaban aventuras copiadas de las novelas y donde recogían insectos y plantas para sus clases prácticas de biología en el Instituto-Escuela; el jardín con el columpio herrumbroso en el que todavía estuvieron meciéndose el domingo de hace tres meses en que los vio por última vez, aunque ya no están en la edad, ninguno de los dos, Lita con su pecho perfilado, sus piernas de ciclista y sus cortos calcetines blancos a la moda, Miguel con un pantalón corto que no volverá a usar después de este verano. Está cambiando tan rápido que cuando vuelva a verlo no lo reconoceré. Tendrá una sombra de bigote, se peinará con raya, se echará hacia atrás el flequillo que le caía sobre los ojos: un adolescente que se parecerá más a su tío Víctor, sus nuevos rasgos usurpados por esa gente igual que su alma alejándolo de mí hacia una edad adulta en la que quizás yo, su padre, no existiré. Si es que no he dejado de existir ya, borrado por la distancia, por la falta de noticias, por la ausencia muy probable de las postales que les he ido mandando desde que salí de Madrid, igual que cuando eran más pequeños y hacía algún viaje: la plaza de la República en Valencia, la playa de la Malvarrosa, la torre Eiffel, el Trocadéro recién inaugurado, Notre-Dame desde un puente del Sena, el bulevar de Saint-Nazaire que termina en el puerto, el
S.S. Manhattan
navegando de noche por alta mar con todos los ojos de buey iluminados y guirnaldas de bombillas sobre la cubierta, la Estatua de la Libertad, las arcadas de la estación de Pennsylvania, el hotel de Nueva York donde me hospedé cuatro días (pasaba el tiempo y nadie aparecía ni llamaba; no había mensajes en recepción, ni un telegrama; el recepcionista lo miraba con aire de sospecha como si hubiera adivinado los pocos dólares que le quedaban en el bolsillo), con su letrero vertical a lo largo de toda la fachada y una pequeña marca a lápiz sobre una ventana del piso 14,
ésta es mi habitation,
el Empire State Building coronado por un dirigible (pero esa postal no ha llegado a mandarla: le puso el sello y se olvidó de ella, con la urgencia de no perder el tren). Lita tiene una caja de lata llena de postales y de cartas ordenadas por fechas. Se la llevó a la Sierra al principio de las vacaciones, en la maleta que había designado como suya para mantenerla a salvo del desorden de Miguel, junto a sus libros y sus cuadernos de diario. Miguel llevó consigo los libros de texto de las asignaturas suspendidas en junio: los cuadernos con los trabajos que habría hecho a última hora y de cualquier manera, llenos de las marcas de lápiz rojo del profesor, de faltas de ortografía subrayadas y manchas de tinta. Pero no se habrá podido presentar a los exámenes de septiembre. En ese aspecto la guerra ha sido un respiro para él. Perderá el curso, y lo perderá también Lita, si la guerra no acaba pronto.

Ya no es posible eludir la palabra: la vio en los periódicos franceses, obscena en la tinta roja y negra de los titulares, GUERRE EN ESPAGNE; la ha visto en los diarios de Nueva York que unas veces buscaba con ansiedad al bajar de su habitación en el kiosco de cigarrillos y de prensa y otras eludía, o intentaba eludir, LATEST NEWS ON THE WAR IN SPAIN. Como una enfermedad congènita de la que él no puede curarse y a la que quienes hacían los periódicos y quienes los compraban distraídamente fuesen inmunes, igual que a nuestra pobreza y a nuestro atraso pintoresco, a nuestras vírgenes barrocas con lágrimas de cristal y corazones de plata atravesados por puñales y al colorido de bárbaro matadero de nuestra fiesta nacional, THE KILLINGS AT THE BULLFIGHTING RING IN BADAJOZ. Nuestros nombres tan sonoros y exóticos resaltando entre las palabras de otro idioma, los bardales en ruinas, los páramos, las alpargatas y los pantalones sujetos con trozos de cuerda en las fotografías de nuestra guerra de pobres, nuestras mujeres con pañolones negros y fardos sobre las cabezas a la manera de las mujeres africanas huyendo por los caminos en llanuras sin árboles, empujadas a culatazos en la frontera por los gendarmes franceses, mientras yo miraba hacia otro lado y no hacía nada y sentía el privilegio mezquino de mi traje formal y mis papeles en regla, que sin embargo no me eximían de la enfermedad española, porque los funcionarios de la aduana registraron con calculada grosería mi maleta y estuvieron un rato examinando los dibujos y los bocetos de planos, y luego, de nuevo, el pasaporte que ya habían revisado una vez, la foto a la que ya estaba empezando a no parecerme, la página con el visado para los Estados Unidos. Quién iba a aceptar sin sospecha ese título inscrito en letras doradas sobre la cubierta, sobre el escudo con su corona de almenas, República Española, si en cualquier momento esa república podía dejar de existir, y si a unos pasos de allí, en el lado español de la frontera, no había guardias y empleados de uniforme, sino milicianos con patillas de bandoleros o de figurantes de
Carmen
que habían arriado la bandera tricolor para izar en el mástil una bandera roja y negra. En él, a pesar de todo, mientras intentaba esperar dignamente erguido a que los gendarmes le devolvieran su pasaporte y le permitieran cerrar la maleta, estaba el orgullo de ser ciudadano de una República española y la rabia contra la indiferencia de esos franceses y británicos que la veían revolverse torpe e indefensa contra sus agresores: pero también el sentimiento de inferioridad por pertenecer a un país así, y el deseo de escapar de él y la culpa por alimentar ese deseo y por haber salido huyendo, por no haber sabido ser útil en nada, ni remediar nada.

Se acuerda de la plaza de Oriente, una mañana, la última, cuando la huida ya era segura y fue a despedirse de Moreno Villa. Batida por el viento y la lluvia la plaza parecía más grande, el Palacio Nacional más lejano en su tamaño desmedido contra las perspectivas finales de Madrid, más agrisado que blanco sobre el fondo de los nubarrones que venían del oeste, sobre los verdes severos del campo de Moro y la Casa de Campo, desleídos en la niebla. En los jardines franceses había un campamento de refugiados que se protegían de la lluvia debajo de sus carros o de los mantones de lona tendidos entre los setos y los árboles. En la mitad de octubre el invierno anticipaba su llegada a Madrid como traído por la cercanía de la guerra, que se aproximaba poco a poco por la carretera del sudoeste, la de Extremadura, visible desde los balcones del palacio. Qué raro imaginar con tanta claridad lo que yo no he vivido, lo que sucedía hace más de setenta años, la plaza con el campamento de toldos y chabolas entre los setos, alrededor de la estatua ecuestre de Felipe IV, apoyada tan sólo en las patas traseras, ingrávida contra el cielo gris y la lluvia, esgrimiendo una bandera roja empapada; Ignacio Abel atravesándola, una solitaria silueta burguesa bajo un paraguas, acercándose al cuerpo de guardia, donde unos soldados con uniformes impecables del batallón presidencial —cascos de acero, correajes, botas relucientes, caras bien afeitadas— lo dejarán pasar sin más formalidad que comprobar su nombre en una lista mecanografiada. Pasos y órdenes resonaban en las cavidades graníticas del vestíbulo. En una garita, detrás de una puertecilla de cristales, se escuchaba una radio y una máquina de escribir, y olía a rancho. Sin que lo acompañara o lo vigilara nadie subió amplias escalinatas de granito y luego de mármol en las que no había alfombras que amortiguaran los pasos. Cruzó salones con tapices y relojes y remolinos de mitologías pintadas en los techos y corredores desnudos que daban a patios con arcos de piedra cubiertos por bóvedas de cristal en las que repicaba la lluvia. Moreno Villa estaba en un despacho diminuto, detrás de una puerta de cuarterones con el dintel muy bajo, una oficinilla invadida de libros y legajos en medio de tanta magnificencia de espacios desiertos. Pensó que a lo largo de su vida Moreno Villa habría guardado un modelo invariable de cuarto de trabajo, idéntico en el Palacio Nacional y en la Residencia de Estudiantes, en cualquier sitio a donde lo llevara el azar de un porvenir que ahora se le había vuelto de repente inseguro. Hacía un frío insidioso, que se iba apoderando poco a poco de uno, primero de las puntas de los dedos y de la nariz, de las plantas de los pies. En un rincón del despacho había una pequeña estufa eléctrica. Pero la corriente era débil y la resistencia tenía un brillo tan enfermizo como el de la lámpara sobre el escritorio donde trabajaba Moreno, ensimismado en sus legajos, en sus indagaciones sobre los bufones y los locos que sirvieron a los reyes en los tiempos de Velázquez, tan ajeno al presente en las horas en que lo embriagaba su erudición como a la realidad de Madrid más allá de los muros del palacio, en este reino hechizado en el que sigue habiendo ujieres con patillas blancas, calzones y medias y en el que los relojes pueden marcar la hora de hace uno o dos siglos. La barba blanca le había crecido puntiaguda, como a un personaje del Greco. Estaba aún más flaco que la última vez, en verano, y ahora llevaba unas gafas de leer que le hacían mayor.

—Por fin se va usted, Abel. Le parecerá mentira tener todos los papeles en regla. A usted se le nota que es un hombre que quiere irse, que sabe irse, si me permite la expresión. Yo si pudiera no me movería nunca.

—¿Todavía duerme usted en la Residencia?

—¿Y adónde voy a ir si no, Abel? Es mi casa. Mi casa provisional, pero he vivido en ella tantos años que no me imagino en ningún otro sitio. Se llevaron la guarnición y ahora han puesto un hospital de sangre. No sabe usted cómo gritan esos pobres muchachos. Las heridas atroces que traen. Uno cree que sabe que la guerra es espantosa pero no tiene idea de nada hasta que no lo ve. La imaginación no sirve, es impotente y cobarde. Vemos a los soldados caer en las películas y nos creemos que es así, que todo acaba rápido, a lo mejor con una mancha de sangre en el pecho. Pero hay cosas peores que morir. Ve usted un muchacho que está vivo pero que le falta la mitad de la cara, que se ha quedado sin las dos piernas, sin brazos, que no tiene nariz. Dígame usted qué clase de sinrazón es ésa, para qué puede servir ese sufrimiento horrible. Uno aparta los ojos porque si mira le darán arcadas. Y el olor, Dios mío. El olor de la gangrena y el de las heces en los intestinos reventados. El olor de la sangre cuando las enfermeras le ponen encima hojas de periódicos o serrín. Me digo a veces que tendría que dibujar estas cosas, pero no sé cómo hacerlo, hasta me daría vergüenza intentarlo. Yo creo que nadie lo ha hecho, nadie se ha atrevido de verdad, ni esos alemanes de la Gran Guerra, ni siquiera Goya. Goya se acercó más que nadie, pero hasta a él le faltaba valor. Me acuerdo muchas veces de ese título que puso en uno de los Desastres:
No se puede mirar.
Usted por lo menos ya no tendrá que hacerlo.

Ya no tenía que seguir esperando. Estaba allí despidiéndose de Moreno Villa y ya era como si hubiera empezado el viaje postergado tantas veces, por culpa de trámites tortuosos, de papeles o sellos o rúbricas que faltaban, de cartas prometidas que no venían, retardadas o extraviadas en el correo por el desorden de la guerra. Antes de ir en busca de Moreno Villa había recogido el último documento necesario y lo llevaba ahora como un tesoro frágil en el bolsillo interior de la chaqueta, un salvoconducto con membrete del Ministerio de Hacienda firmado por Negrín, en su condición reciente de ministro, autorizando el viaje a Valencia y desde allí a Francia y sugiriendo una vaga misión oficial: por si surgían dificultades nuevas y no bastaba el pasaporte con el visado americano y con el visado de tránsito francés, porque el camión en el que viajaría hasta Alcázar de San Juan o el tren que tomaría allí para Valencia podían ser interceptados por patrullas de control que a veces detenían a los viajeros o los obligaban a regresar, acusándolos de desertores, de señoritos privilegiados o burgueses que huían de la revolución y no tenían coraje para luchar en la guerra; o podía ocurrir que al llegar a la frontera los milicianos anarquistas que ahora la controlaban se negaran a dejarlo salir, como hacían a veces, si les daba el capricho, dijo Negrín, a pesar de pasaportes, documentos, cartas oficiales y salvoconductos, peor aún si el sospechoso hacía ostentación de ellos. «Somos un gobierno que casi no existe», le dijo Negrín, en su gran despacho del Ministerio de Hacienda, por fin un espacio que se correspondía con su envergadura física: la mesa enorme y antigua, el ventanal a la calle de Alcalá, la alfombra espesa en la que se hundían silenciosamente los pasos (deshilachada en algunos tramos; con quemaduras de cigarrillos). «Damos órdenes a un ejército de divisiones fantasmas en el que los pocos militares que han permanecido leales a la República no tienen tropas que mandar. Al pobre Prieto le han hecho ministro de Marina pero los pocos barcos de guerra viejos que tiene la República se pierden sin que sepamos dónde están porque los marineros mataron a todos los oficiales y los tiraron al mar y no dejaron a nadie que sepa leer una carta marina o fijar un rumbo. Redactamos decretos que no cumple nadie. Ni siquiera somos capaces de controlar las fronteras de nuestro propio país. Los gobiernos que debían ser nuestros aliados no quieren saber nada de nosotros. Enviamos telegramas a nuestras embajadas o ponemos conferencias telefónicas y los embajadores y los secretarios se han pasado al enemigo. Somos el gobierno legítimo de un país miembro de la Sociedad de Naciones y hasta nuestros camaradas franceses del Frente Popular nos tratan como si fuéramos apestados. No quieren que por culpa nuestra se les malogren sus relaciones excelentes con Mussolini y con Hitler, y menos todavía con los británicos, que no sé por qué nos detestan mucho más que a los facciosos. No quieren vendernos armas. No tenemos aviones, no tenemos carros de combate, no tenemos artillería. Apenas una parte del material viejo de la Gran Guerra que esos ladrones de franceses no querían y nos estuvieron vendiendo hasta hace sólo unos meses. Pues ni siquiera eso nos venden ahora. Ni los cascos del año 14, ni los mosquetones de la guerra francoprusiana...»

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